Indias Blancas (16 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela, #Histórica

BOOK: Indias Blancas
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El hombre regresó sobre sus pasos, y Laura vio con claridad la rustra magnífica de plata que llevaba en el cinto y la vaina donde asomaba el mango de un facón de dimensiones extraordinarias. Julián la había prevenido, aquéllas no eran gentes de fiar, eran gentes distintas, medio salvajes, adocenadas, sin moral, no debería haberlo humillado. «Siempre hablo de más», concluyó con desesperanza cuando el hombre se le plantó enfrente.

—En verdad, señorita —habló, sin levantar la voz—, soy un gran pecador, pero ni ayer ni hoy he venido a confesarme, sino a visitar al padre Agustín. Estoy aquí exclusivamente por él.

Sobre todo, la dejó boquiabierta que ese palurdo se expresara con tanta propiedad, sin acentos extraños ni errores gramaticales, sólo un dejo provinciano que para nada denunciaba su condición de gaucho. La exposición había sido clara y concisa. Se lo quedó mirando, como posesa. La atraía su cara, no por lo hermosa ni lo perfecta sino por lo viril, por lo indiscutiblemente masculina, la frente amplia y despejada, las mandíbulas anchas, de huesos marcados, y la barbilla de fuerte presencia. Era imberbe, se veía en la tersura de su piel cobriza, que parecía la de un zagal, aunque a leguas se notaba que había pasado los treinta. «¡Qué hermosos ojos!», pensó, y reconoció que, más allá del increíble gris perla del iris, eran las pestañas, tan pobladas, tan arqueadas, las que hacían de su mirada de las más bonitas que había visto. «Si sonriera, —barruntó Laura—, se diría que hasta guapo es este hombre».

Él también la estudiaba, y Laura bajó la vista. Le ardían las mejillas y habría jurado que el corazón se le desbocaba en la garganta; un cosquilleo le ocupaba el estómago, y gotas de sudor le caían desde las axilas. Su cuerpo era un trastorno, su mente un torbellino. Solía ser más cauta e hipócrita con los del sexo opuesto: la que dominaba y mandaba a antojo, la veleidosa a quien los caballeros querían complacer en los mínimos caprichos, la gema que anhelaban lucir en los salones más distinguidos. Este hombre, en cambio, ajeno a su círculo, opuesto a sus cánones de buen gusto y donaire, que le había prestado la misma atención que a un perro callejero, la había alborotado con una mirada, y ella, perdido por un momento el control de sus facultades, se había dejado llevar y revelado sin sutilezas la exaltación que la dominaba.

—Disculpe —farfulló, sin saber en realidad por qué se disculpaba.

—Con permiso —habló el hombre, y se retiró.

Instantes después, María Pancha la llamó por detrás, y Laura dio un respingo.

—¿Qué haces aquí fuera? —se enojó—. Tu hermano puede necesitarte.

—Fui a buscar fruta. Agustín quería fruta. ¿No es eso muy bueno? —preguntó deprisa para ocultar la turbación.

María Pancha tomó la compotera con fruta y entró en la habitación, y Laura la siguió como autómata. No lograba quitarse de la mente a ese hombre, a pesar de que no quería recordarlo. Se olvidaría de su rostro moreno. «¿Por qué pensar en él si él ya no piensa en mí? ¿Qué tanto escándalo por ese soberbio, engreído y mal educado?» Una mezcla de vergüenza, rabia y desprecio la puso de mal humor. Un rato después, doña Generosa la invitó a almorzar.

Le gustaba doña Generosa, la única optimista en la pronta convalecencia de su hermano. Le gustaba también porque era cariñosa y bromista, alegre y espontánea, rara vez perdía el buen talante. Laura deseó que su madre fuera como doña Generosa e imaginó lo fáciles que serían las cosas entre ellas de ser así.

Echó un vistazo a su alrededor, complacida con lo familiar que le resultaba la sala de los Javier cuando la había visitado por primera vez algunos días atrás. A ella, sin embargo, le parecía una eternidad, como si hubiese vivido en esa casa toda la vida. El doctor Javier se ubicó a la cabecera, y doña Generosa, luego de una breve oración, sirvió el pastel de choclo. Laura se daba cuenta de que los Javier evitaban el tema de Agustín. Mario, que había comenzado a trabajar en la botica del pueblo, comentó que el boticario le había pedido a María Pancha la fórmula del ungüento de alcanfor y la del tónico de cáscara de huevo.

—¿De veras? —se sorprendió Laura.

—Sí. Don Panfilo asegura que son de los mejores que ha visto.

Laura jamás había reparado especialmente en los talentos curativos y las dotes medicinales de María Pancha, eran parte de ella, como lo eran sus facciones. Desde pequeña se había acostumbrado a verla hervir hierbas, preparar emplastos, limpiar heridas. La consultaban a menudo, y ella, con desprendimiento, ayudaba a todos. Sólo ahora caía en la cuenta de la extraordinaria destreza de su criada, y la intrigó saber cómo y dónde la habría adquirido.

—Buenas tardes —saludó una voz masculina y profunda, y Laura se dio vuelta: el extraño del pañuelo rojo otra vez. Su figura ocupaba casi por completo el marco de la puerta y, al avanzar, debió agachar la cabeza para no rozar el quicio.

—Pase, pase, Nahueltruz —invitó Mario, que se puso de pie y le indicó una silla a su lado.

—Sí, sí, adelante —ratificó doña Generosa—. Ya mismito traigo un plato y le sirvo un poco de pastel.

—No quiero molestar, señora —indicó el hombre—. Sólo quería preguntarle al doctor Javier por la salud del padre Agustín. Regreso en otro momento.

—De ninguna manera —expresó el doctor Javier, y el hombre terminó por sentarse y aceptar un plato de comida.

—Le presento a Laura Escalante —dijo el médico—. Laura, el señor es el cacique ranquel Nahueltruz Guor, gran amigo de mi familia y de tu hermano.

Laura atinó a estirar la mano para recibir el saludo del cacique, que se la apretó con firmeza. Por fin, aquel extraño que salía y entraba como un fantasma de la habitación de su hermano era el famoso Nahueltruz Guor, el indio buscado por la milicia. Inexplicablemente, le vino a la mente lo que había hecho en la tina la noche anterior, y se le arrebataron las mejillas. La incomodó también que el doctor Javier hubiera insistido en que el indio se quedara a comer, la horrorizaba pensar que lo hiciera indebidamente, con las manos quizás. Entre los salvajes no se usarían cubiertos ni servilletas ni vasos, y se los imaginó masticando con la boca abierta, atorados de comida, bebiendo sin esperar a tragar, limpiándose con el antebrazo. El indio se sentó a la mesa y se condujo con propiedad; pese a que sus modales carecerían de la pomposidad de los de la abuela Ignacia, resultaban mesurados y agradables.

No se volvió a mencionar el tema de Agustín durante el almuerzo, y Laura, lejos del foco de atención, consiguió sofrenar el tumulto de ideas, sentimientos y desbarajustes físicos que invariablemente sufría cada vez que ese hombre se le presentaba. Lo escuchaba hablar sin levantar la vista, porque temía encontrarle la mirada. El cacique se refería al último malón en Achiras, y explicaba que había sido obra de un tal Sayhueque, indio mapuche que desacataba la autoridad del cacique general Mariano Rosas y la del otro grande, el salinero Calfucurá, y que, por ende, no respetaba los acuerdos de paz celebrados entre estos caciques y el gobierno.

—Sayhueque tiene sus razones —añadió Guor, luego de una pausa—. El araucano Calfucurá casi exterminó a su tribu y a la de sus aliados, los vorohueches, en el 35. Fue un asalto a traición, donde murieron asesinados el cacique Rondeao y sus hermanos, a más de tantos otros capitanes, ancianos y adivinos. Los que no terminaron por unirse al nuevo jefe (a Calfucurá me refiero) se retiraron hacia el norte al mando de Sayhueque. Para peor, el año anterior, en el 34, el coronel Francisco Sosa, por aquellos tiempos mayor Sosa, había asesinado a Chocorí, el padre de Sayhueque. Chocorí había salvado el pellejo de milagro en el 33, cuando el general Pacheco arrasó con sus tolderías, pero al año siguiente no pudo escapar a Sosa, que le dio muerte a él y a muchos de su tribu. Sayhueque no se olvida de estas cosas. El no entiende de pactos ni tratados, ni con los huincas ni con los salineros ni con los ranqueles.

Nahueltruz Guor siguió contando la historia de los vorohueches, que Laura juzgó muy interesante. El cacique se expresaba con seguridad y su exposición resultaba, una vez más, clara y entretenida. Se notaba que conocía cabalmente la historia de su pueblo y la de sus vecinos. Los Javier lo contemplaban absortos, seducidos por la voz y el atractivo de aquel indio. Luego de servirse el café, el doctor Javier invito a Guor a su estudio «para conversar», según precisó.

—Por favor, doctor —pidió Laura—. No se retire a su estudio. Yo también quiero saber cómo va mi hermano.

Nahueltruz Guor tomó asiento de inmediato y, luego de un titubeo, el doctor Javier lo imitó. Laura levantó la vista porque sabía que el indio estaba mirándola, y apenas le sonrió en señal de agradecimiento. El médico se dirigió en todo momento a Guor mientras explicaba los pormenores del carbunco y sus efectos en la salud del padre Escalante.

—A veces creo —expresó el médico por último—, que el padre Agustín sigue viviendo para volver a ver a su padre.

Las miradas se concentraron en Laura, que pidió permiso y se retiró. Llegó al huerto de doña Generosa, el lugar donde más le gustaba estar. Cortó un ramo de azahares y se sentó bajo el limonero. El calor se tornaba insoportable a esa hora del día; con todo, protegida por la sombra del árbol, la siesta se hacía llevadera. A su alrededor había tanta vida que resultaba absurdo que, unos metros más allá, su hermano aguardara la muerte con estoicismo. El diagnóstico, sin embargo, había sido lapidario: Agustín moriría, era cuestión de tiempo. Hasta deseó que su padre nunca llegara a Río Cuarto y que la espera de Agustín no prolongara
ad infinitum.

—Agustín no morirá —expresó en voz alta.

Una sombra, que cambió el juego de luces a su alrededor, la obligó a levantar la vista. Nahueltruz Guor, de pie frente a ella, la contemplaba con gravedad. La desconcertó que no lo hubiese escuchado acercarse; a pesar de ser robusto y tosco, se conducía con el sigilo de un gato. Volvió a percatarse de la rastra de plata y del facón, pero no le tuvo miedo esta vez; la incomodidad y el temor habían desaparecido; ahora lo contemplaba sin recelos, y le gustó cómo le sentaban los pantalones azules de nanquín y la camisa blanca abierta hasta la mitad del pecho.

—¿Puedo sentarme? —preguntó Guor, y Laura apartó la falda para darle espacio—. Se está muy bien aquí —admitió.

—Es mi lugar favorito —confesó Laura, extrañamente contenta de entablar un diálogo intrascendente.

—Mi lugar favorito está a orillas del río Cuarto, a media hora a caballo del centro del pueblo.

—Es importante tener un lugar favorito —expresó Laura—. Yo no lo tenía hasta descubrir éste. Un sitio donde uno busca paz cuando ha desaparecido en el resto de los lugares.

—Mi madre aseguraba que uno hace al lugar y al momento.

—Sólo los seres muy especiales hacen al lugar y al momento. Se trata de personas con un don, una alegría eterna y un optimismo inquebrantable, que contagian a quienes los rodean, incluso a los ambientes donde se mueven. Los demás, los menos dotados, somos esclavos de los vaivenes de la vida.

—¿Conoce a alguien así? Me refiero, a alguien tan especial.

—Sí, mi tía abuela, Carolina Montes. Nosotros, sus sobrinos, la llamamos tía Carolita.

—Usted la quiere mucho. Eso quizá la convierta en especial.

—Tal vez, pero no soy la única en pensar que ella es especial.

—Entonces, el don de su tía Carolita es hacerse querer.

—Concedido. Pero eso también es especial, créame. Yo no me hago querer fácilmente.

En este punto, Nahueltruz Guor no hizo comentarios y se mantuvo silencioso, con la vista perdida hacia delante. Laura lo miró de reojo. Prestó atención a la manera en que pestañaba, lenta, suavemente, como si las pestañas le pesasen en los párpados. Su pecho, apenas cubierto por la camisa, subía y bajaba a un ritmo regular y pausado. La mansedumbre de esos movimientos la relajó. Había un gran atractivo físico en él. Recordó los dientes de tigre y de puma del colgante de Blasco, y un escalofrío le jugueteó en la boca del estómago.

—Usted también se hace querer —manifestó sin reflexionar, y enseguida añadió—: Blasco no hace otra cosa que hablar del gran cacique Nahueltruz Guor. Me atrevería a jurar que el colgante que usted le regaló es su tesoro más preciado. Daría la vida antes que separarse de esos dientes de fieras salvajes.

Nahueltruz rió complacido, y Laura rió también, movida por la risa de él, plena y hermosa. La sonrisa le había transfigurado el rostro, los ojos le brillaban de simple alegría, un milagro se había operado en aquel semblante invariablemente serio y severo. Laura se preguntó cómo había sido capaz de temerle en ocasiones anteriores.

—Blasco asegura —prosiguió Laura—, que usted mató a esas bestias con sus propias manos, que les clavó una puñalada y luego les arrancó los dientes.

—En realidad, los maté de un lanzazo, y le aseguro a usted que estaba a más de dos varas de distancia.

—Jamás le diré la verdad a mi fiel amigo Blasco —aseguró Laura—. Disminuiría considerablemente el valor del talismán y quizá dejaría de llamarlo el rey del desierto. Eso sería imperdonable.

—Gracias, usted es una persona de gran sensibilidad —expresó, con humor, Nahueltruz.

—Y jamás —retomó Laura, seriamente—, le diré al coronel Racedo que lo he visto a usted en Río Cuarto.

Nahueltruz Guor la contempló con fijeza, y Laura no se intimidó ni bajó el rostro, sino que le sostuvo la mirada, sin desafiarlo ni mostrarse impertinente. Lo miró mansamente, como lo habría hecho con una persona a quien conocía de años, a quien la unía una larga amistad, un profundo entendimiento y confianza.

—Usted debe de ser especial, señorita Escalante. Hacía mucho tiempo que no me reía.

Guor se puso de pie, se colocó el sombrero de fieltro y, luego de una inclinación de cabeza, se alejó en dirección de la casa. Laura se tapó la boca para refrenar la carcajada: el cacique ranquel tenía las piernas tan estevadas que un chancho habría pasado entre ellas.

CAPÍTULO VIII.

María Francisca Balbastro

El doctor Miguel Gorman, amigo y colega de mi padre del Protomedicato, se hizo cargo del sepelio, de cancelar deudas y liquidar asuntos pendientes, y me llevó a su casa, donde permanecí algunas semanas. No se trataba de una casa muy grande ni cómoda, y yo debía compartir la habitación con sus hijas mayores, que me trataban con deferencia, pero sin cariño.

Me había quedado sola en el mundo. Esa idea no abandonaba mi cabeza en ningún momento del día, y me perturbaba incluso el sueño. Primero mi madre, luego mi adorado tío Tito y ahora mi padre. En realidad, a mi padre, el hombre alegre y cariñoso de mi niñez, lo había perdido tiempo atrás, y sólo conservaba una sombra tétrica y silenciosa, que se me resbalaba de las manos, que se iba apagando poco a poco hasta desaparecer. Ese remedo de mi padre, sin embargo, era con lo único que contaba. «¿Qué haré? ¿Cómo subsistiré?», me preguntaba, conciente de que las finanzas del doctor Leopoldo Jacinto Montes nunca habían sido buenas. Enseguida le escribí a Tito, pidiéndole que regresara y, aunque debía aguardar a lo mínimo seis meses para obtener una respuesta, la tarde que despaché la carta recobré en parte los ánimos.

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