Indias Blancas (32 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela, #Histórica

BOOK: Indias Blancas
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Para Laura era suficiente que se lo dijera María Pancha, la mujer más sabia y sensata que conocía. Se le colgó del cuello y lanzó gritos de alegría, mientras la besaba en todo el rostro. Se acercó el padre Marcos atraído por la algarabía de Laura, y también recibió su porción de besos y abrazos.

—¡Laurita, Laurita! —se escandalizó Donatti, aunque íntimamente lo complacía la vitalidad que le transmitía Laura; además, le recordaba a viejas y felices épocas.

—María Pancha dice que Agustín está fuera de peligro. Les dije que nada malo sucedería a mi hermano, se los dije.

—Aún debemos aguardar el dictamen del doctor Javier, Laura —expresó el padre Marcos—. Te traigo correspondencia —se apresuró a agregar, y le extendió un sobre—. Es de tu prima, la señora Lynch.

—Puedes ir a leerla —concedió María Pancha—. Te quiero de vuelta más bien pronto, que tenemos que asear a tu hermano y cambiar las sábanas.

La impaciencia por leer las líneas de Eugenia Victoria la hizo correr hasta el huerto. Sentada al pie del limonero, rasgó el sobre y sacó las hojas de arroz llenas de la conocida caligrafía de su prima hermana. La carta estaba fechada sólo seis días atrás.

Mi querida Laura,

Aprovecho que mi cuñado Adolfo viaja a Mendoza mañana por la mañana para hacerte llegar esta carta; él me ha dicho que, en su camino hacia aquella ciudad, está la villa del Río Cuarto. Le indicaré que entregue ésta en el convento del padre Donatti, ya que no sé adonde te alojas.

Como siempre, querida prima, has dado de qué hablar a nuestros mayores y pares, escandalizados por tu epopeya de haberte “fugado” —éste es el término en boga— con el doctor Julián Riglos. Me divierto tanto como puedo porque yo, a diferencia de la mayoría, no pierdo de vista lo que te llevó a tomar una decisión tan drástica: la salud de nuestro querido Agustín. He rezado por él desde que mi madre vino con la noticia alrededor de veinte días atrás, y tu ahijada Pura me obliga a encender una vela a San Francisco cada mañana. Sé que el Señor nos escuchará y que Agustín recuperará la salud muy pronto. Ciertamente el carbunco es de gravedad, pero no pierdas las esperanzas; últimamente he escuchado de muchas gentes que han salido airosas de su batalla contra esa endemoniada enfermedad.

Para distraerte un poco te relataré algunas hablillas que, sé, te divertirán. La abuela Ignacia, como corresponde a una dama de su rango y posición, sufrió un desmayo al saber de tu desaparición y se ha mantenido en su dormitorio desde entonces hasta ayer que, por primera vez en días, fue a la misa de seis (dice que a la de una no podrá regresar mientras viva). Admite a muy pocas personas en su recámara, entre ellas al padre Ingenio, que la consuela y le trae la comunión. El abuelo Francisco parece no prestar mucha importancia a tu osadía y repite que si hubieses acudido a él, él mismo te habría acompañado. Está callado y taciturno como de costumbre, pero te confieso que lo noto atormentado, no por tu suerte, que sabe en buenas manos, sino más bien por un sentimiento de culpa. En cuanto a tía Dolores y tía Soledad, en fin, querida Laura, podrás imaginártelo conociéndolas como las conoces. Tu madre lo sobrelleva lo mejor que puede en medio de un ambiente decididamente hostil.

Alfredo Lahitte parece ser el más ofendido. Hace poco José Camilo lo invitó a cenar a casa y nos dijo, sin mayores introitos ni preparación, que ya le anunció al abuelo Francisco que su compromiso contigo ha quedado roto. Mi hermano Romualdo, tu más grande defensor, que cenaba con nosotros esa misma noche, se puso de pie y le comunicó que también la amistad entre ellos quedaba rota hasta tanto no se retractara de esa actitud absurda (ésa fue la palabra) para contigo. Se armó una pequeña disputa, y José Camilo debió intervenir.

Por mi parte, te deseo lo mejor; confío en que estés lo bien que se espera en una situación como ésta, donde de seguro penarás por la suerte de tu hermano Agustín. Dios lo preservará, lo sé. Te pido que no pierdas la fe.

No tengo mayores novedades. Mis hijos bien, mi esposo también. Tu ahijada Pura me pide que te diga que te echa mucho de menos y que no volverá a intentar las escalas en el piano hasta que tú regreses. Recibimos carta de tía Carolita donde nos dice que los asuntos de la herencia de tío Jean-Émile marchan bien gracias a la ayuda de su hijastro Armand y de los abogados, y nos anuncia que apenas termine con esos menesteres tan desagradables regresará a Buenos Aires porque París sin tío Jean-Émile se le hace insoportable. Armand la acompañará de regreso, y traerá a su mujercita, Saulina Monterosa, la veneciana de la que tanto hemos escuchado.

En nuestra respuesta a tía Carolita hemos decidido no mencionarle la enfermedad de Agustín para no preocuparla en vano, ya sabemos que él es su preferido. Además, cuando tía Carolita esté de vuelta, no me caben dudas de que habrá pasado tiempo de la convalecencia de tu hermano.

Una novedad sí tengo, ahora recuerdo, y se trata nuevamente de mi hermano Romualdo, tu querido Romualdo, que ha decidido atar su destino al de la señorita Esmeralda Balbastro. Sé que no es santa de tu devoción —muchas veces te has referido a ella como artificiosa y frívola—, pero Romualdo parece perdido de amor y le ha propuesto matrimonio, lo que la señorita Balbastro no tardó en aceptar.

Termino la presente porque pronto llegará Adolfo a recogerla. Te envío todo mi cariño; te recuerdo siempre en mis oraciones, al igual que a Agustín. Cuídate y regresa pronto que me haces mucha falta; ya no tengo a quien confiarle mis cosas ni con quien reírme de la gente.

Te quiere, tu prima Eugenia Victoria.

Laura besó la carta como si en ese gesto le besara las manos a su prima Eugenia Victoria.

—¡Ojalá estuvieras aquí, Eugenia Victoria! —suspiró, deseando compartir con alguien tan querido su amor por Guor. También le habría confiado sus dudas y temores, porque, a pesar de lo feliz que estaba, sabía que había elegido al hombre que ni su familia ni su círculo de amigos aprobaría; en realidad, había elegido a un hombre que, por su origen, aborrecerían y despreciarían. Se dio cuenta de que no temía perder lo que había dejado atrás. Sin embargo, no deseaba causar dolor a los que quería; a su abuelo Francisco, que la había amado incondicionalmente, sin importarle cuántas travesuras cometiese; a tía Carolita, que había sido su hada madrina; a sus primos y sobrinos, en especial a Eugenia Victoria y a su pequeña hija, Purita Lynch, a quien había adorado desde el día en que se la pusieron en brazos; por último, a su madre, a quien había aprendido a conocer desde la perspectiva de su tía Blanca Montes, como la joven resuelta y desprejuiciada que había robado
Les mille et une nuits
del arcón del abuelo Abelardo.

Mariano se alojaba en el toldo de su madre, la cacica Mariana, más conocida
como
la cacica vieja. Aunque Painé la amaba y respetaba por sobre el resto de sus mujeres, hacía tiempo que la había excluido de su serrallo. Mariana era una viuda en vida de su marido. Painé la visitaba a menudo, incluso le pedía su opinión en ciertas controversias, pero no le exigía intimidad, la que sí mantenía con muchachas jóvenes, en especial con una cautiva de sobrenombre Panchita, que volvía loco al cacique general. A pesar de lo humillante de su posición, Mariana conservaba el aire digno de la mujer que le había dado al cacique los príncipes herederos de la dinastía de los Guor, o de los Zorro; el resto de la progenie, si bien muy querida para él, era considerada bastarda desde el punto de vista político.

Una tarde Lucero, inusualmente animada, me informó que la cacica vieja me quería en su toldo para tomar mate. Sólo había visto a Mariana pocas veces y de lejos. Se trataba de una mujer más alta que la media de las ranqueles, con una cabellera larga, ya nevada, con las puntas florecidas y resecas, típico de los cabellos delgados; en esto se le notaba la sangre blanca, de lo contrario habría ostentando esas cabelleras gruesas, pesadas y bruñidas de las chinas. La encontré en la enramada de su toldo, apoltronada en un asiento de piel de carnero; la rodeaba un grupo de mujeres entre las que reconocí a Dorotea Bazán a su diestra.

De cerca, Mariana me impresionó por lo guapa, y me chocó que la apodaran “cacica vieja” cuando a duras penas llegaba a los cuarenta. No tuve dudas de que había sido una beldad, y mucho de ella me recordó a las facciones de Mariano. Los ojos de la cacica eran marrones, aunque atentos y de mirada intensa como los azules de mi captor. Tenía el rostro enjuto, lo que le resaltaba los pómulos, los ojos grandes y la nariz aquilina, que le otorgaba ese aspecto refinado que contrastaba con el del resto, de caras redondas y narices anchas. Su piel, con todo, era morena. Se había coloreado las mejillas y el labio inferior con carmín, un producto que le compran a comerciantes chilenos y que les cuesta un ojo de la cara, por lo que lo limitan a ocasiones especiales. Las más jóvenes se habían pintado lunares en los pómulos y cerca de los labios con la tinta que extraen del barro de la laguna de Leuvucó, el mismo barro que Lucero recoge en la marisma para trabajos de alfarería. Llevaban ajorcas, collares y zarcillos de plata y oro, y sus mejores chamales y pilquenes.

Apenas entré en la enramada, la cacica, sin ponerse de pie, exclamó: «¡Eimí, anai!», que es un saludo muy cordial, y yo respondí del mismo modo. De ahí en más, la conversación se llevó a cabo en castellano, aunque la cacica interpolaba continuamente vocablos en araucano. Además de Dorotea Bazán, que después supe era la confidente y mejor amiga de Mariana, y de su hija Lucero, entre las invitadas de la cacica vieja se encontraban su hija menor aún soltera, Güenei Guor, Pulquinay, la esposa de su hijo mayor Calvaiú, y Ayical, la de su tercer hijo Huenchu Guor. Los nietos y nietas de la cacica pululaban sin comedimiento, y se notaba que eran su mayor placer.

Mariana me indicó el asiento frente a ella y enseguida las sirvientas me entregaron un chambao con mate cocido; ellas lo tomaban con bombilla. La misma cacica me extendió un plato de madera con tortas de maíz y pan con grasa. La generosidad y desprendimiento de los indios son comparables a su osadía; y así como dan no tienen empacho en pedir. Esa tarde me colmaron de atenciones y me sentí halagada, aunque ajena y ridícula; la situación resultaba grotesca, después de todo, departía con la madre y las parientes del hombre que me había hecho tanto daño, ¿qué diantres me hacía conservar la compostura y las buenas maneras?

Hablaba predominantemente Mariana, yo me limitaba a contestar y el resto a escuchar. Fue hábil, y en ningún momento me preguntó por mi esposo ni mencionó mi carácter de manceba y cautiva de su hijo; se restringía a averiguar si me hallaba a gusto en mi toldo, si Mainela me atendía bien, si necesitaba algún utensilio, que ella de mil amores me lo proporcionaría, ¿encontraba cómoda mi cama?, y prometió enviarme un quillango de pieles de guanaco para el invierno, y aunque pensé: «No es mi intención permanecer aquí hasta el invierno», le agradecí la deferencia.

Dorotea Bazán, que tenía a Gutiérrez dormido a los pies, se inclinó sobre su lomo y le inspeccionó las escaldaduras que yo lavaba y cubría con el ungüento todas las mañanas. «¿Qué es esto?», habló por primera vez, y señaló la pomada de tío Tito. Les interesó saber que mi padre había sido médico y mi tío boticario, aun más que yo misma sabía reconocer y tratar muchas enfermedades y preparar la mayoría de los medicamentos que figuraban en el mamotreto de mi tío. La esposa de Calvaiú, Pulquinay, que no había comido ni bebido por tener a su bebé en brazos, lo colocó sobre una manta de lana y le abrió el pañal. La pobre criatura tenía la piel en carne viva; las úlceras eran enormes, algunas supuraban un líquido amarillento y pus; la tonalidad magenta de la piel me dio la pauta de que estaban infectadas. Pulquinay habló en araucano y Lucero ofició de traductora: «Ahora está tranquilo porque la machí (curandera) le dio un té que lo durmió, pero hace tres días que llora, en especial cuando orina. No quiere alimentarse. Tu padre, el machí de la ciudad, ¿te enseñó a curar esta peste?».

Lucero corrió a mi toldo a buscar la canasta que se hallaba junto al arcón. A continuación le pedí a Mariana que enviara a hervir agua, lo que hizo solícitamente. «Hay que lavarle las llagas antes de curarlas», le indiqué a la abuela, que se apresuró a explicárselo a Pulquinay. El toldo de Mariana era varias veces el mío, con compartimientos que hacían de dormitorios, una antesala y un comedor; allí nos ubicamos para lavar al niño. Entre las cosas de mi canasta hallé un pan de jabón de azufre ideal para lavar heridas, en especial las de quemaduras, que María Pancha había aprendido a fabricar tan bien como mi tío. El niño berreaba y a mí se me encogía el alma, pero era imperativo quitarle la ponzoña de las pústulas. Para contrarrestar la infección vertí sobre las heridas aceite esencial de tomillo, que Tito usaba como desinfectante y que era lo más efectivo con lo que contaba. El niño aún lloraba, y la tensión en el ambiente nos había vuelto silenciosas; estábamos serias y con el entrecejo fruncido. «Mi padre solía decir que no hay mejor cicatrizante que el sol», manifesté, y traté de sonar lo más segura posible, y, aunque ya atardecía y el sol se escurría por el oeste, acomodamos al niño sobre sábanas limpias completamente desnudo al sol. Le refresqué el cuerpecito con un trapo de lino embebido en mi colonia inglesa, y el masaje lo fue calmando hasta que se quedó dormido. Ayical, la mujer de Huenchu Guor, y Güenei Guor, la hija menor de Mariana, olían el trapo de lino y se lo pasaban por el cuello y los brazos; Pulquinay, en cambio, no apartaba los ojos del bebé; había tanta ternura y compasión en esa mirada que me nació palmearle la mano para animarla.

Un rato más tarde, llevé al niño al interior del toldo para aplicarle una generosa capa de la famosa pomada de tío Tito, que no sólo serviría como aislante de la orina y de las heces sino que reconstruiría el tejido dañado. Pulquinay trajo pañales limpios con los que envolvió al bebé, que lloraba nuevamente pero de hambre. Se prendió al pecho de su madre y, por primera vez en días, comió con fruición. Los rostros lucían distendidos y las miradas se concentraban en mí. No quería que me miraran así, no deseaba inspirarles gratitud, no deseaba sentir cariño por ellas ni que ellas lo sintieran por mí, así que, con la circunspección que mi padre usaba con sus pacientes, le expliqué a Pulquinay la necesidad de repetir la operación al menos tres veces por día hasta que la piel sanase, y mientras le pedía que me visitara al día siguiente bien temprano, Mariano Rosas entró en el toldo. Evidentemente, no esperaba encontrarme allí; se puso incómodo y no sabía si terminar de entrar o volver a salir. Faltaba de Leuvucó desde hacía varios días, y, después de la última vez que me había forzado, no había vuelto a verlo. «Se fue con Painé y los demás caciques de boleadas», me había comentado Lucero, y, pese a que me moría por preguntar qué eran las boleadas, me limité a sacudir los hombros.

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