Ñancumilla me indicó que me aprestara mientras ella se ocupaba de ultimar detalles. Me vestí rápidamente, calcé los botines y me recogí el cabello en una cola. Metí algunas pertenencias en una sábana, sólo aquellas que podrían serme de utilidad: una manta de lana, un yesquero, una muda de ropa, carne acecinada que Mainela secaba con humo, y un cuchillo. Até las cuatro puntas de la sábana y me la eché al hombro. «Vamos, Gutiérrez», musité, y me asomé en la enramada. El animal percibía mi excitación y gañía como a sabiendas de que se enfrentaría a un enemigo de fuerza superior. A lo lejos se veían los fogones y las siluetas de los indios bebiendo y parlamentando; algunos, muy tomados, trastabillaban y caían. El toldo del cacique general estaba bien iluminado, y había gente departiendo en la entrada; por la abertura del mojinete, salía el humo de las fogatas donde las chinas se afanarían con pucheros, guisos y demás platos. «Ahí dentro está él», pensé, y permanecí quieta y confundida, hasta que Ñancumilla, con una lámpara de cebo en la mano, emergió de la espesura de la noche y me hizo una seña para que la siguiera. Caminamos hasta la laguna de Leuvucó, ella siempre unos pasos delante de mí, Gutiérrez a mi lado. Aquel paraje tan familiar de día, de noche me llenó de temores. La luna apenas se reflejaba en el agua, el celaje la ocultaba en parte y a veces por completo. «Esto es presagio de tormenta», me dije y estuve a punto de regresar al toldo a la carrera.
Ñancumilla se dirigió hacia un grupo de chañares donde tenía maneada una yegua flaca, enclenque y llena de mataduras, que yo, lega en la materia, no supe reconocer. Ñancumilla, ciega en sus celos, me guiaba con falacias y promesas vanas hacia una muerte segura, y yo, ciega en mi ignorancia supina, hasta agradecida me mostraba con ella. «La yegua es la mejor madrina de Painé. Déjala sola y ella te llevará a la tierra de los huincas». Me señaló dos alforjas rebosantes y dos odres con agua fresca atados con tientos a la albarda, a los que sumé la sábana con mis pocas pertenencias. Era la primera vez que montaría sola; las veces anteriores lo había hecho con Lucero en su jaca vieja y dócil. Esta yegua, la famosa madrina de la caballada de Painé, también parecía mansa, por lo que me acomodé en la montura sin mayores escrúpulos y tomé el petral como había visto hacerlo a mi amiga. Ñancumilla golpeó las ancas de la yegua, que echó a andar a paso lento y desvencijado. Seguí con la vista la luz de la lámpara de Ñancumilla hasta que desapareció.
Si la luna se despejaba podía distinguir mis manos y el contorno de la yegua, aunque cada vez con menos frecuencia: las nubes se volvían densas y oscuras y celaban la única fuente de luz con la que contaba. Se escuchaba el sonido de los insectos nocturnos y el de los cascos de la yegua que raspaban el piso. Cada tanto susurraba: «¿Gutiérrez?», y él me respondía con un ladrido. «¿Qué locura es ésta?», me recriminé. No tenía la menor idea de cómo llegar a la civilización y desconocía los peligros que debía enfrentar en el camino, ¿cómo subsistiría en esa tierra inhóspita? Sólo sabía que Córdoba quedaba hacia el norte. Me propuse regresar a las tolderías, pero caí en la cuenta de que tampoco sería fácil; habíamos andado bastante y desconocía adonde me hallaba; ni siquiera podía asegurar que la laguna de Leuvucó seguía a mi izquierda. La desesperación me llenó de lágrimas los ojos; me temblaban las manos y el mentón, y habría querido llorar a gritos de miedo y de rabia también, porque me había precipitado al aceptar la ayuda de Ñancumilla.
Repetí la frase «Señor mío y Dios mío» una y otra vez hasta que los temblores y las ganas de llorar pasaron y respiré normalmente. Se trataba de una aventura descabellada que podía costarme la vida, y aquello de «prefiero morir a volverme una Dorotea Bazán» ya no me resultaba tan convincente. De todos modos, un impulso me obligó a proseguir la marcha, segura de que si regresaba (en caso de hallar el camino) no volvería a conjurar el ímpetu y el arrojo para emprender semejante periplo nuevamente. Y yo debía escapar del dominio de Mariano Rosas.
Cayeron algunas gotas gruesas, presagio de la tormenta que arreciaría en breve, y me apeé de la yegua para buscar abrigo. Gracias a los refucilos que se sucedían, vislumbré un matorral espeso donde decidí armar un reparo para mí y para Gutiérrez. El viento fresco y fuerte y los truenos ensordecedores amedrentaban a la yegua, que sacudía la cabeza y relinchaba. Como no hallé un árbol donde atar la manea, la enrosqué en torno a mi cintura. Si de algo me encontraba consciente era de la importancia de la yegua en esa hazaña: sin ella, perecería como un pez fuera del agua. La tormenta no se hizo esperar y arremetió con furia: agua, piedra y viento se ensañaban en mi contra. El matorral que me cobijaba se sacudía, y las ramas me azotaban los brazos y el rostro, que hundí entre las rodillas. La lluvia me calaba hasta los huesos. La yegua se movía con nerviosismo tratando de esquivar el granizo; la asustaban las luces repentinas de los relámpagos y los truenos estentóreos, y en cada tirón, yo sentía que me descoyuntaba la cintura. Salí de mi precario refugio y atiné a tomar la manta de lana de la albarda con la que me cubrí la cabeza. Sujeté el petral con firmeza cerca de la boca del animal y, acariciándole la testuz, le hablé para tranquilizarla. Al rato la piedra había cesado y el viento se había aplacado; sólo persistía la lluvia. Volví al matorral donde me acurruqué junto a Gutiérrez y, aunque aterida de frío, empapada, asustada e incómoda, me quedé dormida.
A la mañana siguiente me despertaron los pájaros. El sol despuntaba en el horizonte, y el cielo, de matices rosas y lilas, anunciaba un lindo día. El zumbido monótono de las chicharras en los espinillos pregonaba que se trataría de una jornada calurosa. No quedaba rastro de la furia de la noche anterior; la Naturaleza mostraba su cara más dulce y mansa. Me costó salir del matorral, entumecida como estaba. Tenía los brazos llenos de arañazos y moretones, y las manos despellejadas a causa de los tirones de la yegua. Gutiérrez se desperezaba a mi lado. La uniformidad y la soledad del paisaje desconcertaban e inspiraban miedo, y me asoló la idea de que estaba perdida. No había senda o rastrillada, como llaman los indios a los caminos que, a fuerza de andarlos, quedan marcados en el terreno. Adonde me hallaba sólo Dios lo sabía. «Tengo que encontrar el norte», me insté, y, gracias a la salida del sol ubiqué el este a mi derecha y así el resto de los puntos cardinales. Enfrente de mí se hallaba el norte tan ansiado, pero también un monte espeso y cerrado de algarrobos y caldenes por el que decidí no aventurarme, en especial porque no le conocía la extensión y temía que la noche me alcanzara en el corazón de esa espesura enmarañada. Monté y echamos a andar hacia el oeste, en búsqueda de una llanura que nos abriera camino.
Alrededor del mediodía el calor era insoportable, y la debilidad de mi cuerpo y la desazón de mi espíritu me presentaban la realidad como peligrosa y amenazante; inverosímil también, después de todo: ¿cómo había llegado a esa instancia? Se me llenaron los ojos de lágrimas por la pena que sentía de mí misma. Como no había probado bocado desde el mediodía anterior, decidí comer para recuperar el coraje y la resolución. Me apeé de la yegua y, al quitarle la albarda y la carona por primera vez, me sorprendieron las llagas infectadas en el lomo y el estado lamentable de su cuerpo trasijado. Los aparejos le habían empeorado las mataduras bucales y tenía una pata lastimada, pero el hambre me precipitó sobre las alforjas sin detenerme a pensar en su condición. Levanté la solapa y aflojé el cordón de la jareta con manos anhelantes para dar con piedras en su interior. Ñancumilla había llenado las alforjas de piedras y los odres de arena, amén de darme una yegua que no subsistiría la más ligera cabalgata. «Estoy perdida», sollocé.
Reemprendí la marcha más apesadumbrada que antes. La espesura seguía a mi izquierda impidiéndome avanzar hacia el norte. La sed me atormentaba; la saliva se me había vuelto pastosa y la garganta me ardía. Aún quedaban charcos ocasionados por la lluvia torrencial de la noche anterior que el sol inclemente no había evaporado, y me abalancé a beber. El agua parecía un caldo y resultaba difícil separarla del barro; era gredosa y turbia, pero ayudó a aplacar la brasa que me quemaba la garganta. Llené un odre aunque sólo entrase lodo. Luego de esta operación, les permití a la yegua y a Gutiérrez meterse en el charco y beber.
Recordé los trozos de carne acecinada que había envuelto en la sábana. Se me hizo agua la boca al imaginar que masticaría un pedazo de esa carne que antes había encontrado repulsiva. Saqué la manta de lana, la muda de ropa, el yesquero y el cuchillo, pero no hallé los trozos de carne que, colegí con amargura, se habrían caído la noche anterior en el apuro por tomar la manta para protegerme la cabeza del granizo. De rodillas en el suelo, me puse a llorar. Gutiérrez se aproximó con paso lento, apenas gimiendo, y apoyó su enorme cabeza sobre mi regazo.
«Continuemos, Gutiérrez», expresé en voz alta, pero no había convicción en esa orden. Retomamos el viaje. Llevaba el yesquero colgado en la montura en la esperanza de que la pólvora se secase: una fogata en la noche me mantendría a salvo de las alimañas. El cansancio me vencía; a veces me tumbaba sobre el cuello de la yegua para incorporarme con presteza por miedo a caerme. El paisaje en torno era invariable; las cadenas de dunas se sucedían hacia el sur y el bosque de algarrobos y caldenes se extendía hacia el oeste; aquello era tristísimo, una vegetación agreste de matorrales resecos e ineptos para alimentar a la yegua que comenzaba a evidenciar indicios de decrepitud. Se detenía frecuentemente, y debí apelar a una rama para fustigarle las ancas y conseguir que retomase la marcha.
Cayó la noche, y antes de que el sol se esfumara por completo y me sumiera en la más atemorizante lobreguez, desensillé para aprontar un refugio. La ceja del monte se presentó como un buen lugar para hacer fuego y dormir. No tenía qué comer; el rugido de mis tripas se aunaba a los resoplidos de la yegua y a los gemidos de Gutiérrez. El agua lodosa que había recolectado en el odre no había decantado debido al traqueteo de la marcha. La sed, no obstante, me hizo beberla en sorbos cortos y pequeños para no saborearla; le di lo que quedaba a Gutiérrez y a la yegua. La pólvora del yesquero seguía húmeda y no pude hacer fuego; instintivamente, sin saber a qué atenerme, subí a un algarrobo, me até con un tiento a una rama y me recosté. Atormentada por mis cavilaciones y vencida por el cansancio, me quedé dormida.
Al día siguiente, cuando los rayos del sol caían perpendicularmente sobre la tierra, comenzaron a dolerme los riñones. Sabía que era por la falta de líquido. Tenía los labios resecos, la garganta ardiendo y la lengua se me pegaba al paladar y me hacía doler. Era imperativo ingerir líquido. Me apeé de la yegua e hice un esfuerzo por orinar en el odre; lo poco que conseguí lo tragué de un sorbo para no sentirle el gusto, y, como me atacaron las bascas, respiré profundamente para evitar el vómito. Mi propio líquido nauseabundo quizá me salvaría de morir de sed hasta tanto me topara con otra fuente de agua.
La yegua se volvía mañera y reticente a cada paso; la sed y el hambre estaban enloqueciéndola; el maltrecho cuerpo de esa bestia había soportado demasiado; pronto claudicaría. Gutiérrez caminaba a mi lado, la lengua afuera, la cabeza gacha, el jadeo como un resoplido sin fuerza. La desesperanza nos abrumaba, y no pasaba un minuto sin que me arrepintiera de mi decisión. Pensé en Lucero y en Miguelito, en la tristeza que habrían experimentado al enterarse de mi fuga; los echaría de menos, habían sido mis grandes amigos en medio de tanta amargura, los que habían hecho llevadero aquel infierno. Pensé también en Rosas, el causante de tantas penurias y, aunque me dije que tenía que odiarlo, nuevamente, como la noche que supe que no podría acuchillarlo, padecí ese sentimiento confuso y desconcertante.
La yegua se detuvo y no fue posible hacerla arrancar. Desensillé y le permití reposar a la sombra de un caldén. No había pastura para que se alimentara, y tentó con un arbusto similar al romero por el tamaño de sus hojas que debe de saber a hiél porque le dio dos mordiscos y se alejó resoplando. Tenía el lomo en carne viva y la herida de la pata le sangraba nuevamente.
El hambre me había debilitado; la vista se me tornaba borrosa, me daban mareos y el mal ánimo me llenaba de ideas raras la cabeza. Tenía que conseguir alimento. Caminé unos pocos pasos vacilantes hasta un arbusto similar a un espinillo aunque más verde y con frutos rojos y pequeños. Reconocí de inmediato al piquillín, una planta que abunda en Leuvucó. La alegría por el hallazgo me dio bríos y me abalancé sobre el arbusto. El fruto del piquillín es pequeño, dulce y sabroso. Me tomó un buen rato llenar las alforjas, pero no dejé un piquillín en la planta, y, luego de saciarme, le di el resto a Gutiérrez y a la yegua. Reanudamos la penosa marcha con mejor predisposición. Al atardecer, los árboles del monte comenzaron a ralear y, antes del anochecer, apareció el llano que tanto había anhelado. Como estaba oscureciendo y la yegua no tenía fuerzas para proseguir, me apeé y le quité la montura. Me saltaron las lágrimas al verle el lomo en tan mal estado; la herida de la pata también presentaba un aspecto alarmante, de hecho, los últimos tramos los había hecho cojeando. Por la falta de líquido, se le había resquebrajado el morro, mantenía la boca entreabierta con la lengua afuera y respiraba con dificultad. Gutiérrez y yo no nos encontrábamos mucho mejor. La sed nos mataba lentamente.
Como oscurecía, busqué leña de caldén y prendí fuego con el yesquero. Me senté en el suelo sobre la carona, pegué las piernas al pecho y apoyé el mentón sobre las rodillas. Gutiérrez se echó a mi lado. Junto con la noche llegó la neblina, que se adueñó del paraje haciéndome imposible ver más allá de mí. «Las pucalcúes soplaron cenizas al saber de mi fuga», pensé, aceptando la superstición con el mismo fatalismo que Mainela al relatarme la huida del cautivo Gutiérrez. El entorno se había vuelto aterrador; la oscuridad se confabulaba con sonidos desconocidos y siniestros que me alcanzaban de los cuatro costados. Tenía que hacer algo, no podía continuar allí sentada, escuchando, pensando, temiendo.
Recordé que Lucero me había hablado de la existencia de pozos artesianos en la Pampa. Aunque sabía que se trataba de una búsqueda infructuosa (ese tipo de pozo suele hallarse a varios metros bajo tierra) me dispuse a cavar con el cuchillo; era la única esperanza que me quedaba, además podía hacerlo a pesar de hallarme sumida en la niebla. No di con agua, pero mis dedos tropezaron con unos tubérculos que los indios llaman ñutnpú, similares a papas o mandiocas, que supieron a ambrosia. Eran dulces, tiernos y jugosos. La yegua, echada a pasos del fuego, los comió lentamente, masticando con dificultad; Gutiérrez se hizo a la idea de que las raíces eran suculentos pedazos de carne y los devoró.