Mi esposo asesinado, mi amiga del alma vagabundeando por esas tierras olvidadas de Dios y yo en manos de un salvaje que me había arrebatado del mundo real para satisfacer un instinto animal. Comencé a llorar, y Miguelito dejó la carreta cabizbajo.
Mi estado de ánimo y mi debilidad física me hacían perder la conciencia y a menudo caía en una duermevela plagada de pesadillas que no terminaban cuando abría los ojos. Una tarde percibí una agitación inusual en torno a la carreta en la que se distinguía la voz de Miguelito y la de otras gentes que hablaban en una lengua desconocida, de pronunciación gutural; también se escuchaban relinchos de caballos y el crepitar de una fogata. Me asomé por un resquicio del hule; aunque atardeció y comenzaba a oscurecer, reconocí a Miguelito, el único blanco, rodeado por un grupo numeroso de indios. Me llamó la atención el que ponía la mano sobre el hombro de Miguelito y le hablaba con circunspección. Miguelito le sonreía y a su vez lo palmeaba en la espalda. Lo llamó Mariano. Se trataba de un hombre tan alto como Escalante, pero corpulento y macizo. Vestía pantalones, y el torso lo llevaba desnudo; los músculos de los brazos y los pectorales me brindaron una clara pauta de su fuerza física. El pelo, lacio, largo y negro, lo usaba suelto sobre los hombros, con un tiento de cuero ajustado en la frente. A esa distancia, me resultó imposible distinguirle las facciones. Minutos más tarde, los indios montaron sus caballos y se alejaron al galope. Después de apagar la fogata, Miguelito trepó al pescante de la carreta y la puso en marcha. Era noche cerrada cuando alcanzamos destino. Miguelito me ayudó a bajar de la carreta y me condujo a una tienda.
«Mi nombre es Mariano Rosas», me dijo en castellano el indio alto y corpulento, luego de que Miguelito me dejó a solas con él en la tienda. Me explicó con parsimonia que me hallaba en Leuvucó, la capital del Mamuel-Mapú, el País de los Ranculches, donde su padre, el gran cacique general Painé Guor, era la autoridad indiscutida. Yo lo contemplaba en silencio, perdida toda capacidad de reacción. El miedo me atenazaba, y el desparpajo del indio destruía mi resolución de mostrarme segura e infranqueable. Estiró la mano y me acarició la frente donde me había herido Escalante. Impulsada por la aversión, salté hacia atrás y le grité que no se atreviera a ponerme un dedo encima. En un instante que no viví, me aferró ambas muñecas con una mano y me aseguró cerca del rostro: «Odiarás tu cuerpo, maldecirás haber nacido hembra porque todo eso es lo que más deseo, y me saciaré tantas veces como quiera. ¡También tu corazón me pertenecerá!». Me arrancó la bata de cotilla, cortó con un cuchillo las cintas del corsé, me arrojó al piso sobre unas pieles y me poseyó. Su fuerza, cien veces superior a la mía, me dejó laxa e inerme bajo su cuerpo. Lo escuché gemir y gozar, y alejé el rostro, asqueada. Por fin, Mariano Rosas se apartó de mí y abandonó la tienda sin mirar el despojo que había quedado en el suelo.
Grité hasta sentir la garganta desgañotada y sabor de sangre en la boca. Grité de asco, de rabia, de desesperanza. Me daba repulsión mi propio cuerpo porque había enloquecido a ese salvaje, porque le había pertenecido en ese acto bajo y abyecto. Quería lavarme, sumergirme en el agua y refregar mi piel hasta volverla color carmesí. Pero no me animaba a moverme, menos aún a trasponer el umbral de la tienda y pedir ayuda. ¿A quién acudiría en el País de los Ranqueles? Permanecí entre las pieles hecha un ovillo y lloré hasta quedarme dormida.
Al día siguiente amanecí con los ojos empastados de lagañas y un dolor en la garganta que me dificultaba tragar. Aún me encontraba ovillada sobre las pieles, y fue una ordalía estirar los miembros y ponerme de pie. Luego de restregarme los ojos, advertí que había una india a mi lado; me contemplaba con cara de pocos amigos, al tiempo que me ofrecía un plato con un guiso humeante. Lo aparté de un sacudón y terminó en el piso. Le ordené que se fuera, y la muchacha salió de la tienda vociferando en esa lengua inextricable.
Había un vaso con agua, que bebí con deleite y que calmó el ardor de mi garganta. Como pude, até las tirillas del corsé y cerré la bata de cotilla para asomarme a la enramada, una especie de galería delante del toldo con techumbre plana hecha de maderos y cubierta con chalas de maíz para dar sombra en esa tierra carente de grandes árboles. Había tiendas diseminadas y algunos ranchos. Se destacaba un grupo de toldos, dispuestos en semicírculo, que deduje serían los aduares del tal Painé; el de mayor tamaño lucía, en el ingreso, cinco lanzas con penachos de plumas coloradas y moharras de plata sobre las que reverberaba el sol.
El paisaje era yermo, estéril y ondulado a causa de las cadenas de dunas que se perdían en el horizonte. Caldenes, chañares y espinillos constituían la vegetación, junto a arbustos menores y gramilla. La actividad frenética de esas gentes menguaba la tristeza del entorno: avisté varios hombres en un potrero atiborrado de caballos de excelente estampa; algunos los vareaban, otros los cepillaban; las mujeres limpiaban las enramadas con escobas de biznagas y aplastaban la tierra salpicando agua y zapateando; unos indiecitos arrastraban bolsas con deshechos y los arrojaban a una hoguera, mientras otros acarreaban baldes de madera con agua al interior de los toldos. En medio de aquel fervor doméstico se notaba que nadie padecía lo que yo, y eso me hacía sentir aun más sola.
Un perro, que descansaba a mi costado de la enramada, me había estado observando con ojos lánguidos y bonachones. Se levantó y estiró las patas antes de entrar en el toldo. A pesar de su alzada y tamaño (más parecía ternero que perro) no me causó pánico, trasijado y débil como estaba; tenía la piel opaca y el lomo llagado, donde las moscas hacían un festín. Lo seguí intrigada. El pobre animal olía la comida desparramada en el interior del toldo, gañía y me lanzaba vistazos suplicantes. Recogí el guiso con la cuchara y lo devolví al plato, que coloqué bajo el hocico reseco del perro. Tenía tanta hambre que lo devoró en tres lengüetazos. «Veo que a ti tampoco te tratan bien», dije, y le acaricié la cabeza. El perro me lamió la mano antes de echarse a dormir en un rincón de la tienda.
Como no deseaba llamar la atención, permanecí en el toldo; aquello que por fuera resultaba precario e inestable, contaba en su interior con una sólida estructura de madera y cueros bien curtidos, cosidos con lo que parecía la tripa reseca de algún animal; eso me dio la pauta de que estas gentes no eran nómadas: la tienda tenía todo el aspecto de haber sido construida para permanecer en el mismo sitio al menos por un buen tiempo. Se trataba de un espacio pequeño, sólo contaba con dos compartimientos bien diferenciados y aislado uno de otro, con piso de tierra pisoteada tan dura y plana como el mazarí de un solado. En el primer compartimiento había pasado la noche sobre las pieles; en el segundo, que hacía de recámara, descubrí un catre increíblemente cómodo. Me recosté, exhausta mental y físicamente, y mientras imaginaba la mejor manera de escapar, me quedé dormida.
Me despertó horas más tarde el bisbiseo de varias mujeres que me circundaban; entre ellas reconocí a la que me había ofrecido el guiso. Me tocaba un mechón de pelo, que para aquel entonces llevaba suelto, enredado y sucio. Una mujer mayor me acarició la mejilla con una mano sarmentosa y reseca, otra tanteó el tafetán de mi falda, y así todas se animaron a manosear alguna parte de mí. Me incorporé ciega de furia y las eché con cajas destempladas. Ellas se abalanzaron sobre mí y a la rastra me sacaron fuera. En la pelea, tragué polvo, se me rompió aun más el vestido, perdí un chapín y me ligué un mamporro que me hizo sangrar la nariz. No tenía voz para gritar, y me limitaba a sacudir piernas y brazos, a repartir trompazos y puntapiés a mansalva. Hasta que apareció Miguelito, y me quitó el enjambre de encima.
A mi paso hacia el toldo asistida por mi ángel guardián, las mujeres me gritaban e intentaban golpearme, pero Miguelito levantaba el brazo en son de amenaza y las espantaba como a palomas. Niños y niñas marchaban a nuestro lado y me observaban como si yo fuera una criatura de otro mundo. Los más ancianos también me miraban y comentaban con flema, cada uno con una pipa larga y blanca que les colgaba de los labios. «Las chinas no querían hacerle daño, señora», terció Miguelito, mientras me ayudaba a regresar al catre. «Querían llevarla a la laguna para lavarla y ponerla bonita para Mariano, que está al llegar». Que no me tocaran, que se mantuvieran lejos, que las odiaba, que me daban asco, que no soportaba su olor, que Mariano se podía ir al demonio. Cansada, débil y triste, me largué a llorar como una magdalena, mientras Miguelito, en silencio y con gesto serio, me limpiaba la sangre de la nariz y el polvo del rostro.
Más tarde pensé: «No me vendría nada mal un baño». Apestaba, ¿cuántos días habían transcurrido desde el último baño decente? Debía de tener la traza de una orate. El perro, que durante la pelea había perdido la pachorra para ladrar y propinar tarascones a las indias, ahora yacía a los pies del catre, y cada tanto gimoteaba como solidarizándose con las amarguras de su nueva ama. «Veo que se ha ganado un amigo muy prontito», dijo una voz de mujer en castellano. «Ven, Gutiérrez, que te traje unos huesos», y el perro se levantó y, meneando la cola, fue donde la joven morena y bonita.
Me dijo que se llamaba Lucero y que era la hija del gran cacique Yanquetruz y de Dorotea Bazán, una cristiana oriunda de Comodoro Várela, San Luis, que había sido cautivada a la edad de trece años. «Yo sé que no estás loca como dicen, pero sí muy lastimada. No tienes que temer, yo estoy contigo ahora». Me llevó en su jaca hasta la laguna de Leuvucó, a unas doscientas varas del asentamiento, donde me desnudó con extrema delicadeza, me bañó y lavó el pelo, que luego desenredó y dejó suelto. El agua era dulce y transparente, y fue un placer sentirme fresca y limpia de nuevo. «Ponte esto. Es mi mejor pilquen», y sacó del morral un pedazo de paño fino de color bermellón, que me enroscó en torno al cuerpo y ató detrás de mi cuello.
Sobrevino el crepúsculo, y un aire fresco, que olía a campo, me secaba el cabello. Permanecíamos calladas. Lucero juntaba barro de la marisma, un barro compacto, de color plomizo, con el que formaba panes que luego guardaba en un talego. «Será para moldear vasijas y otros chirimbolos», pensé, incapaz de romper el silencio. Se escuchaba el agua de la laguna que corría entre los carrizos y las espadañas, el trinar de los pájaros y el chirrido de grillos y otros insectos nocturnos. Y el ruido de mis tripas, que causó risa a Lucero. «Anda, vamos, mi madre ya debe de haber preparado algo para comer», y me tomó de la mano y me ayudó a ponerme de pie.
«¿Qué va a ser de mí, Lucero?», quise saber con la voz quebrada y lágrimas suspendidas en los ojos. En medio de aquel lugar silente y yermo me había puesto a recordar lo linda que era mi ciudad, cuánto quería a mi gente, a mi negra María Pancha, a tía Carolita y sobre todo a Escalante, a quien repentinamente añoraba con desesperación. Me dije: «No volveré a verlo jamás». Caí de rodillas y por primera vez lloré a mi esposo muerto. Demasiado débil para llorar, me recosté sobre el regazo de Lucero, que me mesó el cabello y me susurró palabras de consuelo hasta que recobré la calma. «Algún día amarás a mi tierra y a mi gente», vaticinó la muchacha.
La madre de Lucero, Dorotea Bazán, era una mujer más joven de lo que aparentaba; aquellos parajes tórridos en verano y gélidos en invierno, le habían cuarteado la piel, que ya no era blanca, y la vida dura y afanosa de Tierra Adentro le había encorvado la espalda y deformado las manos. Le faltaban algunos dientes. Me di cuenta de que no era culta, quizá hasta analfabeta, pero sí dueña del candor propio de la gente de campo, esa mezcla de sabiduría, inocencia y mesura que me apaciguó el alma inquieta. Cuando le pregunté cómo había logrado habituarse a los salvajes, me respondió sin ofenderse: «Ni tan salvajes. Verá, m'hija, uno se termina acostumbrando a cualquier cosa en esta santa vida», y me pasmó al contarme que, años atrás, un piquete de soldados la había rescatado del cautiverio, pero ella, con dos hijos del cacique Yanquetruzpor aquel entonces, le pidió al capitán que la regresara al Imperio Ranquel. «De todos modos, —agregó, con gran aceptación del fatalismo—, ¿quién me querría en la civilización si yo era la mujer de un indio?»
Miguelito me fue a buscar a lo de la viuda del cacique Yanquetruz para acompañarme de regreso al toldo, donde me topé con Mariano Rosas. Me miró de arriba abajo, evidentemente complacido con el pilquen rojo que llevaba. A pesar de que el miedo me dominaba, yo también lo miré de arriba abajo, y, gracias a la luz de una lámpara de cebo, advertí que se había bañado (tenía el pelo húmedo y no apestaba a grajo y a caballo como la noche anterior) y que vestía ropas de gaucho bastante finas. Evité que nuestros ojos se encontraran y, al comenzar a sentir vulnerabilidad e incomodidad, me agaché para colocar los restos de la comida en el plato de Gutiérrez, mi fiel amigo.
«Usted es un desfachatado, señor», expresé, aferrada al pescuezo del perro. «¡Mire que presentarse así como así después de lo que me hizo anoche!». La verdad es que no sabía qué decir; ese hombre me había hecho tanto daño, lo odiaba tanto, tenía tantas cosas atragantadas para reclamarle que la situación me desbordaba y no atinaba a actuar. Se me cruzó por la mente arrojarle el cebo de la lámpara y quemarlo vivo, arrebatarle el facón e hincárselo en el vientre, morderlo, arrancarle los ojos, todo tipo de crueldades para compensar la rabia y el resentimiento que me carcomían el alma. «Y después, ¿qué, Blanca?», me dije.
«Lo que te hice anoche, —empezó él—, es lo que cualquier hombre le hace a su mujer», y remarcó lo de “su mujer”. Le espeté que yo no era “su” mujer, sino la del general José Vicente Escalante, a quien él había asesinado a sangre fría para complacer el instinto propio de un animal. «¿Quién te dijo que yo maté al general Escalante? Hasta la última vez que lo vi estaba herido, pero no muerto», y me aferró de la cintura para agregar con una mueca furibunda: «No deberías preocuparte tanto por él; después de todo, iba a matarte». «Mejor muerta que este infierno», le solté. Nos mantuvimos en suspenso por segundos que parecieron siglos hasta que Mariano Rosas me arrojó al suelo y abandonó el toldo con Gutiérrez por detrás que le ladraba.
Escalante no había muerto. Vivía. Una alegría inefable me colmó de esperanzas. El vendría a rescatarme. No obstante, y en contra de mis buenos augurios, razoné que un hombre herido, solo en medio de una tierra hostil, sin alimentos ni agua, jamás subsistiría. Y, recordando las palabras de Dorotea Bazán, me pregunté si mi esposo aún me querría después de haber sido violada por un indio.