Ya en la laguna, mientras Loncomilla chapoteaba alejada, Lucero dijo: «Ahora estoy más tranquila por ti. Las pucalcúes han hablado», y me refirió que un grupo de mujeres (las pucalcúes o brujas) reunidas en aquelarre habían leído en el porvenir de Panguitruz Guor que yo sería buena para él, que no era el Hueza Huecubú (espíritu del mal) sino el Huenu Pillán (espíritu del cielo) quien me había conducido hasta ese lugar; vaticinaron, entre otras cosas, que yo obraría maravillas entre los ranculches. Incluso una pucalcú había hecho una apología de mí al decir que, por mi causa, Panguitruz había regresado; otra, sin embargo, se había opuesto al oráculo al asegurar que mi espíritu lo atormentaría la vida entera. Me dio risa, y Lucero se mostró ofendida, por lo que de inmediato me recompuse. Agregó a continuación que la fiesta no era sólo en honor de Mariano sino de su sobrino Güichal y de los demás ranculches cautivados aquella mañana cerca de Langheló. Güichal, amigo íntimo de Mariano, era hijo del hermano mayor de Lucero, Pichuín, que había vivido atormentado todos esos años al saber a su primogénito en manos de los huincas. Loncomilla era la hermana menor de Güichal. Al escuchar que la mencionábamos, la niña regresó a nado hasta la orilla y se me plantó enfrente con una sonrisa cálida. Uchaimañé, me llamó, que quiere decir ojos grandes.
Más tarde, luego de comer choclos fríos y tortillas de maíz con arrope, ayudé a Lucero a lavar la ropa. Loncomilla se alejó para juntar flores. «No confíes en Nancumilla», expresó Lucero con severidad. «Ella está enamorada de Mariano desde hace mucho, desde antes que se lo llevara el huinca. No aceptes nada de ella, en especial comida o bebida; puede contener oñapué, veneno, —aclaró—, que te mataría lenta y dolorosamente». Nancumilla, la que me había ofrecido el guiso el primer día, la que poco antes le había alcanzado el odre a Mariano y recibido como recompensa una sonrisa galante, tenía la firme intención de convertirse en la esposa principal de Mariano Rosas. Era una muchacha baja y carnosa, de largos y lacios cabellos negros que invariablemente peinaba en dos trenzas. Sus facciones, aunque sin duda ranqueles, resultaban armoniosas y agradables; por cierto, no se destacaban sus ojos, demasiado sesgados, ni sus pómulos, demasiado prominentes, ni el morro, muy abultado, pero en conjunto sus rasgos le conferían un aire atractivo, el aspecto de una mujer pasional y determinada.
Lucero me hablaba de las pucalcúes y de sus oráculos, de Nancumilla y su eterno amor por Mariano Rosas, de la fiesta en honor de su sobrino, y yo cavilaba: «¿Qué diantres me interesa a mí? ¿Qué diablos tiene que ver conmigo, que pronto regresaré al lado de mi esposo y de mi amiga María Pancha?». Sin embargo, por respeto a la seriedad con que Lucero trataba esos temas, yo la escuchaba sin aclararle que, en breve, desaparecería para siempre de Tierra Adentro.
Al regresar de la laguna me encontré con grandes cambios en mi tienda. Miguelito, apostado en la enramada, dirigía las operaciones, mientras un desfile de mujeres y niños acarreaba cosas desde la tienda principal. Mis baúles se hallaban en el centro de la habitación, además de toda clase de trebejos para cocinar, lámparas de cebo de potro, asientos forrados en piel de carnero, una mesa pequeña y una trébedes ya instalada bajo el hueco del mojinete donde hervía agua en una pava. En la parte contigua habían quitado el catre pequeño y puesto uno más grande, y una mujer armaba la cama. «Mainela será su sirvienta, señora Blanca», anunció Miguelito desde la entrada, y la mujer interrumpió su labor y se dio vuelta, sin levantar la vista. «Ella sirve en las tolderías del caciquillo Pichuín, que se la cede a usted, señora» y, como yo seguía muda, Miguelito añadió: «Vendrá todos los días temprano por la mañana pa'ayudarla en lo que usté mande. Habla castellano, como nosotros, porque es cristiana.»
Más tarde, una vez desaparecidos Miguelito y su tropa de ayudantes, y mientras Mainela acomodaba la habitación delantera, me dediqué a estudiar las heridas de Gutiérrez. En los baúles no faltaba ninguna de mis pertenencias, aunque se notaba que los habían hurgado. Las llagas en el lomo del que ya consideraba mi perro estaban decididamente infectadas; las limpié con agua de Alibour y las curé con una solución yodada; aunque gañía y temblaba, Gutiérrez se dejaba tocar. Resultaba imperioso aislar las escaldaduras del contacto con las moscas, por lo que las cubrí con la espesa y maloliente pomada de tío Tito. «Mainela, por favor, todos los días le preparas comida a Gutiérrez», y la mujer asintió con evidente sorpresa.
Mainela estaba llena de bríos y trabajaba de sol a sol con el vigor de una jovenzuela, lo que ya no era; le gustaba conversar y, por su buena disposición y excelente humor, entendí que era feliz en medio de lo que yo consideraba lo más parecido al infierno. Debo confesar que su alegría me fastidiaba y hasta envidiaba la manera en que había conseguido aceptar ese destino nefando. De todos modos, era vano compararme con Mainela o Dorotea Bazán, quienes, si bien cristianas, en sus lugares de origen seguramente habían vivido una realidad no tan disímil a la de Tierra Adentro; yo, en cambio, había departido con gentes de la más refinada extracción, comido en las mesas de las grandes señoras porteñas, bailado en los salones más refinados, vestido con encajes de Bruselas y sedas francesas, vivido en una de las mansiones más elegantes del barrio de la Merced, ¿cómo se suponía, entonces, que llegaría a acostumbrarme a los ranqueles y a sus bárbaras costumbres?
Mainela me sirvió mate cocido con azúcar y tortas de maíz cocidas al rescoldo y, mientras colgaba talegos repletos de utensilios para cocinar, me contó que llamaban Gutiérrez al perro porque había pertenecido a un cautivo del mismo nombre. Gutiérrez, el cautivo, se había fugado meses atrás. «Al saber de su juida, las pucalcúes arrojaron cenizas al viento pa'que lo envolviese la niebla, y así ha de haber sido nomá», agregó con un suspiro, «porque, siendo buen baquiano, rumbeó pa´l sur en vez del norte, pa'terminar muriéndose cerca de la laguna de los Loros, donde lo encontraron unos indios de Pichuín. Y dende que Gutiérrez se jue, naides presta atención a este pobre diablo, que como es juerte y grandote ha resistió, que si no... Hasta que llegó usté, doñita, y se lo apropió. Déjeme que le diga, doñita: usté ha tenío suerte aquí, que la tienen como una reina, porque, pa'que sepa, cuando un indio cautiva a una blanca la hace su sirvienta, y a veces las pobres tienen que penar bien julero porque, además de trabajar como negras, las chinas las tienen a mal traer. Pero con usté es distinto porque parece ser que el Mariano anda bien tocao por usté y hasta le ha dicho a su chau, digo, a su padre, el gran Painé Guor, que la quiere pa'ñuqué a usté, quiero decir, pa'mujer principal». Lancé una carcajada histérica, y Mainela se dio vuelta súbitamente y me observó con escrúpulos.
Pasé la tarde tórrida en la habitación, acomodando mis pertenencias que, ya sabía, perdería para siempre al escapar. Gutiérrez dormía a mi lado, sin moscas que le revoloteasen sobre las heridas. Primero revisé las joyas, de las que no faltaba ninguna; tomé el guardapelo, regalo de la abuela Pilarita, al que desde niña había considerado una especie de amuleto de la suerte, y me lo eché al cuello. Inspeccioné las redomas y potiches, la farmacopea de tío Tito y demás vademécumes, y los instrumentos que aún conservaba de mi padre. Por fin, me dispuse a examinar los vestidos. De nada me servirían las basquinas ni los parasoles ni los guantes de cabritilla ni las pañoletas de encaje; usaría las combinaciones y faldas más simples, los justillos y las blusas de algodón; me quité los chapines de raso, completamente arruinados, y me puse los botines de cuero que Escalante me había comprado antes de partir hacia Córdoba. Me acordé de esa tarde en el bazar de Nicolás Infiestas, y la nostalgia me hizo llorar.
Había mucho movimiento en el campamento, y cada grupo de indios que se unía a la celebración lo hacía vociferando y gritando como si de chiflados se tratase. Por prudencia, no me asomé a mirar; por aversión también: temía que el espectáculo de esos salvajes me mortificara aun más. Prendí una lámpara porque había comenzado a oscurecer; le temía a la noche, le temía porque era el momento en el que él vendría.
Se escucharon golpes de palmas en la enramada y voces que repetían: «¡Mari-mari!», que es un saludo. Mainela condujo a Lucero y a Loncomilla hasta la recámara. Me traían el vestido limpio y remendado. Sin dudas Dorotea Bazán cosía a las mil maravillas; había realizado un trabajo esmeradísimo; el zurcido era prácticamente invisible, y había reemplazado las cintas del corsé con delgados tientos de cuero. Tomé de entre mis prendas un camisón especialmente adornado con broderie y vainicas, y le pedí a Lucero que se lo entregara a su madre como muestra de mi agradecimiento. Se quedó mirándome, evidentemente emocionada. Loncomilla tomó el camisón y lo estudió con perplejidad. Luego, me clavó esos ojos retintos y me dijo en su idioma: «Gracias, Uchaimañé». Se despidieron con apuro: debían ayudar a servir la mesa de Painé y sus convidados.
Al cabo se presentó Miguelito, muy entusiasmado con los festejos; parecía disfrutarlo más que los propios ranqueles. Medio enojada, le pregunté qué encontraba de agradable en las saturnales de esos bárbaros. «El coronel Baigorria acaba de llegar, señora», respondió con una sonrisa de niño. «El coronel pertenecía al ejército del general Paz, y yo peleé bajo sus órdenes como alférez. Cuando me acerqué a saludarlo, me reconoció de inmediato.» A Miguelito lo acompañaban dos indios armados con lanzas y cuchillos. «Mariano quiere que estos dos pasen la noche de guardia aquí, en la enramada. Los indios son gentes buenas, señora Blanca, pero cuando chupan, se les mete el diablo en el cuerpo, y Mariano no quiere que naides la moleste.» Una mezcolanza de ideas me alteró el gesto: por un lado, me hervía la sangre de coraje e impotencia al saberme expuesta a la lascivia de esos desnaturalizados culpa de Mariano Rosas; por el otro, me sentía protegida y tenida en cuenta, algo que, en contra de mi voluntad, me suavizaba la ira y me hacía sentir rara.
Nada extraño ocurrió esa noche. Las familias más encumbradas y los militares unitarios festejaron en los aduares de Painé, mientras la chusma lo hacía repartida en el campamento. Escuché voces, gritos y cantos hasta que el cansancio me venció y me quedé dormida. Las bacanales en honor de Mariano, Güichal y los demás indios duraron tres días y tres noches. Durante ese tiempo vi a Mariano Rosas en contadas ocasiones, siempre de lejos, tratando de no ser descubierta. Permanecía la mayor parte de la jornada recluida en el toldo; contaba con la compañía de Mainela y la ocasional de Lucero y Loncomilla; con ellas iba a la laguna a primera hora, antes de la que la horda despertara. Todos los días, Mariano enviaba a su heraldo para comprobar que todo se encontrase en orden; Miguelito era más que solícito y servicial, traía comida, dulces, y hasta vino tinto de Mendoza, que los indios aprecian como los franceses el champán; me preguntaba una y otra vez si precisaba algo, y hablaba en araucano con los guardias que rotaban permanentemente. Sin quererlo, me encariñé mucho con él.
La tarde del tercer día, Miguelito vino a buscarme: Mariano me requería. Marchamos a pie, con Gutiérrez por detrás, hasta una zona alejada de la toldería donde avisté una multitud reunida en torno a un descampado. A medida que nos aproximábamos, el murmullo cesaba y la gente se daba vuelta a mirarme. Miguelito me abría paso, y yo caminaba con el porte de una reina, indiferente al tumulto. En el centro del campo había más de una decena de jinetes aprestando caballos y revisando unas mazas de largas empuñaduras. «Van a jugar a la chueca», anunció Miguelito, y agregó que se trataba de un deporte ecuestre en el cual dos equipos de jinetes deben golpear con las mazas una bocha de madera, llamada chueca, tratando de llevarla al campo contrario para marcar un tanto. Entre los jinetes distinguí a Mariano Rosas, que llevaba el torso desnudo (al igual que el resto de su equipo) y el cabello tomado a la altura de la nuca. Conversaba animadamente y una sonrisa franca le embellecía el gesto de hombre bravo, hasta que un compañero le habló al oído, señalándome. Se dio vuelta sobre la montura y me lanzó un vistazo serio, desprovisto de piedad; yo también le sostuve la mirada, sin miedo, increíblemente segura. Me sabía el centro de la atención y percibía el peso de varios pares de ojos sobre mí, y, aunque me moría por estudiar las facciones de esas gentes, me mantuve firme en mi sitio con la vista al frente mientras acariciaba la cabeza de mi perro.
Esa tarde aprecié a mi raptor en toda su magnificencia de jinete diestro y fuerte. Él y el caballo parecían uno; Mariano hacía lo que le daba la gana sobre su animal, y en varias ocasiones reprimí una exclamación de angustia al verlo más cerca del suelo que de la montura. Cuando golpeaba la bocha se le tensaban los músculos de los brazos como cuerdas de violín, y los pectorales se le inflaban. Ni siquiera el resentimiento me impidió admitir que se trataba del mejor jugador, y su equipo terminó ganando gracias a varios tantos marcados por él. Al final del partido, la gente rodeó el caballo de Mariano y lo vitoreó. Ñancumilla le extendió una corona de flores, pero Mariano, en vez de inclinar la cabeza para recibir el trofeo, la aferró por el antebrazo y la encaramó en su montura como si se tratase de una pluma, y la muchacha terminó coronándolo sentada delante de él. Me incomodó aquella escena, y una rabia inexplicable me llenó la cara de colores. «Vamos, Gutiérrez», dije, y me escabullí aprovechando que nadie prestaba atención.
Cerca del toldo escuché los cascos de un caballo que se aproximaba a la carrera. No volteé (sabía bien de quién se trataba) y seguí caminando. El caballo de Mariano Rosas me sobrepasó y dio un remesón a pocos pasos. Gutiérrez le ladró ferozmente y el animal se encabritó. Mariano lo manejó con destreza, hablándole en su lengua y sujetando las riendas con vigor hasta tranquilizarlo. Me arrodillé junto a Gutiérrez y le abracé el cuello; temía por él, pero Rosas ni siquiera lo miró; en cambio, inquirió de mal modo: «¿Por qué te fuiste? No quiero que estés sola; todos andan muy exaltados, y aquí, como en todas partes, hay gente buena y gente mala. Cuando salgas del toldo, lo haces con Lucero o con Miguelito.» Me lo quedé mirando, atraída por su voz; me gustaba el acento que tenía al hablar castellano. Se me pasó por la cabeza la absurda idea de que, noches atrás, había sido la mujer de ese hombre tan ajeno y poco familiar. Íntimamente me halagó que se hubiese olvidado de Ñancumilla y de los demás, y corrido detrás de mí. Sin embargo, mi raciocinio batallaba contra la barbarie que Mariano Rosas encarnaba y le pregunté con el modo y el tono de una señora: «¿Cuándo me va a regresar con mi gente?». «¡Nunca!», fue la respuesta, y, en un momento de insensatez, le grité que me escaparía, que algún día desaparecería y que no volvería a verme, que lo odiaba, que le deseaba la muerte. Mariano saltó del caballo hecho un basilisco y me levantó en el aire. «Odíame cuanto quieras, Blanca, pero no oses escapar». Se trató de un susurro mordaz cerca de los labios, con sus ojos fijos en los míos. Me afectó que me llamara por mi nombre, me afectó verlo tan enojado y al mismo tiempo tan turbado; me afectaron su cercanía y su torso desnudo; me afectaba ese maldito indio. «Esto no es la ciudad», prosiguió más dueño de sí. «No conoces el desierto y sus secretos. Morirías si te atrevieses a desafiarlo.» «Me escaparé para morir, entonces.»