Read El revólver de Maigret Online
Authors: Georges Simenon
—¿Vamos a dar un paseíto?
—Si usted quiere...
—Si no, en el curso de mi viaje no habré puesto los pies en las aceras de Londres.
Era cierto. ¿Sería porque estaba en el extranjero? Le parecía que los faroles tenían otro brillo que en París, la noche otro color e incluso el aire un sabor diferente.
Marchaban los dos sin prisa, mirando la entrada de los cines y la de los bares. Después de Charing Cross había una plaza inmensa con una columna en medio.
—¿Has pasado por aquí esta mañana?
—Creo que sí. Me parece que lo reconozco.
—Trafalgar Square.
Le producía satisfacción, antes de marcharse, volver a encontrar algunos sitios que conocía y condujo a Alain hasta Piccadilly Circus.
—Ya no nos queda más que acostarnos. Alain hubiera podido huir. Maigret no habría movido un dedo para impedírselo. Pero sabía que el joven no lo haría.
—A pesar de todo, me apetece un vaso de cerveza. ¿Me permites?
No era tanto la cerveza lo que Maigret buscaba como la atmósfera de una taberna. Alain no bebió nada y esperó en silencio.
—¿Te gusta Londres?
—No lo sé.
—Podrás quizá volver aquí dentro de unos meses, porque apenas tendrás para unos meses.
—¿Veré a mi padre?
—Sí.
Un poco más lejos, Alain sorbió y Maigret fingió no apercibirse de ello.
Al volver al hotel, el comisario metió un poco de dinero y la llave maestra en un sobre dirigido al hotel Gilmore.
—Iba a llevármela a Francia.
Y dijo a Alain, que no sabía qué hacer:
—¿Vienes?
Tomaron el ascensor. Había luz en la habitación de Jeanne Debul, que esperaba quizá recibir la visita de Maigret. Esperaría lo suyo.
—Entra. Hay dos camas gemelas.
Y como su compañero parecía violento:
—Puedes acostarte vestido si lo prefieres.
Hizo que le despertasen a las cinco y media, durmió con sueño profundo, sin soñar. En cuanto a Alain, el timbre del teléfono no le sacó de su sueño.
—¡Arriba, pequeño!
¿Tenía costumbre François Lagrange de despertar a su hijo?
Al final no era una investigación como las demás.
—Estoy contento, a pesar de todo.
—¿De qué?
—De que no hayas disparado. No hablemos más de eso...
Pyke los esperaba en el vestíbulo, exactamente lo mismo que la víspera. Era de nuevo una mañana radiante.
—Hermoso día, ¿verdad?
—¡Espléndido!
El coche estaba a la puerta. Maigret se dio cuenta de que había olvidado hacer las presentaciones.
—Alain Lagrange. Míster Pyke, un amigo de Scotland Yard.
Pyke hizo señas de que había comprendido y no hizo ninguna pregunta. A lo largo del camino habló de las flores de su jardín y de un matiz asombroso de hortensias que había conseguido después de largos años de ensayos.
El avión despegó, sin nubes en el cielo, sólo una fina niebla matinal.
—¿Qué es eso? —preguntó el joven designando los recipientes de cartón puestos a disposición de los viajeros.
—Para el caso de que alguien se maree.
¿Fue por eso por lo que, algunos minutos más tarde, Alain palideció, se puso verde y, con una mirada desesperada, se inclinó sobre su recipiente?
¡Habría deseado tanto no marearse, sobre todo delante del comisario Maigret!
Aquello había ocurrido como de costumbre, excepto que no había transcurrido un mes desde la última cena, sino bástame menos.
Primero, la voz de Pardon en el teléfono:
—¿Estará usted libre mañana por la noche?
—Probablemente.
—¿Con su mujer, naturalmente?
—Sí.
—¿Le gusta la cabeza de ternera en tortuga?
—No conozco eso.
—¿Le gusta la cabeza de ternera?
—Bastante.
—Entonces le gustará en tortuga. Es un plato que he descubierto con ocasión de un viaje a Bélgica. Ya verá. Ahora que no sé qué vino servir con eso..., ¿quizá cerveza?
En el último momento Pardon, como lo explicaba casi científicamente, se había inclinado por un vino ligero del Beaujolais.
Maigret y su mujer habían hecho el camino a pie, evitando mirar al pasar la calle Popincourt. Jussieu, del Laboratorio Científico de Policía, estaba allí y
madame
Maigret pretendía que olía a solterón.
—He querido invitar al profesor Journe. Me ha contestado que no cena nunca fuera de casa. Hace veinte años que no ha hecho una comida fuera de casa.
La puerta ventana estaba abierta y el balcón de hierro forjado dibujaba sus arabescos en el aire, que se tomaba azul.
—Hermosa noche, ¿verdad?
Maigret tuvo una sonrisita que los demás no podían comprender. Repitió dos veces la cabeza de ternera. En el momento del café, Pardon, que pasaba los puros, tendió, distraído, la caja a Maigret.
—¡No, gracias! Solamente en el Savoy.
—¿Fumabas cigarros puros en el Savoy? —se extrañó su mujer.
—No tenía más remedio. Vinieron a decirme al oído que la pipa estaba prohibida.
Pardon sólo había organizado aquella cena para hablar del asunto Lagrange y todos ponían buen cuidado en no llevar la conversación a aquel terreno. Hablaban de todo, perezosamente, excepto de aquello en lo que todo el mundo estaba pensando.
—¿Se dio usted una vueltecita por Scotland Yard?
—No tuve tiempo de hacerlo.
—¿Cómo son sus relaciones con ellos?
—Excelentes. Son las gentes con más delicadeza que existen.
Estaba convencido de ello y guardaba un cierto afecto por míster Pyke, que había levantado la mano en gesto de adiós en el momento en que el avión despegaba y que, en el fondo, estaba quizá conmovido.
—¿Mucho trabajo en el
Quai des Orfèvres
en este momento?
—Nada más que rutina. Y usted..., ¿muchos enfermos en el barrio?
—Rutina también.
Entonces se empezó a hablar de enfermedades. De modo que eran las diez cuando Pardon se decidió a murmurar:
—¿Lo ha visto usted?
—Sí. Y usted, ¿lo ha visto también?
—He ido dos veces.
Las mujeres, por discreción, fingían no escuchar. En cuanto a Jussieu, el asunto ya no pertenecía a su negociado y miraba por la ventana.
—¡Le han careado con su hijo?
—Sí.
—¿No ha dicho nada?
Maigret negó con la cabeza.
—¡Siempre el mismo estribillo!
Porque François Lagrange se atenía a su primera actitud, se replegaba sobre sí mismo como un animal que tiene miedo. En cuanto se acercaban a él, se pegaba contra la pared, un brazo doblado ante el rostro para protegerse de los golpes. «No me peguen... No quiero que me peguen.» Llegaba a castañetear los dientes de verdad.
—¿Qué opina Joume de él?
Esta vez fue Maigret quien hizo la pregunta.
—Joume es un sabio, probablemente uno de nuestros mejores psiquiatras. Es también un hombre atormentado por el temor de las responsabilidades.
—Lo comprendo.
—Además, siempre ha sido contrario a la pena de muerte.
Maigret no hizo ningún comentario y dio una chupada lenta a su pipa.
—Un día que le hablaba de pesca me miró con aire escandalizado. No mata ni a los peces.
—¿De modo que...?
—Si François Lagrange aguanta durante un mes...
—¿Lo aguantará?
—Tiene bastante miedo para ello. A menos que alguien le fuerce a salir de sus defensas...
Pardon miraba fijamente a Maigret. Era el motivo de la cena, la pregunta que deseaba hacer desde hacía tiempo y que sólo se atrevía a expresar con una mirada.
—Respecto a mí —murmuró el comisario—, eso ya no me concierne. He entregado ya mi informe. El juez Rateau, por su parte, seguirá la opinión de los expertos.
¿Por qué Pardon parecía darle las gracias? Era molesto. Maigret le guardó un poco de rencor por esta indiscreción. Era exacto que eso ya no le incumbía. Evidentemente, habría podido...
—Tengo otros asuntos en que ocuparme —suspiró levantándose—; entre otros, una tal Jeanne Debul... Volvió ayer a París. Sigue fanfarroneando. Antes de dos meses espero tenerla en mi despacho entre dos agentes...
—Se diría que tienes algo personal contra ella —comentó
madame
Maigret, que, sin embargo, no parecía escuchar.
Ya no se habló más. Un cuarto de hora más tarde, en la oscuridad de la calle,
madame
Maigret se cogió del brazo de su marido.
—Es gracioso —dijo éste—. En Londres, los faroles, que, sin embargo, son casi iguales...
Y, según andaban, se puso a describirle el Strand, Cha-ring Cross, Trafalgar Square.
—Creía que apenas tuviste tiempo de comer.
—Salí algunos minutos por la noche, después de cenar.
—¿Solo?
—No, con él.
Ella no le preguntó de quién se trataba. Cuando iban acercándose al bulevar Richard Lenoir debió de acordarse de la taberna donde había bebido un vaso de cerveza antes de acostarse. Eso le dio sed.
—¿No te importa que...?
—¡Claro que no! Vete a beber. Te espero.
Porque era una tabernita en la cual ella hubiera tenido la impresión de molestar. Cuando Maigret salió limpiándose la boca, se cogió de nuevo a su brazo.
—Una hermosa noche...
—Sí...
—Llena de estrellas.
¿Por qué la vista de un gato que, al acercarse ellos, se metió por un tragaluz le hizo entristecerse un momento?
Junio de 1952
Georges Joseph Christian Simenon (Lieja, 13 de febrero de 1903 - Lausana, 4 de septiembre de 1989) fue un escritor belga en lengua francesa. Simenon fue un novelista de una fecundidad extraordinaria, con 192 novelas publicadas bajo su nombre y una treintena de obras aparecidas bajo 27 seudónimos. Los tirajes acumulados de sus libros alcanzan 550 millones de ejemplares.
Nació en Lieja, oficialmente el 12 de febrero de 1903. Su vida comienza regida por el misterio, pues en realidad nació el viernes 13 de febrero, pero fue declarado como nacido el 12, por superstición. Simenon nació en el tercer piso del 26 (actualmente 24) de la «rue Léopold», en Lieja. Fue el primer hijo de Désiré Simenon, contador de una oficina de seguros, y de Henriette, ama de casa, decimotercera hija nacida en una familia acomodada, quienes se casaron el 22 de abril de 1902. A finales de abril de 1905, la familia se mudó al 3 de la «rue Pasteur» (actualmente 25 de la «rue Georges Simenon») en el barrio de Outremeuse. Encontramos la historia de su nacimiento al comienzo de su novela
Pedigree
. La familia Simenon era originaria del Limburgo belga, una región de tierras bajas cercanas al río Mosa, encrucijada entre Flandes, Alemania y los Países Bajos. La familia de su madre era también originaria de Limburgo, pero del lado holandés, región llana de tierras húmedas y de brumas, de canales y de granjas. Por el lado de su madre, descendía de Gabriel Brühl, campesino y criminal de la banda de los verts-boucs que azotó Limburgo a partir de 1726, desvalijando granjas e iglesias durante el régimen austríaco, y que terminó colgado en septiembre de 1743 en el Patíbulo de Waubach. Esta ascendencia explica quizás el particular interés del comisario Maigret por las gentes sencillas convertidas en asesinos.
A diferencia de muchos autores de hoy, quienes intentan construir una intriga lo más compleja posible —como en un juego de ajedrez— Simenon propone una intriga simple, con un argumento y personajes definidos, y un héroe dotado de humanidad, obligado a ir al borde de sí mismo, de su lógica. El mensaje de Simenon es complejo y ambiguo: ni culpables ni inocentes absolutos, sólo culpabilidades que se engendran y se destruyen en cadena. Las novelas del escritor sumergen al lector en un mundo rico de formas, colores, olores, ruidos, sabores y sensaciones táctiles; al que se entra desde la primera frase...
En la estación de Poitiers, en la que había cambiado de tren, ella no pudo resistir. (...) Hacía realmente calor. Era agosto y el expreso que la había traído desde París estaba rebosante de gente que se iba de vacaciones. Revolviendo furtivamente en su bolsa para buscar una moneda, balbuceó: Sírvame otra.
Extraído de Tía Jeanne
El crítico Robert Poulet ha dicho: «Casi todos sus relatos comienzan por cien páginas magistrales a las que se asiste como a un fenómeno natural y en las cuales se encuentra infaliblemente ante una determinada cantidad de materia viva de la que otro Simenon se apoderará para extraer dramas y sorpresas bastante menos hábilmente». Él también ha precisado que Simenon era mejor en la pintura de estados que en la de acciones, definiendo su universo como estático.
Fuera del Comisario Maigret, sus mejores novelas están basadas en intrigas situadas en pequeñas ciudades de provincia en las que incuban sombríos personajes de apariencia respetable, pero dedicados a oscuras empresas, en una atmósfera hipócrita y agobiante, de la que los mejores ejemplos son las novelas «Les Inconnus dans la maison» y «Le Voyageur de la Toussaint», pero también «Panique», «Les Fiançailles de M. Hire», «La Marie du port» y «La Vérité sur bébé Donge».
Bibliografía (sólo con Maigret)
Novelas