El revólver de Maigret (14 page)

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Authors: Georges Simenon

BOOK: El revólver de Maigret
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—Sí.

La historia modificaba un poco la idea que se había formado del joven Alain. La cabeza del chico había trabajado desde la mañana. Se había dicho que, si la llave maestra de un criado abre todas las habitaciones de un hotel, hay probabilidades de que abra las habitaciones de otro hotel.

Maigret fue a sentarse. Cuando miró la hora, eran las cinco. Volvió de repente a la recepción.

—¿Cree usted que una llave maestra del hotel Gilmore abra las habitaciones de aquí?

—No es probable.

—¿Quiere usted asegurarse de que ninguna de las criadas ha extraviado su llave maestra?

—Supongo que lo habría señalado a la directora del piso, que ella misma habría...; un momento...

Terminó de hablar con un señor que deseaba cambiar de habitación porque había demasiado sol en la suya, y desapareció en un despachito contiguo, en el que se oyeron varios timbres de teléfono.

Cuando volvió, ya no venía con aire de protección y tenía la frente arrugada.

—Tiene usted razón. Un manojo de llaves ha desaparecido en el sexto.

—¿Del mismo modo que en el Gilmore?

—Del mismo modo. Mientras arreglan las habitaciones, las criadas tienen la manía, a pesar del reglamento, de dejar las llaves en la puerta.

—¿Cuánto tiempo hace que ha ocurrido?

—Una media hora. ¿Cree usted que eso va a traer molestias?

Y el hombre miraba el vestíbulo con el mismo aire preocupado de un capitán que es responsable de su barco. ¿No era preciso, costase lo que costase, evitar el menor incidente que empañara el brillo de un día tan hermoso?

En Francia, Maigret le habría dicho: «Deme usted otra llave maestra. Voy arriba. Si Jeanne Debul vuelve, reténgala un momento y avíseme.»

Aquí, no. Estaba seguro de que no le permitirían penetrar, sin mandato, en una habitación alquilada a otra persona.

Fue lo bastante prudente para dar vueltas todavía durante unos momentos por el vestíbulo. Luego decidió esperar a que abriesen el bar, puesto que no era más que cuestión de minutos, y, dejando de vigilar la puerta giratoria, se acodó en el mostrador el tiempo suficiente para beberse dos grandes vasos de cerveza.

—¿Tiene usted sed, señor?

—¡Sí!

Aquel «sí» era lo suficientemente pesado para aplastar al sonriente encargado del bar.

Evolucionó para abandonar el vestíbulo sin ser visto por el jefe de recepción y tomó el ascensor, preocupado por la idea de que su plan ahora dependía del humor de un criado o una criada.

El largo pasillo estaba vacío cuando entró en él; aminoró el paso y se paró del todo hasta que vio una puerta abrirse y un criado con chaleco rayado aparecer con un par de zapatos en la mano.

Entonces, con la seguridad de un viajero sin ninguna reserva mental, silbando entre dientes, se dirigió hacia la habitación 605, se registró los bolsillos y se mostró fastidiado.

—¡
Valet, please
!
[3]


Yes, sir
.

Maigret seguía registrándose los bolsillos. No era el mismo criado de la mañana. Debía de haber entrado otro turno.

—¿Puede usted abrirme la puerta para que no tenga que bajar a buscar mi llave?

El otro no vio en ello malicia alguna.

—Con mucho gusto, señor.

La puerta abierta, no miró hacia el interior, donde habría visto una bata femenina colgada.

Maigret cerró la puerta con cuidado, se limpió la frente, marchó hasta el centro de la habitación, donde dijo con la voz normal que hubiera empleado para hablar con un interlocutor:

—¡Ya está!

No había penetrado en el cuarto de baño, cuya puerta estaba entreabierta, ni mirado en los armarios. En el fondo, estaba conmovido, mucho más de lo que dejaba aparecer y que su voz dejaba sospechar.

—Ya estamos aquí, pequeño. Vamos a poder por fin charlar los dos.

Se sentó pesadamente en la butaquita, sacó la pipa del bolsillo y la encendió. Estaba convencido de que Alain Lagrange estaba escondido en algún sitio, quizás en algún armario, quizá debajo de la cama.

Sabía también que el muchacho estaba armado, que era muy nervioso y que debía de estar próximo a la crisis de nervios.

—Todo lo que te pido es que no hagas el idiota.

Fue del lado de la cama donde creyó oír un ligero ruido. No estaba seguro y no se inclinó.

—Una vez —continuó como si contara una historia— asistí a una graciosa escena, cerca de mi casa, en el bulevar Richard-Lenoir. Era también en verano, una tarde que hacía mucho calor y todo el barrio estaba en la calle.

Hablaba lentamente, y si alguien hubiese entrado en aquel momento, le habría tomado, cuando menos, por un extravagante.

—Yo no sé quién vio primero al gato. Creo recordar que fue una niña, que debiera haber estado en la cama a aquellas horas. Empezaba a anochecer. Señaló una forma oscura en un árbol. Como siempre, se pararon algunos transeúntes. Desde mi ventana, adonde yo estaba asomado, les veía gesticular. Otros se sumaron al grupo. Al final, había cien personas al pie del árbol, y terminé por bajar yo también a ver qué ocurría.

Se interrumpió para hacer notar:

—Aquí, estamos solos; la cosa es, pues, más fácil. Lo que agrupaba la gente en el bulevar era un gato, un enorme gato pardo refugiado en la punta de una rama. Parecía asustado de encontrarse allí. No debió de haberse dado cuenta de que subía tan alto. No se atrevía a moverse para dar media vuelta, ni tampoco se atrevía a saltar. Las mujeres, la nariz en alto, le compadecían. Los hombres buscaban el medio de sacarlo de su mala postura. «Voy a buscar una escalera doble», anunció un artesano que vivía enfrente. Pusieren la escalera, subió. Faltaba un metro para que alcanzase la rama, pero ya, al ver su brazo tendido, el gato bufaba de ira e intentaba arañar. Un chiquillo propuso: «Voy a trepar.» «No puedes. La rama no es bastante fuerte.» «La sacudiré y no tendrán más que poner una sábana debajo.» Debía de haber visto a los bomberos en el cine. Aquello se había tornado un acontecimiento apasionante. Una portera trajo una sábana. El chiquillo sacudió la rama y el pobre animal, en la punta de ella, se aferraba con las uñas, lanzando miradas asustadas. Todo el mundo sentía lástima. «Si tuviéramos una escalera más alta...» «¡Cuidado! Quizás esté rabioso. Hay sangre alrededor de su boca.» Era cierto. Tenían lástima y tenían miedo también, ¿comprendes? Nadie quería marcharse a dormir sin conocer el final de la historia del gato. ¿Cómo meterle en la cabeza que podía dejarse caer en la sábana sin peligro o que le bastaba con dar media vuelta?

Maigret esperaba casi que una voz preguntase: «¿Y qué ocurrió?»

Pero no hubo pregunta y continuó él solo:

—Terminaron por hacerle bajar. Un tipo alto y delgado se deslizó a lo largo de la rama y, con el bastón, consiguió hacer caer el gato en la sábana. Cuando abrieron ésta, el animal salió tan de prisa que apenas se le vio atravesar la calle y se metió por un tragaluz. Eso es todo.

Esta vez estaba seguro de que alguien se había movido debajo de la cama.

—El gato tenía miedo porque ignoraba que no querían hacerle daño.

Un silencio. Maigret daba chupadas a su pipa.

—Yo tampoco quiero hacerte daño. No eres tú quien ha matado a André Delteil. En cuanto a mi revólver, el asunto no es muy grave. ¿Quién sabe? A tu edad, en el estado en que tú estabas, yo quizá habría hecho lo mismo. En suma; es culpa mía. Sí, hombre. Si aquel mediodía yo no hubiera ido a tomar el aperitivo, habría llegado a mi casa media hora antes, cuando tú estabas allí todavía.

Hablaba con voz sin entonación, casi adormecedora.

—¿Qué habría ocurrido? Me habrías contado buenamente lo que tenías intención de contarme. Porque fue para hablarme para lo que fuiste a mi casa. Tú ignorabas que había allí un revólver sobre la chimenea. Tú querías decirme la verdad y pedirme que salvase a tu padre.

Se calló durante algunos instantes para dar a sus palabras tiempo suficiente para que penetrasen en la cabeza del joven.

—No te muevas todavía. No es necesario. Estamos muy bien así. Te recomiendo solamente que tengas cuidado con el revólver. Es un modelo especial, del que la Policía americana está orgullosa. El gatillo es tan sensible que basta con rozarlo apenas para que salga el disparo. No lo he usado nunca. Es un recuerdo, ¿comprendes?

Suspiró.

—Veamos ahora lo que tú me habrías dicho si yo hubiera vuelto más temprano a almorzar. Me habrías tenido que hablar del cadáver... Espera... No tenemos prisa... Primero, supongo que no estabas en casa el martes por la noche, cuando Delteil visitó a tu padre... Si tú hubieras estado allí, las cosas habrían ocurrido de otro modo. Debiste de volver cuando todo había terminado. Probablemente el cadáver estaba escondido en la habitación que sirve de cuarto trastero, quizá ya en el baúl. Tu padre no te dijo nada. Apuesto a que no os habláis mucho los dos.

Se sorprendía esperando una respuesta.

—¡Bueno! Quizá te figuraste algo, quizá no. El caso es que, por la mañana, descubriste el cadáver. Te callaste. Es difícil abordar un tema así con nuestro padre. El tuyo estaba aplanado y enfermo. Entonces pensaste en mí, porque has leído los recortes que tu padre coleccionaba. ¡Mira! Esto es poco más o menos lo que me habrías dicho:
-Hay un cadáver en nuestro piso. Ignoro lo que ha ocurrido, pero conozco a mi padre. Primero, no ha habido nunca armas en mi casa.»
Porque apuesto a que no las ha habido nunca, ¿verdad? No conozco mucho a tu padre, pero estoy seguro de que tiene miedo a los revólveres. Habrías continuado:
«Es un hombre incapaz de hacer daño a nadie; pero, a pesar de todo, le acusarán a él. Él no dirá la verdad, porque se traía de una mujer.»
Si las cosas hubieran ido así, le habría ayudado, naturalmente. Habríamos buscado la verdad juntos, y a estas horas es casi seguro que esa mujer estaría en la cárcel.

¿Había esperado Maigret que aquello ocurriría en seguida? Se limpió la frente, esperando una reacción que no venía.

—He tenido una conversación bastante larga con tu hermana. Creo que tú no la quieres demasiado. Es una egoísta que no piensa más que en ella. No he tenido tiempo de ver a tu hermano Philippe. Pero debe de ser aún más duro que ella. Los dos le guardan rencor a tu padre por la infancia que han tenido, cuando tu padre, después de todo, ha hecho lo que ha podido. Todo el mundo no puede ser fuerte. Tú has comprendido...

Por lo bajo, Maigret se estaba diciendo: «¡Señor, haz que ella no entre en este momento!» Porque, entonces, ocurriría probablemente como con el gato del bulevar Richard-Lenoir, con toda la gente del Savoy alrededor de un adolescente al borde de la crisis de nervios.

—¿Ves? Hay cosas que tú sabes y que yo no sé, pero hay otras que conozco y tú ignoras. Tu padre, a estas horas, se encuentra en la Enfermería Especial de la Prefectura. Eso significa que está detenido y se preguntan si está sano de la mente. A fin de cuentas, como de costumbre, los psiquiatras no están de acuerdo. Lo que debe inquietarle más es no saber lo que ha sido de ti, ni lo que vas a hacer. Te conoce y te sabe capaz de seguir tus ideas hasta el final En cambio, Jeanne Debul está en el cine. No se adelantaría nada con que fuese asesinada al entrar en su habitación. Sería incluso bastante fastidioso, primero, porque sería imposible interrogarla, y después, porque tú caerías en manos de la justicia inglesa, que, según todas las probabilidades, terminaría por ahorcarte. Eso es todo, pequeño. Hace un calor terrible en esta habitación, y voy a abrir la ventana. No estoy armado; se imaginan, por error, que los inspectores y los comisarios de la Policía Judicial van armados. En realidad, no tienen más derecho a estarlo que los demás ciudadanos. No miro debajo de la cama. Sé que estás ahí. Sé poco más o menos lo que piensas. ¡Es difícil, evidentemente! Es menos espectacular que disparar sobre una mujer jugando a hacer el justiciero.

Maigret se dirigió a la ventana, la abrió y se asomó, aguzando el oído al mirar hacia afuera. Seguía sin moverse nada tras él.

—¿No te decides?

Se impacientó y se puso de frente a la habitación.

—¡Vas a hacerme creer que eres menos inteligente de lo que pensaba! ¿Qué vas a adelantar con quedarte ahí? Contesta, idiota. Porque, después de todo, no eres más que un pequeño idiota. No has comprendido nada en esta historia y, si sigues, tú terminarás por hacer condenar a tu padre. Deja mi revólver tranquilo, ¿me oyes? Te prohíbo que lo toques. Ponlo en el suelo. Ahora, sal de ahí.

Parecía realmente enfadado. A lo mejor lo estaba de verdad. En todo caso, Maigret tenía prisa por acabar con aquella escena desagradable.

Siempre como para el gato, bastaba con un falso movimiento, con una idea que atravesase la cabeza del muchacho.

—Date prisa. Ella no va a tardar en volver. Y no sería muy glorioso que nos encontrase, a ti debajo de la cama y a mí esforzándome en hacerte salir. Cuento hasta tres... Uno..., dos... Si a los tres no estás en pie, telefonearé al detective del hotel y...

Entonces, por fin, aparecieron unos pies, suelas gastadas; luego, unos calcetines de algodón, el bajo de un pantalón que Alain remangaba al gatear.

Para ayudarlo, Maigret volvió a la ventana., desde donde oyó un deslizamiento en el suelo y luego el ruido de alguien que se levanta. No olvidaba que el muchacho estaba armado, pero quería dejarle tiempo de rehacerse.

—¿Ya está?

Se volvió bruscamente. Alain estaba ante él, con polvo en su traje azul, la corbata torcida y el cabello en desorden. Muy pálido, sus labios temblaban y su mirada parecía querer atravesar los objetos.

—Devuélveme mi revólver.

Maigret tendió la mano y su interlocutor registró su bolsillo derecho y extendió la mano a su vez.

—¿No te parece que estamos mejor así?

Hubo un débil:

—Sí.

E inmediatamente:

—¿Qué va usted a hacer?

—Primero, beber y comer. ¿Tú no tienes hambre?

—Sí. No sé.

—Pues yo tengo mucha hambre y hay una excelente parrilla en la planta baja.

Se dirigió Maigret hacia la puerta.

—¿Dónde has puesto la llave maestra?

Sacó no una, sino todo un manojo del otro bolsillo.

—Es mejor que las devuelvas a la recepción, porque son capaces de hacer un drama por ello.

En el pasillo, se paró ante su propia puerta.

—Mejor será que nos arreglemos un poco.

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