El revólver de Maigret (13 page)

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Authors: Georges Simenon

BOOK: El revólver de Maigret
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—Quizás esta noche.

Se unió a los dos hombres, que continuaban charlando y se callaron cuando él llegó. Bryant debía de haber revelado a Fenton quién era él y el pelirrojo se mostraba contrito.

—Le doy las gracias. Ya he encontrado la pista del muchacho. Ya no le necesitaré por hoy. ¿Quiere usted una copita?

—Nunca estando de servicio.

—Usted, Bryant, me gustaría que fuera a almorzar a la parrilla, cerca de esa señora que lleva un traje de chaqueta de florecillas azules. Si sale, intente seguirla.

Una ligera sonrisa se deslizó en los labios de Bryant, que miraba alejarse a su compañero.

—Esté usted tranquilo.

—Diga usted que pongan la nota en mi cuenta.

Maigret tenía sed. Tuvo sed durante más de media hora. Como los sillones, demasiado profundos, le daban calor, se levantaba, paseaba molesto entre la gente que hablaba inglés y que tenían todos un motivo para estar allí.

¿Cuántas veces vio girar la puerta, que cada vez enviaba sobre una de las paredes un rayo de sol? Más aún: era un ir y venir incesante. Los autos se paraban, volvían a arrancar: los viejos taxis, confortables y pintorescos; Rolls-Royce o Bentley, con chóferes impecables; pequeños coches en forma de autos de carreras.

La sed le hinchaba la garganta, y desde donde estaba podía ver el bar lleno de público, los pálidos
martinis
, que de lejos parecían tan frescos en su vaso empañado, y los
whiskies
que los clientes, de pie en el bar, tenían en la mano.

Si iba allí perdía de vista la puerta. Se acercaba, se alejaba: sentía haber despedido a Fenton, que hubiera podido, a pesar de todo, estar de guardia durante algunos minutos.

Bryant estaba comiendo y bebiendo, y Maigret comenzaba a tener hambre también.

Se volvió a sentar suspirando, cuando un anciano caballero de cabello blanco, sentado en un sillón al lado del suyo, pulsó un timbre eléctrico que Maigret no había notado. Algunos instantes más tarde, un mozo con americana blanca se inclinó ante él.

—Un doble
scotch
con hielo.

¡Vaya! Era tan sencillo como todo eso. No se le había ocurrido que podía hacerse servir en el vestíbulo.

—Lo mismo para mí. Supongo que no tienen ustedes cerveza, ¿verdad?

—Sí, señor. ¿Qué cerveza desea usted?

El bar tenía toda clase de cerveza: holandesa, danesa, alemana e incluso una cerveza francesa de importación que Maigret no conocía.

En Francia habría pedido dos vasos a la vez, tan sediento estaba. Aquí no se atrevió. Y le daba rabia no atreverse. Le humillaba el sentirse intimidado.

¿Es que los camareros, los
maîtres
, los botones, los porteros eran más impresionantes que los de un hotel de París? Le parecía que todo el mundo le miraba, y que el anciano, su vecino, le miraba con ojo crítico.

¿Iba a decidirse Alain Lagrange a venir, sí o no? No era la primera vez que aquello le ocurría: Maigret, de repente, sin razón justificable, perdía la confianza en sí mismo. ¿Qué estaba haciendo allí en realidad? Había pasado la noche sin dormir. Había ido a beber café en una portería y había escuchado las historias de una muchacha rolliza con pijama rosa, que le mostraba una parte del vientre y se esforzaba en hacerse la interesante.

¿Y qué más? Alain Lagrange le había birlado su revólver, había amenazado a un transeúnte en la calle y le había robado la cartera antes de subir al avión de Londres. En la Enfermería Especial, el barón se hacía el loco. ¿Y si estaba loco realmente?

Suponiendo que Alain se presentase en el hotel, ¿qué iba a hacer Maigret? ¿Dirigirse a él amablemente? ¿Decirle que deseaba una explicación?

¿Y si intentaba escaparse y forcejeaba? ¿Qué aspecto tendría, ante todos aquellos ingleses que sonreían a su sol, metiéndose con un muchacho? ¿Quizá sería sobre él sobre quien se echarían sin piedad?

Aquello ya le había ocurrido una vez en París, cuando era aún joven y estaba de servicio en la vía pública. En el momento en que echaba mano a un ratero, a la salida del metro, el tipo se había puesto a gritar: «¡Socorro!» Y fue a Maigret a quien la muchedumbre retuvo hasta la llegada de los guardias.

Tenía sed todavía; titubeaba en llamar. Apretó por fin el botón blanco, convencido de que su vecino de cabellos blancos le consideraba como un hombre maleducado que bebe vaso tras vaso de cerveza.

—Un...

Creyó reconocer fuera una silueta y pronunció sin pensar:


Whisky and soda
.

—Bien, señor.

No era Alain. De cerca no se le parecía en absoluto, y, por otra parte, se unió a una muchacha que le esperaba en el bar.

Maigret continuaba allí, completamente entumecido y con mal gusto de boca, cuando Jeanne Debul, en plena forma, salió de la parrilla y fue hacia la puerta giratoria.

Afuera esperó a que uno de los porteros avisara un taxi. Bryant la siguió, también muy alegre, dirigiendo al pasar un guiño a Maigret. Parecía decir: «¡No tenga miedo!» Subió en otro taxi.

Si Alain Lagrange hubiera sido simpático habría llegado ahora. Jeanne Debul ya no estaba allí. Ya no había, pues, el peligro de que se precipitase sobre ella y descargase su automático. El vestíbulo estaba más tranquilo que hacía una hora. La gente había comido. Más sonrosados que nunca, se iban unos tras otros a sus asuntos o a pasearse por Piccadilly o Regent Street.

—¿Lo mismo, señor?

—No; esta vez desearía un emparedado.

—Le ruego nos perdone, señor. Nos está prohibido servir comidas en el vestíbulo.

Maigret habría llorado de rabia.

—Entonces sírvame usted lo que quiera. Lo mismo, ¡sea!

¡Qué importaba, después de todo! ¡No era culpa suya!

Capítulo VII
De una tableta de chocolate actual y de un gato de antaño que amotinó todo el barrio

A las tres, a las tres y media, a las cuatro, Maigret seguía allí, tan molesto como cuando, después de días y días de calor tormentoso, la gente se mira ariscamente, tan agobiados que se espera verlos abrir la boca para respirar como peces fuera del agua.

La única diferencia es que él era el único en ese estado. No había tormenta en el aire. El cielo, por encima del Strand, permanecía de un bonito azul aireado, sin rastro de violeta, con alguna nubecilla blanca que flotaba en el espacio como una pluma escapada de un edredón.

Algunos momentos se sorprendía examinando a sus vecinos, como si les tuviera odio personal. En otros momentos, un complejo de inferioridad le pasaba sobre el estómago y le daba un aire solapado.

Eran todos demasiado pulcros, demasiado seguros de ellos mismos. El más exasperante de todos era el jefe de recepción, con su suave chaqué, su cuello duro que ningún sudor ablandaba. Había tomado afecto a Maigret —o quizá le tenía lástima— y de cuando en cuando le dirigía una sonrisa al mismo tiempo cómplice y animadora.

Parecía decirle, por encima del ir y venir de viajeros anónimos: «Los dos somos víctimas del deber profesional. ¿No puedo hacer nada por usted?»

Maigret le hubiera contestado sin duda: «Traerme un emparedado.»

Tenía sueño, tenía calor, tenía hambre. Cuando, algunos minutos después de las tres, llamó para pedir un nuevo vaso de cerveza, el camarero se mostró tan escandalizado como si se hubiera puesto en mangas de camisa en la iglesia.

—Lo siento, señor. El bar está cerrado hasta las cinco y media, señor.

El comisario gruñó algo así como:

—¡Salvajes!

Y diez minutos más tarde se acercó violento a un botones, el más joven y menos impresionante.

—¿Podría ir a comprarme a algún sitio una tableta de chocolate?

Era incapaz de permanecer más tiempo sin comer y por ello comió, a trocitos, una tableta de chocolate con leche, metida en el fondo de su bolsillo. ¿No se parecía en aquel vestíbulo de gran hotel al policía francés de las caricaturas que los periodistas parisienses llaman los «calcetines con clavos»? Se sorprendía espiándose en los espejos, se encontraba pesado y mal vestido. Pyke, en cambio, no tenía aspecto de policía, sino de director de Banco. Más bien de un subdirector o de un empleado de confianza, de un empleado minucioso.

¿Estaría Pyke también esperando, como lo estaba haciendo Maigret, sin saber incluso si ocurriría algo?

A las cuatro menos veinte, el jefe de recepción le hizo una seña.

—Le llaman desde París. Supongo que prefiere tener la comunicación aquí, ¿no?

Había varias cabinas telefónicas alineadas en una habitación a la derecha del vestíbulo, pero desde allí no podría vigilar la entrada.

—¿Es usted, jefe?

Producía satisfacción oír la voz del buen Lucas.

—¿Qué hay de nuevo, chico?

—Ha sido encontrado el revólver. He pensado que era mejor prevenirle.

—Cuenta.

—Un poco antes de mediodía fui a dar una vueltecita por la casa del viejo.

—¿Calle de Popincourt?

—Sí. Por si acaso, me puse a registrar por los rincones. No he encontrado nada. Luego me pareció oír llorar a un niño en el patio y me asomé a la ventana. La vivienda, ¿recuerda usted?, está en el último piso y es bastante baja de techo. Una cornisa recoge el agua del tejado y me fijé en que se podía alcanzar aquella cornisa con la mano.

—¿El revólver se encontraba en la cornisa?

—Sí. Justamente debajo de la ventana. Un pequeño automático de fabricación belga, muy bonito, que tiene grabadas las iniciales A. D.

—¿André Delteil?

—Exactamente. Me he informado en la Prefectura. El diputado tenía permiso de armas. El número coincide.

—¿Es el arma del crimen?

—El experto acaba, de darme su informe por teléfono. Estaba esmerándolo para llamarle a usted. Es afirmativo.

—¿Huellas?

—Del muerto y de François Lagrange.

—¿No ha ocurrido nada más?

—Los periódicos de la tarde publican varias columnas. Está el pasillo lleno de periodistas. Creo que uno de ellos, que ha tenido noticias de la marcha de usted a Londres, ha tomado el avión. El juez Rateau ha telefoneado dos o tres veces para saber si había usted dado señales de vida.

—¿Eso es todo?

—Hace un tiempo magnífico.

¡Él también!

—¿Has almorzado?

—Muy bien, jefe.

—Yo todavía no. ¡
Allô
! ¡No corte, señorita! ¿Escuchas, Lucas? Quisiera que, por si acaso, hicieras vigilar el inmueble que lleva el número 7 bis del bulevar Richard Wallace. Y también que interrogues a los chóferes de taxis para saber si alguno de ellos ha llevado a Alain Lagrange. ¡Ojo! Se trata del hijo, cuya foto ya tienes...

—He comprendido.

—Para saber, digo, si uno de ellos le condujo el jueves por la mañana a la estación del Norte.

—Creí que se había marchado por la noche y en avión.

—No importa. Anuncia al jefe que le telefonearé en cuanto haya alguna novedad.

—¿No ha encontrado usted al crío?

Maigret prefirió no contestar. Le fastidiaba confesar que había tenido a Alain en el otro extremo del hilo, que durante horas había seguido minuto a minuto sus idas y venidas a través de las calles de Londres, pero que no se había adelantado nada.

Alain Lagrange, con el gran revólver robado a Maigret en el bolsillo, estaba en algún sitio, no muy lejos, sin duda, y todo lo que el comisario podía hacer era esperar, mirando a la muchedumbre ir y venir.

—Te dejo.

Los párpados le picaban. No se atrevía a instalarse en su butaca por temor a adormecerse. El chocolate le levantaba el estómago.

Fue a tomar el aire ante la puerta.

—¿Taxi, señor?

Tampoco tenía derecho a tomar un taxi, ni de ir a pasear, derecho a nada, más que permanecer allí haciendo el imbécil.

—¡Buen tiempo, señor!

Apenas volvió a entrar en el vestíbulo, su enemigo íntimo, el jefe de recepción, le llamó con una sonrisa en los labios y un teléfono en la mano.

—Para usted,
monsieur
Maigret.

Era Pyke.

—Acabo de recibir noticias telefónicas de Bryant y se las transmito.

—Muchas gracias.

—La señora hizo que la llevasen a Piccadilly Circus y subió a pie Regent Street parándose ante los escaparates. No parecía tener prisa. Entró en dos o tres tiendas para hacer algunas compras que ha mandado que le envíen al Savoy. ¿Desea usted la lista?

—¿De qué se trata?

—Ropa interior, guantes, calzado... Ha tomado después Old Bond Street para volver a Piccadilly y ha entrado, hace una media hora, en un cine de sesión continua. Sigue allí todavía. Bryant continúa sigilándola.

Otro detalle en el que no se habría fijado en otro momento, pero que le ponía del mal humor: en vez de telefonearle a él, Bryant había telefoneado a su superior jerárquico.

—¿Cenaremos juntos?

—No estoy seguro. Empiezo a dudarlo.

—Fenton siente mucho lo ocurrido.

—No es culpa suya.

—Si necesita alguno de mis hombres, o varios...

—Muchas gracias.

¿Qué estaba haciendo ese borrico de Alain? ¿Había que creer que Maigret se había equivocado del todo?

—¿Puede usted ponerme con el hotel Gilmore? —preguntó, una vez terminada su conversación con Pyke.

Por la expresión del jefe de recepción, comprendió que no era un hotel de primer orden. Esta vez tuvo que hablar inglés, porque el hombre que tenía en el otro extremo del hilo no comprendía una palabra de francés.


Monsieur
Alain Lagrange, que llegó a su hotel esta mañana temprano, ¿ha vuelto al hotel durante el día?

—¿Quién está al aparato?

—El comisario Maigret, de la Policía Judicial de París.

—No cuelgue, por favor.

Llamaban a otra persona, de voz más grave, que debía de ser más importante.

—Perdón. El director del hotel Gilmore al aparato.

Maigret repitió su pregunta.

—¿Por qué motivo hace usted esta pregunta?

El comisario se lanzó en una explicación embrollada, porque no encontraba las palabras inglesas adecuadas. El jefe de recepción terminó por quitarle el aparato de las manos.

—¿Permite usted?

Él sólo necesitó dos frases, en las cuales se aludía a Scotland Yard. Cuando colgó, estaba muy satisfecho de sí mismo.

—Esa gente desconfía siempre un poco de los extranjeros. El director del Gilmore se preguntaba precisamente si debía dar parte a la Policía. El joven cogió la llave y subió a su habitación hacia la una. No permaneció mucho tiempo. Más tarde, una camarera que limpiaba una habitación en el mismo piso ha señalado que su llave maestra, que había dejado en la puerta, había desaparecido. ¿Le sugiere esto algo?

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