El revólver de Maigret (11 page)

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Authors: Georges Simenon

BOOK: El revólver de Maigret
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—Desde luego. Nos atenemos al reglamento.

—Alain Lagrange no podría, por tanto, estar alojado ahí bajo otro nombre.

—A menos de poseer un pasaporte falso. Quiero hacerle notar que son comprobados todas las noches por la Policía.

—Gracias.

Le quedaba por hacer una llamada telefónica y ésta, le disgustaba particularmente, tanto más cuanto que iba a verse obligado a echar mano de su escaso inglés aprendido en el colegio.

—Scotland Yard.

Habría sido un milagro que el inspector Pyke, que había estado en Francia, estuviera de servicio a tal hora. Tuvo que contentarse con un desconocido que fue lento en comprender quién era él y que le contestó con voz gangosa.

—Una tal Jeanne Debul, de cuarenta y nueve años, se hospeda en el hotel Savoy, habitación 605... Desearía que durante las próximas horas la hiciera vigilar discretamente.

Su lejano interlocutor tenía la manía de repetir las últimas palabras de Maigret, pero con acento correcto, como para corregirle.

—Es posible que un muchacho joven intente visitarla o ponerse en su camino. Le doy su descripción...

Y después de haber facilitado la descripción, añadió:

—Está armado con un Smith & Wesson especial. Esto le permite detenerle. Le mandaré su fotografía por telefoto dentro de algunos minutos.

Pero el inglés no compartía este criterio y Maigret se vio obligado a dar detalles y a repetir tres o cuatro veces lo mismo.

—En suma, ¿qué desea usted que hagamos?

Ante tanta obstinación, Maigret estaba pesaroso de haber tomado la precaución de telefonear a Scotland Yard y sentía deseos de contestar: «Nada.»

Estaba sudando.

—Estaré allí lo antes posible —terminó por declarar.

—¿Quiere usted decir que viene a Scotland Yard?

—Sí, voy a Londres.

—¿A qué hora?

—No lo sé. No tengo ante mí el horario de aviones.

—¿Viene usted en avión?

Terminó por colgar, exasperado, mandando a todos los diablos a aquel funcionario al que no conocía y que era quizás un buen hombre. ¿Qué habría contestado Lucas a un inspector del Yard que le hubiera telefoneado a las seis de la mañana para contarle una historia del mismo género en francés chapurreado?

—Soy yo otra vez. Póngame de nuevo con Le Bourget.

Un avión partía a las ocho quince. Le daba tiempo para pasarse por el bulevar Richard Lenoir, mudarse e incluso afeitarse y desayunar.
Madame
Maigret tuvo buen cuidado de no hacerle preguntas.

—Ignoro cuándo volveré —dijo, gruñón, con una vaga intención de hacer enfadar a su mujer para poder desahogarse los nervios en alguien—. Me voy a Londres.

—¡Ah!

—Prepara mi maleta pequeña con una muda y mis chismes de afeitar. Deben de quedar algunas libras esterlinas en el fondo del cajón.

Sonaba el teléfono. Estaba poniéndose la corbata.

—¿Maigret? Aquí, Rateau.

El juez de instrucción, que, como era de esperar, había pasado la noche en su cama y estaba, sin duda, encantado de despertarse con un sol hermoso, mientras tomaba su desayuno, pedía noticias.

—¿Cómo?

—Digo que no tengo tiempo, que tomo el avión para Londres dentro de treinta y cinco minutos.

—¿Para Londres?

—Eso es.

—Pero ¿qué ha descubierto usted que...?

—Perdóneme si cuelgo, pero el avión no espera.

Estaba en tal estado de ánimo, que añadió:

—¡Le enviaré tarjetas postales!

En aquel momento, naturalmente, ya había colgado el auricular.

Capítulo VI
En el que Maigret hace el sacrificio de llevar un clavel en el ojal, aunque no le sirve de nada

Se encontraron nubes al acercarse a la costa inglesa y volaron por encima. Por un amplio hueco, Maigret tuvo la suerte de ver el mar, que brillaba como las escamas de los peces, y barcos de pesca que dejaban tras ellos un rastro de espuma.

Su vecino se inclinó amablemente para señalarle unas rocas gredosas, explicándole:

—Dover...

Le dio las gracias con una sonrisa y pronto no hubo más que un vapor casi transparente entre la tierra y el avión. Sólo algunas veces se salía casi en seguida para encontrar debajo de sí pastos moteados de manchas minúsculas.

Por fin, el paisaje empezó a ladearse y se encontraron en el aeródromo de Croydon. También encontraron a míster Pyke. Porque míster Pyke estaba allí, esperando a su colega francés. No en el propio campo de aterrizaje, como hubiera podido sin duda hacerlo, ni apartado de la muchedumbre, sino con ésta, muy formalito, detrás de las barreras que separaban a los pasajeros de los parientes o de los amigos que los esperaban.

No hizo grandes gestos, no agitó ningún pañuelo. Cuando Maigret miró hacia donde se encontraba se contentó con hacerle una ligera inclinación de cabeza, como debía de hacerla cada mañana al encontrarse con sus colegas en la oficina.

Hacía años que no se habían visto y doce o trece que el comisario no había puesto los pies en Inglaterra.

Siguió la fila y penetró, con su maleta en la mano, en un edificio donde tenía que pasar por las oficinas de inmigración y por la aduana. Míster Pyke seguía allí, tras un cristal, con un traje gris oscuro que parecía demasiado estrecho, su sombrero de fieltro y un clavel en el ojal.

Aquí también habría podido decir al oficial de Inmigración: «Es el comisario Maigret que viene a vernos...»

Maigret lo habría hecho por él en Le Bourget. No le guardaba rencor, sin embargo, comprendiendo, por el contrario, que era una especie de delicadeza por su parte. Era él quien estaba un poco avergonzado por su enfado de la mañana con el funcionario del Yard, porque el hecho de estar Pyke allí significaba que el hombre no había cumplido mal su oficio y que incluso había mostrado iniciativa. No eran más que las diez y media. Para llegar a tiempo a Croydon, Pyke había dejado Londres casi inmediatamente después de haber entrado en su despacho.

Maigret salía de la habitación. La mano seca y dura se tendió.

—¿Cómo va usted?

Pyke proseguía en francés, lo que para él era un sacrificio, porque lo hablaba con dificultad y padecía por cometer incorrecciones.

—Espero que va usted... a
enjoy...
, ¿cómo traduce usted...?, gozar. Sí, gozar de este día resplandeciente.

Por cierto, era la primera vez que Maigret se encontraba en Inglaterra en verano, y se preguntaba si había visto alguna vez Londres bajo un sol auténtico.

—He pensado que preferiría usted hacer el trayecto en coche, en lugar de ir en el autocar de la compañía.

Pyke no le hablaba de su investigación, no hacía ninguna alusión a ella; todo formaba parte de su sentido del tacto. Tomaron asiento en un coche Bentley del Yard, conducido por un chófer uniformado, y éste, respetando escrupulosamente los reglamentos de velocidad, no pasó de largo ante ninguna luz roja.

—Bonito, ¿verdad?

Pyke designaba una hilera de casitas rosadas que, a la luz grisácea, habrían parecido tristes, pero que bajo el sol eran bonitas. Tenía cada una, entre la puerta y la verja, un cuadro de césped un poco mayor que una sábana. Se sentía que saboreaba aquel espectáculo de los alrededores de Londres, donde vivía él mismo.

A las casas rosadas sucedieron casas amarillas, luego casas pardas y de nuevo rosadas. Empezaba a hacer calor y en algunos jardincillos funcionaba una regadora automática.

—Iba a olvidar mostrarle esto.

Tendió a Maigret un papel en el que había notas escritas en francés:

Alain Lagrange, diecinueve años, empleado de oficina. Llegó a las cuatro de la mañana al hotel Gilmore, frente a la estación Victoria, sin equipaje.

Durmió hasta las ocho. Salió.

Se presentó primero en el hotel Astoria y se informó si allí se hospedaba
madame
Jeanne Debul.

Se dirigió después al hotel Continental y luego al hotel Claridge, en donde hizo la misma pregunta.

Parece seguir lista alfabética de los grandes hoteles.

No ha venido nunca a Londres. No habla inglés.

Maigret también se contentó con hacer un gesto de agradecimiento. Estaba cada vez más arrepentido de sus malos pensamientos respecto al funcionario de la mañana.

Después de un largo silencio y varias hileras de casas iguales, Pyke tomó la palabra:

—Me he permitido reservarle una habitación en el hotel, porque tenemos muchos turistas en este momento.

Tendió a su colega una ficha que llevaba el nombre del Savoy y el número de la habitación; Maigret estuvo a punto de no prestarle atención. El número le sorprendió: 604.

Así, pues, habían pensado en alojarlo justamente enfrente de Jeanne Debul.

—¿Sigue aquí esta persona? —preguntó Maigret.

—Lo estaba cuando hemos dejado Croydon. He recibido un informe telefónico cuando su avión comenzaba a aterrizar.

Nada más. Pyke estaba satisfecho, no tanto de probar a Maigret que la Policía inglesa es eficiente como de mostrarle Inglaterra bajo un sol indiscutible.

Cuando penetraron en Londres y se cruzaron con los grandes autobuses rojos y vieron mujeres con vestidos claros en las aceras, no pudo menos de murmurar:

—Esto es algo, ¿no?

Y al acercarse al Savoy:

—Si no está usted ocupado, ¿podría venir a recogerle para almorzar hacia la una? De aquí a entonces estaré en mi despacho. Puede usted telefonearme.

Eso fue todo. Le dejó entrar solo en el hotel, mientras el chófer de uniforme entregaba la maleta a uno de los mozos.

¿Le reconoció el empleado de la recepción después de doce años? ¿Le conocía solamente por las fotografías? ¿O era tan sólo una adulación profesional o el hecho de que su habitación había sido reservada por el Yard? Sin esperar a que hablase, le tendió su llave:

—¿Ha tenido usted buen viaje,
monsieur
Maigret?

—Estupendo, muchas gracias.

El inmenso vestíbulo, donde a cualquier hora del día o de la noche había gente ocupando profundos sillones, le impresionaba siempre un poco. A la derecha vendían flores. Todos los hombres llevaban una en el ojal, y, a causa del humor de Pyke, sin duda, Maigret se compró un clavel rojo.

Recordaba que el bar estaba a la izquierda. Se dirigió hacia la puerta de cristales, que intentó en vano abrir.

—¡A las once y media, señor!

Maigret se puso serio. Siempre ocurría así en el extranjero. Detalles que le encantaban e, inmediatamente, otro detalle que le ponía de mal talante. ¿Por qué diablos no tenía derecho a beber una copa antes de las once y media? No se había acostado en toda la noche. Tenía la sangre en la cabeza y el sol le producía una especie de vértigo. ¿Quizá también el movimiento del avión?

Cuando se dirigía hacia el ascensor, un hombre al que no conocía se acercó a él.

—La señora acaba de ordenar que le suban el desayuno.

Míster Pyke me ha rogado que le tenga al corriente. ¿Debo permanecer a su disposición?

Era un hombre de Scotland Yard, que no resultaba fuera de lugar en este hotel Lujoso; él también llevaba una flor en el ojal. La suya era blanca.

—¿No se ha presentado el joven?

—Hasta ahora, no.

—¿Quiere usted vigilar el vestíbulo y avisarme cuando llegue?

—Aún transcurrirá tiempo antes de que llegue a la letra S. Creo que el inspector Pyke ha puesto a uno de mis compañeros vigilando el hotel Gilmore.

La habitación era amplia y tenía anejo un salón gris perla, cuyas ventanas daban al Támesis, por donde justamente pasaba ahora un barco, parecido a los barquitos de París, cuyos dos puentes estaban cubiertos de turistas.

Maigret tenía tanto calor que decidió tomar una ducha y cambiarse de ropa. Estuvo a punto de telefonear a París para tener noticias del barón, pero cambió de opinión, se vistió y entreabrió la puerta de su habitación. El 605 estaba enfrente. Se veía sol por debajo de la puerta, lo que indicaba que habían apartado las cortinas. En el momento en que iba a llamar oyó el ruido del agua en la bañera y comenzó a pasearse por el pasillo fumando su pipa. Una camarera que pasaba le miró con curiosidad. Debió de hablar de él en la cocina, porque un camarero de
smoking
vino a observarle a su vez. Entonces, viendo en su reloj que eran las once y veinticuatro minutos, tomó el ascensor, llegando a la puerta del bar en el mismo momento en que abrían. Por otra parte, otros caballeros que habían esperado aquel momento en los sillones del vestíbulo, se precipitaron igualmente allí.


Scotch
?

—Bueno.

—¿Soda?

Su mueca debió de indicar que encontraba que el brebaje no tendría demasiado sabor, porque el
barman
propuso:

—¿Doble, señor?

Eso ya estaba mejor. Nunca había sospechado que podía hacer tanto calor en Londres. Fue a tomar el aire durante algunos minutos ante la puerta giratoria, miró de nuevo la hora y se dirigió hacia el ascensor.

Cuando llamó a la puerta del 605, una voz femenina dijo en el interior:

—¡Entre!

Y suponiendo sin duda que era el camarero que venía a recoger el servicio del desayuno:

—¡
Come in
!

Dio vuelta al pomo y la puerta se abrió. Se encontró en una habitación vibrante de sol, donde una mujer, envuelta en una bata, se hallaba sentada ante su tocador. No le miró en seguida. Siguió cepillando su cabello moreno y tenía horquillas entre los dientes. Vio a Maigret en el espejo y sus cejas se fruncieron.

—¿Qué desea usted?

—Comisario Maigret, de la Policía Judicial.

—¿Y eso le da derecho a introducirse en casa de la gente?

—Es usted quien me ha rogado que entrase.

Era difícil calcularle la edad. Debió de haber sido muy hermosa, y aún le quedaba algo. Por la noche, bajo las luces, todavía causaría ilusión, sobre todo si su boca no tomaba el gesto duro que tenía en aquel momento.

—Podría empezar por retirar la pipa de la boca.

Lo hizo torpemente. No se había acordado de la pipa.

—Además, si tiene usted que hablarme, hágalo de prisa. No veo lo que la Policía francesa pueda querer de mí, sobre todo aquí.

Seguía sin darle la cara y resultaba molesto. Ella debía de saberlo y se entretenía ante el tocador, en cuyo espejo observaba al comisario. En pie, Maigret se sentía demasiado grandón, demasiado macizo. La cama estaba deshecha y había en ella una bandeja con los restos del desayuno; como asiento no veía más que una butaquita en la cual le era imposible encajar sus amplios muslos.

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