Read El revólver de Maigret Online
Authors: Georges Simenon
—¿Lleva gafas?
—Solamente en esta habitación.
Había un par de gafas grandes, con montura de concha, sobre el secante con esquinas de piel.
Maigret intentó, maquinalmente, abrir el archivador, pero estaba cerrado con llave.
—Todas las noches, al volver, viene a encerrar sus alhajas en la caja de caudales.
—¿Y qué contiene además? ¿Ha visto usted el interior?
—Títulos, sobre todo; papeles y una libretita roja que ella consulta frecuentemente.
De la mesa Maigret cogió uno de esos listines en los cuales se anotan los números de teléfono que se utilizan frecuentemente y se puso a recorrer sus páginas. Leía los nombres a media voz. Georgette explicaba:
—El lechero..., el carnicero..., la ferretería de la avenida Neuilly, el zapatero de la señora...
Cuando, en lugar de apellidos, había sólo un nombre de pila, sonreía satisfecha.
—Olga... Nadine... Marcelle...
—¿Qué le decía yo?
Algunos nombres masculinos también, aunque menos. Y luego nombres que la criada no conocía. En el apartado «Bancos», no se contaban menos de cinco establecimientos inscritos, entre ellos un Banco americano de la plaza Vendôme.
Buscó, sin encontrarlo, el nombre de Delteil. Había en un sitio un André y un Pierre. ¿Se trataba del diputado y su hermano?
—Después de haber visto el resto de la casa y el guardarropa, ¿esperaba usted encontrarse esto?
Maigret dijo que no por darle gusto.
—¿No tiene usted sed?
—La portera ha tenido la gentileza de prepararme café.
—¿Y no quiere usted una copita?
Le volvió a llevar hacia el salón, apagando las luces tras ellos, y como si la entrevista hubiera de durar aún mucho tiempo, volvió a tomar asiento en el canapé al ver que Maigret había rechazado el licor. :
—¿Bebe su ama?
—Como un hombre.
—¿Eso quiere decir mucho?
—Yo sólo la he visto borracha una vez o dos al volver de madrugada. Se prepara un
whisky
inmediatamente después del café con leche, y en el transcurso de la tarde se toma otros tres o cuatro. Por eso digo que bebe como un hombre. Se traga el
whisky
casi puro.
—¿No le ha dicho en qué hotel de Londres iba a hospedarse?
—No.
—¿Ni cuánto tiempo iba a permanecer allí?
—No me dijo nada. No tardó ni media hora en hacer sus maletas y vestirse.
—¿Cómo iba vestida al marcharse?
—Llevaba un traje sastre gris.
—¿Se ha llevado trajes de noche?
—Dos.
—Creo que ya no tengo nada más que preguntarle y que voy a dejarla que se acueste.
—¿Ya? ¿Tiene usted prisa?
Descubría adrede un poco más de piel entre las dos partes del pijama y cruzaba las piernas deliberadamente.
—¿Le ocurre a menudo hacer sus investigaciones de noche?
—Algunas veces.
—¿No quiere usted tomar nada?
La muchacha suspiró.
—Yo, ahora que me he espabilado, no voy a poder volverme a dormir. ¿Qué hora es?
—Van a dar las tres.
—A las cuatro empieza a amanecer y los pájaros se ponen a cantar.
Maigret se levantó, molesto por decepcionarla, y quizá tuvo ella todavía la esperanza de que él no deseaba marcharse, sino acercarse a ella. Sólo cuando vio al comisario dirigirse hacia la puerta, se levantó a su vez.
—¿Volverá usted?
—Es posible.
—No me molestará usted nunca. No tiene usted más que tocar dos timbrazos cortos y uno largo. Sabré que es usted y le abriré. Cuando estoy sola, no abro nunca.
—Muchas gracias, señorita.
Volvió a encontrar el olor a cama y a axila. Uno de los gruesos senos rozó su manga con cierta insistencia.
—¡Buena suerte! —le dijo la muchacha a media voz cuando el comisario llegó a la escalera.
Se asomó por la barandilla para verle bajar.
En la Policía Judicial encontró a Janvier esperándole, después de haber pasado varias horas en la calle de Popincourt; parecía extenuado.
—¿Todo va bien, jefe? ¿Ha hablado?
Maigret dijo que no con la cabeza.
—He dejado allí a Houard, por si acaso. Hemos puesto todo el piso patas arriba, sin que diera gran resultado. He querido solamente mostrarle esto.
Maigret se sirvió primero un vaso de anís y pasó la botella al inspector.
—Va usted a ver. Es bastante curioso.
En unas tapas de cartón, arrancadas de un cuaderno escolar, había recortes de periódicos, algunos ilustrados con fotografías.
Maigret, con las cejas fruncidas, leía los titulares, recorría los textos, mientras Janvier le miraba con aire raro.
Todos los artículos, sin excepción, hablaban del comisario; algunos de hacía siete años. Eran informaciones de investigaciones, aparecidas día por día, y frecuentemente, de la sesión de la Audiencia.
—¿No nota usted nada, jefe? Mientras le esperaba a usted me he tomado la molestia de leerlos de cabo a rabo.
Maigret notaba algo, pero prefería no hablar de ello.
—¿Verdad que podría jurarse que han elegido los casos en los cuales usted parecía defender más o menos al culpable?
Incluso uno de los artículos se titulaba: «El comisario es un buen chico.»
Otro estaba dedicado a una declaración de Maigret, en la Audiencia, declaración en el curso de la cual todas sus contestaciones mostraban su simpatía por el joven al que estaban juzgando.
Más claro aún era otro artículo, aparecido un año antes en un semanario, que no trataba de un caso particular, sino de la culpabilidad en general, y se titulaba: «La bondad de Maigret.»
—¿Qué opina usted? Todos estos recortes prueban que el hombre le sigue a usted desde hace tiempo y se interesa por sus hechos, sus gestos y su carácter.
Algunas palabras estaban subrayadas con lápiz azul; «indulgencias y comprensión», entre otras.
Por fin, había un trozo completamente encuadrado, en el que un periodista contaba la última mañana de un condenado a muerte y revelaba que, después de haberse negado a que viniese un sacerdote, el condenado había solicitado la gracia de una última entrevista con el comisario Maigret.
—¿No le hace a usted gracia?
Maigret se había tomado más serio, en efecto, más pensado, como si aquel descubrimiento le abriera nuevos horizontes.
—¿No has encontrado nada más?
—Facturas. Sin pagar, evidentemente. El barón debe dinero en todas partes. El carbonero no ha cobrado desde el invierno pasado. He aquí una foto de su mujer con su primer hijo.
La foto era mala. El vestido, anticuado, y el peinado también. La mujer era joven y posaba con una sonrisa melancólica. Quizá la época lo requería así, para hacer distinguido. Maigret habría jurado, sin embargo, que nada más ver la fotografía cualquiera hubiera comprendido que aquella mujer no tendría un destino feliz.
—En un armario he encontrado uno de sus vestidos, de raso azul pálido, y una caja de cartón llena de ropas de niño.
Janvier tenía tres hijos, el último de los cuales sólo tenía un año.
—Mi mujer, en cambio, no conserva más que sus primeros zapatos.
Maigret descolgó el auricular.
—¡La Enfermería Especial! —dijo a media voz—. ¡
Allô
! ¿Quién está al aparato?
Era la enfermera, una pelirroja a quien conocía.
—Aquí, Maigret. ¿Cómo va Lagrange? ¿Cómo? La oigo mal.
Decía que su enfermo, a quien le habían puesto una inyección, se había dormido casi en seguida. Media hora más tarde oyó un ligero ruido y fue de puntillas a ver.
—Estaba llorando.
—¿No le ha hablado?
—Me oyó y encendí la luz. Le relucían aún lágrimas en las mejillas. Me miró largo rato en silencio y tengo la impresión de que titubeaba en hacerme confidencias.
—¿Le daba a usted la impresión de estar en sus cabales?
Ella también titubeó.
—No soy yo quien ha de juzgarlo —dijo batiéndose en retirada.
—¿Y después?
—Hizo un ademán para cogerme la mano.
—¿Se la cogió?
—No. Se puso a gemir repitiendo siempre las mismas palabras: «No les permitirá usted que me peguen, ¿verdad...? No quiero que me peguen...»
—¿Eso es todo?
—Y, al final, se agitó. Creí que iba a saltar de la cama y se puso a gritar: «¡No quiero morir...! ¡No quiero...' ¡No deben dejarme morir...!»
Maigret colgó y se volvió hacia Janvier, que, frente a él, luchaba contra el sueño.
—Puedes ir a acostarte.
—¿Y usted?
—Tengo que esperar hasta las cinco y media. Necesito saber si ese crío ha tomado realmente el tren de Calais.
—¿Con qué motivo lo habría tomado?
—Para reunirse con alguien en Inglaterra. El miércoles, por la mañana, Alain le había robado su automática y se había provisto de cartuchos. El jueves había ido al bulevar Richard Wallace, y media hora después Jeanne Debul, que conocía a su padre, recibía una llamada telefónica y partía a toda prisa de la estación del Norte.
¿Qué hizo el muchacho durante la tarde? ¿Por qué no partió en seguida? ¿No podía suponerse que era por falta de dinero?
Para encontrarlo por el único medio que tenía a su alcance, había de esperar a la caída de la noche.
Como por casualidad, atacó al industrial de Clermont Ferrand no lejos de la estación del Norte, poco antes de la partida de un tren para Calais.
—Por cierto, se me olvidaba decirle que han telefoneado a propósito de la cartera. La han encontrado en la calle.
—¡En qué calle?
—Calle de Dukerque.
Continuaba cerca de la estación.
—Sin el dinero, claro.
—Antes de marcharte, telefonea al servicio de Pasaportes. Pregúntales si han expedido un pasaporte a nombre de Alain Lagrange.
Durante este tiempo, se plantó ante la ventana. No era aún de día, sino la hora gris y fría que precede a la salida del sol. En una especie de polvo glauco, el Sena se deslizaba, casi negro, y un marinero lavaba con agua abundante el puente de su barco amarrado al muelle. Un remolcador, sin ruido, bajaba la corriente para ir a algún sitio a buscar su ristra de pinazas.
—Solicitó un pasaporte hace once meses, jefe. Deseaba ir a Austria.
—Luego su pasaporte es valedero aún. No se exige visado alguno para Inglaterra. ¿Lo has encontrado entre sus cosas?
—No, nada.
—¿Y ropa para mudarse?
—No debe de poseer más que un traje decente y lo lleva puesto. Tiene otro en el armario, rozado hasta la trama. Y todos los calcetines que hemos visto estaban agujereados.
—Vete a dormir.
—¿Está usted seguro de que ya no me necesita?
—Completamente seguro. Además, quedan dos inspectores en el despacho.
Maigret no se dio cuenta de que se adormecía en su sillón y, cuando abrió de repente los ojos porque el remolcador de antes subía la corriente y pitaba antes de pasar por debajo del puente, seguido de siete pinazas, el cielo estaba rosado y se veían trazos luminosos en el ángulo de ciertos tejados. Miró su reloj y descolgó el teléfono.
—¡La Policía del puerto, en Calais!
Tardó cierto tiempo en obtener la comunicación. La Policía del puerto no contestaba. El inspector que vino por fin al aparato estaba sin aliento.
—Aquí Maigret, de la Policía Judicial de París.
—Estoy al corriente.
—¿Qué hay?
—Ahora mismo hemos terminado el examen de los pasaportes. El barco sigue en el muelle. Mis compañeros continúan allí.
Maigret oyó la sirena del correo que iba a partir.
—¿Y el joven Lagrange?
—No hemos encontrado nada. Nadie que se le parezca. Había pocos pasajeros y la comprobación fue fácil.
—¿Tiene usted la lista de los que se embarcaron ayer?
—Voy a buscarla en el despacho de al lado. ¿Espera usted?
Cuando habló de nuevo, fue para anunciar:
—Tampoco veo ningún Lagrange entre los que se marcharon ayer.
—No se trata de Lagrange. Mire usted si figura una tal Jeanne Debul. . —Debul... Debul... D... D... Aquí está Daumas, Dazergues... Debul, Jeanne, Louise, Cleméntine, cuarenta y nueve años, con domicilio en Neuilly-sur Seine, 7 bis, bulevar... —Ya sé... ¿Qué destino ha dado?
—Londres, hotel Savoy...
—Muchas gracias. ¿Está usted seguro de que Lagrange...? —Puede usted tener confianza, señor comisario. Maigret tenía calor, quizá por no haberse acostado. Estaba de mal humor y cogió la botella de anís con aire de vengarse de algo. De repente, descolgó de nuevo el auricular y gruñó:
—Le Bourget.
—Perdón, ¿cómo dice?
—Le pido comunicación con Le Bourget.
Su voz era áspera; el telefonista se apresuró.
—Aquí, Maigret, de la Policía Judicial.
—Inspector Mathieu.
—¿Hay algún avión para Londres durante la noche?
—Hay uno a las diez de la noche, otro a las doce cuarenta y cinco, y, por último, el primer avión de la mañana acaba de despegar hace unos instantes. Le oigo todavía tomar altura.
—¿Quiere usted procurarse la lista de los pasajeros?
—¿De cuál de ellos?
—Del de las doce cuarenta y cinco.
—Un momento... ;.
Era raro que Maigret fuese tan poco amable.
—¿La tiene usted ya?
—Sí.
—Busque Lagrange.
—Bien... Lagrange, Alain, François, Marie...
—Muchas gracias.
—¿Eso es todo?
Maigret había colgado ya. A causa de la maldita estación del Norte, que le había hipnotizado, no había pensado en el avión, de modo que en aquel momento Alain Lagrange, con su revólver cargado, se encontraba en Londres desde hacía un buen rato.
—Su mano se movió un instante sobre la mesa antes de coger de nuevo el teléfono.
—El hotel Savoy, de Londres.
Consiguió la comunicación en seguida.
—Hotel Savoy. La oficina de recepción a la escucha.
Le molestaba repetir su parlamento, su nombre y cargo.
—¿Puede usted decirme si una tal Jeanne Debul llegó ayer a ese hotel?
Aquello fue más corto que con la Policía. El empleado de la recepción tenía a mano la lista de sus clientes.
—Sí, señor. Habitación 605. ¿Desea usted hablar con ella?
Maigret titubeó:
—No. Vea usted si ha llegado ahí esta noche un tal Alain Lagrange.
Tardó apenas un poco más.
—No, señor.
—Supongo que pide usted el pasaporte a los viajeros, a su llegada.