Read El revólver de Maigret Online
Authors: Georges Simenon
—¿Qué opina usted, Pardon?
—Le va a costar trabajo.
—Le ruego me perdone por haberle mezclado en esto. No es bonito.
Como si un detalle le viniese a la memoria, el doctor murmuró:
—Ha tenido siempre mucho miedo a morir.
—¡Ah!
—Cada semana se quejaba de nuevas molestias. Y me interrogaba largamente para saber si era grave. Compraba libros de medicina. Tienen que encontrarse en alguna parte. Maigret los halló, en efecto, en un cajón de la cómoda, con señales introducidas entre determinadas páginas.
—¿Qué va usted a hacer?
—La Enfermería Especial se ocupará de él. En cuanto a mi, prosigo la investigación. Lo que quisiera ante todo es encontrar a su hijo.
—¿Está usted en la idea de que es él?
—No. Si Alain hubiera matado, no habría necesitado robar mi automática. En efecto, a la hora en que él se encontraba en mi casa, el crimen había sido ya cometido. La muerte se remonta por lo menos a hace cuarenta y ocho horas, o sea al martes.
—¿Se queda usted aquí?
—Algunos minutos. Espero a los inspectores que he encargado a Janvier que me enviase. Dentro de una hora tendré el informe del doctor Paul.
Fue Torrence quien vino poco después en compañía de sus dos colegas y algunos hombres de la Identificación Judicial, provistos de sus aparatos. Maigret les dio instrucciones, mientras Pardon se mantenía aparte, siempre con aire preocupado.
—¿Viene usted?
—Le acompaño.
—¿Le dejo en su casa?
—Quería justamente pedirle permiso para ir a la Enfermería Especial, aunque, quizá, mis colegas de allá no me mirarán con buenos ojos.
—Al contrario. ¿Tiene usted alguna idea?
—No. Me gustaría solamente volver a verle; quizás intentar reconocerle de nuevo. Es un caso extraño.
Era grato encontrar de nuevo el aire de la calle. Los dos hombres llegaron al
Quai des Orfèvres
y Maigret sabía por anticipado que habría más ventanas iluminadas que de costumbre. El coche de Pierre Delteil seguía contra la acera. El comisario frunció las cejas y se encontró al periodista de guardia en el recibimiento.
—El hermano le espera a usted. ¿Sigue sin haber nada para mí?
—Sigue sin haber nada, pequeño.
—Hablaba sin pensar, porque Gérard Lombras tenía aproximadamente su edad.
Pierre Delteil se mostró en seguida agresivo. Por ejemplo: mientras Maigret daba instrucciones a Lapointe, que acababa de entrar de servicio, se mantuvo cerca de la mesa, apoyado contra ella, golpeteando con sus bien cuidados dedos sobre una pitillera de plata, y cuando Maigret, en el momento en que Lapointe salía, volvió a llamarle para pedirle que encargase emparedados y cerveza, estiró a propósito los labios en una sonrisa irónica.
Era cierto que había recibido una fuerte impresión y que desde entonces su nerviosismo no había dejado de crecer, hasta el punto de que cansaba el mirarle.
—¡Por fin! —exclamó cuando la puerta se cerró y el comisario se sentó a su mesa.
Y como éste le miraba como si le viese por primera vez:
—Supongo que va usted a llegar a la conclusión de un crimen para robarle o una historia de mujeres, ¿no? Han debido de darle desde arriba instrucciones para acallar el asunto. Pues tengo que decirle esto...
—Siéntese,
monsieur
Delteil.
No se sentó en seguida.
—Me horroriza hablar a un hombre en pie.
La voz de Maigret era un poco cansada, un poco sorda. La lámpara del techo no estaba encendida y la de la mesa sólo difundía una luz verde. Pierre Delteil terminó por instalarse en la silla que le designaban, cruzó y descruzó las piernas, abrió la boca para decir nuevas palabras desagradables, pero no tuvo tiempo de pronunciarlas.
—Simple formalidad —le interrumpió Maigret, tendiéndole la mano sin tomarse la molestia de mirarle—. ¿Quiere usted mostrarme su carnet de identidad?
Lo examinó con cuidado, como un policía en la frontera, y le dio vueltas entre sus dedos.
—Productor de cine —leyó por fin en el apartado de la profesión—. ¿Ha producido usted muchas películas,
monsieur
Delteil?
—Pues...
—¿Ha producido usted alguna?
—Todavía no se ha empezado a filmar, pero...
—Si lo entiendo bien, no ha producido usted nada todavía. Se encontraba usted en Maxim's cuando le localicé por teléfono. Un poco antes estaba usted en Fouquet's. Ocupa un cuarto en un inmueble bastante caro de la calle de Ponthieu y posee usted un hermoso coche.
Le examinaba ahora de pies a cabeza, como si quisiera apreciar el corte del traje, la camisa de seda y los zapatos que provenían de un zapatero de lujo.
—¿Tiene usted bienes personales,
monsieur
Delteil?
—No veo a qué vienen estas...
—...estas preguntas —terminó muy plácidamente el comisario. A nada. ¿Qué hacía usted antes de que su hermano fuese elegido diputado?
—Trabajé en la campaña electoral.
—¿Y antes de eso?
—Yo...
—Eso es. En suma, desde hace algunos años, es usted la eminencia gris de su hermano. A cambio de ello, éste subvenía a sus necesidades.
—¿Quiere usted humillarme? ¿Forma esto parte de las instrucciones que ha recibido? Confiese que esos señores saben perfectamente que se trata de un crimen político y le han encargado que ahogue la verdad cueste lo que cueste. Lo comprendí allá arriba y es por lo que le he esperado a usted. Quiero decirle que...
—¿Conoce usted al asesino?
—No precisamente; pero mi hermano se estaba volviendo molesto para algunos, y se las han arreglado para...
—Puede usted encender su cigarrillo.
De repente, hubo un silencio.
—Supongo que, según usted, no hay más explicación que un crimen político.
—¿Conoce al culpable?
—Aquí,
monsieur
Delteil, soy yo quien hace las preguntas. ¿Tenía amantes su hermano?
—Todo el mundo lo sabe. No se ocultaba.
—¿Tampoco de su mujer?
—No tenía motivos para ocultárselo, puesto que estaba en trance de divorcio. Es una de las razones por las cuales Pat se encuentra en los Estados Unidos.
—¿Es ella quien solicita el divorcio?
Pierre Delteil titubeó.
—¿Por qué motivo?
—Probablemente porque el matrimonio ha dejado de divertirla.
—¿Su hermano?
—¿Conoce usted a las americanas?
—A algunas.
—¿De las ricas?
—También.
—En ese caso debe usted de saber que se casan un poco por diversión. Hace ocho años, Pat estaba de paso en Francia. Era su primera estancia en Europa. Le gustó quedarse, poseer un palacete en París, hacer vida parisiense...
—Y tener un marido que representara un papel en esa vida parisiense. ¿Fue ella quien empujó a su hermano a dedicarse a la política?
—Él siempre tuvo esa idea.
—Así, pues, aprovechó simplemente los medios que el matrimonio ponía a su disposición. Me dice usted que, más o menos recientemente, su mujer se hartó y regresó a los Estados Unidos para pedir el divorcio. ¿Qué habría sido de su hermano?
—Habría continuado su carrera.
—¿Y la fortuna? Habitualmente, las americanas ricas toman la precaución de casarse bajo régimen de separación de bienes.
—A pesar de todo, André no habría aceptado su dinero. No veo adonde van a parar esas preguntas...
—¿Conoce usted a este joven?
Maigret le tendió la fotografía de Alain Lagrange. Pierre Delteil la miró sin comprender y levantó la cabeza.
—¿Es el asesino?
—Le pregunto si le ha visto alguna vez.
—Nunca.
—¿Conoce usted a un tal Lagrange, François Lagrange?
Se puso a buscar en su memoria como si el nombre no le fuese desconocido del todo e intentara situarlo.
—Creo que, en ciertos medios —prosiguió Maigret—, le llaman el barón Lagrange.
—Ahora sé de quién habla. La mayoría de las veces le llaman simplemente el barón.
—¿Le conoce usted?
—Me lo encuentro de cuando en cuando en Fouquet's o en otros sitios. Le he estrechado la mano algunas veces. He debido de tomar el aperitivo con él...
—¿Tenía usted con él relaciones de negocios?
—No, gracias a Dios.
—¿Frecuentaba su hermano el trato de este hombre?
—Como yo, probablemente. Todo el mundo conoce más o menos al barón.
—¿Qué sabe usted de él?
—Casi nada. Es un imbécil, un dulce imbécil, un blando grandullón que intenta introducirse.
—¿Cuál es su profesión?
Y Pierre Delteil, más ingenuamente de lo que hubiera querido, preguntó:
—¿Tiene una profesión?
—Supongo que debe de tener medios de vida.
Maigret estuvo a punto de añadir: «No todos tienen un hermano diputado».
No lo hizo porque ya no era necesario. El joven Delteil marchaba como una seda, sin darse cuenta de su cambio de actitud.
—Se ocupa vagamente de negocios. Por lo menos, lo supongo. No es el único en su caso. Es el tipo de hombre que sujeta a uno por las solapas mientras le anuncia que está montando un negocio de algunos cientos de millones y que termina pidiéndole prestado dinero para cenar y tomar un taxi.
—¿Había dado algún sablazo a su hermano?
—Ha intentado sablear a todo el mundo.
—¿No cree usted que su hermano habría podido utilizarle?
—Desde luego que no.
—¿Por qué?
—Porque mi hermano desconfiaba de los imbéciles. No veo adonde quiere usted llegar. Tengo la impresión de que tiene usted alguna información de la que no desea hablarme. Lo que sigo sin comprender es cómo han sabido que un baúl depositado en la consigna de la estación del Norte contenía el cadáver de André.
—No lo sabíamos.
—¿Fue una casualidad?
Empezaba a reír con ironía.
—Casi una casualidad. Otra pregunta más. ¿Por qué motivo un hombre como su hermano fue a visitar, a su casa, a un hombre como el barón?
—¿Le visitó?
—No me ha contestado usted.
—Eso no me parece probable.
—Un crimen, al empezar la investigación, siempre parece improbable.
Como llamaban a la puerta, Maigret gritó:
—¡Entre!
Era el camarero de la Brasserie Dauphine con los emparedados y la cerveza.
—¿Gusta usted,
monsieur
Delteil?
—Muchas gracias.
—¿No quiere usted?
—Estaba cenando cuando...
—No le retengo más. Tengo su número de teléfono. Es posible que mañana o pasado le necesite a usted.
—En suma: ¿descarta usted
a priori
la idea de un crimen político?
—No descarto nada. Como ve usted, estoy trabajando. Maigret descolgó el teléfono para indicar mejor que la entrevista había terminado.
—¡
Allô
! ¿Es usted, Paul?
Delteil titubeó, terminó por coger su sombrero e ir hacia la puerta.
—Sepa usted que, en todo caso, no permitiré... Con la mano, Maigret le indicaba: «¡Buenas noches! ¡Buenas noches...!» La puerta se cerró.
—Aquí, Maigret. ¿Entonces...? Sí, me lo figuraba... Según usted, fue muerto el martes por la tarde, ¿quizá por la noche...? ¿Si coincide...? Casi, casi...
Fue el martes también, pero en las primeras horas de la tarde, cuando François Lagrange había telefoneado por ultima vez al doctor Pardon para asegurarse de que Maigret asistiría a la cena del día siguiente. En aquel momento deseaba todavía encontrarse con el comisario y era más que probable que no lo hacía por pura curiosidad. No debía esperar la visita del diputado, pero ¿la preveía quizá para uno de los días siguientes?
El miércoles por la mañana su hijo Alain se presentó en el bulevar Richard-Lenoir, tan nervioso, con aspecto tan asustado, según
madame
Maigret, que ésta sintió lástima y le tomó bajo su protección.
¿Qué fue a hacer allí aquel joven? ¿A pedir consejo? ¿Había asistido al crimen? ¿Había descubierto el cadáver, que quizá no estaba aún en el baúl?
La cuestión es que la vista del revólver automático de Maigret le hizo cambiar de opinión: se apoderó del arma, abandonó el piso de puntillas y se precipitó hacia el primer armero que encontró al paso para comprar cartuchos. Tenía, pues, una idea en la cabeza. La misma noche, su padre no asistió a la cena en casa de los Pardon. En vez de esto, buscó un taxi, y, con la ayuda del chófer, fue a depositar el cadáver en la estación del Norte, después de lo cual se acostó y se puso enfermo.
—¿Y la bala, Paul?
Como ya lo esperaba, no había sido disparada con su automática americana, lo que habría sido imposible, por otra parte, puesto que el arma, en el momento del crimen, estaba todavía en su casa, sino con un arma de pequeño calibre, un 6,35, que no habría producido gran daño si el proyectil, alcanzando el ojo izquierdo, no hubiera ido a alojarse en el cráneo.
—¿Nada más que señalar...? ¿Y el estómago? Éste contenía los restos de una cena copiosa y la digestión no había hecho sino comenzar. Esto situaba el crimen, según el doctor Paul, hacia las once de la noche, no siendo el diputado Delteil de los que cenan temprano.
—Muchas gracias, amigo. No, los problemas que quedan por resolver no son de su negociado.
Se puso a comer, completamente solo en su despacho, donde sólo reinaba una luz verdosa. Estaba preocupado y molesto. Le pareció que la cerveza estaba tibia. No había pensado en encargar café y, limpiándose los labios, fue a coger la botella de coñac que guardaba en su armario y se llenó un vaso.
—¡
Allô
! Póngame con la Enfermería Especial. Se sorprendió al oír la voz de Journe. El profesor se había ocupado personalmente del asunto.
—¿Ha tenido usted tiempo de examinar a mi cliente? ¿Qué opina usted de él?
Una respuesta categórica le habría aliviado un poco; pero el viejo Journe no era hombre de esta clase de respuestas. Le colocó, desde el otro extremo del hilo, un discurso esmaltado de términos técnicos, de donde se deducía que había, un sesenta por ciento de posibilidades de que Lagrange fuese un simulador y que, a menos de alguna torpeza por su parte, podían transcurrir semanas antes de que obtuviese una prueba científica.
—¿Está aún con usted el doctor Pardon?
—Está a punto de marcharse.
—¿Qué hace Lagrange?