Read El rebaño ciego Online

Authors: John Brunner

Tags: #Ciencia ficción

El rebaño ciego (35 page)

BOOK: El rebaño ciego
2.9Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Es el gusano que causó la hambruna en Honduras, e indirectamente condujo a la guerra.

—¡Oh, no! —Thorne sintió de pronto su boca seca—. ¿Pero cómo?

—Importado bajo licencia federal —dijo Quarrey con morbosa satisfacción, como un predicador al pie del ataúd de un borracho empedernido—. Fue descubierto en el wat trainita de Colorado, y alguien con contactos con los tupamaros consiguió identificarlo. Aparentemente uno de los grandes importadores de insectos subcontrató este asunto de los gusanos a un tipo que se suponía debía proporcionar gusanos argentinos, pero a ese tipo le importaba un pimiento todo el asunto, y los compró allá donde se los ofrecieron más baratos, nos envió miles de galones de esos condenados bichos, y se embarcó para Australia con los beneficios.

—¡Increíble! —resopló Thorne—. ¿Pero no se dieron cuenta de que no eran gusanos como los de siempre?

—Oh, estaban mezclados con gusanos normales. Y aparte el hecho de ser ligeramente azulados y tener una forma ligeramente distinta, esos jigras, como los llaman, se parecen mucho a los auténticos gusanos.

—¡Pero los expertos de la compañía importadora! —Thorne apretó los puños—. ¡O la aduana! ¿No les extrañó que fueran azules?

—Por supuesto que no. Los había teñido de rosa.

—Por supuesto —dijo Thorne amargamente.

—Los trainitas dan por sentado que los oficiales de la aduana y los inspectores de la firma fueron sobornados, pero a mí me cuesta creerlo. —Quarrey se alzó de hombros—. De todos modos ha ocurrido, el daño ya está hecho. Y esos malditos animales son resistentes a casi todos los insecticidas conocidos, legales o ilegales.

—Por eso tiene usted miedo de las consecuencias si asusta a la gente con lo de Puritan —dijo Thorne lentamente.

—Sí, exactamente. Nos encaminamos a un invierno de hambre. Mis contactos trainitas opinan lo mismo, porque aunque la mitad de la comida de Puritan no sea tan buena como proclaman que es, vamos a necesitar cada mordisco de todo lo que sea remotamente digerible.

—Aunque sea un mendrugo de pan —dijo la señora Quarrey.

Hubo otro silencio. Finalmente Thorne apuró su vaso.

—Será mejor que me vaya —murmuró—. Tengo una cena con mi abogado. Supongo que va a empeñarse en otro intento de hacerme abandonar mi demanda contra el Departamento de Defensa. ¿Qué infiernos puede hacer uno cuando su propio abogado le dice que no va a poder conseguir que se haga justicia?

—Tenía entendido que había conseguido usted el apoyo de… bien, otro apoyo —observó Quarrey.

—¿Angel City, quiere decir? Sí, tenía grandes esperanzas con ellos. Quiero decir, no es ningún secreto que tenía una póliza de vida de medio millón de dólares a nombre de Nancy. Pero han pagado sin ni siquiera abrir la boca. Y en cuanto a los nueve casos de lewisita en Florida…

—¿Nueve?

—Estoy moralmente seguro, y quizá haya otro. Pero todo el mundo con quien he hablado ha sido bien pagado para no airear el asunto. —Thorne esbozó una amarga sonrisa—. Conmigo no han podido; yo ya soy rico, y ahora Angel City me ha hecho aún más rico. —Miró su reloj—. ¿Puede darme mi paraguas, señora Quarrey? Y creo que tiene usted también mi mascarilla.

Pero cuando ella abrió la puerta del apartamento para dejarle salir, había tres hombres con ropas oscuras apoyados contra la pared opuesta del descansillo. Su corazón dio un brinco.

Y se detuvo.

Al igual que los del profesor y su esposa.

—Han caído como pajaritos —dijo uno de los asesinos burlonamente, y siguió a sus compañeros que se alejaban.

CONCENTRACIÓN DE FUERZAS

Doug y Angela McNeil vieron las tropas acampadas cerca de la carretera de Towerhill cuando iban a comer a uno de sus restaurantes preferidos en las montañas. Habían decidido salir en el último momento. Podían hacer ese tipo de cosas porque no tenían hijos. Una gran cantidad de doctores en esos tiempos no tenían hijos.

Durante todo el camino no habían dejado de pasar a grupos de esos extraños jóvenes que habían estado llegando a Denver durante los últimos días. A estas alturas debían haber llegado ya cientos de ellos. La mayoría habían venido por autobús, y unos pocos habían traído consigo bicicletas plegables que habían metido en el departamento de equipajes del autobús, pero la mayoría iban a pie. Obviamente procedían de grandes ciudades. Llevaban mascarillas filtro colgadas de sus cuellos, como los turistas de invierno que no podían aceptar que el aire de Colorado era seguro.

—¿Qué están haciendo todos ellos aquí? —dijo Angela mientras pasaban junto a un grupo de una docena o así que se habían sentado para descansar un poco apoyándose contra un gran cartel que mostraba la silueta monstruosa de un gusano y advertía: «¿H
A VISTO USTED A UNO DE ESOS
? ¡S
I LO HA VISTO INFORME INMEDIATAMENTE A LA POLICÍA

—Al principio pensé que debía tratarse de alguna especie de reunión trainita en el wat. Pero no van allí. ¿Has observado que llevan fibras sintéticas? Los trainitas no.

Angela asintió. Es cierto: de todas clases, desde camisas de nylon hasta botas de plástico.

—De modo que supongo que son simplemente la contrapartida montañesa de esas reuniones de jóvenes en las playas. —Inconscientemente, Doug, había disminuido la velocidad del coche para mirarlos más detenidamente; dándose cuenta de que no les gustaba ser observados, aceleró de nuevo—. Difícilmente pueden ir a California este año, ¿no crees?

—Supongo que no —se estremeció Angela.

—Y no pueden o no quieren ir a Florida debido al miedo a ese gas venenoso. Así que sólo les quedan las montañas. Probablemente está ocurriendo lo mismo allá en el este, en las Poconos por ejemplo.

—No creo que sean recibidos muy calurosamente —Angela parecía inquieta—. ¿Y tú?

—Bueno, no. Y las fuerzas de la ley y el orden parecen ser de la misma opinión. —Doug señaló hacia adelante. Dos coches de patrulla estaban aparcados en el arcén en medio de una curva, y un grupo de policías de rostros duros estaban fotografiando a los muchachos con una Polaroid. Tras uno de los coches otros estaban registrando a un joven pálido de unos veinte años. Lo habían obligado a quedarse en calzoncillos. Uno de los policías lo sujetaba por los brazos, aunque no ofrecía resistencia; otro le estaba palpando los testículos con evidente regocijo; un tercero estaba registrando su mochila.

Un poco más lejos vieron a las tropas: en una zona prácticamente llana habían erigido tiendas como hongos de color naranja. Cinco camiones de color verde oliva estaban aparcados junto a la carretera.

Doug se sobresaltó.

—Hey, eso son láseres de combate, ¿no?

—¿Los qué?

—¡Esos remolques! Cristo, ¿esperan alguna guerra civil? ¡No pretenderán usarlos contra esos chicos!

—Espero que no —admitió Angela.

CRÍTICO

Bien, aquí arriba al menos uno podía respirar. Aunque tampoco pudiera ver las estrellas. Michael Advowson extrajo de todo ello el consuelo que le fue posible. Gozando del verse libre de la tiranía de una mascarilla filtro —aunque seguía notando la irritación de un leve escozor en la parte posterior de la lengua, que lo había atormentado desde su llegada de Europa—, siguió subiendo la colina alejándose de la planta hidropónica. Era bueno andar sobre la hierba, aunque estuviera seca y quebradiza, y sentir el roce de los matorrales, aunque sus hojas fueran grises. Por encima de todo estaba solo, y eso era un alivio.

Cristo. ¿Qué hubiera dado por estar de nuevo en casa?

Lo que más le dolía lo que le daba la sensación de ser un chiquillo enfermo consciente de una terrible injusticia y sin embargo incapaz de explicársela a nadie que pudiera acudir en su ayuda, era que pese a la evidencia que había a su alrededor, pese a lo que sus ojos y oídos registraban —y a veces su carne, a través de magulladuras, punzantes heridas, desgarradoras toses, supurantes llagas—, esa gente creía que su forma de vida era la mejor del mundo, y se preparaban para exportarla a punta de pistola.

Allá en Honduras, por ejemplo. ¡En nombre del cielo! Cromwell había hecho algo así en Irlanda… ¡pero había sido hacía muchos siglos, en otra era mucho más bárbara!

Y luego, pasada la siguiente curva, una pesada puerta de hierro había sido erigida en medio de una pared de cemento con púas en su parte superior. A un lado había un gran rótulo brillantemente iluminado: CULTIVOS HIDROPÓNICOS BAMBERLEY. SIRVIENDO A LAS NECESIDADES DE LOS NECESITADOS.

Había otro cartel más pequeño colgando de la propia puerta, anunciando que grupos de visitantes serían recibidos diariamente de 10 a 15 horas, pero estaba cubierto con un trozo de tela de saco.

Ahora llevaba su uniforme casi todo el tiempo. Indicaba que era algo más que un extranjero, que poseía un rango en la jerarquía, y esa gente adoraba el poder. Reconociendo su status, se comportaban hacia él con una fría educación. No. Corrección.

Pero no era eso lo que había esperado. El tenía aquí familia, que se remontaba hasta el hermano de su bisabuelo, que había venido aquí para escapar de la opresión de los británicos. Había esperado de alguna manera ser acogido… bien, como un primo. No como un conspirador.

La soledad en Nueva York lo había conducido cada vez más a la compañía de la chica ebria que se había aferrado a él en aquel cóctel diplomático. Sylvia Young, ese era su nombre. Había encontrado en ella algo desencantado y nostálgico bajo su fachada de sofisticación, como si estuviera buscando un sueño del que sólo podía recordar la atmósfera, no los detalles.

Su último encuentro había tenido lugar hacía dos noches, y ella estaba curada, le dijo, y deseaba que se acostaran juntos. Pero su subconsciente estaba tan alterado que no pudo hacer nada, y cuando ella le increpó, frustrada, él la increpó a su vez en respuesta, diciéndole que nunca antes había conocido a una chica que hubiera estado infectada, a lo que ella replicó con una amarga risa que ella en cambio no había conocido a ninguna que no lo hubiera estado.

Y su risa se disolvió en lágrimas, y se apoyó contra su hombro y se aferró a él como una niña asustada, y entre sus sollozos emergieron los retazos de su inexpresable y patético sueño: el deseo de vivir en algún lugar limpio, de criar a un hijo con alguna posibilidad de que fuera saludable.

—¡Todos los niños que conozco tienen algo que no les funciona bien! ¡Todo el mundo tiene niños a los que algo no les funciona correctamente!

Como médico, Michael sabía que eso no era cierto; la incidencia de anormalidades congénitas, incluso en los Estados Unidos, aún era tan sólo de un tres o un cuatro por ciento. Pero todo el mundo se aseguraba contra ello, y hablaba como si el menor acceso de mal humor, el menor indicio de enfermedad infantil, fuera el fin del mundo.

—¡Tiene que haber algo que podamos hacer! ¡Tiene que haberlo, tiene que haberlo!

La idea había cruzado por su mente: yo podría ofrecérselo… bien, no enteramente un lugar limpio para vivir, porque cerca de Balpenny, cuando el viento sopla de la dirección del complejo industrial en torno al aeropuerto de Shannon uno sale fuera por la mañana para respirar una buena bocanada de aire y se encuentra tosiendo. Pero habían prometido hacer algo al respecto.

También los animales nacían a veces con deformidades. Pero uno podía matar a los animales con la conciencia más o menos tranquila.

Pero hubiera podido decir: déjame mostrarte lagos que aún no están ensuciados por los desechos del hombre. Déjame recoger para ti cosechas crecidas con estiércol animal y pura agua de lluvia. Déjame darte a comer manzanas de árboles que nunca han sido rociados con arsénico. Déjame cortarte rodajas de pan de una hogaza de maíz, que transmitirá a tus manos el agradable calor del horno. Déjame dar te hijos que no necesiten temer nada peor que una botella dejada caer por un borracho, niños de piernas rectas, sonrientes, de hablar claro. Y no te importe si este hablar está lleno de los ecos de una lengua que hablaba la civilización hace un millar de años.

Pero no le había dicho nada de eso, sólo lo había pensado. Y probablemente nunca lo haría. Una vez hubieran quemado, al día siguiente, todo el almacenamiento sospechoso de Nutripon, tenía intención de regresar directamente a casa desde Chicago en un vuelo Aer Lingus.

En la cresta de un promontorio se detuvo y miró a su alrededor. Allí estaba la planta hidropónica, extendiéndose como un colosal tractor oruga al pie de la ladera de una colina. Apenas podía ver las ventanas iluminadas y desprovistas de cortinas de la vivienda del director de la planta, un hombre agradable llamado Steinitz. Más de lo que uno podía decir de su anfitrión, Jacob Bamberley… Permanecer en aquella gran casa, el ampliado rancho que había comprado su abuelo, era en cierto modo algo
equivocado
, aunque estuviera rodeada por lo que se consideraba como unos maravillosos jardines botánicos. Apenas los había visto; le habían parecido más bien tristes y mustios.

Iba a tener que volver dentro de poco. Había asistido como testigo a la revisión de los últimos preparativos, junto con los oficiales americanos a cargo de la operación, el coronel Saddler, el capitán Aarons y el teniente Wassermann, y el otro observador de las Naciones Unidas, un venezolano llamado capitán Robles. A Michael no le caía bien ninguno de ellos, y después de la reunión había sentido la necesidad de airearse un poco. Por eso estaba aquí ahora, a medianoche, bajo el cielo.

No bajo las estrellas. Aparentemente no habían sido vistas en todo el verano. El señor Bamberley había dicho en la cena:

—Ha sido un mal año.

¿Pero acaso el año próximo iba a ser mejor?

Se estremeció pese a la cálida brisa ligera, y un instante más tarde sintió el mayor terror de su vida. Una voz le habló desde ninguna parte.

—Bien, mierda. ¿Quién es ese ruidoso hijo de puta?

Miró frenéticamente a su alrededor, y sólo entonces vio una oscura silueta de pie a menos de diez pasos de él: un hombre negro vestido con ropas negras, muy alto y delgado. Y en su mano derecha algo brillante, un cuchillo sujeto en la despegada posición de lucha de alguien que sabe como utilizarlo, no estúpidamente levantado hasta la altura del hombro sino bajo, desde donde podía acuchillar fácilmente los blandos músculos del vientre de su oponente.

—¿Qué infiernos…? ¿Quién es usted? —preguntó Michael.

Un momento de mortal silencio. Durante él, otras formas se materialización de lo que parecía un lugar desolado.

BOOK: El rebaño ciego
2.9Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Queen of Tears by Chris Mckinney
Why We Write by Meredith Maran
Live and Learn by Niobia Bryant
The Skeleton in the Grass by Robert Barnard
Commit by Kelly Favor
The Scroll of Seduction by Gioconda Belli
Beat Not the Bones by Charlotte Jay
Kieran (Tales of the Shareem) by Allyson James, Jennifer Ashley
Six Days With the Dead by Stephen Charlick