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Authors: John Brunner

Tags: #Ciencia ficción

El rebaño ciego (34 page)

BOOK: El rebaño ciego
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Otro asentimiento.

—Bien, ¿no es suficiente para criar a un chico?

Ella no dijo nada.

—¡Oh, vamos, querida! —exclamó él—. ¡Es ahora cuando tenemos la oportunidad, ahora es el momento! Mierda, ¿sabes lo que han pensado para el próximo anuncio? ¡Yo en medio como Santa Claus rodeado de chicos, diciéndoles a las madres de todo el Estado que ese gran héroe que salvó las vidas de esos niños desea que compren filtros para el agua y salven a sus niños de dolores de vientre! —Su tono se hizo bruscamente amargo, y con la misma brusquedad volvió a hacerse normal—. Bien, no hay nada malo en vender algo si el hecho de venderlo salva vidas. Hablé de ello con el doc McNeil y él lo dijo. Dijo que hubiera ayudado a un montón de bebés que murieron de esa enteritis.

—Sí, amor —dijo Jeannie—. Pero supón que el nuestro…

—Querida, he dicho que hablé con el doc McNeil. Esa es una de las cosas de las que hablé. Y él dice adelante. Él dice…

—¿Qué? —ella se inclinó hacia adelante en su silla.

—Él dice que si yo me cayera por las escaleras, o me pasara alguna otra desgracia así, entonces quizá nunca… esto… tuviéramos otra oportunidad.

Hubo un largo y frío silencio. Finalmente Jeannie dejó su vaso a un lado.

—Te comprendo, amor —murmuró—. Lo siento, nunca pensé en eso. ¿Qué te parece ahora mismo?

—Ajá, y aquí mismo. El doc dice que es mejor si permanezco tendido de espaldas sobre un suelo duro.

AQUÍ Y AHORA

Un DC-10 a punto de aterrizar en Tegucigalpa fue alcanzado por un trazador tupamaro y se estrelló contra la torre de control, lo cual confirmó la decisión de abandonar el lugar. El récord anterior de duración del aviso de no beber agua del grifo fue superado en Nueva Orleans (hay un gran río y un montón de gente lo utiliza). Et médico de familia de los Bamberley fue llamado para tratar el último ataque de Cornelius… lo cual lo hizo merecedor de una buena azotaina al viejo estilo para cuando se recobre, ya que sabía que tenía prohibido comer bombones. La epidemia de enteritis fue declarada oficialmente vencida por cuarta vez. Y completaron la autopsia del doctor Stanway, efectuada en su propia morgue: veredicto, el extremadamente común de nefritis degenerativa.

Tenía, de acuerdo, tan sólo treinta y un años. Pero al fin y al cabo había pasado toda su vida en Los Angeles y en el condado de Orange.

No era sorprendente.

COMPAÑEROS EN LA ADVERSIDAD

—Encantado de conocerle, señor Thorne —dijo el profesor Quarrey. Sus ropas colgaban sobre su cuerpo, como si hubiera perdido cinco kilos en las últimas semanas—. Siéntese. ¿Quiere un poco de jerez?

Una bebida aceptablemente académica. Thorne sonrió y tomó la silla más cercana mientras la esposa del profesor —cuyo aspecto era aún más cansado que el de su marido, con amplios círculos oscuros bajo sus ojos —llenaba los vasos y ofrecía una bandejita con frutos secos. Llevaba un vendaje adhesivo en su nuca; la forma del bulto que se adivinaba bajo él sugería un forúnculo.

—A la salud de todos los que sufrimos —dijo Quarrey. Thorne lanzó una risa carente de alegría y bebió.

—A propósito, mis felicitaciones por haberse salido de eso —dijo—. Entre nosotros, confieso que esperaba verle en la picota.

—Hubo algo de… esto… negociaciones entre bastidores —dijo Quarrey—. ¿Sabe que planean reanudar la producción en la planta hidropónica Bamberley?

—Sí, vi recientemente a Moses Greenbriar y me lo dijo.

—Bien, desean que alguien que no pueda ser acusado de ser un hombre que siempre le dice sí al gobierno apruebe su nuevo sistema de filtros. Como usted sabe, ese es mi campo, de modo que me tantearon, muy discretamente, preguntándome si cooperaría a cambio de un sobreseimiento de esa ridícula acusación. —Suspiró—. Puede que no haya sido muy valeroso por mi parte, pero dije sí.

—¡Pero ellos no han dejado de perseguirnos! —protestó su esposa, reuniéndose con su marido en el gastado diván frente a Thorne—. Estoy segura de que nuestro teléfono está intervenido.

—Y definitivamente abren mi correo —gruñó Quarrey—. Lo cual no tendría importancia si tuvieran la cortesía de retirar las cartas insultantes… ¿Recibe usted alguna de esas? Imagino que Si.

Thorne asintió.

—Aquí está nuestra pieza más valiosa —dijo Quarrey, señalando a la pared detrás de su invitado—. La he hecho enmarcar para recordarme a mí mismo lo importante que es seguir intentándolo.

Thorne se giró. En un hermoso marco, una hoja de papel arrancada de un bloc de notas amarillo. Leyó las mayúsculas torpemente dibujadas que casi la cubrían: AL SEÑOR CUMUNISTA LAMECULOS QUAREY DI UNA PALABRA MAS CONTRA AMRICA Y TE COLGAREMOS DE LOS COGONES EN EL PALO DE LA BANDERA OLBIDA TODO O QUEMAREMOS TU CASA Y A TU GODIDA MUGER LE METEREMOS UNA PISTOLA POR EL COÑO AORA YA SABES COMO PIENSAN LOS LEALE AMRICANOS DE LOS TRAIDORES.

—Lo del palo de la bandera es un toque original —dijo Quarrey con una cansada sonrisa, y sorbió su jerez.

Hubo un largo silencio. Thorne deseaba terminarlo, pero no podía pensar en las palabras adecuadas. Día a día se había sentido más avergonzado desde la muerte de Nancy… avergonzado de no haber comprendido antes, en las entrañas, donde cuenta, lo que realmente significaba el sufrir. Era un duro trabajo controlar las enormes sumas que la conciencia culpable del mundo occidental arrojaba a las arcas de Auxilio Mundial, y nadie lo negaba, ni siquiera él; estaba tratando con sumas que excedían el volumen de negocio de todas las compañías mundiales menos las pocas más importantes de Europa y América. Eso solo, pensaba, no era una justificación para el sueldo que estaba cobrando, aunque en término medio fuera inferior a medio centavo por persona auxiliada. Así que había hallado refugio tras el pretexto adicional de que tenía a una mujer por la que velar y algún día adoptaría a un niño. (Había unas posibilidades de veintidós contra una de que Nancy transmitiera a su descendencia el gen recesivo de la fibrosis cística, y por su parte su descendencia tenía muchas probabilidades de ser mentalmente retardada.)

Sin Nancy, era como si sus ojos hubieran sido operados de cataratas. De pronto todo se había hecho tremendamente claro: ¡los que tenían el poder de decisión estaban locos, y había que detenerles!

Había leído febrilmente, empezando con los famosos libros de referencia de Austin Train, el cual había necesitado uno, dos, incluso tres años para compilar cada uno de ellos, documentando seriamente la distribución de los organocloruros en la biosfera, el humo de las fábricas en el viento, señalando algunos —no todos, porque a menudo la información le era negada al público— de los lugares donde habían sido arrojadas sustancias peligrosas. Entre las primeras cosas que había encontrado estaba una descripción del programa de eliminación de gases de guerra en 1919. Y encima de ello desechos radiactivos, gases neurotóxicos, compuestos de flúor, soluciones de cianuro…

Era como si uno arrancara las planchas del suelo de un apartamento que acababa de comprar y descubriera un cadáver sonriéndole macabramente.

Pero más instructivas incluso eran las cosas que no podía descubrir. En la biblioteca pública de Nueva York las obras de Train estaban en estantes a disposición del público —hubiera habido tumultos si no lo hubieran estado—, pero del total de los otros 1.130 libros citados en sus varias bibliografías 167 no estaban o se hallaban en el departamento de acceso restringido.

Preguntó por qué, y las respuestas llegaron rápidamente: «Oh hubo una denuncia por libelo contra este. Algo referente a la General Motors, creo.» Y: «Bien, alguien estropeó nuestro único ejemplar, dice aquí, y su edición estaba agotada por aquel entonces, me temo.»

Recordaba un libro en particular, un texto sobre accidentes con armas nucleares, que le había sido diligentemente traído por un sonriente bibliotecario. Pero cuando lo abrió descubrió que, desde la primera hasta la última, alguien le había practicado un limpio y enorme agujero en el centro de todas las páginas.

—¿Sabe usted qué ha sido de Austin Train? —dijo repentinamente la señora Quarrey.

Thorne parpadeó.

—De hecho esa es una de las preguntas que vine a hacerle a su esposo. Tengo entendido que los trainitas le contactaron a usted hace algún tiempo y le pidieron que les ayudara en una investigación a nivel nacional que estaban efectuando sobre los productos Puritan… ¿es eso cierto?

Quarrey asintió.

—He estado yendo arriba y abajo con la esperanza de localizar a Train, pero por muy lejos que me hayan llevado mis pistas sólo he conseguido localizar a uno de esos… esos alter ego suyos. —Thorne vaciló—. ¿Cree usted que ha muerto?

—Uno no deja de oír rumores —suspiró Quarrey—. El nunca ha tenido ninguna conexión directa con los trainitas, por supuesto, pero la última historia que oí procedía de un trainita, así que eso señala su valor. Pretendía que resultó quemado en el incendio de ese apartamento de los barrios bajos en San Diego.

—Yo también he oído eso —admitió Thorne—. Pero creo que es otro de estos casos de falsa identidad. Incidentalmente, ¿sabe donde consiguió ese pescador loco su napalm?

—Creo que no.

—Formaba parte de un cargamento que enviamos nosotros a los mejicanos para quemar sus plantaciones de marihuana.

—Bien, ese es el caso de los pollos que vuelven a casa para rustir a sus criadores como venganza —dijo Quarrey con una amarga risita—. ¿Por qué está buscando tan intensamente a Train, por cierto? ¿Un poco más de jerez?

—Sí, gracias, es muy bueno… La verdad, creo que lo busco porque parece ser realmente la única persona que tal vez pueda sacarnos de este atolladero. Quiero decir que hay mucha gente que lo respeta o que al menos respeta sus principios. ¿No está de acuerdo?

—En un cierto sentido —dijo el profesor pensativamente—. Necesitamos algo para salirnos de esto… este aislacionismo en el que nos hemos encajonado. Y no lo digo en el sentido tradicional; me refiero más bien al aislacionismo en el tiempo, si quiere expresarlo así. Nos hemos divorciado de la realidad, del mismo modo que los romanos seguían pensando en sí mismos como invulnerables y a salvo de todo desafío mucho tiempo después de que eso hubiera dejado de ser cierto. Las más horribles advertencias nos están mirando directamente a la cara: el estancado Mediterráneo sobre todo, muerto como los Grandes Lagos… pese a lo cual nos seguimos sintiendo tan orgullosos de ser los más ricos, los más poderosos, los más yo que sé, que no queremos enfrentarnos a los hechos. No queremos admitir que andamos escasos de agua, que andamos escasos de madera, que andamos escasos de…

—Comida —dijo Thorne secamente—. O lo andaremos el próximo invierno. Por eso insistimos tanto en reanudar la producción del Nutripon. Conocí a un tipo muy interesante el otro día, había trabajado para Angel City, un actuario llamado Tom Grey. Ahora ha fijado su residencia en Nueva York, y lo conocí a través de Moses Greenbriar, en el trust Bamberley. Ha estado compilando durante años masas de datos sociales, para algún obsesivo proyecto suyo, y Moses le pidió que extrapolara la cuestión de los fracasos en las cosechas de este año. Ya sabe que las cosechas han sido malas por todas partes.

—¿Malas? ¡Desastrosas! —bufó Quarrey—. Idaho, los Dakotas, Colorado, Wisconsin… Sí, mencionó usted esta comprobación que los trainitas me pidieron que coordinara; francamente, estoy dudando en aceptarlo.

—¡No es sorprendente! —dijo ásperamente su esposa—. Tiene su vida amenazada, señor Thorne… ¡no, querido, no voy a quedarme quieta sobre eso! ¡Es horrible! Hemos tenido al menos media docena de llamadas telefónicas anónimas amenazándonos con matar a Lucas si sigue adelante con eso, y puesto que como he dicho estoy segura de que la policía está controlando nuestro teléfono saben a ciencia cierta que estamos diciendo la verdad, pero no hacen nada al respecto.

—¡Pero entonces eso es serio! —exclamó Thorne—. Ellos tienen que saber, todo el mundo lo sabe, que Puritan es una operación del Sindicato, y si usted intenta hacer que bajen sus precios…

—No es en absoluto eso —interrumpió Quarrey.

Thorne se lo quedó mirando por un momento. Luego se echó hacia atrás en su silla.

—Lo siento. Parece que me he precipitado en mis conclusiones. Supuse que estaban analizando que la comida que vende Puritan no vale el precio que hacen pagar por ella, a fin de… esto… hacer presión para que disminuyeran sus exagerados márgenes de beneficios.

—No se trata de buscar cuáles son los productos que están por encima de los márgenes comerciales decentes y permitidos —dijo Quarrey—. Uno puede descubrirlos fácilmente operando tan sólo al azar.

Hubo un profundo silencio. Finalmente Thorne agitó la cabeza.

—Creo que no entiendo.

—Es muy sencillo. Debe haberle sorprendido a usted el hecho de que, pese a sus exorbitantes precios, Puritan vende un volumen colosal de alimentos.

—Sí, es algo fantástico. Es un índice de lo asustada que está realmente la gente. Especialmente los padres de niños pequeños.

—Bien, lo que descubrieron algunos trainitas… no sé quienes, todo lo hacen anónimamente… es que las cosas no son lo que parecen. Si divide usted el volumen de productos cultivados biológicamente que Puritan vende en un año por la cantidad de suelo que necesita uno para cultivarlos descubrirá que no hay literalmente suficiente tierra no contaminada en Norteamérica para producirlos. No después del programa general de defoliación de los sesenta. Y han analizado sus productos, y como he dicho aproximadamente la mitad de ellos no son mejores que los que puede encontrar en un supermercado normal. Estoy verificando todavía sus cálculos, pero estoy casi completamente seguro de que esto ha quedado demostrado.

—Estoy preguntándome —dijo la señora Quarrey— si el promotor de esa idea no podría ser el propio Austin Train.

Thorne la miró, luego volvió sus ojos a su marido.

—Bien, entonces no veo por qué no dan el asunto a la publicidad inmediatamente —exclamó—. Si ha sido usted amenazado, ¿no será la publicidad su mejor protección?

—Yo le dije esto —observó la señora Quarrey firmemente.

—Y yo pensaba hacerlo —dijo el profesor—. Hasta que los trainitas me dijeron lo que estaba ocurriendo con todas esas cosechas que se malograban. ¿Sabe usted lo que hemos dejado entrar en el país?

—Bueno, alguna especie de plaga de insectos, supongo. O plagas, como mínimo, puesto que arruinan tantos tipos distintos de plantas.

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