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Authors: John Brunner

Tags: #Ciencia ficción

El rebaño ciego (16 page)

BOOK: El rebaño ciego
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—«La Crónica de Ese Gran Progreso hecho por Nuestro Señor el Rey a través de sus Tierras del Este durante el Pasado Verano», 938 (texto corrompido, copia tardía de un escriba post-Conquista).

ESTO ME DUELE MÁS

Ayer, Phelan Murphy se había mantenido apartado, con el corazón en un puno, mientras el hombre del gobierno discutía acerca del ganado con el doctor Advowson. Hacía mucho frío; era el invierno más frío y largo que se había producido en diez años. Los pastos estaban en terribles condiciones. Algunos estaban aún bajo la nieve caída en noviembre, y aquellos que se habían librado de ella estaban naturalmente pelados. Para mantener su rebaño vivo había tenido que comprar balas de heno y esparcirlas por los campos. Había sido caro, porque el terreno había estado en unas condiciones deplorables todo el último verano también. Algunos decían —el propio
The Independent
se había hecho eco— que la situación tenía que ver con el humo de las factorías cercanas al aeropuerto de Shannon.

Pero el hombre del gobierno había dicho que él no sabía nada de esto.

Hoy había vuelto, con soldados. El mercado de Balpenny no se celebraría. Habían traído grandes pancartas diciendo L
IMISTÉAR CORAINTÍN
y las habían plantado al lado de la carretera. Más vacas habían muerto aquella noche, con los vientres hinchados, la sangre brotando de sus bocas y narices, y había también manchas de sangre coagulada bajo sus colas. Antes de dejarles ir a la escuela, los chicos habían tenido que meter sus botas de caucho en bateas de lechoso desinfectante. El mismo desinfectante había sido rociado a los neumáticos del autobús escolar.

Los soldados tomaron palas y picos y empezaron a cavar agujeros en el helado suelo, mientras descargaban sacos de cal viva. Las vacas, demasiado débiles para intentar alejarse, dejaron que el hombre de la pistola apoyara sin problemas su arma en sus cabezas: bang. De nuevo, un minuto más tarde: bang. Y así.

Bridie se había pasado la mayor parte de la noche llorando, y los niños, sin saber por qué, le habían imitado.

—¡Malditos estúpidos! —no dejaba de repetir el doctor Advowson para sí mismo, una y otra vez, mordisqueando su pipa al lado de Phelan—. He hecho todo lo que he podido para detenerles, pero… ¡Oh, los malditos
idiotas
!

—Serán indemnizados —dijo el hombre del gobierno, anotando en un largo formulario impreso el detalle de los animales que estaban siendo sacrificados.

Luego los soldados arrastraron los cadáveres a los agujeros.

EL CONSTANTE DEBATE

…partido esta mañana hacia Honduras. Preguntado acerca de su decisión justo antes de su banquete anual de aniversario y reunión familiar, donde se espera pronuncie un importante discurso sobre la ayuda al exterior, Prexy dijo, cito, Esos tupas tienen que comprender que si muerdes la mano que te alimenta, no tienes que sorprenderte de recibir un golpe en el hocico. Fin de la cita. Las presiones para que las Naciones Unidas inicien una investigación sobre la tragedia de Noshri son cada vez mayores. Los trainitas y los grupos de militantes negros están amenazando con atacar los aviones que lleven nuevos cargamentos de víveres si no se actúa inmediatamente, según nos anuncian varias cartas anónimas y llamadas telefónicas recibidas recientemente en nuestros estudios. Hay muchas esperanzas sin embargo de que las cosas puedan arreglarse sin esa investigación. En París, esta mañana, el famoso científico doctor Louis-Marie Duval, que ha estado examinando a un grupo de supervivientes…

FUEGO A DISCRECIÓN

—No, Peg, así no es —dijo Mel Torrance, y estalló en un estornudo.

Ella se lo quedó mirando con ojos dolidos: sabiendo que se notaba, odiándose a sí misma por dejar que se notara, pero incapaz de evitarlo. Él le tendió el manuscrito del artículo que ella le había entregado; cuando no hizo ningún movimiento para cogerlo, lo soltó, y se deslizó por el borde del escritorio, yendo a caer al suelo como un sucio pájaro cansado.

—¡Ya estoy harto de tus obsesiones respecto a ese asqueroso bastardo Jones! Está muerto desde diciembre. Se probó que estaba drogado cuando murió. ¡
No
voy a aceptar en mi periódico tus locas fantasías sobre su envenenamiento!

—Pero…

El se apresuró a interrumpirla:

—Escucha, ¿quieres? Jones era un trainita, ¿correcto? ¡Y esos trainitas están empezando a ser un auténtico problema! Bloquean el tráfico, entorpecen el comercio, cometen sabotaje, llegan incluso hasta el asesinato…

—¡Tonterías!

—¿Ese hombre en San Francisco el octubre pasado?

—¡Le disparó a una chica, a una chica desarmada! —Peg estaba temblando de la cabeza a los pies.

—Murió a resultas de sus quemaduras por el ácido, ¿no? ¿Estás diciendo que esos hijos de madre tienen derecho a tomarse la ley por su mano? ¿Acaso son vigilantes? ¿Acaso tienen derecho a linchar?

—Yo…

—Sí, sí
, ¡sí!
—restalló Mel—. ¡Hasta el más pequeño grupo de trainitas es un equipo de linchadores en potencia! Me importan un pimiento los motivos que alegan… yo juzgo los resultados, y lo que veo es que saquean, destruyen, y cuando se presenta la ocasión, matan.

—¡Los asesinos son la gente que está gobernando el mundo para llenarse los bolsillos, envenenándonos, enterrándonos bajo una capa de basura!

—¿Eres una trainita, Peg?

Retrocediendo unos pasos, Peg se pasó una mano por el rostro.

—Yo… creo que simpatizo con ellos —dijo al final—. Quiero decir que en Los Angeles no puedes hacer otra cosa. Playas polucionadas con petróleo y aguas fecales, un aire tan irrespirable que no puedes salir sin una mascarilla, el agua de tus grifos apestando a cloro… —Su frente estaba pulsando de nuevo; su sinusitis trabajaba sin descanso.

—De acuerdo, hay algo de verdad en todo eso. Como allá arriba, en mi casa de Sherman Oaks: perdimos la mitad de las flores de nuestro jardín el verano pasado… el viento vete a saber de dónde trajo defoliantes, y ni siquiera pudimos hacer abono con lo que quedó. De acuerdo, las cosas no son exactamente como el paraíso. Pero eso no es razón para que hagamos de ello un infierno, ¿no? Eso es lo que están haciendo los trainitas. No ofrecen nada mejor de lo que ya tenemos; si lo hicieran, yo firmaría con ellos inmediatamente, y lo mismo haría todo el mundo. Pero simplemente se limitan a destruir lo que hay sin poner nada en su lugar.

Estornudó de nuevo, maldijo, y tomó un inhalador de un lado de su escritorio. Peg dijo desconsoladamente:

—No comprendes lo que están intentando hacer. Si hubieras conocido a Decimus tal vez…

—Ya he oído todo lo que deseaba saber de tu Decimus —restalló Mel—. Es tu última oportunidad, Peg. Olvida esta obsesión tuya y empieza a hacer de nuevo el mismo tipo de buen trabajo que hacías antes, o márchate.

—Me marcho.

—De acuerdo. Muy bien. Haré que contabilidad te pague un mes de sueldo como compensación. Y ahora toma esa porquería del suelo y ve a recoger tus cosas. Estoy ocupado.

Fuera, alzándose de una silla, una hermosa chica de color se le acercó.

—Oh, usted debe ser Peg Mankiewicz. Yo soy Felice Jones. ¿Qué… qué le ocurre?

—Acabo de ser despedida —dijo Peg amargamente.

—¡No, no es cierto! —le llegó el grito desde la oficina de Mel—. ¡He oído eso! ¡Tú has renunciado!

EL TOQUE NATURAL

¿Ha leído usted alguna vez lo que hay escrito en letras pequeñas en los frascos de maquillaje?

¿Ha intentado alguna vez pronunciar el trabalenguas de esas palabras? ¿No se ha sentido nunca en inferioridad de condiciones en una fiesta —o en una cita con un hombre muy especial— debido a que no ha dejado de preguntarse qué podían ser todos esos complicados productos químicos?

Usted siempre podrá pronunciar lo que ponemos en MAYA PURA.

Inténtelo ahora mismo. Diga «natural». Diga «pétalos de flores». Diga «esencias de hierbas».

¿Lo ve?

Sí, evidentemente. Y puesto que usted lo ve, tos demás también se darán cuenta.

LA POSESIÓN VALE NUEVE PUNTOS

—¡Retro me, Satanás! —rugió el sacerdote: demacrado, sin afeitar, la sotana manchada de lodo y sangre seca. Blandió su crucifijo ante el jeep que avanzaba. Tras él la gente del poblado se apiñaba en la carretera, temerosos pero resueltos, muchos de ellos armados con antiguas escopetas y el resto con lo que había encontrado a mano: hachas, machetes, cuchillos.

Dos hombres descendieron uno de cada lado del jeep. Uno se llamaba Irving S. Hannigan; había venido de Washington para investigar la muerte de Leonard Ross. Su misión no le hacía ninguna gracia. Era como intentar agarrar un puñado de humo, porque todas las personas con quienes hablaba que podían saber algo útil parecían perder todo contacto con la realidad sin ningún previo aviso y empezaban a desvariar acerca de ángeles y de la Reina de los Cielos.

El otro era el mayor José Concepción Madariaga de Crizo García, hijo menor de uno de los mayores propietarios del lugar, educado desde la cuna para exigir obediencia instantánea de la gente.

—¡Apártate, viejo estúpido! —gruñó—. ¡Y aprisa!

El sacerdote permaneció en su sitio, mirándole fijamente con ojos inyectados en sangre. Notando algo inesperado en el aire, el mayor dirigió una mirada de advertencia al americano. Aquel Hannigan era aparentemente algún tipo de detective, o espía, o agente del gobierno como mínimo, y podía tener el «toque popular» inaccesible a un oficial y aristócrata.

—Esa gente no me parece un grupo de resistencia tupa —murmuró Hannigan—. Intente decirles que les traemos comida.

Así era siempre, pensó el mayor. El problema con los tupamaros era que siempre se parecían a cualquiera —un sirviente, un cocinero, un dependiente de una tienda— hasta que te saltaban encima. De todos modos, la idea no era mala; la chusma siempre se preocupaba mucho de sus barrigas.

Con tono apaciguador, dijo:

—Padre, hemos venido a ayudar a tu gente. El gobierno nos ha enviado con comida y medicinas.

—Ya hemos tenido este tipo de ayuda antes —retumbó el sacerdote. Su aspecto y su voz eran los de alguien que no había dormido como debía durante un mes—. ¿Pero nos traéis agua bendita del Vaticano?

—¿Qué?

—¿Nos traéis las sagradas reliquias que aterrarán a los demonios?

El mayor agitó negativamente la cabeza, desconcertado.

—¡Ellos también son agentes del demonio! —gritó un hombre corpulento que había permanecido de pie en la parte de atrás del grupo, con una escopeta. Se abrió camino hasta primera línea, tomando posición junto al sacerdote.

—¡La ciudad está llena de espíritus malignos! —gritó—. ¡Los hombres, las mujeres, incluso los niños están poseídos! ¡Hemos visto a los demonios atravesar las paredes, entrar en nuestras casas, incluso penetrar en la iglesia!

—¡Cierto! —dijo el sacerdote, y aferró fuertemente su crucifijo.

—Oh, están locos —murmuró el mayor—. ¡O pretenden estarlo! ¡Veamos cómo reaccionan a una ráfaga por encima de sus cabezas!

Hannigan frunció el ceño.

—Si están locos, ésa no va a ser una buena idea. Si no lo están, aprenderemos más siguiéndoles el juego. Inténtelo otra vez.

Suspirando, pero consciente de que no era él quien mandaba, el mayor se dirigió de nuevo al sacerdote, que de pronto escupió al polvo a sus pies.

—No queremos saber nada contigo —dijo—. Ni con tus dueños extranjeros. Ve a buscar al obispo, si puede perder un momento y dejar a sus amantes. Ve a ver al cardenal, si no está demasiado ocupado llenándose la barriga. Diles que nuestra pobre aldea de San Pablo está infestada de demonios. Tráenos el tipo de ayuda que necesitamos para exorcizarlos. Mientras tanto, conocemos nuestro deber. Ayunaremos y rezaremos.

—¡Sí! —corearon los aldeanos.

—Sí, pero mientras vosotros ayunáis —interrumpió Hannigan en un mal español—, vuestros hijos se mueren de hambre, ¿no?

—Mejor morirse de hambre e ir al cielo que vivir poseídos por los secuaces de Satán —dijo el hombre fornido con voz ronca— ¡Agua bendita de Roma, eso es lo que necesitamos! ¡Utilizad vuestros aviones para traérnosla!

—Podéis bendecir la comida que os traemos —insistió Hannigan—. Rociadla con agua de vuestra iglesia.

—¡Estamos malditos! —gritó el sacerdote—. ¡El agua bendita de aquí no hace efecto! ¡Es el tiempo de la llegada del Anticristo!

Un arma restalló. Hannigan y el mayor se echaron por puro reflejo de bruces al suelo. Sobre sus cabezas, los soldados del jeep abrieron un fuego rápido, y el sacerdote y su congregación cayeron como el trigo ante la hoz.

Obviamente, debían ser tupas después de todo.

OFERTA DE RESISTENCIA

Era la tercera vez que Philip Mason acudía a la deprimente sala de espera de la clínica de la calle Market decorada únicamente con carteles de advertencia profiláctica. Pero era la primera vez que hallaba el lugar tan vacío. Las otras veces lo había encontrado lleno de jóvenes. Hoy sólo estaba presente otro paciente, y en vez de tener alrededor de los veinte años estaba agotando su treintena, bien vestido, algo gordo, confortablemente barrigudo, y en general atribuible al mismo estrato social que Philip.

Antes de que Philip pudiera refugiarse como siempre tras algún medio roto número atrasado del
Scientific American
o del
The National Geographic
, el desconocido había captado su mirada y le había dirigido una sonrisa. Tenía pelo oscuro, ojos marrones, iba bien afeitado, en general sin nada de particular excepto dos detalles: su obvia atípica prosperidad, y una pequeña cicatriz redonda en el dorso de su mano izquierda. ¿Una marca de bala?

—¡Buenos días! —dijo con exactamente ese tono de indiferencia que Philip envidiaba porque no se sentía capaz de dominar. Todo el mundo estaba presionando sobre él. Denise se mostraba permanentemente dolida por su comportamiento. La avalancha de Towerhill seguía produciendo aún tantas demandas que llevaba más de una semana sin atreverse a calcular el total. Y…

¡Oh, ese hijo de madre de Clayford! Pero era una victoria pírrica el saber que iba a perder todos los exámenes médicos para futuros seguros de vida.

Se escudó tras la pantalla de una revista que ya había leído.

Al cabo de poco rato llamaron su número, y se dirigió a su habitual tratamiento humillante: masaje rectal con un dedo enfundado en un guante esterilizado, una gota de secreción prostática recogida en un portaobjetos. Las cosas habían ido mejor los últimos días, pero luego esta mañana habían vuelto a ponerse peor, y Dennie…

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