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Authors: John Brunner

Tags: #Ciencia ficción

El rebaño ciego (38 page)

BOOK: El rebaño ciego
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—Oh Señor…

—No, Jacob —interrumpió Maud.

Sorprendido, alzó la cabeza y descubrió que ella le estaba mirando intensamente.

—No, Jacob —dijo de nuevo. Era la primera vez desde antes de casarse que le llamaba «Jacob» en vez de «Jack» o «querido».

—Tienes sangre en tus manos. Yo daré las gracias.


¿Qué?

—Has matado a centenares de personas inocentes. Quizá miles. No es correcto que tú des las gracias por nosotros.

Una incontenible presión se acumuló en la cabeza del señor Bamberley. Retumbó:

—Maud, ¿has perdido la razón?

Y recordó demasiado tarde que los sirvientes no deben ser testigos de las peleas entre sus amos. Hizo un gesto a Christy para que abandonara la habitación. Pero antes de que la sirvienta alcanzara la puerta Maud habló de nuevo:

—Estás equivocado, Jacob. Acabo de encontrarla. Sé por qué tú nunca has servido la comida que fabricas en tu factoría en tu propia mesa. He estado leyendo, encerrada en mi habitación. He descubierto lo que les has hecho a esos pobres niños negros en África, y en Honduras también. Y por supuesto a la gente que fue enterrada la pasada semana. He sabido que Hugh estaba diciendo la verdad sobre ti.

El señor Bamberley no podía creerlo. Permanecía con la boca abierta, como un pez que acaba de morder el anzuelo.

—Así que yo daré las gracias en el futuro —concluyó Maud—. Mi conciencia está relativamente limpia. Oh Señor, Tú que…

—¡Silencio!

Y aquella fue la señal para que Cornelius se desplomara hacia atrás.

Maud no hizo ningún movimiento para ayudarle cuando se derrumbó en el suelo. Por encima de la resplandeciente plata y la preciosa porcelana, clavó sus ojos en los de su marido.

—Llamaré al doctor —dijo finalmente el señor Bamberley—. Evidentemente no te has recuperado de tu… esto… reciente indisposición.

Se dirigió hacia la puerta.

—Tras esta increíble salida de tono ya no tengo apetito. Si alguien desea algo de mí, estoy en el cuarto privado.

Estaba temblando de la cabeza a los pies cuando llegó a él, y casi se derrumbó contra la puerta al cerrarla a sus espaldas.

¡Dios mío! ¿Qué había tomado posesión de su mujer? ¡Nunca en todos sus años de matrimonio había pronunciado tales… tales obscenidades!

Tanteó en su escritorio —elegante, estilo inglés, antiguo, con cierre de tapa corredera— en busca de su frasco de tranquilizantes, y tomó otra dosis: dos cápsulas. Obviamente las que ya había tomado hoy no habían sido suficientes. Después de todo, era un poco más corpulento que la media.

Frente al escritorio, un sillón de terciopelo. Se dejó caer en él, ligeramente jadeante. ¡Pensar que Maud había dicho todo aquello en presencia de los chicos! ¿Qué veneno había deslizado en sus inocentes oídos? Aun aceptando que estaba… esto… desequilibrada, ¡en un día como aquel!

Oh, era realmente demasiado. Abandonó el esfuerzo de pensar. E inmediatamente su cuerpo le recordó que había cometido un pecado venial en la mesa. De hecho tenía un apetito atroz. Su estómago gruñía sin cesar.

¿Qué hacer? Difícilmente podía telefonear a la cocina puesto que Christy había oído lo que había dicho acerca dé no tener hambre, y en cualquier caso debía estar probablemente ayudando a atender a Cornelius…

Cornelius. Por supuesto. Esa reserva secreta de dulces que le había confiscado al chico, la que había desencadenado su último ataque. Bueno, una tableta de chocolate bastaría al menos para calmar las protestas de tu estómago. Quizá tras la visita del doctor Halpern, Maud se calmaría o sería confinada en su habitación, y entonces podrían tener su comida después de todo, como si nada hubiera ocurrido.

Mordió salvajemente la delgada tableta de chocolate.

¿Mareo?

¡Aire!

¡La ventana!

Seis metros hasta las losas de piedra pulida de la terraza.

—Pero él dijo que nunca comía bombones —murmuró el doctor Halpern, la mente llena de visiones de demandas por incompetencia profesional—. Le advertí acerca del queso, pero él dijo que nunca comía… ¿No se lo mencionó?

Con los nudillos crispados en torno a un pañuelo húmedo de lágrimas, Maud gimió:

—Sí, dijo que usted le previno sobre ello. Pensaba que era debido a que estaba… esto… demasiado gordo.

Todo iba bien entonces. Gracias a Dios. El doctor Halpern se alzó.

—Creo que será mejor que lo llevemos dentro. ¿Hay alguien para ayudar?

—Sólo los sirvientes y la cocinera.

—Ellos podrán hacerlo.

EFECTO DE RETROCESO

—Lo hemos duplicado —dijo cansadamente el químico cubano. Había sido un trabajo terriblemente largo y agotador. Pero estaba hecho—. Aquí está. Es exacto, hasta la última cadena secundaria. No hay mucho… no tenemos posibilidades para manufacturar gases neurotóxicos. Asegúrese de hacer un buen uso de él.

—Gracias. Lo haremos.

Quince minutos después del despegue de Ciudad de Méjico con destino a Tokio, un pasajero a bordo de un 747 se puso a gritar que estaba siendo comido por hormigas rojas, y consiguió abrir la puerta de emergencia a siete mil metros. Había ido al lavabo y había bebido agua del grifo poco antes del despegue.

Después de todo, había la etiqueta de AGUA POTABLE.

—¿Qué infiernos? —dijo el ex-soldado—. Ella es americana, ¿no? ¡Y ya sabe lo que hicieron esos hijos de madre en Noshri!

La descubrieron a las primeras luces del amanecer. Según los expertos forenses había sido violada al menos por tres hombres y probablemente por una docena. No pudieron certificar si había sido estrangulada antes o después.

Se necesitaron tres días para localizarla. Su piel oscura hacía difícil descubrirla entre los matorrales.

Un coche penetró en una estación de servicio en Tucson. Dos hombres negros salieron y se dirigieron al lavabo de caballeros. Pero cuando llegaron a su puerta echaron bruscamente a correr.

La gasolinera ardió durante dos horas.

Dinamita.

También en Peoria, Milwaukee, Filadelfia, San Bernardino, Jacksonville, Albany, Evanston, Dallas y Baton Rouge.

El primer día.

En construcción, una intersección en trébol cerca de Huntsville, Alabama. El cemento apenas empezaba a fraguar cuando lo alcanzó la explosión. Resultó más barato derribarlo todo y empezar de nuevo que intentar una reparación.

Igualmente en otros ocho lugares a donde llegaban las carreteras, sin ninguna señal característica que los hiciera notables por derecho propio.

En la gran fábrica de pasta de papel en Georgia, el saboteador era obviamente un químico. Algún tipo de catalizador fue colocado como sustituto de un recipiente de solución de encolado, y enormes oleadas espumeantes de vapores corrosivos arruinaron la fábrica. Llamadas anónimas a la estación local de televisión proclamaron que la operación se había efectuado para preservar los árboles.

El mismo día, al norte de California, fueron colocados carteles en un bosque de secoyas cuya tala había sido autorizada por el gobernador: aproximadamente unas doscientas de las últimas seiscientas que quedaban en el Estado. Los carteles decían: POR CADA ÁRBOL QUE MATÉIS UNO DE VOSOTROS MORIRÁ TAMBIÉN.

La promesa fue ejecutada con una metralleta Schmiesser. La cifra real fue de dieciocho personas contra diecisiete árboles.

Bastante aproximado.

En Little Rock, la señora Mercy Cable, que había encontrado una calavera y unas tibias cruzadas pintadas en su coche cuando salía de la consulta del doctor con su hijo enfermo, murió protestando que iba a obligarles que le borraran aquello.

Bueno, de todos modos, era negra. La gente se fue a sus casas a comer.

Pero el más ingenioso
coup
individual fue atribuido más tarde a un chicano que trabajaba para el Departamento de Educación del Estado de California. (Prudentemente, él ya no estaba allí cuando fue descubierto; había emigrado al Uruguay, vía Méjico.) Había utilizado las fichas computerizadas de filiación de los estudiantes para organizar el envío por correo gratuito de literalmente miles de sobres idénticos, cada uno de ellos dirigido a alguien que recibía educación pública en el Estado. Jamás se pudo establecer exactamente cuántos llegó a enviar, puesto que aunque todos llevaban el matasellos del primero de julio, el servicio de correos era tan deplorable por aquel entonces que fueron llegando en el lapso de una semana, y al final de ese período los padres, alertados para que protegieran a sus hijos de la propaganda comunista, habían sido avisados para que destruyeran los sobres antes de que los destinatarios pudieran abrirlos. Pero se calculó que podían haber sido cincuenta mil.

En cada sobre iba impreso: UN REGALO GRATUITO PARA TI EN EL DÍA DE LA INDEPENDENCIA, CORTESÍA DE LA «LIGA POR UNA AMÉRICA MEJOR». Dentro había una cuidada reproducción, al estilo de los antiguos grabados sobre cobre, que mostraba a un hombre alto sentado tras una mesa entre varios compañeros, tendiendo mantas a un grupo de semidesnudos indios de ambos sexos.

Debajo había la inscripción:
Primero de una serie de grabados conmemorando los valores tradicionales americanos. El Gobernador de Massachusetts distribuye mantas infectadas de viruela a los indios.

AL AIRE LIBRE, CÁLLESE

El ambiente estaba cargado en los alrededores de la Bahía en esos momentos… había una gran caza de desertores. Cualquiera que pasara por la calle (¿y quién pensaba en hacerlo, cuando el viento estaba soplando los hedores de las toneladas de basura que bloqueaban la Bahía?) y fuera joven y masculino o con características razonablemente parecidas a éstas, se exponía a ser metido en un coche patrulla y llevado a enfriar a una celda hasta que exhibiera un certificado de exención de sus obligaciones militares o una excusa válida para no estar en el Ejército. Todo el mundo por la zona sudaba y se lamentaba de no haberse ido al Canadá, o a Méjico, antes de que aquel loco moreno hubiera montado su raid de globos incendiarios en San Diego. Como consecuencia de lo cual las fronteras se habían cerrado como el culo de un masticador de khat.

Eso tenía algo que ver con Honduras, suponían, aunque no había habido muchas noticias de allá abajo desde que los tupas tomaron Tegucigalpa y el gobierno legal se había visto obligado a trasladarse a San Pedro Sula. El Pentágono no las tenía todas consigo.

El problema se alivió un tanto cuando Hugh y Carl, junto con sus amigos —o más bien amigos de Kitty— Chuck y Tab, tuvieron una pelea una noche con un par de ex-marinos, y heredaron sus certificados de licenciamiento tras noquearlos convenientemente. El hombre al que aún seguían llamando Ossie, pese a que hacía tiempo que se habían dado cuenta de que no era el Austin Train original, sabía dónde podían ser copiados y alterados. Así que ahora todos tenían documentos que probaban que habían cumplido con su deber… al menos ante los polis locales. Intentar utilizarlos para pasar de uno a otro Estado resultaba más arriesgado, y era por eso por lo que se habían quedado allí.

Train-quien-fuera no les había mencionado su auténtico nombre, pero habían discutido con él la idea de abandonar su alias. Se sentía irritado contra su antiguo ídolo. ¿Por qué infiernos, no dejaba de preguntar, el hijo de madre no salía de su escondite y asumía el liderazgo de las fuerzas revolucionarias que aguardaban un mando centralizado? Era una interesante pregunta. Este verano la nación estaba hirviendo. Llegaba ocasionalmente gente de otros Estados, y todos contaban la misma historia, que por supuesto los noticiarios mantenían en silencio. Uno no podía andar por las calles de ninguna ciudad importante sin ver la calavera y las tibias por todas partes. Había gente que había empezado a pintarlas en sus propias puertas de entrada; y se estaban empezando a comercializar como calcos para la piel como la que llevaba Ossie cuando lo conocieron Hugh y Carl, así como modelos de plástico pintados que se ofrecían para colgar en los portales. Toda la sección agrícola del país estaba en efervescencia debido a esa plaga que estaba acabando con las cosechas, y eso era nuevo… normalmente las comunidades rurales eran ciegamente fieles al gobierno. Es más, los actos de sabotaje relacionados en la prensa underground se producían literalmente en todos los Estados, desde azúcar en los depósitos de gasolina hasta abrojos en la autopista.

También bombas… aunque no pertenecieran a la tradición trainita, estrictamente hablando.

Pero para Ossie la pregunta más fundamental tenía una respuesta también fundamental, y sonaba como si fuera enteramente cierta.

—Mi opinión es que el individuo ha sido liquidado. Traía demasiados quebraderos de cabeza a las altas esferas. ¡Mirad lo que les ocurrió a Lucas Quarrey y a Gerry Thorne!

De todos modos, las cosas no estaban tan mal como para que no pudieran dar una fiesta, y el Cuatro de Julio decidieron dar una. Las cosas estaban en plena euforia pasada medianoche. Dieciocho personas en la habitación y montones de ruido. Todos bien cargados de marihuana o de khat. También había vino, pero casi nadie lo había tocado. Les ponían cosas en las vides y los racimos se morían. Kitty no se había presentado, pero ¿a quién le importaba? Había otras pollitas allí. Hugh se había beneficiado ya a dos a las que no conocía de antes, amigas de Tab, y se sentía tranquilo y en forma. Le dolía que tal vez Carl se sintiera celoso, pero Tab había traído también un poco de L-dopa y aquello había acabado de entonarle.

Había un teléfono. Como la última factura no había sido pagada, sólo funcionaba cuando llamaban del exterior, y pronto iban a venir a retirarlo. Sonó y siguió sonando, hasta que finalmente Hugh tomó el auricular para decir cáete muerto. Pero después de escuchar un momento gritó pidiendo silencio.

—Es acerca de Kitty —explicó.

Varios amigos de amigos preguntaron quién era Kitty. Les hizo callar.

—Fue a ver los fuegos artificiales en el campus.

Alguien le dio la vuelta a la cassette hasta que el grupo que tocaba pareció salir del propio teléfono, llamada interurbana.

—¿Y bien?

—Arrestada. No
sólo arrestada
. Apaleada.

—Oh, mierda. —Carl se le acercó dando saltitos—. ¿Ella, o toda la pandilla? ¿Quién llama?

—Chuck. Dice que todo el grupo. Alguien está con el miedo en el culo porque han estado bombardeando las gasolineras por todas partes con candelas romanas.

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