El puente de Alcántara (49 page)

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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

BOOK: El puente de Alcántara
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Probablemente, Abú'l–Fadl Hasdai disponía aún de más información, y, en todo caso, sabía de la estrecha amistad que Ibn Ammar había mantenido con el ahora predilecto príncipe Muhammad, y era lo bastante previsor como para invertir en él.

Reinaba tal silencio que podía oírse el crujir de las ruedas de los molinos de la ciudad. El paje abisinio que atendía a los invitados se deslizó sigilosamente y encendió las lámparas de aceite. Las músicas, ocultas tras una mampara, habían dejado de tocar por un momento. El príncipe estaba inclinado sobre el tapete de ajedrez.

Tres jugadas antes del jaque mate, se dio cuenta de que había perdido. Se levantó y, con una sonrisa apenas perceptible, entregó a Ibn Ammar la joya que adornaba la cabeza de su rey rojo, un rubí del tamaño de una lente.

—Bello ataque con el alfil —dijo con una mínima sonrisa. Luego se recostó, miró a Ibn Ammar a los ojos y, sin transición, empezó a hablar del tema que por entonces dominaba todas las conversaciones en Zaragoza: la inminente campaña del rey de Aragón.

—Desde hoy tenemos noticias confirmadas de que la fuerza principal de los caballeros francos se ha unido a las tropas del rey —dijo.

—Dios los maldiga —respondió Ibn Ammar, consciente de su deber. Abú'l–Fadl Hasdai lo había preparado para la conversación.

—Se dice que el ejército cuenta con seis mil hombres, pero las cifras siempre se exageran. —El príncipe dirigió una mirada interrogante al visir, quien confirmó sus palabras asintiendo con la cabeza—. Marchan hacia Graus, por el mismo camino que siguió el padre del rey el año pasado —continuó el príncipe—. No tenemos pensado atacar con un ejército auxiliar. Sólo reforzaremos las guarniciones de los castillos fronterizos. Por lo demás, el enemigo podrá avanzar sin ser molestado hasta Barbastro, y también encontrará despejado el camino hacia Lérida. Nosotros únicamente impediremos que penetren en nuestros territorios. No más allá de Barbastro.

Ibn Ammar escuchaba con creciente interés. Aquello era algo nuevo para él; nuevo y desconcertante. Ibn Ammar sabía por qué el príncipe estaba descontento de los habitantes de Barbastro y del qa'id que capitaneaba la guarnición del al–Qasr de la ciudad. Abú'l–Fadl Hasdai también lo había puesto al corriente de que el príncipe quería enviarlo a Barbastro con una embajada. Pero ¿qué sentido podía tener enviar una embajada cuando el príncipe ya había decidido firmemente no prestar ayuda a la ciudad?

—Deseo que vayas a Barbastro y hagas conocer mi decisión al qa'id y al qadi de esa ciudad desagradecida —terminó el príncipe. Se levantó sin dar más explicaciones, llamó con unas palmadas al paje, que se apresuró a ponerle un capote, y salió del madjlis seguido por el shaik, dirigiéndose hacia la atalaya instalada encima de la cúpula, desde donde solía observar las estrellas cuando la noche era clara.

Abú'l Fadl Hasdai hizo una seña a Ibn Ammar para que se acercara.

—Partirás mañana. Todo está arreglado. El emir de Huesca pondrá a tu disposición una escolta que te acompañará hasta Barbastro.

—¿Viajo por encargo oficial del príncipe? —preguntó Ibn Ammar.

El visir titubeó.

—Un embajador oficial del príncipe tendría que exigir el sometimiento incondicional de la ciudad —dijo por fin, en tono más bien indiferente y sin mirar a Ibn Ammar—. Tú no eres vasallo del príncipe. Tu condición te permite presentarte con modos más conciliadores y negociar con mayor flexibilidad.

—Pero ¿en nombre de quién negocio? —preguntó Ibn Ammar.

—En mi nombre —respondió el visir sonriendo—. En nombre del director de la administración fiscal.

—¿Y cuál será el objeto de la negociación? ¿Qué ofertas puedo hacer? El príncipe únicamente ha dicho que dé a conocer su decisión.

—Ésa es tu primera misión —dijo el visir con rostro imperturbable—. La gente importante de Barbastro debe enterarse de que no han de esperar ayuda de Zaragoza. Ni la mínima ayuda. Debes dejar muy claro que el príncipe está furioso por su desobediencia. Puedes hacer que suene como información fidedigna de la corte. Di que el príncipe ha manifestado a un pequeño circulo de amigos que si Barbastro quiere someterse a su hermano, que busquen ayuda en Lérida. En cualquier caso, esta información es sólo para el qa'id.

Ibn Ammar empezó a comprender. Sabía que el qa'id de Barbastro y un grupo de ciudadanos influyentes y miembros de la nobleza de la ciudad, encabezados por el qadi, habían intentado utilizar en su provecho la tensión existente entre Zaragoza y Lérida. Habían presentado a al–Muzzafar, el monarca de Lérida, la oferta de entregarle la ciudad si estaba dispuesto a concederles a cambio determinados privilegios: abolición de los impuestos y una gran dosis de autogobierno. Barbastro se encontraba justo en la frontera, al norte. Debido a esta ubicación, la ciudad y las tierras circundantes estaban expuestas a constantes ataques de bandas de ladrones de las montañas y, en primavera, también a las correrías de caballeros del rey de Aragón y sus vasallos. Por este motivo, y como toda ciudad fronteriza, disfrutaba desde hacía mucho tiempo de privilegios que habrían sido impensables en las ciudades del sur andaluz.

Barbastro tenía además otra característica, ventajosa para las aspiraciones de autonomía de sus ciudadanos. La ciudad no sólo limitaba con Aragón, sino también con el reino de Lérida. Y gracias a su situación en la salida de un importante paso de los Pirineos que llevaba hasta territorio franco, la ciudad también debía de ser muy codiciable para Lérida.

Lérida, originariamente, formaba parte del reino de Zaragoza. Veinte años atrás, al morir Sulaimán ibn Hud, el reino se había dividido. Al–Muktadir, el hijo mayor, había conservado la parte más grande, incluida la capital, Zaragoza. Al segundo hijo, al–Muzzafar, le había correspondido Lérida, una pequeña provincia de la frontera nororiental, colindante con el condado de Barcelona. Al–Muktadir nunca se había resignado a esta división. Desde el inicio se había mantenido una pequeña pero incesante guerra entre los hermanos: constantes batidas a uno y otro lado de la frontera común, con mercenarios de Barcelona combatiendo del lado de Lérida y aventureros castellanos luchando del lado de Zaragoza. Hacía seis años, los dos hermanos se habían reunido por última vez para negociar la paz. Cuando menos se esperaba, un caballero navarro de la guardia personal de al–Muktadir había atacado con la lanza al señor de Lérida. Al–Muzzafar había sobrevivido al ataque sólo porque, en precaución, llevaba una coraza bajo el capote.

El príncipe de Zaragoza inmediatamente se había lavado las manos en aquel atentado y había mandado ajusticiar al caballero. Pero en Zaragoza podía oírse el rumor encubierto de que aquel hombre había sido decapitado con tal prontitud sólo porque su ataque no había tenido éxito. Desde entonces la enemistad entre los dos hermanos se había agudizado.

En estas circunstancias, resultaba comprensible que el príncipe de Zaragoza reaccionara con tal dureza ante la traición de Barbastro. Pero era difícil adivinar qué objetivo esperaba alcanzar con esa reacción. Si dejaba en la estacada a la ciudad, obligaba a su hermano a acudir en su ayuda. Pero si al–Muzaifar marchaba con un ejército y, junto con la gente de Barbastro, luchaba contra las tropas de asalto franco–aragonesas, al–Muktadir podría contemplar tranquilamente cómo los dos ejércitos se aniquilaban mutuamente y, luego, someter al debilitado vencedor con un rápido ataque. La pregunta era: ¿no llegarían a la misma conclusión al–Muzaifar y sus consejeros? ¿Y qué si el señor de Lérida no salía en auxilio de la ciudad sitiada?

Ibn Ammar hizo esta pregunta a Abú'l–Fadl Hasdai. El visir judío parecía estar esperándola. Respondió a la mirada de Ibn Ammar con una sonrisa y dijo tranquilamente, sin dejar de mirarlo a los ojos:

—En ese caso, tendrás que cumplir tu segunda misión. Si el sitio se prolonga sin que el señor de Lérida envíe ayuda, puedes dejar entrever al qadi que el príncipe estaría dispuesto a hacer determinadas concesiones si la ciudad se somete a él. No obstante, esto vale para la ciudad, no para el señor del castillo. No estamos seguros de quién ha sido el traidor, pero el príncipe opina que el mayor culpable es el qa'id. Existen además otros motivos. Eh qa'id era íntimo amigo de la familia del príncipe, un compañero de armas de su padre. El príncipe se siente personalmente afectado.

—¿Qué concesiones? —preguntó Ibn Ammar.

El visir se sacó de la manga un papel doblado varias veces y se lo entregó a Ibn Ammar.

—Es una lista de ofertas: rebajas a cierto plazo de las tasas de impuestos, un incremento en la participación de la ciudad en los tributos del mercado, cesión de los derechos sobre el agua y los molinos, etcétera. Puedes aprenderte los detalles de memoria durante el viaje, pero destruye este papel antes de llegar a Barbastro —observó atentamente cómo Ibn Ammar leía muy por encima el papel—. Abajo encontrarás los nombres de algunas personas que han demostrado ser leales al príncipe, y a las que puedes pedir ayuda en caso de necesitarla.

Ibn Ammar echó un vistazo a la lista de nombres. Entre ellos estaban también los nombres de dos comerciantes judíos. Volvió a doblar el papel y lo guardó.

—¿Y si la ciudad negocia con el rey de Aragón? —preguntó—. ¿Qué si acuerda una paz particular?

—Eso no sucederá —dijo Abú'l–Fadl Hasdai con convicción—. En primer lugar, porque en la campaña participan muchos francos, a los que sólo les interesa el botín, y no un tratado, del tipo que sea. En segundo lugar, porque el rey de Aragón ha emprendido esta campaña como venganza. —Antes de seguir, bajó la voz hasta convertirla en un susurro, de modo que no pudiera oírlo el paje, que estaba muy cerca de ellos, presto a cumplir sus deseos—. Ya sabes que el padre del rey fue acuchillado en su campamento la primavera pasada, durante el sitio de Graus. Lo asesinó un hombre al que pagamos mucho dinero por realizar ese atentado, aunque naturalmente actuó por cuenta propia. Lo que no sabes es cómo fue asesinado el rey. Muy pocos lo saben. El sicario lo esperó metido dentro de la letrina. El rey murió con una lanza clavada en el vientre, y el mango de la lanza le salía por el culo. No es una muerte muy digna para un rey. —Se recostó, cruzó los brazos y añadió con tranquila convicción—: No, no habrá una paz particular entre el rey y Barbastro.

—Todavía queda la posibilidad de que la ciudad se rinda a los enemigos —dijo Ibn Ammar, no sin algo de dureza.

—Eso tampoco ocurrirá —contestó el visir—. El rey de Aragón es un adversario peligroso, y los francos no lo son menos. Pero no están en condiciones de conquistar un castillo bien fortificado, y mucho menos una ciudad como Barbastro. No tienen ni las máquinas necesarias, ni los conocimientos. —Sonrió a Ibn Ammar—. Puedes sentirte completamente seguro en la ciudad, y tampoco tendrás dificultades para permanecer en contacto conmigo mientras dure el sitio. La gente de la frontera es muy valiente e ingeniosa. Ya los conocerás…

Ibn Ammar partió a primera hora de la mañana. Lo acompañaban un lancero del príncipe y un criado de la casa del visir. La noche del tercer día llegó a Barbastro. Según los últimos informes, que recibió en Huesca, el ejército del rey de Aragón había avanzado hasta la fortaleza de Graus, a un día de viaje al norte de la ciudad.

Barbastro se hallaba sobre una colina maciza y escarpada, en un recodo del río Vero. En el punto más alto se levantaba el al–Qasr, una colosal fortificación que interrumpía el perfil de la colina. En la pendiente que bajaba del al–Qasr yacía la ciudad, de edificios muy apretados rodeados por una muralla circular que parecía de tiempos romanos. Fuera de la muralla había un gran suburbio, que llegaba hasta el río y estaba rodeado por una palizada de troncos. La ciudad no era demasiado grande; en tiempos de paz debía de albergar a unos tres o cuatro mil habitantes. Ahora estaba rodeada de fugitivos que buscaban refugio tras sus sólidas murallas.

La carretera de Huesca desembocaba en una plaza alargada paralela a la muralla, que se extendía desde la puerta principal, justo al lado de la mezquita del Viernes, hasta el suburbio. La plaza, que por lo visto en otras ocasiones servía como mercado y matadero, estaba ahora llena de gente. Campesinos que traían consigo sus enseres domésticos y hasta sus animales se habían instalado al borde de la plaza en alojamientos provisionales; acémilas y carros cargados de trigo, leña, piedra y hierba recién cortada se amontonaban a las puertas de la ciudad. Los guardias de las puertas estaban bien armados; los controles eran inusualmente estrictos. Al parecer, se temía que el enemigo intentara introducir espías. Por este motivo, sólo se permitía entrar en la ciudad a aquellos campesinos que eran siervos o criados del qa'id o de los ciudadanos. Quienes no eran vasallos de la ciudad y no podían nombrar como garante a ningún señor de la misma tenían prohibido el acceso.

Ibn Ammar y sus acompañantes siguieron cabalgando hasta las puertas del al–Qasr. Allí, el tumulto era algo menor. Ibn Ammar entregó al capitán de la guardia la carta sellada que lo acreditaba como embajador del visir y se sentó en el puesto de guardia.

Allí le hicieron esperar seis horas.

A medianoche se presentó un criado del qa'id, que acompañó al interior del castillo a Ibn Ammar y sus dos acompañantes. Les quitaron las armas, incluidos los cuchillos, y los llevaron a un habitación que más parecía un establo vacío que un cuarto para huéspedes. Ni baño ni ropa fresca ni explicaciones. Sólo la hueca información de que el qa'id no había encontrado tiempo para celebrar una recepción formal debido al inminente ataque.

Al día siguiente, la misma información. Y un centinela a la puerta, que impedía a Ibn Ammar salir de la habitación. Así pasó un día tras otro. Sin más noticias, sin posibilidad alguna de saber qué pasaba fuera, si el enemigo ya había llegado a la ciudad o aún no. De tanto en tanto, algunos toques de cuerno incomprensibles; por lo demás, tan sólo el constante e insoportable martilleo de carpinteros y picapedreros, que parecía llenar todo el castillo y sólo cesaba al caer la noche. Fuera lo que fuere lo que esperaba Abú'l–Fadl Hasdai de la embajada, era evidente que había subestimado al qa'id.

La mañana del séptimo día apareció, en lugar del criado de costumbre, un hombre que se presentó como sobrino del qa'id. Eh hombre llevó a Ibn Ammar a la imponente torre que flanqueaba la gran muralla de contención oblicua a la colina, y que destacaba por encima de todo el castillo. En la plataforma superior de la torre lo recibió el qa'id.

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