El puente de Alcántara (91 page)

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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

BOOK: El puente de Alcántara
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—El señor… —dijo Nujum—, si el pregunta, ¿qué dirás, Lubb? ¿Tú estás satisfecho? ¿Tú dirás, Lubb está satisfecho con Nujum?

El no comprendía que quería.

—¿Qué señor? —preguntó.

—El señor —dijo ella, impaciente—. Tu señor, mi señor, el mawla, el poderoso hadjib… ¿Qué dirás, Lubb, si te pregunta?

—¿Por qué habría de preguntarme? —inquirió Lope.

—Te preguntará, Lubb —respondió ella con voz tenue—. Mañana te preguntará. Si dices, estoy satisfecho, Nujum podrá quedarse. Oh, quisiera quedarme contigo, Lubb, quisiera quedarme. —Se abrazó a él y volvió a su idioma, que Lope no comprendía, repitiendo una y otra vez a su oído la misma frase. Sonaba como una súplica.

Lope cogió la cabeza de la muchacha entre sus manos e intentó consolarla. Le parecía tan joven en ese momento, tan tierna y frágil. Parecía muy asustada, y él no comprendía de qué tenía miedo. Sólo intuía que necesitaba su protección.

Más tarde, Lope despertó y ella estaba temblando entre sus brazos, la cara empapada en lágrimas, aferrada a él como si no quisiera soltarlo nunca. Sollozando y atragantándose, contó una confusa historia de la que él solo entendió la mitad.

La muchacha se había criado en Ceuta, ciudad portuaria de las costas africanas, en casa del comerciante al que la vendieron sus padres. Junto con muchas otras muchachas, había recibido formación de una esclava negra. (Lope no entendió de qué tipo de formación se trataba, y tampoco se lo preguntó, pues no se atrevía a interrumpirla).

Cuando tenía doce años, un criado de al–Mutadid, el antiguo príncipe, la había comprado y traído a Sevilla. En el harén del príncipe le había tocado compartir habitación con una abisinia, una chica morena muy alegre y de su misma edad. Habían sido como hermanas, apoyándose la una a la otra.

Una noche, un tembloroso criado las había despertado de un profundo sueño. Dos doncellas las habían maquillado y adornado rápidamente y, acto seguido, un mozo de cámara las había llevado en presencia del príncipe. (Lope no quería oir la historia, y se lo dijo, pero la muchacha insistió en que escuchara hasta el final).

El príncipe las había desnudado y tumbado con destreza, las había palpado con manos frías y había comprobado su virginidad, observándolas con ojos desapasionados, como un trampero observa a los asustados animales que han caído en sus trampas. El príncipe estaba por encima de ellas, un anciano de barba cana, vestido de blanco de la cabeza a los pies, de piel descolorida y ojos amarillentos y acuosos, como salido de la tumba. Las había desvirgado con su bastón, con el pomo de marfil de su bastón. Ella había permanecido petrificada de miedo, muda de espanto, incapaz de moverse, con los sollozos de su amiga morena en los oídos y apretando los labios para no ponerse a gritar de terror. El príncipe no había encontrado ningún placer en ellas, y las había despedido con un regalo insignificante. A su amiga no volvió a verla hasta unas semanas después, cargada de joyas, vestida con seda bordada en oro, vanidosa, presumida, por un breve tiempo la favorita del príncipe, rodeada por un enjambre de doncellas y criados del palacio. (Lope no quería creer lo que le contaba la muchacha, pero Nujum había repetido la historia tantas veces que no quedaba la menor duda. La muchacha daba una especial importancia a que Lope comprendiera la forma en que el príncipe le había arrebatado la virginidad. ¿Por qué tenía tanto miedo de que Lope no estuviera satisfecho de ella? ¿Por qué tenía miedo del hadjib?)

Había contado la historia susurrando, con voz atormentada, y como llevada por una fuerza interior, la cabeza enterrada en el cuello de Lope y la boca apretada a su oreja. Había necesitado mucho tiempo para llegar al final de su historia, y se había ido tranquilizando a medida que Lope la escuchaba. Había dejado de temblar entre las manos de Lope, para luego yacer inmóvil en sus brazos.

Pero un instante después se había abalanzado vorazmente sobre él, se había aferrado a él con uñas y dientes, como queriendo meterse en su cuerpo, como queriendo unirse tan íntimamente a él que ya nada pudiera separarlos.

Todo había sido distinto, todo había sido incomparablemente más hermoso que cuanto había vivido antes. A veces, cuando seguía con mano suave las líneas de su cuerpo, la muchacha le parecía un ángel caído del cielo, y le subía por el cuerpo un miedo estremedecedor de que la muchacha se desvaneciera ante sus ojos apenas asomara el sol.

A veces pensaba en Karima. A veces, cuando tenía los ojos cerrados, la veía frente a él, veía su mirada dirigida hacia él. Y le dolía el corazón. ¿Era culpa de él? ¿Quedaba siquiera un resquicio de esperanza de que pudieran acercarse el uno al otro más allá de la distancia de una mirada melancólica? ¿De qué servían sus deseos? Había cosido dentro del forro de su peto de cuero la hoja de papel con sus nombres; la había cosido a la altura del corazón. ¿De qué había servido?

Cuando el pequeño paje negro lo sacó de la habitación de la torre en que lo había recibido Ibn Ammar, él había pensado que no podría soportarlo. Pero en el fondo siempre lo había sabido: él y la hija del hakim judío jamás habían tenido la menor posibilidad.

¿Tendría que haberse defendido? ¿Tendría que haber cerrado los ojos ante la belleza de esta muchacha? ¿Tendría que haber rechazado sus caricias?

Tras la audiencia con Ibn Ammar había despertado de una larguísima noche de ensueños, de planes disparatados, de pulso tan acelerado como después de un galope endemoniado. El paje negro había aparecido al pie de su cama.

—El excelentísimo señor, el hadjib, que Dios vierta sobre él la cornucopia de sus dones, os invita a un baño para embelleceros la mañana.

Lope había seguido al paje por el parque del palacio, hasta llegar a un edificio bajo, coronado por varias cúpulas de distintos tamaños, que se levantaba entre altos árboles. Un vestuario recubierto de mármol, con una piscina de brillantes piedras verdes en el centro, rodeada por una serie de habitaciones para descansar, a cual más lujosa, con azulejos multicolores, ventanas de mármol filigranado y hamacas forradas en seda, todas las puertas abiertas de pan en par, como si al terminar el baño uno mismo tuviera que decidir qué habitación prefería.

Lo había recibido un viejo criado de los baños, un abisinio digno y canoso que lo atendió en silencio y lo acompañó con solícita cortesía hasta la puerta del baño de vapor. Lope todavía recordaba cada detalle: los multicolores rayos de luz que caían de las cúpulas, dibujando vistosas figuras sobre el suelo de mármol blanco; las piscinas, de un mármol tan blanco y diáfano como la nieve derretida; los tubos de agua, pulidos y blancos; los grifos de plata, que tenían forma de aves y trinaban como éstas cuando el agua salía de ellos. Aún le resonaba en el oído el misterioso silencio que lo había envuelto: el ligero murmullo del agua; el delicado gorjeo, que competía con los trinos de los pájaros del parque; el suave susurro de la futa de seda que el criado le había atado alrededor de las caderas; el sonido apenas perceptible de sus pasos sobre las baldosas de mármol.

Nunca había visto algo tan hermoso como esos baños. Y lo que había visto hasta ahí no era más que el principio.

En el cuarto de vapor, el vapor colgaba en espesos velos, y de arriba caía una luz tan brillante que no podía verse más allá de tres pasos. Una luz lechosa, casi de otro mundo, amarilla y dorada, con tonos rojizos, colores que se iban entremezclando a medida que el vapor se movía y, de tanto en tanto, dejaba ver las dos piscinas instaladas frente a la pared del horno y los cristales de colores de las aberturas de la cúpula, por donde entraba la luz.

Cuando Lope entró en el cuarto de vapor, ella ya estaba allí, pero el vapor la había ocultado a su mirada. Lope se había sentado en el escalón más bajo, frente a la pared del horno, y apoyando la cabeza en las manos se había puesto a contemplan el juguetón remolino de nubes de vapor. Se había quedado así un largo rato, sin darse cuenta de la presencia de la muchacha, hasta que, de pronto, había oído un ruido y había visto un rápido movimiento por el rabillo del ojo.

Ella había permanecido sentada detrás de Lope, en diagonal, un peldaño más arriba, y, al ir a la piscina, había pasado a sólo dos pasos de él. Por un instante de demencial y creciente expectación, Lope había creído que era Karima, había estado convencido de que Ibn Ammar, a pesar de todo, había hecho el milagro. Karima siempre había estado tan cerca a él en sus sueños que de repente le parecía absolutamente normal que apareciera en los baños. Era tan sólo el cumplimiento de sus sueños.

Lope sólo la había visto vagamente entre el ondulante vapor; la misma figura esbelta, los mismos cabellos largos, negros y rizados. Un suave reflejo de luz dorada sobre su piel. Ni siquiera lo había sorprendido la desnudez de la muchacha.

Su corazón se había detenido un instante al volver ella el rostro, sonriéndole, y advertir Lope que no era Karima.

Luego había contemplado cómo se sumergía en el agua. La había seguido con la mirada mientras pasaba a su lado, camino de la puerta, con la gracia y ligereza de un animal joven, el cabello meciéndose al ritmo de su andar. Ella había desaparecido tras la puerta sin volver a mirarlo una vez mas.

Lope se había quedado un largo rato en el baño de vapor. Había hecho que el viejo criado le diera un masaje, lo afeitara y le frotara con el guante de crines, hasta que la piel le zumbaba cuando se pasaba el dedo. Luego se había puesto una futa limpia y había seguido al criado a los vestidores.

Había esperado secretamente volver a encontrar allí a la muchacha, pero no se la veía por ningún lado.

Luego el criado lo había acompañado hasta una puerta chapada en plata. Había abierto la puerta y se había apartado para dejarlo pasar.

—El misericordioso señor, el sublime hadjib, que Dios le conceda muchos años, me ha ordenado que os abra su propia halwa. Todo está a vuestro servicio. Todo está a vuestra disposición. Todos vuestros deseos son órdenes del misericordioso señor.

Lope había entrado en una habitación, cuya belleza superaba todo lo imaginable. Una habitación octogonal de no más de tres pasos de diámetro, sin ventanas y, sin embargo, inundada por una luz tibia, como si el propio sol del atardecer brillara allí dentro. Las paredes estaban revestidas de losas oscuras, tan pulidas que parecían espejos. La cúpula era de mármol transparente, amarillo y blanco, dispuesto de modo que formaba artísticas figuras. Frente a la puerta, un pequeño lavabo en el que desembocaban cuatro tubos de oro, de los cuales, si se giraban los grifos, salía agua caliente, tibia, fresca y fría. En el centro, un colchón redondo. El sector circular del suelo, entre el colchón y las paredes, estaba adornado con dibujos formados por la reunión de diminutas piedrecillas de colores. ¡Qué dibujos! Lope nunca había visto nada semejante. Mostraban hombres, mujeres y jóvenes divirtiéndose en un jardín, entre flores y rosales; abrazándose, amándose y enlazándose de tan diversas maneras como Lope jamás habría podido imaginar. Las mujeres estaban desnudas, y representadas con tal naturalidad que sólo verlas ya era excitante.

Lope apenas se había atrevido a entrar, menos aún a tumbarse en el colchón. Al abrirse de pronto la puerta, aún seguía indeciso al borde del lecho. No había necesitado volverse para saber quién había entrado. Lo había envuelto un perfume embriagador. La muchacha había cerrado la puerta, había hecho una reverencia y le había hablado en el mismo tono de sumisión que antes habían empleado el paje y el criado de los baños.

—Mi señor, el poderoso hadjib, que Dios lo bendiga, me envía a satisfacer vuestros deseos.

Había traído una bandeja con frutas y bebidas, que luego había dejado en el suelo, y había pasado al lado de Lope para encender el incensario metido en un nicho de la pared, encima del lavabo. Había pasado tan cerca de él que lo había rozado. No estaba mucho más vestida que las mujeres de los dibujos del suelo. La túnica que llevaba ahora era de una tela tan delgada que se hubiera podido pasar por el interior de un anillo.

—¿No queréis sentaros, señor? —había dicho la muchacha, y Lope había obedecido en silencio. La habitación se le había hecho estrecha con ella sentada frente a él; no había espacio para esquivarla ni posibilidad de rehuir su mirada. Su figura esbelta, su graciosa sonrisa reflejada en todas las paredes, y su reflejo junto al suyo, tan cerca como si estuvieran ya el uno en brazos del otro, como las parejas de los dibujos del suelo.

Había sido como un juego, cuyo desenlace había estado claro desde el principio. Lope ya no recordaba cómo se había desarrollado exactamente ese juego. ¿Lo había tocado primero ella? ¿Había sido él? ¿Sus miradas se habían encontrado en el reflejo de la pared o había sido cara a cara, en el lecho? Lope recordaba la risa de la muchacha por su sobresalto cuando ella le echó agua de rosas de la boca. Recordaba que la muchacha se había quitado la túnica, fina como una tela de araña, y cómo lo había hecho. Recordaba cómo sus ojos se habían oscurecido y su voz había adoptado un tono más ronco y vibrante cuando de pronto empezó a hablar en su idioma, con palabras que sonaron tan intimas y tiernas que Lope había creído comprenderlas. Recordaba sus manos, sus labios, las yemas de sus dedos, iniciados en misterios insospechados.

Lope no necesitaba recordar. Compartía todos los secretos con ella. Sentía los labios sobre su piel, sentía sus manos, su cuerpo esbelto y liso. La tenía en sus brazos.

En algún momento habían salido de la halwa, y Nujum lo había llevado a un pabellón, unido al baño por un discreto emparrado. Nadie los había molestado, habían estado tan solos como la primera pareja en el paraíso. Y habían seguido jugando al mismo juego.

Un arroyo encauzado con mármol entraba en el pabellón por una abertura de la pared, desembocaba en un estanque llano, donde nadaban brillantes pececillos plateados, y volvía a salir por el otro lado. Sobre el estanque colgaban dos campanillas, una amarilla y una azul. Si tiraban de la cinta azul, venía navegando por el arroyo un barquito cargado de bebidas; si tiraban de la amarilla, el barquito llegaba cargado de espléndidos manjares. No les faltaba nada.

Cuando se hizo de noche, Nujum encendió una lámpara, que volvió a apagarse cuando ella se quedó dormida. Más tarde, en algún momento indeterminado, Lope también se durmió.

Tuvo un sueño sombrío. Lope se topaba con un negro gigantesco, que tenía los rasgos del criado de los baños y lo saludaba sumisamente, hasta que de pronto se arrancó del rostro la máscara de anciano venerable y se arrojó sobre Lope enseñando los dientes. Bajo la máscara se ocultaba el castellán. Luchó contra él y supo que perdería, de modo que intentó huir. Pero no conseguía avanzar, por mucho que corriera, las piernas no le obedecían, se le hacían más y más pesadas. Se escondió en un estrecho pasillo oscuro y se arrastró por él, hasta que ya no pudo continuar. Se sumió en el pánico al advertir que no podía seguir ni hacia atrás ni hacia delante, y con la cabeza gacha se aferró al pasillo. Pero luego empezó a resbalar, cayó cada vez más hondo, se precipitó en un agujero negro. Hasta que, de repente, se encontraba otra vez en la halwa. Vio los dibujos del suelo y, mientras los contemplaba, advirtió espantado que una de las mujeres desnudas era Karima. Karima se volvió hacia él, se le acercó por el prado cubierto de flores, mirándolo con ojos tristes, mientras él intentaba en vano esconderse de ella. Vio que Karima le quería decir algo, vio que se llevaba las manos a la boca y le gritaba algo, pero no pudo entender lo que decía. Estaba demasiado lejos.

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