El puente de Alcántara (53 page)

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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

BOOK: El puente de Alcántara
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La muchacha subió de la bodega con la jarra llena para su señora. Luego volvió a bajar, regresó con una pequeña bota de cuero y se sentó al lado de Lope.

—¿Cómo te llamas? —preguntó la muchacha susurrando.

Lope dijo su nombre.

—Yo me llamo Mira —dijo ella.

—Lo sé —contestó él. No tenía intención de entablar una larga conversación con la muchacha.

Ella le alargó la bota.

—Bebe —dijo—. Es un buen vino.

Lope cogió la bota, pero no bebió. Eh vino no le interesaba. Demasiado vino había visto beber al capitán, demasiadas veces lo había visto vomitar.

—¿Qué pasa? —preguntó la muchacha—. ¿Nunca has bebido vino?

Lope creyó sentir un tonillo burlón en su voz; se encogió de hombros, resopló desdeñoso y se echó un buen trago a la garganta. La muchacha no debía sospechar que el vino se le subía a la cabeza enseguida.

La chica cogió la bota, echó atrás la cabeza y dejó caer el vino. Estiró el brazo sin que el chorro abandonara la abertura de su boca y volvió a acercar la bota a sus labios, dejando que el vino le corriera por la garganta, sin tragar. Dios santo, la muchacha era aún más joven que Lope, pero manejaba la bota como una vieja tabernera. Sonrió a Lope. Sus dientes blancos brillaron en la oscuridad.

—¿Con quién preferirías hacerlo? —preguntó la muchacha—. ¿Conmigo o con la señora?

La pregunta precipitó a Lope en una terrible confusión. No tenía ni la más remota idea de qué debía responder. Sabía a qué se refería; había estado presente muchas noches en las que el capitán se llevaba una criada a la cama. Había observado a través de la penumbra los salvajes jugueteos y embates, y había oído los jadeos y gemidos. Conocía todo aquello, y conocía asimismo la inquietud que lo embargaba de repente, y los chistes verdes y las historias lascivas que se contaban en las mesas de las tabernas y alrededor de las hogueras. Sabía todo lo que ocurría entre un hombre y una mujer, pero el misterio mismo lo ignoraba.

—Dime, ¿con quién preferirías acostarte? —volvió a preguntar la muchacha, arrimándose a Lope hasta que sus cuerpos se rozaron.

—¿Cómo dices? —respondió Lope, sólo por decir algo. Se sentía espantosamente estúpido, y avergonzado. Se alegraba de que el cuarto estuviera oscuro.

—Hay muchos señores que prefieren acostarse conmigo —dijo ella. Su voz sonó orgullosa, y Lope comprendió que la muchacha sabía todo lo que él aún ignoraba, y esta idea lo excitó. Sentía el calor de aquel cuerpo a su lado, veía tan de cerca sus ojos, que lo miraban sin temor, sus rápidos movimientos de cabeza, con los que se apartaba el cabello de la frente. En ese instante, Lope habría dado gustoso la mitad de su vida a cambio de la experiencia del capitán.

La muchacha le dio la bota.

—¿Quieres? —preguntó.

Lope bebió ávidamente, dando largos tragos y sintiendo cómo le corría el vino por la garganta y lo calentaba desde dentro. Era la primera vez que el vino le gustaba.

La chica le quitó la bota de la mano.

—Tienes que hacer como yo —dijo sosteniendo la bota frente a los labios de Lope, y cuando éste, obediente, abrió la boca, dejó que el hilo de vino cayera en su garganta. Lope se atragantó y el vino le cayó en la cara.

La muchacha se echó a reír, pero al instante se tapó la boca con la mano y se quedó quieta, escuchando con la cabeza tendida hacia la cortina. Ambos prestaron atención, conteniendo el aliento, pero todo estaba en silencio, nadie parecía haberlos escuchado.

—No debemos hacer ruido —susurró la muchacha con expresión de complicidad, con un dedo sobre los labios. Estaba ahora tan cerca que Lope podía sentir su respiración rozándole la piel.

—¿Quieres que te dé un beso? —preguntó la muchacha.

—¿Por qué no? —dijo Lope. Ya no reconocía su propia voz. Estaba rígido como un palo, inmóvil. Entonces sintió los labios de la muchacha sobre su boca, dulces y suaves a pesar de la ligera presión, y, de pronto, sintió que algo se abría paso entre sus dientes y tardó en comprender que era la lengua de la chica, que se había metido, ágil e inquieta, dentro de su boca. Por un terrible instante, Lope pensó que la muchacha lo había seducido sólo para introducir en él una misteriosa magia. Pero el pensamiento desapareció tan rápidamente como había venido, mientras la chica se arrimaba aún más a Lope y rodeaba su cuello con los brazos. Lope ya no pensaba, simplemente dejaba que la muchacha hiciera con él lo que quisiera. Se entregó expectante a sus labios, a su lengua, a sus sabias manos.

Entonces, de repente, la voz de la señora retumbó en sus oídos como un ruido espantoso rasgando el silencio. La muchacha se separó de Lope y se levantó de un brinco, y Lope la vio ir hacia la cortina atusándose el pelo al caminar.

—¡Mira! —llamó la mujer—. ¡Mira!

La muchacha desapareció tras la cortina, y Lope escuchó que la mujer le decía algo. Al volver, la chica se detuvo en la abertura de las cortinas y le hizo una señal para que se acercara.

—¡Ven! —le llamó con voz contenida, y cuando ya Lope estaba a su lado, añadió en tono muy bajo—: La señora quiere que vayas con ella. —Su voz sonaba sofocada, y Lope creyó ver que las manos le temblaban al apartar la cortina, pero no tuvo tiempo de pensar en ello.

La mujer seguía sentada en el mismo lugar, recostada perezosamente entre los cojines. El capitán estaba a su lado, a cierta distancia, cerca de la pared, tumbado de espaldas, con las piernas y los brazos estirados y la cabeza ladeada. Daba ronquidos irregulares y entrecortados.

—Siéntate, pequeño —dijo la mujer señalando con mano desidiosa el espacio junto a ella. Lope vaciló. Estaba alerta, no había olvidado los ojos con que la mujer había seguido el dinar de oro que el capitán le había arrojado. Se detuvo a dos pasos de la mujer. Ella golpeaba impaciente con la palma de la mano el cojín que tenía a su lado y, al ver que Lope seguía remiso, se inclinó hacia él y lo atrajo hacia sí tirándole del cinturón. La mujer sonrió a Lope con expresión ausente y le alcanzó la jarra de vino.

—¡Bebe, pequeño! ¡Bebe conmigo!

La jarra estaba llena en una cuarta parte, y, por lo visto, el resto se lo había bebido ella sola. Movía la lengua con torpeza, y le costaba trabajo mantener la cabeza erguida. Instó a Lope a beber más. Se puso a hablar del vino, cómo lo había conseguido, lo caro que era, el trabajo que le había costado conseguirlo, la desvergüenza con que el vinatero había intentado estafarla. Siguió instando a Lope a beber más y más, y cada vez que se inclinaba sobre él, se ensanchaba un poco más la abertura del vestido.

Lope sentía que el vino se le estaba subiendo a la cabeza, e intentó apartarse de la mujer para escapar de sus manos, pero ella ya lo tenía cogido con fuerza.

—¡El capitán! —dijo Lope en un desesperado intento de espantar a la mujer.

—El capitán no despertará hasta la mañana —dijo ella, al tiempo que sus manos se metían entre los cabellos de Lope y empujaban la cabeza de éste hacia su pecho. Y Lope se sumió en una nube de perfume de rosas, vaho de vino y olor a sudor, se sumió en esa carne suave, blanca, tibia, se rindió a las manos de la mujer, que parecían conocer cada parte de su cuerpo, dejó de defenderse. Oyó la voz de la señora, ronca y extrañamente excitada, se tumbó entre los cojines, sintió el peso de la mujer posándose sobre su cuerpo y vio a través del velo de sus cabellos al capitán, con la boca abierta al dormir, los amarillentos dientes de caballo, las bolsitas de saliva que le colgaban de la comisura de los labios. Cerró los ojos. En algún lugar de su cerebro bullía la idea de que era la negra Doda quien lo tenía entre sus brazos, la bella Doda, con la que soñaban todos los hombres del campamento; y pensó qué dirían cuando se lo contara. Y, por un instante, pensó también en la muchacha que esperaba allí fuera, en el dulce contacto de sus labios sobre su boca, y lo acosó también el recuerdo inquietante del dinar de oro escondido en su cinturón. Pero entonces le ocurrió algo que extinguió todos sus pensamientos, arrojándolo a un desenfrenado remolino que lo arrastró consigo como un violento torrente.

25
BARBASTRO

LUNES 27 DE SIWÁN, 4824

14 DE JUNIO, 1064 / 25 DE DJUMADA II, 456

Día trigésimo noveno del sitio según la cuenta oficial, que empezó el día en que los señores entregaron ante las puertas de la dudad sus escritos sellados exigiendo la capitulación. Por lo visto, también en la guerra se presta gran atención al orden y al derecho, lo cual no deja de ser desconcertante para un civil como yo, que imaginaba la guerra como algo mucho más incivilizado. La guerra empieza sólo cuando se ha entregado formalmente al adversario la declaración de guerra. No se habla de conseguir un botín; los señores sólo defienden sus derechos. El rey de Aragón ha manifestado en su escrito que Barbastro tiene que reconocerlo como soberano, porque, según un antiguo derecho, la ciudad estaba sometida a sus antepasados. Sire Robert Crispin, el jefe de nuestra tropa, afirma incluso que toda Andalucía pertenece por derecho a su señor, el obispo de Roma. Los señores franceses quieren devolver a los habitantes cristianos de Barbastro sus antiguos derechos. Al parecer, toda la campaña esta montada sólo para reimplantar antiguos derechos.

También la realidad de la guerra parece distinta de lo que yo esperaba. Hasta ahora no había combates de ningún tipo, ni ataques, ni ruido de espadas. De tanto en tanto caen unas pocas flechas, cuando alguno se atreve a acercarse demasiado a las murallas de la ciudad, o caen un par de proyectiles de catapulta sobre el lugar donde se construye la torre de asedio; nada más. Todo está en calma. Los unos esperan lo que puedan hacer los otros. Por una parte, está la ciudad, segura al amparo de sus altas murallas; frente a ella, los sitiadores, igualmente atrincherados detrás de fosos, muros y palizadas, como si también ellos estuvieran sitiados. En el centro, una especie de tierra de nadie, en la que ambas partes pueden moverse con relativa libertad. Durante el día es usual ver gente de la ciudad ocupándose tranquilamente de sus huertos fuera de las murallas. Y hasta hace poco incluso enterraban a sus muertos en el cementerio, que se encuentra entre nuestro campamento y el al–Qasr. (Dejaron de enterrarlos fuera de las murallas de la ciudad sólo cuando cierta gentuza empezó a desenterrar a los recién sepultados para robarles las joyas y las mortajas). De hecho, en las primeras semanas del sitio un observador sin experiencia, como yo, podía llevarse la impresión de que la guerra no es más que una competición inofensiva, más bien incruenta, en la que las armas sirven sólo para hacer ruido, no para matar.

En cualquier caso, desde hace algún tiempo puede intuirse que esta calma ya no durará demasiado. El aburrimiento de la vida en el campamento se ha transformado en una perniciosa irritabilidad, que puede descargarse en terribles peleas entre los soldados y violentas disputas entre los señores. El ejército de sitio ya no es una tropa unida. Cada unidad vigila celosamente el territorio que ocupa. Caballeros franceses atacan a gente del rey de Aragón cuando regresan de alguna expedición punitiva, y les arrebatan el botín. Una tropa de arqueros de nuestro campamento ha obligado a los tolosanos, que tienen su campamento más al este, a orillas del río, a soltar tres fugitivos. Hubo dos muertos. Los señores discuten sin cesar sobre cuestiones tácticas y sobre el reparto del esperado botín.

Por otra parte, los más juiciosos están convencidos desde hace tiempo de que tan sólo existe una mínima posibilidad de tomar la ciudad. Las murallas son demasiado fuertes, y en la ciudad no faltan víveres ni agua. Los hombres del rey de Aragón están construyendo una torre de asedio, con la que acometerán contra la parte más estrecha del al–Qasr, que está especialmente fortificada. Los expertos afirman que es una empresa sin esperanzas. Nuestro sire también está construyendo una torre móvil del mismo tipo, a mitad de camino entre el campamento y la ciudad. Cuando esté terminada, será llevada por la gran plaza a la muralla sureste de la ciudad. Pero aún faltan como mínimo seis semanas para que esté terminada, y entonces aún habrá que llenar el foso de tierra para poder acercar la torre a la muralla.

Por eso, las esperanzas de los sitiadores se concentran en el suburbio, protegido sólo por el río, que en esta época del año no representa un obstáculo, y por la palizada, que no parece infranqueable. Además, el suburbio está repleto de campesinos de los alrededores, y hay hambre, como sabemos de boca de los fugitivos que intentan huir de la ciudad al caer la noche. El número de esos fugitivos ha aumentado considerablemente en los últimos días. Intentan escabullirse entre los campamentos y escapar del cerco bordeando el río. Los franceses y la gente del conde de Urgel vigilan cada noche. Muchos fugitivos son capturados y robados, y, si son jóvenes, vendidos a los traficantes de esclavos, que ahora pululan por los campamentos cercanos al suburbio.

Entretanto, también en nuestro campamento empieza a decirse que donde puede conseguirse un buen botín es en el suburbio, más que en el sector que nos corresponde. Muchos salen secretamente por la noche a buscar su parte. Desde hace unos días, circulan también rumores de que se ha planeado un ataque al suburbio. Según parece, los rumores se están confirmando, y todo apunta a que el ataque tenga lugar mañana. Por lo visto, el rey de Aragón ha intentado impedirlo hasta el último momento, con la esperanza de que se pudiera obligar a toda la ciudad a negociar la rendición cuando el hambre se hiciera insoportable en el suburbio. Esta mañana, el rey ha convocado en asamblea a todos los comandantes del ejército de sitio. La mayoría de los señores franceses acantonados frente al suburbio, lo mismo que el conde de Urgel, no se han presentado a la asamblea, según me he enterado por boca de nuestro hidalgo español.

Y hay también otros indicios. Según información de Ibn Eh, los caballeros franceses sólo están obligados a servir a sus señores en la guerra hasta un máximo de cuarenta días al año. Mañana se cumplirán cuarenta días desde que se inició el sitio. La fecha también parece jugar un papel importante. Según el calendario cristiano, mañana es 15 de junio. En los campamentos de los franceses corren historias de un caballero llamado Roland, un vasallo del gran emperador franco Carolus. Según dicen, monjes franceses cuentan todo tipo de hazañas heroicas de este caballero, y trovadores cantan sobre él. Las historias narran que este caballero habría marchado con el emperador a Andalucía, habría vencido en duelo a varios caballeros del príncipe de Zaragoza y, al regresar con la retaguardia del ejército imperial, habría caído en una emboscada en el paso de Roncesvalles, encontrando allí la muerte. Al parecer, estas historias se cuentan para despertar sentimientos de venganza en los caballeros franceses y su séquito. En cualquier caso, muy sugestivo es que se dé como fecha de muerte de este Roland el 15 de junio.

También en nuestro campamento reina hoy una inusual actividad, a pesar de que estamos al otro lado de la ciudad y de que sólo un pequeño extremo del sector normando limita con el suburbio. Nadie sabe nada en concreto, pero todo el mundo parece olerse algo. Y ya he comprobado que los soldados tienen un olfato muy fino.

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