El puente de Alcántara (48 page)

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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

BOOK: El puente de Alcántara
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Yunus miraba al monje, completamente desconcertado. ¿De qué estaba hablando ese hombre? ¿Qué quería de él? En Conques se había topado con él muy a menudo, y jamás habían tenido siquiera una discusión. ¿Qué podía tener ahora contra él?

—¡Oíd cómo este hechicero judío invocó al demonio para perder a nuestro hermano! —continuó el monje en voz más alta—. Se encontraron en un lugar secreto, y el Príncipe del Infierno dijo a nuestro cofrade:

»—Si quieres participar de las enseñanzas ocultas de la magia, debes hacerme una ofrenda.

»Y nuestro cofrade, en su ceguera, le preguntó:

»—¿Qué ofrenda debo hacerte?

»Y Satán respondió:

»—Debes ofrecerme aquello que más ama el hombre.

»Nuestro cofrade preguntó entonces:

»—¿Y qué es eso, oh, Príncipe de las Tinieblas?

»Y Satán le respondió:

»—Es el flujo de tu semen; dame tu semen y serás maestro en todas las ciencias de la magia y conocerás los secretos de los libros sellados.

»Eso fue lo que dijo Satán a través de este judío, que es su discípulo y su siervo fiel; y, en verdad, lo dijo a un sacerdote consagrado. ¡Ay, infame sacrilegio! ¡Ay, terrible, maldito suceso!

Los espectadores hicieron la señal de la cruz, algunos lanzaron suspiros y otros se pusieron a rezar. Una mujer repetía una y otra vez, siempre en el mismo tono agudo y sollozante, el mismo versículo de la Biblia. Yunus veía con espanto cómo se convertía la hostilidad de los rostros en odio declarado. Pero todavía era incapaz de comprender lo que estaba ocurriendo. ¿Cómo era posible que esa gente creyera a ese hombre, que evidentemente estaba loco? ¿Por qué a ninguno se le ocurría preguntarle si él había estado presente en ese supuesto encuentro con el diablo? ¿Cómo sabía con tanta exactitud qué se había dicho en ese encuentro? ¿Cómo era posible que nadie desconfiara de sus palabras?

—¡Prestad atención! —continuó el monje, gritando a voz en cuello—. ¡Prestad atención a lo que os voy a decir, ovejas de Cristo! Este hermano entregado al demonio empezó a tener trato con una monja y se la llevó a escondidas a su celda, para hacer con ella lo que el demonio y este judío le habían encargado. Y cuando el abad, preocupado por su cofrade, fue a ver qué ocurría, aquel siervo indigno del Señor transformó a la mujer en una perra gracias a las artes mágicas que este diabólico judío le había enseñado, consiguiendo así ocultaría al abad. ¡Todo esto os digo! ¡Lo le visto con mis propios ojos y puedo jurarlo ante el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo! —Dio un paso hacia Yunus y le apuntó con la cruz, como con un arma—. ¡Y este judío, este hereje y enemigo de nuestro Señor Jesucristo, fue quien entregó al demonio esa alma desgraciada! ¡Fue éste quien lo hizo!

Se acercó aún más, y con él los que estaban a su lado. El círculo se estrechó, y Yunus advirtió que los dos guardias empezaban a apartarse cautelosamente de él.

—¡Fue éste! ¡Éste de aquí! —gritó el monje. Estaba a menos de tres pasos de distancia. Yunus veía la cruz ya casi sobre su rostro, y veía las caras deformadas de la gente, en las que el odio finalmente había ganado la partida al temor que los había contenido hasta entonces.

—¡Éste es el culpable! ¡Este judío!

Yunus se quedó inmóvil, incapaz de moverse. Cerró los ojos para no ver cómo caían sobre él y bajó la cabeza, impotente, incapaz de pensar y rígido como un animal a punto de ser sacrificado. Y esperó lo peor. Hasta que de pronto llegaron a sus oídos unos gritos, órdenes enérgicas y el sonido de cascos de caballos.

—¡Dejad paso! ¡Dispersaos! —dijo una voz acostumbrada a impartir órdenes.

Yunus abrió los ojos y vio acercarse a dos jinetes que metían sus caballos entre la multitud sin ningún miramiento. El que iba delante era desmedidamente alto, de piel clara y cabello rubio, imberbe y con un corte de pelo como Yunus no había visto jamás: toda la nuca afeitada hasta lo alto de la cabeza, los cabellos de la coronilla cortados del tamaño de una uña y más largos conforme se aproximaban a la cara, hasta caer sobre la frente en un mechón hirsuto. El hombre detuvo su caballo junto a Yunus y esperó a que el segundo jinete llegara a su lado. Entonces ambos hicieron girar a sus caballos sobre las patas delanteras, deshaciendo con esta sencilla maniobra el circulo que se había formado alrededor de Yunus. Sólo cuando se encontraba a cubierto entre los dos caballos, Yunus advirtió que otros dos jinetes habían acudido también en su auxilio: el hidalgo español que los había acompañado desde Sevilla y su mozo.

La siguiente hora la pasó Yunus como en sueños, siempre al borde de un desmayo y, al mismo tiempo, completamente despierto. Lo llevaron a una tienda llamativamente grande. Allí lo recibió un criado negro, y éste mismo lo condujo ante un hombre que, hablando un árabe muy fluido, se presentó como hijo de un qa'id; era de origen árabe, natural de Sicilia, y había sido vasallo del emir de Palermo, aunque ahora estaba al servicio de un señor normando. El hombre padecía una hinchazón en su mano derecha, que ya alcanzaba el doble de su tamaño normal. Un quiste de pus que un curandero había cortado demasiado pronto, por lo que se había formado un nuevo quiste debajo del primero, que entretanto ya afectaba a todo el brazo. La franja roja que indicaba el avance de la infección llegaba ya hasta el codo.

Yunus retiró el vendaje, hizo un corte y lavó el quiste abierto con clara de huevo y vinagre. Una vez terminada la operación, se acercó el barón normando, un gigante de cara roja y cabello pajoso, y preguntó, sinceramente preocupado, por el estado del enfermo, como si se tratara de un pariente cercano. Resultaba increíble. Un musulmán siciliano al servicio de un señor normando, en pleno campamento de los caballeros franceses en campaña precisamente contra esos musulmanes de los que formaba parte el siciliano.

Pero fue aún más increíble cuando llevaron a Yunus a otra tienda, donde le esperaba Ibn Eh. Éste le informó de que el barón normando, llamado Robert Crispin, era además vasallo del obispo de Roma, a quien toda la cristiandad reconocía como papa y señor supremo.

—Estos normandos parecen ser un pueblo muy singular —explicó Ibn Eh con admiración—. Muy pragmáticos, muy distintos de los franceses. Este Robert Crispin, su jefe, hasta aceptó mi pagaré sin titubeos.

—¿Qué pagaré? —preguntó Yunus.

—Le propuse que nos rescatara —respondió Ibn Eh con una sonrisa de satisfacción—. Acto seguido, habló con el conde Ebles de Roucy y acordaron un rescate de cien dinares de oro. El barón pagó al conde francés con una silla de montar que, para ser sinceros, no vale ni cincuenta dinares. Y yo le extendí a cambio un pagaré por cien dinares. También son muy hábiles para los negocios, estos normandos.

Yunus sabía que Ibn Eh había calculado perder tres o cuatro veces esa suma.

—¿Y por qué aceptó meterse en este asunto? —preguntó Yunus.

—Necesitaba un médico —respondió Ibn Eh—. El siciliano es su mano derecha. Por lo visto, le tiene una gran estima.

—¿Significa eso que estamos en libertad o simplemente que hemos cambiado de señor y ahora somos prisioneros de estos normandos? —preguntó Yunus en un súbito rapto de desconfianza.

Ibn Eh se encogió de hombros y estiró los brazos.

—Yo diría que ahora tenemos un nuevo señor, del cual podemos sentimos bastante satisfechos —contestó sin amargura.

—¿Quieres decir que nos obligará a marchar con él?

Ibn Eh lo negó balanceando suavemente la cabeza y, alegre, dijo:

—Pero, naturalmente, iremos con él. Escribiré a mi hijo diciéndole que se quede en Le Puy hasta que hayan pagado todos mis deudores y la situación se haya normalizado, y que luego vaya a Narbona y coja allí un barco a casa, como estaba previsto. Y nosotros cruzaremos las montañas a salvo bajo la protección de estos normandos; hasta llegar a Barbastro.

—¿Hasta Barbastro? —preguntó Yunus.

—La ciudad que quieren atacar —dijo Ibn Eh en voz baja y hablando de pronto en hebreo.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Yunus.

—Me lo ha dicho el siciliano —contestó Ibn Eh, añadiendo rápidamente—: Desde Barbastro hay sólo tres días de viaje a Zaragoza, y tan pronto como lleguemos a Zaragoza estaremos a salvo. Como ves, no tenemos de qué preocuparnos. —Miró a Yunus de reojo, y, al ver que sus palabras no habían causado el efecto deseado, se levantó rápidamente, lo cogió del brazo y lo ayudó a ponerse de pie—. Ven, amigo —dijo, intentando infundirle ánimos—. Tengo otra sorpresa para ti. Estos normandos también son muy civilizados. Tienen una tienda especial para tomar baños. Te he mandado preparar un baño.

Yunus cerró los ojos. Cada movimiento hacía latir un dolor agudo en su cabeza.

—¡Hoy es sabbat, Etan! —exclamó sin levantar la voz.

—Lo sé —respondió Ibn Eh, sin hacerle ningún caso. Tirando de Yunus con suave energía hacia la salida de la tienda, añadió—: Pero creo que esta vez Dios nos perdonará. Hoy no es un sabbat corriente, Yunus, hoy no.

23
ZARAGOZA

DOMINGO 5 DE DJUMADA 1,456

6 DE IYAR, 4824 / 25 DE ABRIL, 1064

El sol estaba muy bajo sobre el horizonte oeste; una brillante esfera roja cuyo borde inferior ya se posaba sobre las montañas. El amplio valle del Ebro yacía bajo las últimas luces del día, y un finísimo velo de niebla flotaba sobre la tierra, envolviendo a los pequeños pueblos blancos que destacaban sobre el verde oscuro de las huertas como perlas dispersas sobre una alfombra teñida por el moho.

Ibn Ammar dirigió la mirada hacia el este y, como siempre que veía la ciudad bajo la luz del crepúsculo, volvió a quedar hechizado por el paisaje. Desde su llegada a Zaragoza, había cruzado ya varias veces a última hora de la tarde el gran puente de piedra del Ebro y, atravesando los suburbios, había caminado aproximadamente media milla río arriba hasta llegar a una colina que ofrecía unas hermosas vistas, desde donde podía disfrutar del paisaje de la ciudad desvaneciéndose en el crepúsculo. Era una imagen fascinante: sobre la desidiosa corriente del río se levantaba casi treinta codos una muralla de imponentes sillares ennegrecidos por el tiempo, y sobre esta gigantesca pared negra flotaban las blancas casas de la ciudad, que brillaban misteriosamente bajo la luz crepuscular, como si la mano de un espíritu las sostuviera a mitad de camino entre el cielo y la tierra. De ahí que los geógrafos llamasen a Zaragoza «la ciudad flotante». Quien la veía por primera vez, creía por fuerza que se trataba de un milagro. En realidad, el fenómeno tenía una explicación muy sencilla. Detrás de la muralla de la ciudad, el nivel de la calle estaba sólo cinco codos por debajo de lo alto de la muralla. Por eso las casas sobresalían tanto. Pero aunque uno lo supiera, la imagen de la ciudad no perdía su encanto.

Desde el palacio nuevo la vista no era tan impresionante. El lugar era demasiado alto. El príncipe había concedido excesiva importancia a que las habitaciones más altas de su nuevo palacio superaran en un buen trozo la altura de los tejados de la ciudad.

El madjlis en el que se encontraban estaba en la torre este. Una cúpula sencilla, que descansaba sobre delgados pilares, permitía ver desde cualquier punto el río, las montañas cubiertas de nieve, al norte, y la imponente ciudad, que se extendía mil pasos río arriba, a orillas del Ebro. Era el madjlis verde, como se lo llamaba por los mosaicos de plantas de color verde sobre oro que adornaban la bóveda de la cúpula y por los numerosos tiestos con plantas esparcidos sobre la plataforma de la torre, que creaban la ilusión de que uno se encontraba en el quiosco de un amplio parque y no en el prominente bastión de un palacio construido como fortaleza inexpugnable.

Ibn Ammar disfrutaba por primera vez del gran honor de haber sido invitado a la corte del príncipe. Además de él, había tan sólo otros dos convidados: un shaik sesentón de barba blanca y descuidada y ojos astutos, que estaba considerado un importante astrólogo y había sido llamado a la corte ya por Sulaimán ibn Hud, el padre del actual príncipe; y Abú'l–Fadl Hasdai, a quien Ibn Ammar debía agradecer la invitación. Éste era un hombre tan sólo dos o tres años mayor que Ibn Ammar, elegante, juicioso y muy bien informado de todo cuanto ocurría en el reino del príncipe y las otras cortes de Andalucía y de los reinos españoles. Un judío de quien se decía que tendría todas las posibilidades de suceder al viejo hadjib con sólo declararse dispuesto a convertirse al Islam. Era uno de los pocos que siempre tenía acceso al príncipe. Administraba su fortuna, controlaba las finanzas, ocupaba el cargo de emil supremo, y contaba con su ilimitada confianza, lo que hacía de él uno de los hombres más poderosos del reino de Zaragoza.

Ibn Ammar estaba sentado frente al príncipe, separado de él sólo por una mesa baja de ajedrez. Ahmad Abú Djafar ibn Sulaimán ibn Hud al–Muktadir, príncipe de Zaragoza, señor de todo el fértil valle del Ebro, desde Tudela hasta casi la costa, desde Huesca, al pie de los Pirineos, hasta Medinaceli, la colosal fortaleza de la frontera con Toledo. Cuarenta años de edad, alto, de una seriedad rayana en la reserva. Un monarca severo, que imponía en su corte y en todo su reino un gobierno muy estricto, aunque sin las arbitrariedades de al–Mutadid de Sevilla. La corte de Zaragoza no conocía el lujo y la ostentación de las cortes principescas de Andalucía; la atmósfera era aquí más sobria, más fría y, debido a las constantes luchas por defender las fronteras, también más marcial. Comandantes de tropas y fortalezas daban el tono en la corte, y, en lugar de poetas y literatos, al–Muktadir prefería la compañía de científicos, astrónomos, geógrafos, botánicos y agrónomos.

Que Ibn Ammar hubiera conseguido introducirse en la corte no se debía a su fama como poeta, sino a su habilidad como ajedrecista. El príncipe jugaba muy bien, pero el placer que le deparaba el juego disminuía por el constante recelo de que sus adversarios le daban ventaja. Así pues, Ibn Ammar se esforzaba por no mostrar flaquezas en su juego, siguiendo el consejo de Abú'l–Fadl Hasdai, quien le había explicado que el príncipe prefería una derrota ajustada ante un adversario de reconocida valía a una victoria regalada.

Pero no era únicamente su talento para el ajedrez lo que había permitido la rápida ascensión de Ibn Ammar en Zaragoza. Eh visir judío tenía también otros motivos para interesarse por él. Habían llegado importantes noticias de Sevilla. Se decía que Ismael, el primogénito del monarca sevillano, se había enemistado con su padre. Se decía que el príncipe heredero se había quejado públicamente de haber sido enviado por su padre, con un ejército insuficiente, a una absurda campaña de primavera contra Córdoba. Y estaba irritado por la manera en que el monarca mostraba abiertamente su predilección por el príncipe Muhammad, su segundo hijo, sólo porque éste ya le había dado tres nietos, mientras que el príncipe heredero, quien sólo trataba con hombres, hasta ahora no había tenido ningún hijo.

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