El puente de Alcántara (36 page)

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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

BOOK: El puente de Alcántara
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Los signos eran tan favorables que en un primer momento Ibn Ammar pensó que todo aquello no era más que un mero engaño. Pero como el príncipe heredero mandó despedir inmediatamente a su viejo astrólogo al enterarse de las afirmaciones del egipcio, y como en la corte no había un segundo especialista que pudiera confirmar los fabulosos cálculos del nuevo taumaturgo, Ibn Ammar no tardó en desechar sus sospechas y empezó a concebir un plan que tendría que poner en práctica aquel consabido viernes.

Ibn Ammar encontró al astrólogo en el salón que sería el escenario de la fiesta. Con él estaba el arquitecto que había diseñado la decoración.

—¿Todo a tu gusto? —preguntó Ibn Ammar.

El egipcio sacó hacia fuera el labio inferior y se encogió de hombros.

—En general, sí —dijo, y, con la voz atormentada de un hombre que siente sobre sus hombros todo el peso de la responsabilidad, añadió—: Sólo quedan dos o tres detalles en los trajes. —Dicho lo cual salió por la puerta que llevaba a la habitación donde las muchachas preparaban su entrada en escena. Bajo su dignísima careta de erudito, el egipcio era un viejo verde que mostraba especial predilección por las chicas muy jóvenes.

Si su arrogancia sigue en aumento, un día de estos meterán en su cama a una puta muy jovencita con alguna enfermedad venérea, pensaba Ibn Ammar sin odio.

Dos criados se pusieron a encender las lámparas. Desde los cojines en que debían sentarse el príncipe y sus invitados, se veía el sorprendente panorama de un paisaje desértico, que, a pesar de las pequeñas dimensiones del salón, producía una impresión de inesperada amplitud. El suelo estaba cubierto de arena blanca. Ocho cargas de mulo de la más fina arena de la costa, que el arquitecto había mandado traer de Cartagena. En el fondo había una blanca duna, que subía tan suavemente como el muslo de una mujer tumbada a su lado, y caía tan empinada como la curva de su cadera. De la superficie de arena se levantaban, colgando de todas las paredes del salón, tapices del mismo blanco que la arena, que se superponían casi imperceptiblemente. Sobre éstos se había trazado la vaga línea de un horizonte, y, encima, un cielo verde azulado que iba oscureciéndose a medida que se acercaba a la bóveda que remataba el salón. A la izquierda brotaban de la arena unas cuantas palmeras de hojas muy verdes y pesados racimos de dátiles brillantes como la miel. Ante las palmeras, un pozo, una hoguera y un espacio libre. Justo a la derecha, ocupando más de un tercio del salón, una gran tienda beduina con una cubierta de seda color azafrán. Era un paisaje que evocaba involuntariamente antiguos poemas.

El príncipe heredero era un gran aficionado a la antigua poesía árabe. Adoraba a los héroes de la lírica beduina clásica: Ibn Shaddad, Abú Nuwas, al–Muzani. Le gustaban, sobre todo, las historias, siempre recurrentes, del joven jinete del desierto que, enamorado y desdichado, sigue las huellas de la tribu de su amada y, cuando por fin llega a su campamento, no encuentra más que el cubo vacío junto al pozo y las cenizas frías de la hoguera. Esa noche de fiesta, Hassún ibn Tahir viviría la historia tal como la describía su poema favorito. Pero con una diferencia: esta vez, la muchacha no habría abandonado el campamento, su tienda seguiría junto al pozo. Ella regresaría. Lo recibiría en su tienda al amanecer. Exactamente en la primera hora del día.

El príncipe heredero apareció exactamente a medianoche, acompañado de sus dos amigos. Ibn Ammar había decidido que la fiesta empezara a esta hora tan tardía para que el príncipe no dispusiera de mucho tiempo que dedicar al vino. Pero, al parecer, esta medida de precaución había sido en vano. Hassún ibn Tahir había estado bebiendo antes de la fiesta. Estaba de un humor extrañamente exaltado. Tenía manchas de excitación en las mejillas, soltaba risitas y hacía muecas. En cualquier caso, le agradó, por lo visto, la decoración.

—Bonito —dijo—. Muy bonito, encantador. ¡Muy, muy bonito y encantador!

Su alegría se incrementó aún más cuando el egipcio empezó a explicarle con qué refinamiento habían ajustado el decorado a las dos estrellas afortunadas del día.

—Si me permitís haceros reparar en los colores, señor. Como podéis ver, son los colores de Júpiter. El blanco de la arena, el verde de las palmeras y el cielo, el amarillo de la tienda.

—¡Los colores de Júpiter, naturalmente! —dijo el príncipe heredero—. ¡Muy excitante! ¡Una idea magnífica!

—Y si me permitís dirigir vuestra atención hacia los perfumes, señor. Son los aromas de Júpiter y Venus: alcanfor, almizcle, bálsamo.

El príncipe heredero olisqueó el ambiente.

—Es verdad, alcanfor y almizcle, cierto; el almizcle corresponde a Venus. Magnífica idea.

El príncipe levantó la mano en gesto de rechazo cuando el egipcio quiso seguir sus explicaciones. El también era aficionado a la astrología, y quería descubrir por sí mismo las correspondencias del decorado con los astros.

Ibn Ammar lo acompañó a la tienda y retiró la cortinilla que colgaba de la entrada. El interior de la tienda era un jardín de Venus verdaderamente seductor, un nido de amor decorado con velos y tapices de seda bordados con flores y pámpanos, flores de almendro y jazmines. El lecho era un prado cubierto de flores y lilas; las sábanas, como cosidas con hojas; los cojines, como cubiertos por brillante musgo verde. En el dosel de la cama, la prometedora constelación había sido bordada en el signo de tauro; de la cabecera colgaba una lámpara con ocho discos de cristal ordenados a imitación de las Pléyades. Hassún Ibn Tahír echó una rápida mirada al interior, volvió a salir y se encogió de hombros; sus ojos mostraban un inquieto centelleo.

—Si, encantador, todo muy bien acomodado, extremadamente bello.

Ibn Ammar dio a los pajes la señal de llenar los vasos. Empezó a sonar una música suave. Era un pequeño grupo musical elegido por Ibn Ammar acorde a la intimidad de la fiesta: dos laúdes, una chirimía grave. Los tres músicos estaban sentados en el borde posterior del bosquecillo de palmeras, ocultos tras unas cortinas. El príncipe heredero no prestó atención a la música; empezó a beber de inmediato. Parecía muy nervioso, le temblaba la mano al llevarse el vaso a la boca y un tic incontrolado se había adueñado de la comisura derecha de sus labios. Para distraerlo, Ibn Ammar adelantó la actuación de la cantante a la que había anunciado como sorpresa.

Entró la cantante, hermosa como una hurí del paraíso, y se sentó en el borde del pozo. Era Nardjis, la qayna de la casa de Ibn Mundhir, el comerciante en paños, la cantante por la que el sabí había perdido el corazón.

Ibn Ammar la había comprado por encargo de la Gallega pocos días después de su encuentro nocturno con el sabí en el parque de la casa de campo de Ibn Mundhir. Había cabalgado hacia Murcia y había visitado al comerciante en su despacho del bazar. Su intención había sido evitar que la muchacha fuese a parar a manos de Muhammad ibn Tahír, el hermanastro del príncipe heredero, como regalo político. Lo había hecho pensando no tanto en el sabí como en las esperanzas que la Gallega había depositado en él. El sabí sólo entraba en sus planes indirectamente.

Ibn Ammar tenía claro que no podría ayudar a que Hassún ibn Tahír tuviera un hijo a menos que consiguiera tener una persona de confianza en el harén del palacio, una mujer de cuya lealtad pudiera estar seguro y que tuviera la posibilidad de reunir información y transmitir noticias. El hecho de que había dado refugio al sabí en su casa era la garantía que le aseguraría la colaboración y el silencio de la qayna.

Cuando la compró, la muchacha había adelgazado terriblemente; estaba enferma de preocupación, como una flor azotada por la escarcha. Pero la noticia de que su amado estaba a salvo la había hecho reflorecer rápidamente. Y la esperanza de volver a verlo la había convertido en una dócil herramienta en manos de Ibn Ammar.

El poeta la contempló con los ojos sólo entreabiertos. Llevaba puesto el traje de pompa propio de las muchachas beduinas del Hijaz. Muchas joyas de oro, el cabello artísticamente trenzado. Era aún más hermosa de lo que recordaba Ibn Ammar. También su voz había cambiado; ahora era más plena, más delicada, como si el dolor la hubiera hecho madurar. Cantaba con tan indecible belleza, que uno podía imaginar que todo el espacio cantaba con ella, la curvatura de la cúpula, las hojas de las palmeras, el vino de los vasos.

Hasta el propio príncipe parecía extasiado. Había olvidado el vino y los nervios, y escuchaba atento con la cabeza ladeada. Cuando Nardjis quiso dar por terminada su actuación después de tres canciones, el príncipe le pidió que cantara una más. Cuando la muchacha se acercó para recibir los aplausos y el regalo acostumbrado, el príncipe la rechazó casi aterrorizado. El anillo que había pensado regalarle se lo hizo llegar a través de un paje.

Sólo después de que Nardjis abandonara el salón recuperó el príncipe su locuacidad, elogió con gran entusiasmo la actuación de la qayna, su canto. Elogió también a Ibn Ammar por la excelente sorpresa.

—¡Maravilloso! ¡Realmente maravilloso! ¿Cuánto has pagado por ella, Abú Bakr?

—Seiscientos meticales, señor —respondió Ibn Ammar.

—Vaya, seiscientos, buena compra, tiene una voz muy bella, muy agradable. —Pero a continuación puso la primera objeción. Ibn Ammar ya la esperaba—: Quizá la nariz demasiado afilada, ¿no creéis, amigos? Y es un poco demasiado delgada para ser una madjula. —Dirigiéndose a Ibn Ammar, comentó—: No es que quiera decir que no vale el precio que has pagado por ella. De ningún modo. Sólo que me sorprende que Ibn Mundhir te la haya vendido tan barata. —Con repentina desconfianza, añadió—: ¿Y si estuviera enferma? ¿La hiciste examinar por un médico antes de comprarla?

Era su manera habitual de enfrentarse con una mujer que le inquietaba. Ibn Ammar ya lo conocía bastante bien. Ya podía uno presentarle al príncipe las más hermosas bailarinas, las djawari más selectas, muchachas tiernas como gacelas, que él siempre tendría que achacarles algo. Buscaba minuciosamente las pequeñas imperfecciones, de las que no están libres ni siquiera las mujeres más bellas y que, a ojos de cualquier otro, no hacen más que resaltar esa belleza. Pero el príncipe se aferraba a esas pequeñísimas manchas, las exageraba, las agrandaba hasta el punto de que ni siquiera la belleza más excitante se salvaba de ser pasto de sus palabras. Era su manera de enfrentarse con la incapacidad que Dios le había impuesto. Criticaba tanto a las mujeres que deseaba, que finalmente ya no le parecían apetecibles. Ibn Ammar había presenciado aquello varias veces, y había comprendido que el milagro que esperaba la vieja gallega no se produciría jamás por sí mismo. Ni por la más deseable de todas las mujeres ni por los hechizos de los médicos hindúes ni por el egipcio y sus estrellas.

El príncipe heredero se llenó la boca de almendras con sus dedos afilados y preguntó mientras masticaba:

—¿Y cómo has dicho que se llama? ¿Nardjis?

Ibn Ammar asintió.

El príncipe rumió el nombre.

—Nardjis… Nardjis… como esa flor que no soporto. ¡Una flor que no huele! —dijo mordazmente, mirando de reojo a sus amigos, y volvió a dedicarse al vino.

Ibn Ammar había pensado volver a presentar a la muchacha después de la cena, esta vez bailando una danza beduina, pero anuló esa parte del programa, presentando en su lugar un número cómico.

Dos negras indescriptiblemente gordas entraron en escena acompañadas de un enano diminuto maquillado de blanco, que intentaba acercarse a las dos gigantes negras y quedaba aplastado entre sus voluminosas nalgas y sus enormes pechos. El príncipe y sus amigos se entregaron a una desmedida y obscena alegría, superándose unos a otros con historias cada vez más estúpidas, alusiones obscenas y chistes verdes.

—¿Conoces a Ahmad ibn al–Haddad, de Lorca? Ése se traga un cordón de seda de dos codos de largo, grueso como un tallo de paja y con muchos nudos. Y, cuando el cordón empieza a asomarle por el culo, tira de él lentamente. ¡Dice que eso le produce más placer que ninguna otra cosa!

Carcajadas entrecortadas.

—¿Lo has probado tú, Hassún?

—Piensa en lo bien que lo tiene el elefante. Tiene un rabo delante y otro detrás, y un tercero en el medio. ¿Y qué me ha dado Dios a mí?

—Te ha dado una cabeza calva arriba, y otra abajo. ¿Qué más quieres? —carcajadas aún más fuertes, carcajadas como relinchos, carcajadas que obligaban a darse palmas contra los muslos.

Ibn Ammar se alejó en silencio y, sin que nadie lo notara, se coló por la puerta que conducía a la habitación contigua. Habló brevemente con el maestro de baile y con el khasi que dirigía a las bailarinas y mozos que debían presentar el siguiente número. Hizo una señal a Nardjis sin buscarla con la mirada, permitiendo así que ella pudiera acercársele sin llamar la atención. Ibn Ammar no recibía noticias de ella desde hacía una semana. Tenía que hablar con ella, aunque fuera arriesgado. Necesitaba estar seguro de que la mujer de cuya complicidad dependía estaba dispuesta a colaborar. Necesitaba saber dónde se encontraba, si merecía la pena o no seguir con su plan.

—¿Has hablado con ella? —preguntó Ibn Ammar susurrando.

Nardjis asintió.

—¿Y está de acuerdo?

—Yo… yo creo que sí —titubeó la muchacha.

—¿Crees? —preguntó Ibn Ammar espantado—. ¿No se lo has preguntado? ¿No te ha dado una respuesta?

—¿Qué tipo de respuesta esperabais? —dijo ella casi imperceptiblemente—. Es una mujer, y es mucho lo que le pedís.

—También es mucho lo que puede ganar —respondió bruscamente Ibn Ammar.

—Ella lo sabe —dijo Nardjis, apaciguando los ánimos—. Se lo he explicado tal como me lo encargasteis, y ella lo ha comprendido.

—¿Crees que tiene que el valor necesario?

—Sí, eso creo.

—¿Qué edad tiene?

—Dieciséis, diecisiete… es una chica bonita, sana, fuerte. Podría tener muchos hijos.

—¿Es una de las mujeres principales?

—Sí. La presentaron al príncipe hace dos años, pero, según me han dicho, él todavía no la ha hecho llamar ni una sola vez.

Del salón llegaban las carcajadas incontenidas de Hassún ibn Tahir y sus amigos y las risas roncas del egipcio.

—¿Sabe lo que tiene que hacer? —preguntó Ibn Ammar precipitadamente. Tenía que darse prisa, el número cómico del enano blanco estaba a punto de terminar.

—Le he dicho exactamente lo que explicasteis, señor.

—¿Y por qué no me habías hecho llegar noticias tuyas antes?

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