El puente de Alcántara (16 page)

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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

BOOK: El puente de Alcántara
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—¿Qué pasa? —preguntó el joven, susurrando.

El capitán seguía vacilante. Algo le presionaba el pecho desde dentro, le apretaba la garganta.

—¡Corre! ¡Coge uno de los caballos! —dijo de pronto. Su voz sonaba oprimida.

El joven lo miró fijamente.

—¿Yo? —preguntó, inseguro.

—¡Vamos! ¡Ve! —dijo el capitán con aspereza. Su voz estaba nuevamente bajo control.

El joven asintió con la cabeza, enseñando los dientes en una ambigua sonrisa, y echó a correr. Corrió pegado a la palizada, agachado, con pasos cortos y rápidos, las manos casi tocando el suelo. Parecía un gran perro gris, un perro vagabundo en mitad de la noche. El capitán pudo verlo claramente durante todo el trecho, hasta que desapareció entre los caballos.

Los centinelas seguían tumbados en el suelo, inmóviles. Ni una ráfaga de viento que avivara el fuego. Tampoco se veía nada encima de la muralla del castillo; no se oía ni un solo ruido.

El capitán esperó. Esperó con creciente tensión. ¿Por qué tardaba tanto el muchacho? ¿Qué estaba haciendo? No podía tardar tanto en desatar un cabestro de la reata. ¿Dónde estaba?

Miró fijamente la fila de caballos. No se percibía ningún movimiento en las sombras junto a la puerta del parque, donde debía de estar el joven. ¿Qué había pasado?

Se arrastró más adelante para poder ver mejor; se arrastró con el vientre pegado a la tierra casi hasta la mitad del camino, sin separarse de la palizada. Volvió a arrastrarse hacia atrás, esperó tendido en el suelo, tras la esquina de la palizada. Esperó. ¡Santísima Virgen María, dónde estaba el joven!

Entonces lo vio. Vio que se acercaba lentamente, tranquilo, sin prisas, trayendo de las riendas un caballo, una gigantesca sombra negra, espantosamente fácil de reconocer, imposible de dejar de ver. Al capitán le pareció que el joven tenía una lanza en la mano. Vio que el caballo estaba ensillado. Dirigió la mirada hacia los centinelas, que seguían inmóviles. Escuchó que los caballos empezaban a inquietarse junto a la puerta del parque, precisamente allí donde había estado el joven. Pero lo escuchó sólo a medias, pues el joven ya había llegado. Ocultaron el caballo a la vista, tras la esquina de la palizada, y se dirigieron hacia el río, atravesando los campos recién cosechados, alejándose del castillo.

Llevaron al caballo de las riendas hasta llegar al río, luego un trecho por la orilla y a través del agua. Era un animal extraordinariamente grande, una yegua bien alimentada y fuerte de huesos. El capitán montó, cogió la lanza que tenía el joven y levantó al muchacho, sentándolo a la grupa. Quiso decir algo, algunas palabras de reconocimiento, algo que sonara a amigable elogio, pero no se le ocurrió nada.

Y de repente se escuchó un golpeteo de cascos de caballo, aún suave, lejano, pero sin duda procedente del castillo. Lo oyeron los dos al mismo tiempo, y se volvieron a mirar hacia la oscuridad. No se veía nada. Pero el ruido de los cascos se hacía cada vez más fuerte. Se acercaba a ellos; estaba claro que se acercaba a ellos.

El capitán clavó los talones en las ijadas del animal, lo espoleó, haciéndolo galopar pendiente arriba. Cuando habían llegado a la mitad de la pendiente, se volvió en su silla para mirar atrás. El golpeteo de cascos seguía tras ellos, más cercano, cada vez más cercano. El capitán hizo galopar al caballo a un ritmo vertiginoso hacia lo alto de la colina. Notaba que el joven se agarraba a él con todas sus fuerzas.

—¿Cuántos son? —preguntó al joven por encima del hombro.

—No puedo verlos —contestó el muchacho sin respirar.

—¿No los oyes? —gritó el capitán, con voz que delataba miedo—. ¿Cuántos?

—No lo sé —respondió el joven—. Creo que sólo uno.

—¡Uno!

—No lo sé, me parece… ¡Sí, uno!

—¿Sólo uno? —repitió el capitán—. ¿Sólo uno? ¿Por qué solamente uno? —se dijo a si mismo. El miedo se había desvanecido de pronto. Estaba sereno. Se sentó derecho sobre la silla e hizo retroceder unos pasos al caballo. Tenía la lanza cogida por la empuñadura, sentía el mango redondo y áspero en la mano. Intentaba calcular la distancia que aún los separaba de su perseguidor. La ventaja que llevaban era lo bastante grande como para detener el caballo, dar media vuelta y volver a coger velocidad para dar un buen golpe. Suficiente.

Se preparó con fría determinación. Se sentía bien, tan bien como hacía mucho no se sentía. Era como en los viejos tiempos, cuando aún era el hombre del látigo, as–Saut, el barraz del emir de Lérida, el sahib al–Fahs, el maestro de los duelos.

—¡Cógete bien de mí! —gritó al joven—. ¡Abrázate a mí y apoya la cabeza en mi espalda!

Detuvo el caballo, lo hizo dar media vuelta casi sobre las patas traseras y lo echó al galope, apuntando a su objetivo sólo por el oído. Levantó la lanza mientras el caballo se precipitaba hacia delante. La tenía cogida de muy atrás y no llevaba escudo. Tenía que arriesgarse. Ahora ya podía ver la sombra negra acercándose a él, rápido, muy rápido. Dirigió la lanza al objetivo. Su misterioso adversario se aproximaba zumbando. Vio el caballo; no vio al jinete. Hizo pasar la lanza muy pegada a la cabeza del caballo y esperó el golpe. Dio en el vacío. El caballo pasó a su lado como un rayo. El capitán detuvo su cabalgadura con tal violencia que la yegua dobló las patas traseras. Se levantó apoyándose en los estribos, encorvado, sujetándose del pomo del arzón. Respiró hondo, expulsó el aire, y entonces empezó a reír, una risa sin entonación, que sonaba como una tos ronca. El capitán rió, rió a carcajadas.

Se imaginó a sí mismo contando esta historia, pasándolo en grande entre un grupo de amigos. Y rió aún más, lloró de risa. Había atacado a un caballo sin jinete; lo había atacado con la lanza según mandan todos los cánones del combate. No, ni siquiera un caballo. ¡Un mulo! El mulo se acercó con la cabeza erguida y las orejas levantadas, resoplando de satisfacción, saludó a la yegua y frotó la cabeza contra ella, Dios sabe por qué. A lo mejor los dos animales se habían criado juntos; quizá la yegua pertenecía a un infanzón y el mulo a su escudero. En todo caso, se había soltado y salido tras la yegua. Era un mulo fuerte y hermoso, además de muy veloz.

El capitán ayudó al joven a montar en el mulo. Luego se pusieron en marcha.

Dejaron que los animales avanzaran a paso de andadura. Ya no había motivo alguno para darse prisa. Si cabalgaban toda la noche, tendrían una buena ventaja.

Tomaron el camino que, a juicio del capitán, conducía a la región de donde habían venido los pardos.

9
MURCIA

MARTES 21 DE SHABÁN, 455

19 DE AGOSTO, 1063 / 21 DE ELUL, 4823

Ibn Ammar estaba sentado en su puesto al pie de la pared sur de la mezquita principal, no lejos del estrecho puente de arco que unía el al–Qasr con la mezquita, entre los otros escritores que esperaban allí a los clientes. Estaba sobre una estera de juncos extendida en el suelo, tras un pequeño pupitre en el que descansaban sus utensilios de escritura. Era ya tarde, y en la calleja tendida entre las altas murallas del al–Qasr y la mezquita parecía haberse estancado el calor del día, un calor polvoriento y seco, tiránico, que se posaba sobre toda criatura viviente, paralizándola. Ibn Ammar llevaba allí todo el día, y no se marchaba a pesar de que a lo largo de la jornada sólo había tenido dos clientes, que, además, habían sido unos campesinos pobres que le habían pagado con fruta. No había conseguido reunir las fuerzas suficientes para levantarse; el calor lo oprimía, lo obligaba a seguir esperando con indolente resignación.

Tenía los ojos medio cerrados, y a través de la sombrilla de sus pestañas veía el adoquinado de la estrecha calle. De la gente que pasaba por su reducido campo visual no veía nada más que los pies. Pies planos, pies callosos, arqueados, salpicados de fango, tiñosos, pies negros de plantas claras, ligeros pies de muchachas con sus sandalias de colores, trotones piececitos de niños, pies cansados envueltos en harapos, enérgicos pies calzados con botas, pies de campesinos con sus zapatos de cuero mil veces remendados seguidos por revoltosos cascos de burro, elegantes botines de los que sólo se veían las puntas que asomaban bajo los ribetes de trajes blancos como el jazmín y avanzaban despreocupados por el polvo. Una variedad infinita, pasando de derecha a izquierda, de izquierda a derecha.

Ibn Ammar intentó imaginar a los dueños de esos pies, imaginar qué aspecto tenían, en qué podían trabajar, a qué clase social pertenecían. Luego renunció a este juego, para ya sólo percibir los fugaces movimientos, el monótono ir y venir de pies apresurados y bordes de trajes ondeando al viento. Hasta que de pronto las imágenes dejaron de moverse y dos botas se detuvieron frente a Ibn Ammar, exactamente en el centro de su campo visual, con las puntas hacia él. Suficiente para darse cuenta en seguida de que aquél no era un cliente. La tela de su traje era muy fina; las botas, demasiado caras. Y de un momento a otro se apoderó de Ibn Ammar un pánico paralizante que le impedía levantar la cabeza. Durante un instante interminable se quedó petrificado en espera de algo terrible, hasta que le volvió la razón y se dijo que en vano se asustaba. ¿Qué peligro podía correr? Ya no tenía motivos para tener miedo, no aquí en Murcia. Su temor debía de ser producto del cansancio y el calor, de ese calor insoportable que propiciaba alucinaciones.

El hombre que se había detenido frente a él era Sammar ibn Hudail, el sabí, el hijo de la hermana de Ibn Mundhir, del comerciante de paños.

—Siento haberte asustado —dijo el sabí. Era aún más alto de lo que Ibn Ammar recordaba; se levantaba ante él como una torre. Rostro de barba bien recortada, moreno bajo la cinta blanca de la cabeza. Los ojos, de extraordinaria claridad, eran de un azul intenso.

—No ha sido nada —se apresuró a decir Ibn Ammar—. Es que me estaba quedando dormido.

El sabí lo examinó sin interés.

—Mi tío tiene un encargo para ti —dijo con voz que delataba una pizca de impaciencia—. Me ha enviado a buscarte.

Ibn Ammar no dio muestras de querer levantarse. Se quedó quieto, mirando a aquel hombre con terco espíritu de contradicción. Esperaba ese momento desde hacía días. Desde la mañana siguiente a la fiesta había esperado a que Ibn Mundhir volviera a llamarlo a su casa. A raíz de su recitación en casa de Ibn Mundhir se había hecho muchas ilusiones. Había ido dos o tres veces al bazar y se había presentado a los comerciantes y que había conocido en la fiesta. Todos lo habían reconocido y saludado con amable condescendencia; pero ninguno lo había invitado a sentarse, ninguno le había ofrecido algo de beber. Se había mudado a una casa en la ciudad y se había comprado ropa nueva, gastando todo su dinero con la esperanza de recibir una nueva invitación, un nuevo encargo. Pero nadie lo había llamado. Dos días atrás había vuelto a ocupar su viejo puesto entre los escritores de la mezquita, para ganarse por lo menos una comida caliente.

—¿Por qué te ha enviado a ti? —preguntó en tono mordaz—. ¿Por qué no a uno de sus criados?

—Envió a un hombre a la casa donde vives, pero éste no te encontró. Y los criados de la tienda no te conocen tanto como para dar contigo aquí —dijo el sabí. En seguida, sin pensar, añadió—: Pero da igual. ¿Quieres quedarte aquí o vienes conmigo? Mi tío desea verte de inmediato.

Ibn Ammar guardó sus utensilios de escritura, los rollos de papel, la estera. Se tomó tiempo, mucho tiempo. Y se enfureció consigo mismo por estar dando ese miserable ejemplo de nimia venganza.

Hicieron el camino juntos y en silencio. Al cruzar la amplia plaza que separaba la mezquita de la zona del bazar, súbitamente llegaron de la calle que conducía a la puerta de Valencia los golpes de un único tambor y unos agudos chasquidos, que seguían un ritmo lento y extrañamente monótono. El tambor enmudeció, dejando paso a la estridente voz de un pregonero, tan chillona que no se entendía lo que decía.

El sabí empezó a andar más despacio. Ibn Ammar vio que miraba con gran interés la esquina de la plaza en la que desembocaba la calle. Dos lanceros, que llevaban los colores de la guardia de palacio del qa'id, giraron y entraron en la plaza. Tras ellos iba el tamborilero, seguido de un alto carro de dos ruedas tirado por asnos. Sobre el carro había un hombre, al que veían de espaldas. Estaba atado entre dos postes, con los brazos extendidos. Frente al hombre, en la parte trasera de la superficie de carga del carro, había un negro gigantesco con el torso desnudo, una gorra de cuero amarilla en la cabeza y guantes de cuero amarillos en las manos. Era él quien producía los chasquidos. Con las manos enguantadas, el negro golpeaba al encadenado en la cara, tomando impulso desde muy atrás, sin compasión, de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, con terrible regularidad.

El convoy tomó camino del al–Qasr, dirigiéndose exactamente hacia donde se encontraban Ibn Ammar y el sabí. Los golpes de tambor volvieron a cesar y volvió a escucharse la voz chillona. Ahora veían también al hombre que gritaba, y pudieron entender lo que decía. Era un hombre bajo y gordo, de cabeza rapada y ropas raídas; no era un pregonero, sino probablemente un criado del prisionero, que estaba comprando su libertad al precio de maldecir a su amo durante el camino hacia el patíbulo.

—¿Veis esto? —gritaba—. ¡Ved a este maldito, a quien Dios precipitará en la más profunda condena! Vedlo, es Abú Musa ibn Abdallah, perro callejero e hijo de un perro callejero. Arderá en llameante hoguera, como Abú Lahab, ¡y su propia mujer atizará el fuego! ¡Mirad! ¡Esto es lo que ocurre a todos los que traicionan a nuestro señor, el sublime qa'id Abú Bakr Ahmad ibn Tahir, el Magnánimo, a quien Dios tenga a bien conservar entre nosotros!

El sabí se había detenido de pronto al oir el nombre del condenado. Se había quedado inmóvil, como de piedra, con los puños apretados y la cara pálida bajo el moreno teñido por el sol.

El convoy se acercaba lentamente. La gente de la plaza se aproximó, formando una calle. Tres o cuatro jóvenes imberbes corrían junto al carro dando gritos y arrojando al prisionero bosta de caballo.

Ahora también Ibn Ammar recordaba a aquel hombre. Desde hacía una semana se había hablado mucho de él en la ciudad; habían circulado muchos rumores. Pocos años atrás había llegado de oriente sumido en la mayor pobreza. Según decían unos, era miembro de la antigua nobleza árabe de la tribu de Quraysh; según otros, era un aventurero de dudoso origen. Se había ganado la confianza del qa'id con sorprendente rapidez, había sido su protegido, había alcanzado una posición influyente en la corte y, finalmente, con sólo treinta años de edad, había recibido en feudo un castillo y grandes extensiones de terreno en el sur, en la frontera con Almería. Según se decía, hacía un año había intentado pasar a servir al príncipe de Almería. Al parecer el príncipe había rechazado la oferta y lo había tomado prisionero para entregárselo a Ibn Tahir, pero Abú Musa había conseguido escapar y refugiarse en Granada. Para sorpresa de todos, había regresado a Murcia hacía dos semanas y se había puesto en manos del qa'id. Un rumor decía que lo que lo había impulsado a dar este paso desesperado había sido la nostalgia que sentía por su mujer, que había sido retenida en Murcia y a la que amaba por encima de todo.

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