Un comerciante de Córdoba invitó a un banquete de despedida a un joven que había sido iniciado en el servicio de Dios y que quería marcharse a un ribat de la frontera para luchar contra los infieles. Cuando ya se habían sentado a comer, el comerciante fue llamado a atender unos negocios que tenía en otro barrio de la ciudad. Antes de marchar, encargó a su mujer que atendiera y entretuviera a su joven convidado hasta su regreso.
La mujer y el joven esperaron hasta la segunda oración de la noche. Al terminar la oración, estuvo claro que el comerciante ya no volvería a casa esa noche, pues a esa hora se cerraban las puertas que separaban los barrios, y nadie podía pasar.
El joven tenía muy buen porte, y la mujer del comerciante era tan joven como él y no menos guapa, de modo que la íntima cercanía en que estaban sentados, sumada a las favorables circunstancias en que se encontraban, hicieron aflorar el deseo hasta el punto en que ya no fueron capaces de reprimirlo. La mujer se arrimó al convidado y empezó a mostrarle sus encantos. El joven se mostró más que dispuesto a ceder a la tentación, pero entonces, justo a tiempo, recordó sus votos, pensó en el sublime Dios, puso un dedo en la llama de una lámpara de aceite y se dijo que el dolor que sentía en ese instante no era más que un débil preludio de lo que le esperaba en el infierno si se dejaba tentar. Así pues, se mantuvo imperturbable.
La mujer empezó a descubrir aún más sus encantos, y el joven, para poder resistir, puso un segundo dedo en la llama. Cuando finalmente llegó la mañana, el joven había podido resistirse a todas las artes de seducción empleadas por la mujer, pero, a cambio, todos los dedos de su mano derecha se habían convertido en negros trozos de carbón.
Así terminaba la historia. Muy edificante. Sin embargo, Ibn Ammar recordaba que en aquel entonces, cuando oía contar esa historia al viejo tradicionalista, nunca veía mentalmente los dedos achicharrados del estoico muchacho, sino tan sólo los encantos de la hermosa mujer. Los encantos de la mujer del comerciante.
—¿En qué estás pensando? —preguntó la mujer del comerciante que estaba acostada a su lado.
—En un hombre que se mantuvo inflexible en el lugar equivocado —respondió Ibn Ammar.
Bebieron vino dulce. Se amaron. Comieron de los platos que les sirvió la doncella. Hablaron de cosas sin importancia. Rieron juntos.
En algún momento, cuando ya estaba medio dormido, Ibn Ammar vio que Zohra estaba acuclillada junto a la puerta cuchicheando con la doncella, quien le sostenía la lavativa para que se limpiara. Las velas ya casi se habían consumido.
Un momento después se quedó dormido.
Cuando despertó, estaba oscuro. Escuchó voces susurrantes. La voz de Zohra, la voz de la doncella, un apresurado y siseante ir y venir. Y luego, a lo lejos, ladridos de perros y el espantoso rugido de un trueno, que apagó todos los demás sonidos. Ibn Ammar no podía ver nada en esa oscuridad.
—Zohra, ¿qué pasa? —llamó en voz baja en la dirección de donde venían las voces.
La puerta se abrió y entró Zohra con una tea; detrás de ella estaba la doncella.
—¡Rápido! —dijo Zohra—. ¡Rápido, Abú Bakr! —Su voz sonaba nerviosa, y, al andar, tropezaba con la cola de su mantón—. ¡Tienes que marcharte!
—¿Qué ha pasado? —preguntó Ibn Ammar. Se vistió, cogió su capote, la faja de la cabeza, y de una zancada se plantó en la puerta.
—No lo sé —dijo ella, mientras ambos seguían a la doncella a la antecámara—. Fuera hay gente con antorchas y perros. Han salido de la casa, no sé por qué.
Apagó la luz apenas la doncella abrió la puerta. Un relámpago cruzó el cielo sobre las montañas y los árboles crujieron bajo una ráfaga de viento huracanado. Los ladridos de los perros sonaban tan cerca que los oían claramente. Ibn Ammar oyó una voz detrás de él:
—Vete rápido, Abú Bakr, y ten mucho cuidado.
El trueno que siguió al relámpago interrumpió sus palabras. Ibn Ammar se volvió, buscó a Zohra a ciegas en la oscuridad y la atrajo hacia él.
—¡Te enviaré noticias mías a través de la vieja Hafsah!
Una mano tiró de su manga.
—¡Señor, tenemos que irnos! —dijo la doncella con una voz que delataba su miedo.
Los ladridos estaban ya muy cercanos, y también se oían gritos. Ibn Ammar siguió a la doncella; podía oir su respiración, rápida y excitada. Se volvió para mirar atrás, pero lo que vio fueron tres antorchas, tres puntos de luz bailando en la oscuridad, a poco más de cien pasos de distancia. Delante estaban el seto y la silueta negra de los cipreses, en los que habían girado hacia el quiosco en el camino de ida. Ibn Ammar cogió a la doncella del brazo.
—¡Espera! —le dijo—. ¡Regresa con tu señora!
Ella parecía no saber qué hacer.
—La señora me ha ordenado que os acompañe hasta la muralla.
Ibn Ammar la empujó en dirección al quiosco.
—Será mejor que estés en la casa cuando lleguen esos hombres con los perros —dijo.
Ibn Ammar corrió a lo largo del seto. De pronto empezó a soplar un fuerte viento. Fue tan repentino que Ibn Ammar se detuvo, asustado. Ya no se oía nada, tan sólo un lejano susurro y los jadeantes ladridos de los perros. Después, un ruido detrás de él, en el seto, un movimiento entre las ramas, y cuando Ibn Ammar se volvió hacia allí, presa de un creciente terror, vio acercarse una sombra. Retiró instintivamente la cabeza, se agachó y empuñó el puñal que llevaba al cinto. Pero, en ese mismo instante, un fuerte golpe le dio entre los ojos, haciéndolo trastabillar. El hombre se abalanzó hacia él, grande como un oso erguido sobre dos patas. Lo tiró al suelo y se arrojó sobre él con tal fuerza que Ibn Ammar pensó que iba a romperle el espinazo. Sintió que la mano del hombre se cerraba sobre su cuello y quiso gritar, pero no pudo emitir ni un solo sonido; veía con horrenda nitidez a la sombra negra cuando, de repente, un rayo cruzó el cielo bañándolo todo de una brillante luz. Ibn Ammar vio el brazo levantado, el cuchillo en la mano; vio el rostro del hombre que estaba sobre él y, sorprendido, esperó el golpe decisivo pensando que aquel hombre se parecía a Sammar ibn Hudail, el sabí. Y cerró los ojos, embargado ahora por una extraña y repentina serenidad. Creyó sentir que la mano que atenazaba su cuello se soltaba. Cayó un relámpago de luz cegadora, seguido por un doloroso y gran estruendo, como si una montaña se hubiera partido en dos, y, mientras empezaba a chispear, Ibn Ammar escuchó la voz del sabí:
—¿Ibn Ammar? ¡Maldito seas! ¡Tú eres Ibn Ammar! ¿Qué haces aquí?
La voz sonaba ronca y desencajada, pero era sin duda la voz del sabí.
Ibn Ammar se levantó tambaleándose. La cabeza le estallaba y frente a sus ojos bailaban claros círculos luminosos. Sintió que el sabí lo cogía por lo hombros y lo sacudía.
—¡Tenemos que irnos de aquí! ¿Sabes cómo salir?
Ibn Ammar intuyó vagamente que el sabí debía de ser el perseguido. Los gritos y ladridos se oían peligrosamente cercanos. Tiró del sabí llevándolo a lo largo del seto, encontró la adelfa que ocultaba la entrada, encontró la puerta secreta por donde lo había hecho pasar la doncella. Cuando estaban junto a la muralla, la lluvia cayó sobre ellos como una catarata.
Dos horas después Ibn Ammar, por fin, había alejado lo suficiente al sabí, y éste le contó lo ocurrido. Se trataba de la qayna, la cantante que había actuado en la fiesta de Ibn Mundhir. Se llamaba Nardjis, como la flor, y el sabí había intentado raptarla del harén de la finca de su tío. Una criada había dado la alarma. Uno de los centinelas lo había visto y lo había reconocido. Todo estaba perdido. Ibn Mundhir llevaría inmediatamente a la muchacha a un lugar seguro, y pondría en juego todos sus contactos para capturar a su sobrino.
Nada más llegar a su casa de campo, Ibn Ammar mandó preparar para ambos un baño caliente. Se sentaron a tomar un baño de vapor, el sabí con la cabeza gacha, el rostro cenizo, ya sin ninguna esperanza. Había planeado huir con la muchacha a Almería y de allí, en un velero de cabotaje, a Ceuta, donde tenía amigos. El año siguiente habrían viajado en el primer barco hacia el Oriente, de ser posible hasta más allá de la India, y se habrían instalado allí. Nardjis había sido su amante ya en el barco, en el viaje de Alejandría a Cartagena. Había sido él quien la había comprado. Ibn Ammar le fue sonsacando toda la historia poco a poco.
El sabí, junto con muchos otros comerciantes, había llegado a Adén en un gran velero mercante procedente de la India. Al pagar el impuesto portuario al shabender, le habían advertido que se esperaba la llegada de una flota del príncipe de Kish. La mayoría de los comerciantes prefirieron permanecer al abrigo del puerto. Sólo el sabí y otros dos hicieron pasar sus mercancías a un pequeño dhaw y prosiguieron su viaje. Llegaron a Aidhab sin ser molestados, y de allí siguieron por tierra hacia Assuán y, Nilo abajo, hasta Alejandría. Durante cuatro semanas fueron los únicos comerciantes que pudieron ofrecer productos traídos de la India. En el puerto encontraron comerciantes italianos que les pagaron cualquier precio por sus artículos. El sabí hizo grandes ganancias. Intentó volver a invertir su dinero en mercancía, pero poco antes de que partiera su barco seguía teniendo seiscientos dinares de oro.
—Tenía que gastar el dinero. Un buen comerciante no va por ahí con dinero en efectivo. Pero era una cantidad enorme y corrían tiempos de escasez. Entonces me enteré de que en El Cairo se habían puesto a la venta más de trescientas mujeres y muchachas, músicas, bailarinas, cantantes. Procedían de la casa de un alto funcionario de palacio que había caído en desgracia y había sido ejecutado. Un khádim que había sido uno de los hombres más ricos de la corte del sultán de Egipto. Tenía a su cargo la supervisión de los buscadores de tesoros que cavan en busca de oro en las pirámides construidas por los antiguos reyes. Según me dijeron, las muchachas de su casa eran todas de extraordinaria belleza, y, debido a la oferta, el precio era inusualmente bajo. Así que partí inmediatamente hacia El Cairo.
El sabí calló. Ibn Ammar empezó a pensar cómo podría llevarlo a un lugar seguro. Al caer la noche cada wali de cada pueblo y cada guardia de cada puente tendría ya su descripción. No podría salir en muchos días. Habría que buscarle un caballo, darle algo de dinero. El sabí no tenía absolutamente nada. Parecía como si hubiera caído en la tentación de actuar sin ningún preparativo, sin ningún plan. Ciego de amor, sólo Dios lo sabía.
—¿Por qué has actuado con tanta precipitación? —preguntó Ibn Ammar para romper el silencio—. ¿Por qué no sobornaste a alguien de la casa? ¿Por qué no has dejado un caballo preparado para la huida?
—Ya no tenía tiempo —dijo el sabí. Su voz sonaba ronca—. Nardjis iba a ser llevada a Murcia, y yo no me enteré hasta ayer por la mañana. Ni siquiera pude hacerle llegar un aviso. Mi tío quiere regalársela al príncipe.
—¿A Hassún ibn Tahir? —preguntó Ibn Ammar levantándose de repente.
—No, a Muhammad, el segundo hijo.
—¿Cómo? Entonces, ¿por qué no se la ofreció al príncipe el día de la fiesta?
—Tenía planeado ofrecérsela a la Gallega. No sé por qué ha cambiado de planes. Sólo sé que se la regalará a Muhammad ibn Tahir dentro de dos semanas, cuando el monarca celebre la fiesta de la circuncisión de su primogénito.
—¿Un regalo oficial?
—No, nada oficial.
—¿Quién lo sabe?
—Sólo los amigos más íntimos de mi tío.
—¿Así que es más un anuncio que un regalo?
El sabí se encogió de hombros. Pero Ibn Ammar no necesitaba oir su respuesta. Era un anuncio. Los grandes señores del bazar anunciaban al príncipe que no se oponían a sus ambiciones a la sucesión de su padre. ¿O acaso era algo más? ¿Acaso le anunciaban también su apoyo tácito? ¿Había juzgado equivocadamente a Ibn Mundhir? Tenía que intentar sonsacar más información al sabí.
Llamó a la criada. Ibn Ammar ya la había puesto al corriente de todo; era una mujer de confianza. Ibn Ammar le encargó que atendiera al sabí y lo ocultara de miradas curiosas. De momento, el sabí estaría a salvo en la casa. Más adelante podían intentar hacerle atravesar las montañas y llegar a la costa.
Al terminar el baño, Ibn Ammar se echó a dormir. Pero poco después volvió a despertarlo la criada. Contra las previsiones del jardinero, había llegado un mensajero con el encargo de llevarlo de regreso a la corte de Hassún ibn Tahir, el príncipe heredero. La tormenta de la noche no había hecho crecer el río hasta el punto de que el transbordador de Murcia tuviera que interrumpir el servicio.
DOMINGO 29 DE KISLEW, 4824
29 DE DU'L–QADA, 455 / 23 DE NOVIEMBRE, 1063
A mediodía llegó un mensajero que presentó una carta con el sello de Isaal al–Balia y pidió ser recibido de inmediato. Zacarías acompañó al hombre al consultorio a pesar de que Yunus le había dado la orden de no molestarlo bajo ninguna circunstancia. A un mensajero de al–Balia, del sapientísimo rabino y embajador, no se le podía hacer esperar en la puerta. Pero Yunus se negó a recibirlo.
—¡Que tenga paciencia!
Yunus se había encerrado en la sala de operaciones. Caminaba de un lado a otro con largos pasos, la cabeza metida entre los hombros, las manos a la espalda. Estaba furioso y excitado, e intentaba controlar su nerviosismo moviéndose. En su consultorio había tenido lugar una molesta escena que le había hecho abrir los ojos y descubrir, por fin, por qué últimamente buscaban su consejo médico tantas viudas de edad madura. Ahorra tenía que dejar de pensar en ello. Hizo esperar al mensajero un cuarto de hora antes de recibirlo.
La carta de al–Balia era extremadamente parca y contenía un encarecido ruego: pedía a Yunus que se dirigiera inmediatamente a un monasterio situado a hora y media de camino al norte de la ciudad. Un miembro de la embajada española se hallaba gravemente enfermo. El monarca tenía enorme interés en que el hombre no se marchara de Sevilla en un féretro En una posdata escrita en caracteres cursivos hebreos apenas legibles decía: «No necesito recordarte las ventajas que traería a nuestra comunidad que consiguiéramos satisfacer el deseo del príncipe».
Yunus tenía claro que, en ese caso, el favor del monarca recaería, sobre todo, en el propio al–Balia. El joven ya tenía una fabulosa carrera a su espaldas. Había acompañado a los príncipes a Mérida y había tomado parte en todas las negociaciones con el rey de León. Y, según se desprendía de la carta, por lo visto ahora también asesoraba a la embajada del rey en Sevilla.