Como para confirmar lo peor, el alemán le susurró al oído:
—Mi padre fue un gran investigador. Trabajó mucho en Buchenwald y luego en Sachsenhausen. Trabajaba sobre la supervivencia. Sobre las fuerzas profundas que permiten al hombre aferrarse a la existencia. Extirpaba, uno a uno, los órganos de sus sujetos y cronometraba. Sorprendente, según parece, hasta qué punto hombres completamente eviscerados seguían viviendo, aferrándose a la conciencia por medio de los alaridos…
Volokine sentía que el sudor inundaba su rostro.
Otra voz, ahogada por la mascarilla de cirugía, resonó en la estancia.
—¿Juegas o no?
—Enseguida voy.
El chiflado señaló con su bisturí la mesa redonda.
—¿Sabes que ese juego te concierne? Lo suponías, ¿no?
La voz ronca del anciano se confundía con el coro de los niños. «Son voces ingrávidas. Voces de ángeles. Voces de demonios.»
—Debo irme. Si no mis compañeros harán trampa. Los conozco. Pero confía en mí, los dejaré fuera de combate…
Desapareció. Volokine experimentó un ligero alivio. Luego, fragmentos del testimonio de Hansen volvieron a atormentarlo. Hombres que se habían divertido extirpándole órganos para que luego el sueco adivinara qué ablaciones le habían sido practicadas. ¿Harían lo mismo con él? ¿O le arrancarían uno a uno sus órganos hasta la muerte, para medir su tiempo de supervivencia?
—Estamos jugando al póquer —declaró el anciano—. Al Texas Hold’em. Nada original. Lo inusual son nuestras apuestas…
Volokine creyó oír unas risas ahogadas por las mascarillas.
—¿Sabes qué nos jugamos? Tus órganos, muchacho. Ya nos hemos jugado tu hígado, tus ojos, tu aparato genital. Eres nuestro bote. Y debo decirte que, pase lo que pase, esta noche tú no ganarás nada. Pero nosotros ganaremos el placer de recuperar nuestras apuestas de tu cuerpo.
Volokine se negaba a escuchar. Las explicaciones maléficas de ese zumbado. Las voces etéreas de los pequeños diablos. «Me han puesto una epidural o una inyección de ese tipo, no sentiré nada. No sufriré…» Esa reflexión tranquilizadora quedó inmediatamente anulada por su contrapartida. Pensar que iban a eviscerarlo como a un conejo. Sus cojones, en una cubeta de acero inoxidable. Sus ojos, en un bocal. No sentiría nada. Tan solo oiría esas malditas voces cantando a Wagner. Quería gritar, pero el miedo seguía cerrándole la garganta.
—Veo.
—Paso.
Hubo un golpeteo de cartas. Luego un silencio. Por lo menos en la mesa de juego. Porque las voces continuaban:
Der Gnade Heil ist dem Büsser beschieden,
Ergeht einst ein in der Seligen Frieden…
En ese momento, Volokine tuvo una revelación. Él había cantado esa obra. La había cantado durante sus dos años de iniciación y, con su espíritu atormentado por la angustia, recordó la traducción de las palabras:
La gracia de la salvación habéis concedido al penitente
que un día alcanzará la paz bienaventurada.
¿Le sería concedida a él la gracia?
¿Alcanzaría un día la paz bienaventurada?
Los pensamientos se dislocaban en su mente. El sudor chorreaba por su cuerpo desnudo. Tenía la impresión de exudar canales, ríos. Tenía la impresión de diluirse en su propio miedo. De disolverse en una pesadilla que no era real. Se despertaría. O Kasdan aparecería. O…
Nuevo crujido de sillas.
—Hombre, Hans, esta noche tienes potra…
—Es nuestro amigo, que me ha traído suerte.
Pasos que se acercan.
El rostro surcado de arrugas, el pelo cubierto por el gorro.
—Mis compañeros han perdido un montón esta noche. Tengo mucho trabajo.
Corrió una sábana que colgaba de una barra, por encima de la mesa de cirugía.
Cuando vio la cortina blanca invadiendo su campo de visión, Volokine gritó.
Esta vez, su garganta se había desbloqueado.
—Enseguida lo alcanzo —dijo Kasdan.
Volvió a la callejuela adoquinada donde estaba su coche. Abrió el maletero. Cogió la bolsa que contenía el arsenal. Montaría y examinaría cada arma cuando llegaran. Le temblaban las manos. El cansancio. El hambre. Y también la excitación. Esa operación le recordaba la época de la BRI.
Kasdan caminó hacia el todoterreno de Rochas. Se preguntaba qué tipo de operación de infiltración emprenderían con semejante vehículo. Un monstruo que cualquiera oiría a un kilómetro a la redonda. Se preguntó también de dónde sacaban la pasta esos viejos hippies para estar pertrechados de tal modo. Pero no hizo ninguna pregunta. Aquella mañana él era un invitado. Una especie de diplomático actuando de testigo y aceptado con ciertas reservas.
Amanecía. Penosamente. Dolorosamente. Como quien se despierta después de una borrachera. Los primeros rayos de luz evocaban entumecimientos, migrañas, torpeza en los gestos.
Al lado del vehículo, Rochas fumaba; las manos en los bolsillos del plumón. Parecía un lobo de mar.
—Lo que usted necesita —dijo— es una pequeña operación Entebbe.
—Exactamente.
—¡Le mostraremos que somos capaces de hacerlo mejor que esos judíos de mierda!
Kasdan se estremeció al escuchar el insulto. Un tufo de antisemitismo afloró de pronto, como transportado por el viento seco. Rochas sonrió. Y el encanto de su sonrisa lo borró todo.
—Es broma. —Tiró el pitillo—. Aquí vivimos como salvajes. Los peores prejuicios nos acosan constantemente. Luchamos, pero no es fácil. Por lo demás, eso no mengua nuestra eficacia. Suba.
Rochas le abrió la puerta. Kasdan trepó al coche y puso la bolsa sobre sus rodillas. Empezaba a sentir algo helado bajo la piel de viejo. La misma fuerza fría que a veces se percibe en los ecologistas que pretenden amar la Tierra pero detestan a la humanidad.
El alcalde arrancó. Maniobró. Salió de la aldea. La estepa se abrió a la luz del día como un mar, sin el menor obstáculo, la menor construcción, el menor rastro de vida humana ni de vida en general. ¿Cómo organizar un ataque sorpresa en semejante paisaje?
Kasdan echó un vistazo al retrovisor y vio a dos todoterreno que los seguían por el sendero. Un verdadero cortejo que avanzaba entre bramidos y nubes de polvo.
—Hay un paso —explicó Rochas, como leyendo sus pensamientos.
—¿Un paso?
—La Colonia es vasta. No es posible vigilarla en permanencia. Conocemos un punto débil. Un desfiladero entre las rocas de caliza por el que podremos pasar sin ser vistos y sin que sospechen siquiera que estamos ahí. Llegaremos lo más cerca posible de la valla sin que hayan podido prever nuestra llegada. Será nuestra batalla de las Termópilas, salvo que el paso no nos ayudará a resistir sino, todo lo contrario, a infiltrarnos.
Kasdan lanzó una mirada a Rochas.
—¿Ustedes estaban aquí antes que la Colonia?
—La vimos instalarse, evolucionar, ampliarse. Como un cáncer. Hoy en día, estudiamos el desarrollo de las metástasis.
—¿A qué llama «metástasis»?
—Al hospital. Las escuelas. Los conciertos. Todas esas mentiras que adormecen la desconfianza de los habitantes de la región y disimulan el Mal.
Kasdan pensó en los niños torturados. En experimentos inimaginables. Pensó en Volokine, que había vivido esa pesadilla. Que la había integrado en su carne, la había olvidado y luego transformado en sed de droga. ¿Estaría ya en manos de sus verdugos?
Los traqueteos y los zumbidos del motor no cesaban de alternarse, en una especie de apretado diálogo. Los vehículos no seguían ya un camino, sino que rodaban a través de la llanura. La inmensidad del territorio pasmaba a Kasdan. Nueva ojeada al retrovisor. A la hilera de coches se habían sumado dos vehículos más. El asalto estaba en marcha.
Avanzaban desde hacía diez minutos. ¿A qué distancia se encontraba la falla? Tal vez la suficiente para darle tiempo a conocer las motivaciones de sus acompañantes. Y su fiabilidad…
—Y usted, ¿tiene una historia personal con la Colonia? —preguntó.
—Por supuesto. Pero contárselo sería demasiado largo. Hablaremos después, si salimos de esta. Entenderá mis razones.
Rochas aminoró la velocidad y cambió de marcha. La estepa no había cambiado. Nada en absoluto diferenciaba esa zona. Las mismas dunas bajas. Los mismos peñascos y los mismos baches. La luz cobriza de la mañana no conseguía suavizar aquel desierto.
Kasdan salió del vehículo mientras conductores y acompañantes saltaban de los otros todoterreno. Tintineo característico de fusiles. Electricidad en el aire, propia de una comunidad armada cuando la batalla es inminente. Kasdan tenía que hacer un esfuerzo para controlar su entusiasmo. Una alegría secreta le oprimía el corazón. No había pensado que volvería a experimentar esa sensación antes de morir.
Dejó la bolsa en el suelo y la abrió. Sacó el maletín de seguridad del fusil con mira telescópica. Atrapó en el fondo de su bolsillo el juego de llaves en miniatura. Desbloqueó las dos cerraduras Bramah. Abrió el estuche de poliéster y admiró las piezas cuidadosamente encajadas en la espuma troquelada.
Iba a sacar el cañón y la mira cuando un presentimiento le hizo alzar la vista. Cinco hombres con plumón brillante se desplegaban a su alrededor, fusil en mano.
Todas las armas lo apuntaban.
Los rayos láser se concentraban sobre su tórax.
Antes de que pudiera comprender, sintió que algo lo tocaba, cerrando el círculo.
Un cañón en la nuca.
—Kasdan —la voz de Rochas cálida, jovial—, en cierto sentido, esto es lo mejor que podía pasarte.
No respondió.
No comprendía.
—Levántate. Lentamente. Y date la vuelta. Las manos apartadas, por supuesto.
Kasdan obedeció. En ese movimiento, la verdad tomó forma. Tan retorcida y al mismo tiempo, instantáneamente, tan evidente que se reprochó no haberlo pensado antes. Cuando se enfrentó al nácar azulado de la mirada de Rochas, supo que sí, que su intuición era correcta.
Pierre Rochas era Bruno Hartmann.
Arro y sus hippies no eran más que los centinelas de la Colonia.
—¿Conoces la historia del rey invitado por otro soberano que lo mete en un laberinto para burlarse de él? —preguntó colocándose frente a Kasdan—. Cuando sale, el rey, a su vez, invita a su anfitrión y lo abandona en el desierto de su reino. Le dice: «Este es mi laberinto. No tiene puerta ni escalera. Un laberinto del que no es posible evadirse porque no tiene límite ni salida». Esta estepa es mi laberinto, Kasdan.
Se agachó y lo cacheó; cogió la 9 mm y la lanzó a uno de sus esbirros. Le palpó los tobillos y encontró la Glock 33, el «misil de bolsillo» que Kasdan solía llevar en el tobillo.
—Una frontera no es un asunto de alambradas. Nuestros enemigos siempre se han concentrado en el enclave de la Colonia, buscando penetrarla, pero nuestros territorios empiezan mucho antes y sus miembros más importantes viven fuera del recinto. Es la eterna historia de la carta robada. Nunca se encuentra lo que no está escondido. Desde hace años, velo por mi colonia fingiendo vigilarla. En realidad, os vigilo a vosotros, los intrusos.
La última verdad atravesó la mente de Kasdan. Wilhelm Goetz, cuando escogió dirigir unas obras corales cuyas primeras letras formaban el nombre «Arro», no pretendía señalar la aldea más cercana a la Colonia. Quería revelar el secreto de la secta. Su rey vivía en Arro. Bruno Hartmann, el cerebro de la comunidad, no se encontraba detrás de los cercos cizallados sino fuera…
—¿Dónde está Volokine?
—En tratamiento.
—¿Qué le estáis haciendo?
—No te preocupes. Tu visita me ha hecho reconsiderar mis planes. He decidido asociaros para una operación útil. Una caza del hombre. Para entrenar a mis niños. Una etapa necesaria del Agogé.
—¿Cuáles son las normas?
—Diez minutos de ventaja para ti y para el chaval.
—¿Qué ganamos?
—Vuestro tiempo de supervivencia. No tengo nada más para ofreceros.
Kasdan aspiró una bocanada de aire helado. Morir como una presa de caza en esa estepa no sería una muerte tan deshonrosa. Mejor que palmarla de un cáncer en un hospital parisino. O de una ruptura de aneurisma mientras dormía.
—¿Dónde está Volokine?
—En la meseta. Con un poco de suerte, os encontraréis y podréis unir vuestras fuerzas.
Kasdan sonrió.
Sí. Ese final no estaba tan mal.
Morir al lado de Volokine después de haberse batido como espartanos.
Volokine no entendía cómo había salido de aquello.
Por qué no lo habían hecho picadillo.
Por qué corría ahora por la estepa vestido con el uniforme de la Colonia: chaquetón y pantalón de lino negro, zapatones de origen alemán.
Corría después de haber sido arrojado de un todoterreno como se lanza un cebo antes de la caza.
Corría sin preguntarse nada.
Corría observando el paisaje y evaluando sus posibilidades de sobrevivir.
No había campos cultivados. Solo una llanura infinita. Paisaje lunar, horadado por cráteres y lagunas. Gris y verde, verde y gris, de donde brotaba de vez en cuando un abeto hierático del que ni siquiera las espinas habían resistido las borrascas. Lejos, muy lejos, el horizonte era tan nítido, tan rudo, que recordaba a la fricción de dos sílex, cielo contra tierra, listos para hacer brotar el fuego.
Seguía corriendo. El silbido del viento en los oídos. Los buitres girando en círculo sobre su cabeza. Sentía crujir bajo sus pies la hierba helada. Tenía la impresión de caminar sobre la fina capa de hielo de un lago, crujiente como azúcar quemado. Una capa que podía quebrarse de un instante a otro y sumergirlo en las oscuras aguas. Pero por el momento aguantaba. Y él también aguantaba. A pesar de su pierna herida. A pesar del tufo de la anestesia. A pesar del cansancio y los calambres.
Seguía corriendo. Pasaba como un rayo de una roca a la otra. Bajaba rodando y surcaba los torrentes. Tropezaba en los baches. Se aferraba a su propio ritmo. A sus propias sensaciones. Respiración normal. Paso normal. Incluso el dolor del muslo se había convertido en algo normal. Una presencia amiga. Cálida.
Empezaba a recuperar la esperanza cuando percibió en su mente una presencia subliminal que lo llevó a cambiar de rumbo. Se torció el tobillo. Se paró detrás de una losa. Echó un vistazo atrás.
Estaban allí.
A quinientos metros a su izquierda. Caminaban uno al lado del otro, cubriendo una línea de cien metros de ancho. Cuello blanco, chaqueta negra, gorra negra. Volo distinguía sus rostros: pálidos, duros, magníficos. Los mayores no debían de tener ni doce años. Todos llevaban una vara con la que sacudían las hierbas que encontraban a su paso. Una vara de acacia seyal. La madera de la Santa Corona. El único modo permitido de «tocar el mundo»…