El orígen del mal (56 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, policíaca

BOOK: El orígen del mal
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El de la Criminal levantó la cabeza del teclado y lo miró con desdén:

—¿No te parece que exageras un poco?

—No. Esos niños están dirigidos, guiados, por los jefes de la secta. Y sobre todo por su gurú, Bruno Hartmann, el hijo de Hans-Werner. Nadie lo ha visto nunca en territorio francés. Pero está aquí, en alguna parte, y él es quien mueve los hilos.

Marchelier dejo de escribir y cruzó los brazos.

—En tu opinión, ¿qué rumbo tomará el caso?

—Tal vez se vean obligados a eliminar a otros testigos. Solo hay una cosa de la que no tengo duda.

—¿Cuál?

—En la secta ha pasado algo que ha provocado esta oleada de pánico. Todo parte de ese hecho, estoy seguro.

—¿En qué estás pensando?

—No lo sé. Tal vez la secta esté preparando un atentado contra los «impíos». Como los japoneses de la secta Aum en 1995. Eso sería lo que impulsó a Goetz a tomar la decisión de hablar.

—Tu historia es pura ficción.

Kasdan se inclinó por encima del escritorio.

—¿No tienes la misma información?

—Sí, pero…

—Pero ¿qué? Hay que detenerlos. ¡Joder! ¡Hay que pararles los pies como sea a esos tarados!

El policía alzó la vista. Por primera vez, había abandonado su expresión socarrona y hostil.

—¿Eres consciente de que tu investigación no tiene ninguna base sólida? ¿Que no tienes ninguna prueba directa?

—Tenemos las huellas del calzado. Esos zapatones que datan de la última guerra mundial. Y las partículas de madera. Una acacia específica con rastros de polen proveniente de Chile.

—Si no es posible establecer un vínculo directo entre la secta y las víctimas, todo eso carece de valor. Estoy seguro de que en ese sentido, todo el mundo tomó sus precauciones. Créeme, ni Goetz ni Manoury enviaban e-mails a Hartmann.

Kasdan golpeó el escritorio.

—¡Esos tipos secuestran y torturan niños! Asesinan en serie. Hay que acabar con ellos. ¡No podemos darles cuartel!

—Tranquilízate. Por mucho que tengamos un expediente así de gordo sobre esos tipos, no se puede hacer nada y tú lo sabes. En realidad, ni siquiera es posible acercarse a ellos. La gente de Asunción está hiperarmada. Al menor ataque, lo mejor que podría ocurrir sería un suicidio colectivo, estilo Templo Solar. Lo peor, una batalla como la de Waco, con muertos en los dos bandos.

—Entonces, ¿qué?

Marchelier pulsó una tecla. La de la impresora.

—Firma tu declaración y vuelve a tu sosegada existencia. Nosotros seguiremos investigando. Puede que tengamos otra pista.

—¿Cuál?

—La pasta. Esos tíos manejan demasiado dinero. O blanquean dinero negro enviado desde Chile, o se dedican a traficar. La Brigada Financiera sigue las huellas de sus cuentas en Suiza. Estamos a la espera de la autorización de los bancos. También investigamos sus sociedades anónimas, que están en el sistema como tantas otras tapaderas.

—Todo eso llevará meses.

—Tal vez años. Pero es cuanto tenemos.

Marchelier cogió las hojas impresas y se las tendió a Kasdan.

—Firma tu declaración. La pondremos en la categoría
heroic fantasy
.

Kasdan obedeció, aliviado de poder marcharse, e irritado de ver que la maquinaria policial estaba en punto muerto. Intentaba hacerse a la idea, pero no lo lograba. Aquello le traía a la memoria los años ochenta y las épocas de crisis, cuando los neurolépticos le secaban la garganta.

Se levantó y se despidió con un movimiento de la cabeza.

Tenía la mano en el pomo de la puerta cuando de pronto el otro dijo:

—Existe otra solución.

—¿Cuál?

—Infiltrarse en la Colonia. Buscar a Hartmann. Tenemos la certeza de que el alemán vive en el Causse. Habría que secuestrarlo y traerlo a Francia, para juzgarlo con toda discreción. Como hicieron los judíos con los nazis.

—¿Quién podría hacer tal cosa?

—Nosotros no, desde luego. Ni las fuerzas oficiales de la policía. Ni el ejército. Solo un francotirador podría hacerlo. Un tipo que no tuviera nada que perder.

Kasdan se dio cuenta de que pensaba en él para el papel de infiltrado. Un tío de sesenta y tres años, reconocible a cien kilómetros de distancia…

—¿Me estás dando tu autorización?

—Hay que limpiar ese sitio. Poco importa quién haga el trabajo.

—¿Confiarías en un viejo armenio?

—No. Pero no puedo impedirte que vayas a hacer un curso de esquí.

—Este año no hay nieve en el Causse Méjean.

—Busca bien. Seguro que en la cima hay la suficiente para hacer deporte.

72

El espárrago es una planta muy resistente al frío.

En todo caso, esa variedad específica lo era. Volokine no había comprendido las diferencias: «turiones blancos», «en estrella» o «verdes». A eso se añadía la suavidad del invierno 2006, que permitía plantarla con mayor seguridad aún en diciembre.

En determinadas condiciones.

La noche anterior, sus colegas habían colocado estiércol en el fondo de las zanjas y desinfectado las raíces con lejía. Ahora ya podían plantar las garras según un esquema particular. Los surcos, con entre veinticinco y treinta centímetros de profundidad, debían tener un metro de separación entre ellos. En cuanto a la distancia entre las plantas, no debía superar los cuarenta y cinco o cincuenta centímetros. En primer lugar, había que volver a echar estiércol, luego colocar la planta sobre el surco, con las raíces orientadas en sentido longitudinal. A continuación se cubría todo con cinco centímetros de tierra utilizando el escardillo.

Hacía dos horas que Volokine repetía esos gestos, inclinado sobre una tierra hedionda, con los guantes llenos de mierda. Le dolía la espalda. Tenía las manos enrojecidas. Y la pierna herida le quemaba como un leño ardiendo en el frío polar.

—¿Nos tomamos un descanso?

Volokine se enderezó. Trabajaba en equipo con un joven tunecino de porte recio. El tipo, que se llamaba Abdel, le ofreció un cigarrillo.

—¿Está permitido fumar?

—Que les den.

Llevaban una chaqueta y un pantalón de lino negro, zapatones y gorras de béisbol del mismo tono, que les había suministrado la Colonia. Al encender el pitillo, un Marlboro pleno de calidez y de una deliciosa sensación de venganza, el ruso pensó en la célebre pintura
El Angelus.
Era la misma escena. Dos personas de pie, entre los surcos, bajo una luz cobriza. Aunque por la ropa se parecían más a los reos de Angola, la mayor prisión de Luisiana.

Abdel lanzó una vaharada, luego se sopló las manos.

—Nunca olvides este proverbio: «Año de nieves, año de bienes» —dijo.

—¿Y eso?

El magrebí soltó una carcajada.

—Ni idea. De todos modos, este año no hay nieve.

—¿De dónde eres?

—De Le Vigan. Vengo aquí todos los años, en octubre. ¿Y tú?

—De Millau. En el verano trabajo un poco por todas partes, en las cosechas. Luego voy a la vendimia. En invierno normalmente me largo a los Alpes. Monitor de esquí. Es la primera vez que me quedo en la granja. Me parece bastante duro.

—Y que lo digas.

Fumaron en silencio. Volokine echó una mirada a los alrededores. Más allá de los cultivos, el paisaje tenía una aridez lunar. Los árboles escaseaban y las rocas de un tono verde azulado asomaban en las lindes de las plantaciones. Flotaba allí una especie de eternidad desecada que te hacía un nudo en la garganta. Ahí uno estaba solo con Dios. Y eso los días de suerte.

Volokine se dijo que su compañero estaba maduro para un interrogatorio indirecto.

—¿Cómo son las cosas aquí? Me refiero al ambiente.

—Horrible. Los tipos de la Colonia son archirreligiosos. Ni se los ve. Nos mantienen aparte. Somos impuros, ¿comprendes?

—No mucho, no.

—Yo tampoco. Pero puedo asegurarte que hay un abismo entre estas tierras donde curramos nosotros y las tierras donde trabajan ellos, donde están los invernaderos.

—¿Has ido alguna vez allí?

—No. Es una zona protegida. Alambradas de espino. Guardias. Cerraduras electrónicas que se abren con tu huella dactilar.

—¿Quién trabaja allí?

—Los niños. Trabajo fino —agitó los dedos en la oscuridad—, concebido especialmente para sus pequeñas manos…

—¿Has visto alguna vez a los niños?

—De lejos. Viven al otro lado.

—¿Crees que podríamos ir al otro sector pasando por el hospital?

—¿Qué buscas?

Volokine hizo oídos sordos.

—¿Qué sabes de los niños?

—Poca cosa. Rumores. Cuando no trabajan en los cultivos, cantan. Y cuando terminan de cantar, los muelen a palos.

—¿Sabes algo más, detalles?

—No. Toda esa comunidad está aislada. Pero… en fin, pagan bien, y mientras respetes sus normas, puedes estar tranquilo. Tú… —Abdel tiró el cigarrillo y lo cubrió con tierra—. Mierda.

Volokine también oyó el ruido de un motor. Imitó a su compañero, enterró el pitillo. Por el sendero, un camión se aproximaba lentamente, dando tumbos. Un modelo con el remolque abierto. Los obreros iban de pie, en el remolque. A la luz del sol, el polvo pigmentaba el aire dando cuerpo a la atmósfera y aportando a la escena, a pesar del frío, el aspecto de un convoy del Sahara.

El ruso vio claramente las siluetas a bordo del vehículo. Eran niños. De pie e inmóviles. Sus rostros se dibujaban a contraluz como cirios blancos. No vestían el atuendo bávaro sino trajes de lino negro. Su camisa blanca con cuello mao sobresalía de la chaqueta. Ese detalle acentuaba aún más su aspecto monacal. Pequeños pastores luteranos.

El camión pasó delante de ellos, a un centenar de metros. Le llamó la atención un detalle. El remolque estaba forrado de madera. Sin duda para que los pasajeros no tuvieran que tocar materiales modernos. Todos los niños llevaban una gorra de béisbol negra. A esa distancia, las gorras recordaban los sombreros usados por los amish. Los amish del Mal.

El ruso sintió un escalofrío mientras el vehículo desaparecía en el polvo.

Él estaba allí por ellos.

Él los salvaría.

73

Ya había vivido ese instante.

La inminencia de la resolución final.

Como si tuviera el tapón de un desagüe al alcance de la mano.

Siempre ese mismo momento paranormal. La verdad se halla tan próxima que detiene el tiempo y ofrece breves presagios. Entonces se siente en las venas la vibración del impacto futuro. Como las ondas infraterrestres de una tormenta que solo los animales perciben.

Circulando a más de doscientos kilómetros por hora por la autopista, Lionel Kasdan se hallaba en ese momento de su vida.

Una de la mañana. Acababa de dejar atrás Clermont-Ferrand y bajaba directo hacia Millau. Doscientos kilómetros más adelante, cogería, como la primera vez, la N88 para desembocar en Florae. No tenía un plan establecido. Ninguna idea para penetrar en la Colonia o ponerse en contacto con Volokine. Contaba con la inspiración del momento. Y también con los campesinos armados. Rochas y su pandilla.

Había llenado el depósito a la altura de Puy y había vaciado su vejiga. Volvía a tener ganas de mear. La vejez. O el terror. O ambos. Localizó una zona de aparcamiento. Abandonó las luces de la autopista y se zambulló en las tinieblas. Unos aseos públicos lo estaban esperando. Kasdan prefirió esconderse entre los matorrales. Cuando acabó su tarea, un grito se alzó por encima del rumor lejano de los coches.

El grito de un pájaro.

Un lamento desgarrador, a la vez ronco y quebrado.

Kasdan, en el bosquecillo, aguzó el oído.

El gemido resonó de nuevo, atravesando la noche de un modo oblicuo, decisivo.

Permaneció quieto unos segundos más; sintió que los engranajes de su cerebro se desbloqueaban. Misteriosamente, algo tomaba forma. Algo que siempre había estado allí, al alcance de su mente, pero que nunca había conseguido definir.

El grito.

Esa era la clave.

¿Cómo es que no lo había pensado antes? Los investigadores de la secta trabajaban sobre la voz humana. Pero en ese instante presentía que esos trabajos apuntaban al descubrimiento de un arma. Una potencia destructora, vinculada con la capacidad vocal.

Ese era el proyecto.

Controlar el órgano de fonación para hacer de él un instrumento mortífero.

Se reorganizaron otros elementos.

Hartmann padre había quedado fascinado ante la influencia de los cánticos tibetanos sobre los objetos. Había percibido las vibraciones de los cobres de las trompetas y de los gongs. Luego, en Auschwitz, se había dedicado a estudiar los gritos de terror de los prisioneros. Había constatado fenómenos inéditos. Sin duda, los efectos indirectos de la voz, que el miedo multiplicaba en la materia. Bombillas que explotaban. Marcos de puertas que vibraban. Como cuando una cantante rompe, con su voz, una copa de cristal…

Había grabado esos alaridos y medido sus intensidades.

Había trabajado sobre las ondas sonoras y penetrado en el mundo de su influencia.

Esa era la búsqueda del Ogro.

La investigación de un grito que se convertiría en un arma de guerra.

El grito asesino.

Un mito presente en todas las civilizaciones. Hans-Werner Hartmann lo había convertido en la finalidad de su programa científico. Por esa razón, buscaba niños de voz pura. Por esa razón los torturaba. Para conseguir ondas sonoras exacerbadas. Descargas que podían alcanzar el aparato auditivo del hombre y destruirlo. Por un fenómeno desconocido, la garganta de los chavales, llevada al paroxismo, producía una onda mortífera.

Como si tirara del hilo de una madeja, Kasdan recordó otros detalles.

Detalles que confirmaban esa pista.

La frase de France Audusson, la especialista en otorrinolaringología del hospital Trousseau; cuando se refirió a la aguja que había perforado el caracol de Goetz, había sido: «se desplazó por el aparato auditivo como una onda sonora de enorme intensidad».

Kasdan todavía no había considerado la solución más sencilla de todas.

La onda sonora era el arma del crimen.

Por eso no habían encontrado rastros de materia en el aparato auditivo de las víctimas. El instrumento era inmaterial.

Otro detalle, otra evidencia. Cuando subió a la galería de la catedral, percibió un silbido en los tubos del órgano. En aquel momento dedujo que era la estela del aullido de Goetz, que moría de dolor.

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