Volokine temblaba. Había oído suficiente. Tenía que volver a la realidad. A los móviles del caso.
—Los cuatro asesinatos: ¿por qué?
—Una reacción en cadena. Wilhelm Goetz trabajaba para nosotros. Cuando llamó a esa abogada, comprendimos que quería testificar contra nosotros. Tuvimos que eliminarlo. En el mismo golpe matamos a su amiguito. Tal vez poseía información. Cuando Manoury lo supo, se aterrorizó. Colaboraba con la comunidad desde que llegamos a Francia. Examinaba el potencial de los niños. Él también podía confesar.
—¿Y Régis Mazoyer?
—Otra medida de prudencia. Régis pasó una temporada aquí. Tal vez comprendió el sentido de nuestras investigaciones. Cuando fuiste a interrogarlo, nos ganaste la delantera. Estábamos seguros de que regresarías para tirarle de la lengua. Había que excluir cualquier riesgo.
—Las mutilaciones, las inscripciones, ¿por qué?
—Puro folclore. Esperaba poneros sobre la pista de un asesino en serie más bien místico. Utilizar el
Miserere
me pareció una buena ironía. Esa obra está en el núcleo de nuestras investigaciones. La utilizamos para probar la pureza de las tesituras.
—¿Cómo pudieron hacer todo eso unos críos?
—Condicionamiento. Adoctrinamiento. Droga. No es tan complicado. En la historia abundan los niños-guerreros, los niños-asesinos. Hemos conseguido producir concreciones puras del mal. Hemos logrado liberar a esas criaturas de todo sentimiento, de todo rastro de humanidad que pudiera pervertirlos.
Volokine sentía que faltaba la pieza central del mosaico.
El elemento que explicaba por qué todo había ocurrido en aquel preciso momento.
—Goetz trabajaba con vosotros desde hacía treinta años. Participó en los secuestros de los niños, en las sesiones de tortura, en los coros. ¿Por qué esa repentina crisis de arrepentimiento? ¿Por qué quería hablar a los sesenta y cuatro años?
—Pensó que nuestras investigaciones empezaban a ser demasiado peligrosas.
—¿Por qué?
Hartmann sonrió y esta vez el miedo atravesó los huesos de Volokine.
—¿No lo adivinas? Por fin nuestro trabajo ha culminado. Poseemos el grito.
—No es posible…
—Sesenta años de investigación, de sacrificios, han dado por fin el resultado que tanto esperábamos. Hemos demostrado las acertadas intuiciones de mi padre. Para decir verdad, solo estamos en los balbuceos. Solo un niño domina la técnica. Pero gracias a ese ejemplo podremos desarrollar el método.
Volokine reflexionó. Pensó en ese niño-dios que podía matar con su grito. Pensó en los críos enmascarados que lo habían agredido en la explanada.
—¿Es así como acabará conmigo?
Hartmann se acercó y juntó sus manos lentamente.
—No. No vamos a hacer de esto una cuestión personal, Cédric. Ni siquiera te consideramos traidor. Pero eres policía. Y los policías merecen un trato preferente.
El interior de la garganta, seco.
Su cuello, por fuera, estaba cubierto de sudor.
—¿Un trato preferente?
Hartmann hizo una señal con la cabeza. Los esbirros cogieron a Volokine. Perdió pie. Tuvo la impresión de caerse en el fondo de sí mismo. Uno de los hombres sostenía una jeringa minúscula. El otro le sujetaba el brazo.
—Te dejo en manos de nuestros médicos. Ya verás, han puesto a punto unos protocolos muy sofisticados.
Volokine soltó un alarido. Pero el grito se quedó detrás de su garganta. Con un poco de suerte, su voz se mantendría bloqueada hasta el final.
Sabría morir en silencio.
Arro, seis de la mañana.
Kasdan localizó la casa más grande de la aldea.
Aparcó el coche. Saltó afuera. Llamó a la puerta.
El día aún no había despuntado. Las piedras parecían encerradas en la noche como los huesos en una tumba. A la luz de los faros, Kasdan había visto paisajes aterradores. Llanuras de guijarros. Acantilados de hierba baja. Una visión primitiva, anterior al hombre, carente de toda señal de civilización. Un paisaje en el que los campos son estepas. Los postes, estelas de piedra. Las carreteras, senderos polvorientos. Un paisaje que dejaba un sabor a sílex en la boca.
Kasdan sonrió. Todos sus sentidos estaban alerta. Sentía que ese instante estaba cargado de inminencia. El enfrentamiento. La venganza.
Llamó otra vez.
Ninguna respuesta.
La mitad de las casuchas estaba en ruinas. Las otras, aunque restauradas, parecían tener un pie en la sepultura. Pero Kasdan tenía la impresión de avanzar en el tiempo. Después de la prehistoria entraba, por así decir, en la Edad Media.
Golpeó más fuerte.
Por fin, ruidos en el interior.
Abrió un hombre joven. Empuñaba un arma. El clan de Arro estaba en guerra. Una especie de guerra de clanes, como en los tiempos primitivos, cuando los hombres se mataban unos a otros por un manantial o un puñado de brasas.
—Tengo que ver a Rochas.
El muchacho, atlético, cabello rubio y lacio, llevaba un conjunto de lana polar azul turquesa. Parecía un alpinista en el campamento base, listo para atacar el K2. Sin responder, echó un vistazo a su reloj.
—A estas horas debe de estar fuera —dijo—. De guardia.
—¿Hacen rondas?
El atleta sonrió. Las arrugas alrededor de los párpados revelaban más edad de la que uno habría imaginado.
—Creen que lo vigilan todo —murmuró—. Pero son ellos los que están vigilados.
—¿Puede ponerse en contacto con Rochas?
El hombre caminó hacia el umbral; no invitó a Kasdan a pasar. Al contrario. No le quitaba la vista de encima, lo evaluaba. Un policía de París, con cara de cansado, tiritando; todo eso a las seis de la mañana.
—¿Es urgente?
Kasdan explicó la situación. Volokine. Sus años de infancia pasados en la Colonia. La casi certeza de que no llegaría a la noche. La necesidad urgente de intervenir, independientemente de la legalidad.
—Pase. Y tranquilícese. Llamaré a Rochas.
En la parte destinada a vivienda en una granja, uno siempre espera encontrar un ambiente reconfortante, materiales cálidos, suaves, que rompan con la dureza del exterior. Pero se suele encontrar lo contrario. Suelo de baldosas. Paredes de cemento. Mobiliario dispar. Sin calefacción. Uno está dentro pero se siente como si estuviera fuera. En medio del frío y de la rudeza imperantes.
—¿Café?
El joven vivía en una gran habitación cuadrada, oscura, en la que destacaba una mesa grande cubierta por un hule que daba frío en la espalda.
—Café —respondió Kasdan—. Pero póngase en contacto con Rochas.
El hombre se puso manos a la obra sin responder. La cocina ocupaba un ángulo de la habitación. En el opuesto, en un rincón oscuro, había una cama sin hacer. Todas las vidas se comprimían en ese único espacio.
La máquina de café borboteó. Su ruido fue relevado inmediatamente por las interferencias de un
walkie-talkie.
El tipo llamaba a su jefe.
Sirvió el café en dos tazones.
—Rochas viene de camino.
—¿Está de acuerdo en intervenir?
—Usted se lo explicará personalmente. ¿Azúcar?
Kasdan negó con la cabeza. Bebió un sorbo. La sensación lo tranquilizó. Debía mantener la calma. Convencer a ese pequeño ejército. Sin él, no había intervención posible. Sin intervención, no había salvamento posible.
Dejó pasar unos segundos y luego preguntó:
—¿Cuánto hace que vive usted en Arro?
El hombre se ponía unas botas de Gore-Tex.
—Desde siempre.
—¿Nació en la comunidad?
—Soy el hijo de Pierre Rochas.
En ese instante, y solo en ese instante, Kasdan percibió la singular luminosidad de la mirada posada en él. Recordaba el brillo extraordinario de los ojos de Rochas. Aquel iris cristalino que el hijo había heredado.
—Me debe usted una explicación.
Kasdan se dio la vuelta hacia la voz que acababa de resonar. En el umbral, la silueta de Rochas padre se recortaba pálidamente contra las sombras de la noche. Cabello tupido, hombros anchos bajo un anorak brillante, fusil de asalto calado bajo la axila. El conjunto tenía la simetría de una pintura cargada de fuerza y heroísmo.
El ex policía repitió sus explicaciones, insistiendo en el hecho de que Volokine sería desenmascarado en las próximas horas. Si no había ocurrido ya.
—Su colega es idiota.
—Volokine es un policía magnífico. Pero también es un kamikaze.
—¿Y cree que atacaremos a la Colonia así por las buenas? ¿Durante el desayuno?
—No le hablo de un ataque, sino de una intervención. Usted conoce Asunción. Sin duda sabe cómo entrar. Tenemos que buscar a Volokine. Eso es lo prioritario. Luego tendremos tiempo para avisar a la policía, la de verdad.
Rochas entró en el aposento y se sirvió un tazón de café. Su serenidad estaba en sintonía con el paisaje mineral del exterior.
—Si su protegido no ha sido identificado, la misión es simple: la zona de los obreros agrícolas es accesible. Si ya lo han hecho prisionero, el asunto es sin duda mucho más complicado. Incluso imposible.
—¿Se viene o voy solo?
Rochas sonrió y se dirigió a su hijo en un tono neutro. Nada entre ellos delataba sus vínculos familiares.
—Despierta a los otros —dijo. Se volvió hacia Kasdan—. Usted se viene conmigo. Durante el camino le explicaré el operativo.
—¿Ya tiene un plan?
Rochas dio un paso hacia Kasdan. La luminosidad de sus ojos evocaba el mar. Más que el mar, cierto rincón del mar, una cala, una albufera.
—El plan está aquí. —Se llevó el índice a la sien—. Desde siempre. Sólo faltaba la oportunidad. —Volvió a sonreír. Un pliegue irresistiblemente seductor surgió en su rostro—. Después de todo, tal vez usted sea la oportunidad. Usted y esa historia del poli infiltrado. Increíble.
Rochas desplegó un mapa de la región sobre la mesa cubierta con el hule.
Kasdan dejó su tazón y se concentró.
La conquista de Troya empezaba.
Cuando Volokine se despertó, lo primero que percibió fue un canto. A la vez lejano y difuso. Se dijo: «Ya está. He llegado. Estoy en el corazón del infierno».
Luego se dio cuenta de que no se trataba del
Miserere
sino de otra cosa. Fue consciente de que no podía moverse. No estaba atado, pero su cerebro ya no controlaba sus miembros.
El canto proseguía.
Suavidad inimitable de un coro que parecía haber superado la materialidad de los instrumentos para alcanzar la plena abstracción. Pensó en el
Réquiem alemán
de Brahms, una de las obras más misteriosas que se han escrito. Pero no, no era el
Réquiem.
Volokine apartó mentalmente esa música que lo hipnotizaba y analizó su entorno inmediato. Estaba tendido, desnudo, sobre una mesa de metal forrada con papel. Sentía el frío del acero en los hombros. Él mismo respiraba bajo una enorme hoja de papel. Un proyector quirúrgico apuntaba a su rostro. Recordó que ese tipo de lámparas no producía ninguna sombra y esa idea le dio miedo. Era imposible tratar de ocultar algo. Estaba completamente expuesto. Era completamente vulnerable.
La música volvió al primer plano de su conciencia. Las lejanas ondas sonoras seguían, dulces, suaves, tejidas por la voz de los niños. Con efecto retardado, Volo constató que ya no sufría alergia crónica a los coros. Estaba curado: pero era demasiado tarde. Estaba en su lecho de muerte.
Haciendo un esfuerzo sobrehumano —que le pareció sobrehumano—, consiguió levantar, muy ligeramente, la cabeza. En el extremo de la mesa de cirugía había otra mesa. Una mesa camilla cubierta por un tapete verde con un charco de luz proveniente de otro proyector.
Alrededor, tres jugadores de cartas.
Todos con mascarillas de papel, todos con batas color verde pálido.
Confusión de la mente. Sacudidas de pánico. Volokine se dijo que simplemente los cirujanos esperaban a que despertara. Que estuviera consciente para operar en carne viva:
para hacerle daño
.
En ese momento, uno de los hombres alzó la vista por encima de su juego. Observó a Volokine. Bajo los gorros de cirugía se veía el cabello canoso de todos los jugadores. Tres ancianos. Tres cirujanos. Viciosos y chiflados.
—Nuestro amigo se despierta —murmuró el médico con una voz en la que se mezclaban los acentos del alemán y del español.
Volokine dejó caer la cabeza. La luz. La música. El calor de la lámpara. El frío del metal. Una pesadilla. Tres cirujanos nazis salidos de sus tumbas sudamericanas estaban a punto de cortarlo en pedazos. Y las voces del coro seguían elevándose, por todos lados al mismo tiempo. Con un timbre y una intensidad uniformes. Solo capas que lo transportaban como el lento oleaje de un mar templado…
Ruido de sillas.
Volokine escuchaba, atento al mínimo detalle.
Uno de los hombres se había puesto en pie.
Crujido de papeles.
Roce de los cubrezapatos.
Un rostro enmascarado apareció en su campo de visión. Arrugas aglutinadas alrededor de los ojos. Piel gris y apergaminada. Ese matasanos no podía convertirse en polvo, ya era polvo. Volokine pensó en Marko, El Hombre de Arena que lucha contra Spiderman.
—«El coro de los peregrinos» de
Tatinhauser
… —murmuró el hombre—. Nadie ha escrito música más bella.
Marcaba lentamente el compás con un bisturí centelleante, bajo la nariz de Volokine. Canturreaba las sílabas en alemán. Volo no podía creerlo. Estaba sumergido en el núcleo de una caricatura aterradora. Esa unión, legendaria y horrenda, de la crueldad nazi y la música alemana.
—«Beglückt darf nun dich, o Heimat, ich schauen, und grüben froh deine lieblichen Auen…»
—cantaba el anciano con voz ronca—. ¿Sabes qué significa?
Volokine no respondió. Sentía la lengua hinchada y seca como un guijarro. Comprendió que estaba anestesiado. O bajo los efectos de algún otro producto paralizador. Iba a morir allí, en manos de unos médicos perversos. Pero tal vez le ahorrarían el sufrimiento…
—«Con alegría puedo ahora, oh patria, mirarte y jubilosamente cavar tus dulces vegas…» —murmuró el cirujano—. Palabras de infinita tristeza… Palabras dedicadas a nosotros, eternos exiliados…
Volokine se dio cuenta de que se trataba de una transcripción de la obra de Wagner para voces infantiles. No cabía duda: el coro de Asunción estaba cantando en una estancia vecina. A menos que se tratara de una grabación. La música le parecía demasiado cercana. De pronto, se acordó del testimonio de Peter Hansen, el hombre al que habían extirpado las orejas con el fondo musical de un coro.