Kasdan alzó un hombro y continuó con su informe.
—Tampoco encontré nada sobre Naseer.
—¿Quién?
—El efebo de Goetz. Supongo que al menos sabías que el chileno era gay…
—No.
El armenio suspiró.
—Naseer es un mauriciano de unos veinte años, de origen indio. Amante de Goetz desde hace varios años y chapero. De hecho, me ha sorprendido no encontrar un expediente sobre él en la BPM. En mi opinión, a ese tío ya le echaron el guante en place Daphine, en el Marais o en el Périphérique. Y era menor.
—No sabía todo eso.
—Ya, está claro que no tenías ni idea.
Kasdan se lo calló, pero esa ignorancia aumentaba su admiración. Sin el menor elemento, al parecer el chaval había calado a Goetz. El ruso le ofreció un canuto. El armenio negó con la cabeza.
—Usted no me lo cuenta todo —replicó el policía joven—. Cuando ayer le hablé de mi teoría, del Goetz pederasta y del chico vengador, me tomó por un loco. Hoy viene a buscarme. Entretanto, usted ha descubierto que Goetz era gay y que un chaval había desaparecido. Pero hay algo más, estoy seguro.
—Es cierto —admitió Kasdan—. El forense me llamó anoche. Goetz tiene unas cicatrices en el cuerpo, en particular en la verga. Primero creí que eran huellas del Chile de Pinochet. Pero esas heridas son muy recientes. Goetz parece haberse mutilado a sí mismo. A menos que fuera su mariquita el que le trabajaba el pájaro.
—Ya veo por dónde va. Usted pasa alegremente de gay a depravado. Y de ahí a pensar que le gustaban los muchachitos…
—¿No estás de acuerdo?
—No. Son tres cosas completamente distintas.
—Un gay no es necesariamente un pederasta. Vale. Pero Goetz empieza a tener un perfil retorcido, ¿no? Y su amiguito, Naseer, tampoco me parece trigo limpio. Un chapero acostumbrado a satisfacer los deseos más extraños…
Porte de la Chapelle. Los carriles de la autopista se cruzaban, se enmarañaban como una vegetación inextricable. Las bocas negras de los túneles se abrían como hocicos aterradores. Había que pasar la prueba de las tinieblas para acceder a la ciudad.
Volokine se estaba liando otro porro. Kasdan se preguntaba si aguantaría ese ritmo. El crujido del papel y el olor del costo se mezclaban con el estruendo de los cláxones y motores del exterior. Entró en el boulevard Périphérique, en dirección a porte de Bercy.
El ruso pasó otra vez la lengua por el papel.
—Pongamos las cartas sobre la mesa —dijo—. Usted me necesita. Yo lo necesito a usted. Tengo la experiencia que usted no tiene en el campo de los niños. Y digamos que usted posee una autoridad que yo nunca conseguiré. Sin embargo, seguimos siendo dos polis al margen, completamente ilegítimos. Aunque creo que podemos coger al hijo de puta, también es posible que, dado que carecemos de medios, no lo consigamos.
—Y entonces ¿qué?
—Entonces nada. Tanto si pasa una cosa como la otra, habremos aprendido uno del otro. Los dos somos becarios, usted y yo.
Kasdan abrió la guantera sin apartar una de las manos del volante.
—Para ti.
Sujetando el petardo con dos dedos, Volokine hundió su mano izquierda en la caja. Sacó una Glock 19 —compacta, de polímero y acero— con cargador de quince balas. Kasdan observó la expresión del chaval. Neutra.
—Exagera un poco, ¿no?
Kasdan sentía el peso de su propia arma, una P. 226,9 mm Para, de la marca Sig Sauer, que había desenterrado de su caja fuerte aquella misma mañana.
—Estar preparado para lo peor. Primera norma del becario.
Sin soltar el canuto, Volokine deslizó el arma en su cinturón, después de haber comprobado el seguro. Luego encendió el canuto. Portar un arma no parecía afectarle en absoluto.
—¿Cuáles son las otras normas?
—Fuera del ámbito de los críos, soy yo quien interroga. Siempre. Y soy yo el que presenta al equipo. En el fondo del bolsillo tengo una tarjeta que todavía da el pego. Aun si no inspiro confianza a los chicos, mi cara todavía impresiona a los adultos.
—Le creo.
—Al primer traspié, te llevo de vuelta a tu asilo. Una palabra fuera de lugar, una crisis de abstinencia o cualquier otra gilipollez, y vuelves a la casilla de salida. ¿Entendido?
—Entendido.
—Por no hablar de la droga.
—Estoy limpio, Kasdan.
—Todos los delincuentes que conocí eran inocentes. Todos los yonquis estaban limpios. Si en algún momento del día tengo la menor sospecha de que has vuelto a las andadas con esa mierda, te mando directamente al Pavo Frío. Pero antes te habré hecho una cara nueva.
Capisci?
Volokine sonrió y exhaló una bocanada.
—Qué bueno es sentir que alguien te trata como lo haría una madre. ¿Y Vernoux?
—De Vernoux ya me ocuparé yo.
Volokine se rió demasiado fuerte… los efectos del costo.
—Entre nosotros, estoy seguro de que de los dos juntos puede salir un poli presentable.
Kasdan estaba mareado. Se preguntó si iban a llevar la investigación en ese estado de amodorramiento. Para contrarrestar el vértigo, echó mano a su voz de instructor militar.
—¿Alguna pregunta?
—No.
—¿Normas por tu parte?
—No. Eso es lo que me hace fuerte.
Volokine barrió con un gesto el humo que se extendía delante de sus ojos y observó los paneles de señalización por encima del carril. Kasdan acababa de tomar la salida Porte de Vincennes.
—¿Adónde vamos?
—Retomamos la investigación desde cero. Tú interrogarás a los críos de la catedral, uno tras otro. Comprobaremos tu famoso poder. Si uno de los chicos es el asesino, tal como tú crees, no te costará desenmascararlo.
—Hoy hay clase, ¿no?
—Exactamente. Habrá que sufrir la visita a cada centro. Tengo la lista.
—He hecho bien en ponerme corbata.
—Cierto. Solo espero que Vernoux todavía no se haya manifestado. Si no, se habrá acabado todo.
—¿Cómo te llamas?
—Kevin.
—¿Papá Noel te traerá la Wii?
—Papá Noel es mi padre. Fuimos juntos a la tienda de videojuegos.
—¿Estás seguro de que funcionará? ¿Te apuntaste en la lista?
—Soy de los primeros —sonrió el adolescente—. Estoy inscrito desde septiembre.
—Zelda. Need for Speed Carbon. Splinter Call Double Agent… ¿cuál te mola más?
—Need for Speed Carbon. Versión Wii: es superguay.
—¿Sabías que se habla de una versión PES para la Wii?
—Mola.
La conversación continuó así, en un lenguaje ininteligible para Kasdan. Pero una cosa era segura: había comunicación. El tono. La voz. Todo era diferente. Kasdan, por su parte, se mantenía en segundo plano. Pegado contra la pared, a unos metros del careo en el aula vacía.
Habían llegado al instituto Hélène-Boucher a las once y media de la mañana. La hora del almuerzo en el comedor: ideal para hablar a solas con el niño. La directora del colegio no había puesto inconvenientes. Los padres de Kevin Davtian ya habían mencionado el drama al llevar a su hijo a la escuela y Vernoux todavía no había hecho acto de presencia. El ritmo de una investigación oficial tenía su propia inercia. Inercia que ellos, electrones libres, ignoraban…
Volokine fue al grano.
—¿Goetz era un tío majo?
—Sí, majo. Normal.
—Si tuvieras que describirlo en pocas palabras, ¿qué dirías?
Kasdan dejó que su colega prosiguiera con el interrogatorio y salió. Enfiló por el pasillo. Dudaba de que Volo obtuviera más resultados que él, a pesar de su tono de complicidad. Pero tal vez descubriera una fisura, un detalle que delataría al niño-testigo o al niño-culpable…
Bajó la escalera; estaban en el primer piso. La arquitectura del instituto era impresionante. Un edificio inmenso de ladrillo rojo con espacios altos y majestuosos; recordaba esas construcciones de las ciudades de América del Sur que rivalizan con las llanuras y las montañas que las rodean.
Kasdan sacó su móvil. No tenía cobertura. Se dirigió hacia el portal. Era un lugar realmente agobiante: bronce, mármol, ladrillo. Seguía sin cobertura. Franqueó el umbral y salió a cours de Vincennes. Por fin, señal en la pantalla. Marcó el número de un antiguo colega y le pidió que consultara ciertos ficheros en el ordenador.
Si aceptaba la idea de un niño-asesino, tenía mucho trabajo por delante. Un crío capaz de pasar a la acción era algo serio. Tal vez tenía antecedentes. Psicológicos. Judiciales. Había que verificar todos los nombres de la lista.
El colega refunfuñó. Cada consulta del fichero está memorizada por un programa que funciona como un chivato que puede encontrar el día, la hora y el número de placa del policía que ha realizado la conexión. Nada se pierde. Nada se olvida.
Kasdan continuó negociando y consiguió convencer al tío que estaba al otro lado de la línea con el argumento de que esas «incursiones en el fichero» hechas por teléfono no quedarían registradas durante mucho tiempo.
Media hora después, no había encontrado nada. Ni rastro de un delito, ni siquiera de un ingreso psiquiátrico a nombre de uno de los chavales. Kasdan se guardó las gafas y dio las gracias al hombre.
—No sé en qué tejemanejes estás metido, Duduk —le dijo el otro—. Pero esta ha sido la última vez.
Kasdan regresó al vestíbulo. Volokine caminaba hacia su encuentro.
—¿Y?
—Nada. No sabe nada y no lo veo cargándose al organista.
El armenio no pudo reprimir una sonrisa.
—¿Quién es el siguiente? —preguntó el sabueso loco.
—Pasamos a la orilla izquierda. David Simonian, diez años, instituto Montaigne, en el distrito 6.
Aceleraron hasta la place de la Nation, tomaron el boulevard Diderot y bajaron por él hasta el puente de Austerlitz. Ya en la otra orilla, enfilaron los quais en dirección a Notre-Dame. Los inmuebles de piedra tenían el color del cielo; los gases de escape tejían una atmósfera de brumosa monotonía. En momentos como ese, París parecía construida con un solo material: el aburrimiento.
Kasdan giró a la izquierda. Subió por la rue Saint-Jacques. Al final, tomó una pequeña calle a la derecha, la rue de l’Abbé-de-l’Epée, cruzó el boulevard Saint-Michel, siguió por la rue Auguste-Comte y paró exactamente frente al instituto Montaigne. Volokine no dijo ni pío sobre semejante proeza en cuestión de orientación. Sabía, como Kasdan, que cualquier policía puede convertirse en taxista al final de su carrera.
Dentro del establecimiento, el mismo ritual. Presentación de una tarjeta caducada. Fantasmada sobre la supuesta investigación oficial. Una llamada telefónica, una sola, del director a los padres o a la PJ y estaban acabados. Pero fueron a buscar a David Simonian en pleno almuerzo y lo interrogaron en un aparte en el comedor.
Cuando Kasdan volvió a ver al chaval, larguirucho y con ese corte de pelo desordenado, se dio cuenta de que se parecía a Volo. Cualquiera habría dicho que pertenecían al mismo grupo de rock. Se exilió una vez más. Quería probar otro ardid. Si Goetz era realmente un pederasta, si había hecho cualquier cosa que hubiera podido traumatizar a un niño e inspirar en él la venganza, era necesario llevar el razonamiento hasta sus últimas consecuencias. El niño-asesino podía ser miembro de otro coro. ¿El de Notre-Dame-du-Rosaire?
Partió nuevamente de cero y llamó al padre Stanislas. Se había prometido que iría a visitarlo en persona, pero no quería dejar solo a Volo. Lo decidiría más tarde. Dócilmente, el sacerdote le dictó la lista de los coristas. Kasdan se exprimió el cerebro y encontró una vez más, con grandes dificultades, un policía que aceptó hacer la búsqueda.
Con las gafas apoyadas en la nariz, el armenio dictaba los nombres mientras iba y venía por el vestíbulo del instituto; esperaba el resultado de cada consulta y, de paso, tomaba nota de las diferencias arquitectónicas con el edificio anterior. Allí reinaba el sillar. Claro. Inmortal. El edificio debía de tener por lo menos tres siglos y había sido reformado por completo. Piedras blancas. Jardines impecables. Vastos espacios donde el ruido de los pasos sonaba como una marcha fúnebre.
Media hora más tarde no había conseguido nada. Volokine reapareció con expresión severa. Nada, él tampoco.
A las dos de la tarde, llegaron al instituto Victor-Duruy, en el boulevard des Invalides.
Benjamin Zarmanian, 12 años.
Volokine pidió a Kasdan que fuera a comprar unos bocadillos mientras charlaba con el chaval. Kasdan se marchó con la desagradable sensación de ser el asistente del jovenzuelo.
Volvía con los víveres cuando Volokine salía del aula. Cero, una vez más. Por dentro Kasdan se alegraba de esos fracasos. Volokine no era más astuto que él.
Tres menos cuarto. Brian Zarossian.
Instituto Jacques-Decourt, avenue de Trudaine, distrito 9.
Un fiasco.
Tres y media. Harout Zacharian.
Colegio Jean-Jaurès, rue Cavé, distrito 18.
Nada.
A partir de ahí, Kasdan ayudaba a Volokine durante cada entrevista. No entendía ni una palabra de su conversación sobre los videojuegos, los personajes de las series de televisión o los nuevos modos de comunicación. Pero ese parecía ser el paso obligado para conseguir un auténtico intercambio entre el hombre y el niño. De todos modos, esa complicidad no llevaba a ningún sitio. Ni rastro de turbación. Ni una palabra que delatara el menor secreto.
Cinco menos cuarto. Ella Kareyan.
Instituto Condorcet, rue du Havre.
En el corazón del barrio de la estación de Saint-Lazare, el tráfico no cesaba de intensificarse. A medida que la tarde pasaba, los dos compañeros se hundían en un laberinto de piedras y de coches. Con las manos vacías una vez más.
A las seis, solo quedaba un niño para interrogar.
Timothée Avedikian, trece años, en Bagnolet.
Dudaron. Se había hecho de noche. Con los atascos, ese día ya no sacarían nada más en limpio.
Aun así, salieron pitando. En una investigación, no acabar con una lista es como no haberla empezado. Volokine no abría la boca. Kasdan se preguntó si ese día estéril era la razón de su mutismo o si los efectos del mono empezaban a mostrarse.
Porte de Bagnolet. Kasdan se arriesgó a tantear el terreno.
—¿Qué piensas de todo esto?
—Nada. Son opacos. O inocentes. Así de sencillo.
Surcaron Bagnolet. Periferia sombría. Periferia negra. Como pegada al asfalto. Timothée Avedikian ya había salido de la escuela. Kasdan tenía su dirección. Llegaron a la casa de la rue Paul-Vaillant-Couturier.