El otro se fijó en él.
—¿Quién es? —le preguntó a Kasdan.
—Cédric Volokine. BPM. —El armenio se volvió hacia el ruso—. Éric Vernoux, primera DPJ.
Volokine le tendió la mano. El otro no se dio por enterado.
—Si es otro de sus trucos… —murmuró a Kasdan.
—Lo necesito —aseguró Kasdan—. Confía en mí.
Volokine volvió la vista hacia el crucero. Los astronautas de la Identidad Judicial se afanaban en los escalones que conducían al altar. Su blancura se intensificaba con los fogonazos de los flashes. Arriba se erigía un baldaquino. Una especie de catafalco de por lo menos diez metros de altura, cerrado con una cortina color cobre bruñido con motivos brillantes. Esa única tonalidad evocaba una actividad industrial, una energía oscura que tenía que ver con las estructuras de zinc y plomo de la iglesia. Ciertamente, ese muerto había escogido su lugar…
—Síganme —ordenó Vernoux.
Apartó a los polis de uniforme. En el charco blanco al pie del altar, justo delante de la primera hilera de sillas, un hombre desnudo estaba tendido con el tronco apoyado en los escalones que subían hacia la plataforma, las piernas cerradas, un brazo hacia arriba, un brazo hacia abajo. «En posición de mártir», pensó el ruso.
El cuerpo brillaba bajo los proyectores. Su crudeza era indecente, pero, al mismo tiempo, aquella piel obscena, expuesta, tenía un carácter irreal. La carne parecía nutrirse de la luz y desmaterializarse en contacto con ella. Volokine pensó en una escultura de mármol blanco, luminiscente, como la
Pietà
de Miguel Angel. Una escultura que no pintaba nada en aquella iglesia de lava y plomo.
—¿Sabéis quién es? —preguntó Kasdan.
—Uno de los sacerdotes de la parroquia. El padre Olivier. Hemos encontrado su ropa algo más lejos. Le han desnudado y mutilado post mórtem.
No hacía falta ser forense para ver las heridas. Las dos órbitas lloraban lágrimas de sangre. Su boca, pastosa de hemoglobina, exhibía una herida muy abierta, desde las comisuras de los labios hasta las orejas. La víctima tenía los dos puños apretados. Si se seguía la lógica del asesino, era fácil adivinar qué escondían sus dedos. En la mano derecha, la lengua. En la mano izquierda, los ojos. O a la inversa.
—Deben de haberlo asesinado por la tarde —comentó Vernoux—. No tenemos ni un solo testigo. Hay que joderse. Semejante carnicería en una iglesia y nadie ha visto nada. Al parecer, aquí nunca hay nadie durante el día.
Volokine y Kasdan avanzaron hacia el cuerpo. Vernoux extendió el brazo.
—Quietos. Van a pisar lo más importante.
Los dos policías se quedaron paralizados. A sus pies, sobre el negro parquet, se extendía una inscripción con relieve de costras de sangre.
Contra ti, solo contra ti he pecado,
lo que es malo a tus ojos, lo he hecho.
La frase, en arco de medio punto, estaba encarada hacia la nave, dirigida a los fieles que llegarían más tarde. Volokine contuvo un escalofrío. Era la misma letra que la de la casa de Naseer. Redonda. Uniforme. Infantil. La letra de un niño.
—Es una serie… —farfullaba Vernoux detrás—. Una jodida serie…
Kasdan se volvió.
—¿Adónde has llegado? —preguntó.
—A ninguna parte. Pero hay algo peor.
Volokine se acercó. Quería oír qué podía ser «peor».
—He recibido llamadas —murmuró Vernoux—. Presiones.
—¿De quién?
—De la DST. Los de las RG. Dicen que este caso les concierne. Ya han hecho un registro en casa de Goetz.
Kasdan lanzó una mirada cómplice a Volokine: los micrófonos.
—Van a apartarme de la investigación —prosiguió Vernoux en un tono de rabia fría—. Y, joder, ni siquiera sé por qué. En todo caso, estaba bien encaminado desde el principio: hay algún asunto político en todo esto.
—Parecen más bien asesinatos rituales, ¿no?
Vernoux miró a Volokine, que acababa de hablar. Se pasó la mano por el rostro y se dirigió a Kasdan.
—Eso es lo demencial. Es un asesino en serie y, al mismo tiempo, es un asunto político. ¡Estoy seguro!
—¿Qué se sabe sobre el sacerdote? —preguntó el armenio.
—Por el momento, nada. La investigación de proximidad acaba de empezar.
Volokine divisó a un hombrecillo de cabello gris y piel color bronce, envuelto como un habano dentro de su impermeable. Llevaba una cartera bajo el brazo. Una especie de teniente Colombo que parecía sentirse a sus anchas en medio de esa carnicería. El forense, sin duda.
Kasdan abandonó a Vernoux para ir a hablar con él. Volokine se quedó solo. Volvió a la escena. El lugar tenía importancia. Un lugar de purificación, de perdón. Ese asesinato coincidía con una nueva redención.
Con naturalidad, su mirada se elevó y se posó en la gran cruz de cobre rojo que presidía el altar. Su brillo lanzaba destellos de miel. Aquella escena era un cuadro. El cuerpo desnudo se correspondía con esa cruz en una composición vertical que en conjunto recordaba a los atormentados lienzos de El Greco.
Volokine se reunió con Kasdan, que hablaba con Colombo. Llegó a tiempo para escuchar al matasanos decir:
—La misma historia que las otras dos veces.
—¿Le han perforado los tímpanos?
—Eso creo, sí.
El médico hablaba con acento español, una especie de gorjeo de opereta más bien divertido, pero Kasdan no sonreía.
—¿Y las mutilaciones?
—El asesino no le ha cortado la lengua, al contrario que al indio. Le ha sacado los ojos. Siempre post mórtem. Como sin duda has adivinado, los dos órganos están en una y otra mano. Hay que añadir también la sonrisa tunecina, que me da la impresión de que solo está ahí para crear ambiente.
—¿Ambiente?
—Para contribuir al terror general, sí. Lo consigue, ¿no?
Volokine lanzó una mirada hacia la víctima e hizo un esfuerzo por examinar la herida atroz del rostro. Esa sonrisa negra, de oreja a oreja. No se había atrevido a comentárselo a Kasdan —era demasiado para él—, pero tenía la sensación de que también en esa mutilación había algo infantil, cómico, en una versión aterradora.
—¿Qué puedes decirme en cuanto a las mutilaciones? —preguntó Kasdan—. ¿Es el trabajo de un profesional?
—En absoluto. Es brutal. Salvaje. Y hecho rápidamente. El asesino no pretende hacer virguerías. Simplemente quiere arrancar lo que está vinculado con esa cita escrita con sangre. «Lo que es malo a tus ojos, lo he hecho.»
—¿Es todo?
—No. Tengo buenas noticias para ti. A priori, la operación de metalización ha dado algún resultado para la víctima precedente.
—¿En los oídos?
—No. En la boca. La ablación de la lengua dejó unas partículas. Metal. Actualmente en análisis. Tendré los resultados esta noche. Mañana por la mañana como muy tarde.
—Genial. ¿Me avisarás?
—Por supuesto. Pero tendrás que llevarme la cena…
Por fin Kasdan sonrió.
—¡Le estás tomando el gusto, cabroncete! No te preocupes, llevaré crepes. Llámame en cuanto hayas acabado con la autopsia.
El armenio se dirigió hacia los técnicos de la Identidad Judicial, a la derecha del altar. El ruso le siguió los pasos. Kasdan se movía como un tiburón en las aguas profundas del océano. Se dirigió a uno de los técnicos de la IJ. El tipo se había quitado la capucha, dejando al descubierto una cabeza apepinada.
Cuando Volo llegó hasta ellos, el técnico decía:
—Se podría pensar en restos de parquet, pero no es el caso. Diría que es la misma especie de la primera vez.
—¿Encontraste también en la escena del crimen del indio del boulevard Malesherbes?
—En el pasillo, sí.
—¿La misma madera?
—Eso te lo diré dentro de unas horas.
El técnico tenía la palma de la mano abierta. Llevaba guantes de látex. Entre los pliegues verdosos se distinguían astillas de madera marrón.
—Creo que por ese lado nos espera una mala sorpresa.
—¿Por qué?
—Luego te llamo.
El cosmonauta volvió con sus colegas, que se movían bajo los flashes. Con cada ráfaga de luz, aquellos espectros blancos parecían cambiar del positivo al negativo. Se ennegrecían completamente y de pronto recuperaban su luminosidad. En aquel lugar sagrado, esas metamorfosis fugaces adquirían una dimensión milagrosa. Destellos de santidad que revoloteaban en un lugar tenebroso.
—Ven. Nos largamos.
Como un buen perrito faldero, Volokine siguió a su amo. En su interior, el ruso se reía. Porque él, y solo él, poseía la única información válida sobre esa escena del crimen.
Franquearon el portal, realzado por bajorrelieves de lava. En el atrio, los guardias contenían a la creciente multitud. En sus filas asomaban cámaras con los logotipos de siempre. TF 1, I-TÉLÉ, LCI, FRANCE 2… Algunos tíos llevaban en bandolera sus grabadoras con los colores de las emisoras de radio más relevantes: RTL, EUROPE 1, NRJ.
Así pues, la jauría estaba enterada. En fin. Los periodistas intentaban atravesar el cordón de seguridad en nombre de la «libertad de prensa» y el «derecho a la información».
Volokine se sentía extrañamente ingrávido, fugaz, sin obstáculos.
El gran desfile de los medios de comunicación empezaba.
Pero nadie sabía aún que los verdaderos investigadores de ese caso eran dos desterrados anónimos.
En caso de que no lo haya adivinado, la inscripción también proviene del salmo 51 del
Miserere
.
Kasdan no respondió. Solo pensó que la noche anterior ni siquiera se había tomado la molestia de leer el texto completo de ese salmo. Santo Dios: envejecía. Envejecía y estaban en punto muerto.
—Ese texto está en el centro de todo.
—No me digas —dijo el armenio, de mal humor.
Bebió un sorbo de café. Repugnante. Para analizar la situación, habían elegido un café-restaurante de la rue La Boétie. Los apliques de luz le recordaban los globos de Saint-Augustin. Reinaba el mismo tufo de cabaret oscuro y extraño, salvo que ese bar de mala muerte estaba bien iluminado. Una claridad acentuada por el contraste con la noche tormentosa que reinaba fuera.
Volokine se inclinó hacia él. Giraba la lata de Coca-Cola Zero entre sus manos. Kasdan empezaba a acostumbrarse a sus cambios de humor. El chaval se daba marcha solo. Sin duda un efecto del mono. A menos que tomara alguna cosa a hurtadillas…
—¿Puedo comentarle algo del salmo?
—Adelante. Pareces estar en forma.
—Se supone que la mayor parte de las plegarias del Libro de los Salmos la escribió el rey David en persona. David, el rey profeta, el rey poeta…
—¿Y?
—Y bueno, David es la figura que encarna el pecado y el perdón.
—¿Por qué?
—Un poco de historia bíblica no le hará daño. Un día, David ve a una mujer bañándose. Es la mujer de Urías el hitita. La desea. La seduce. Solo hay un problema: ella tiene marido. Como ve, en tres mil años no se ha inventado nada nuevo. Pero David es un rey, un ser poderoso. Llama a Joab, el jefe de sus ejércitos, y le ordena: «Pon a Urías en el punto más duro de la batalla, luego retírate y déjalo solo: que lo hieran a muerte…». Por lo tanto, el pecado de David es doble: adulterio y asesinato. Por otra parte, su destino estaba escrito.
—¿Por qué?
—Porque era pelirrojo. David es el rey rojo. El que tiene sangre en las manos. En la piel. Está marcado de nacimiento.
—¿Cómo termina la historia?
—David implora el perdón al Señor y obtiene su liberación. Será nuevamente «blanco como la nieve», dice el
Miserere
.
—Gracias por la lección. ¿Adónde quieres llegar?
—Siempre al mismo sitio. Esos extractos del
Miserere
engloban al mismo tiempo la falta y el perdón. Los asesinos sacrifican a esos pecadores para castigarlos. Pero también para salvarlos. Esa es la razón por la que, simbólicamente, los mutilan.
—Desde que empezamos, no hemos encontrado el menor rastro de una prueba que indique que las víctimas sean culpables.
Volokine bebió un vaso hasta arriba de Coca-Cola Zero. Su voz vibró por efecto del trago helado.
—En cuanto a las dos primeras víctimas, estoy de acuerdo. En cuanto al muerto de hoy, es diferente. Conozco el pecado del padre Olivier.
—¿Qué dices?
—En la vida secular, el tío se llamaba Alain Manoury. Lo he reconocido inmediatamente. Cliente asiduo de la casa, como se suele decir. Me refiero a la BPM.
—¿Por qué motivo?
—Pederastia. Exhibicionismo, tocamientos, agresión y todo lo demás. Siempre listo para sacar el pirulín. Imputado en 2000 y 2003. En fin, hubo tejemanejes internos. Por presiones del arzobispado, los padres retiraron las denuncias. Manoury ni siquiera perdió su puesto. La prueba: su presencia en Saint-Augustin hoy. Una cosa es segura: el padre Olivier era, sin duda, un pecador.
Kasdan estaba pasmado. Decididamente, el ruso tenía siempre un as bajo la manga.
—El castigo —prosiguió Volokine—. Esa es la clave de los asesinatos. Un castigo asociado a las palabras de la plegaria. La primera inscripción decía: «Libérame de la sangre, Dios de mi salvación, y mi lengua proclamará tu justicia». El asesino cortó la lengua de Naseer. La segunda era: «Contra ti, solo contra ti he pecado, lo que es malo a tus ojos lo he hecho». El asesino extirpó los ojos del sacerdote. Esas mutilaciones son sacrificios. Dan cuerpo a las palabras del
Miserere.
Encarnan la plegaria. Para reforzar el poder de perdón de las palabras…
Kasdan se sentía agotado. Hizo señas al camarero. Quería pagar. Largarse. No oír más gilipolleces.
Pero Volokine continuó como una auténtica cotorra.
—Le diré qué falla en este caso. No sabemos hacia dónde tirar porque todo es verdad. Al mismo tiempo. Los elementos se acumulan. Nada se desmiente nunca. Es imposible dejar de lado una pista.
Kasdan tendió un billete al camarero. Volokine no callaba.
—¿Usted cree en la pista política? Tiene razón. Goetz ha muerto porque poseía informaciones sobre sus verdugos chilenos. Primera verdad. Estaba bajo escucha porque su testimonio concierne también al gobierno francés. Segunda verdad. De hecho, Goetz no era trigo limpio. Aun si no era pederasta, cometió una falta que concierne a los niños, de eso estoy seguro. Tercera verdad. De modo que los autores de estos asesinatos, unos niños, vengan esos actos culpables. Cuarta verdad. Por otra parte, usted cree que se trata de un asesino en serie. En cierto modo, tiene razón. Los niños de esta historia están trastornados. Presas de una auténtica locura. Usted piensa que la señal que desencadena su pulsión criminal es la música. Incluso en eso estoy seguro de que está en lo cierto. Es más, estoy seguro de que estos asesinatos están vinculados con la voz humana. Con la voz de los niños. En fin, que detrás de todo esto hay otra cosa. Una amenaza. Lo que Goetz llamaba «el Ogro». Ese es nuestro problema, Kasdan: todo es verdad. No podemos proceder como de costumbre, por eliminación, sino por acumulación. Hay que encontrar la verdad en la que conviven todos estos hechos.