—Por un instante, creí que lo decías en serio —contestó.
—¿Te hubiese gustado?.
—¡Desde luego! —afirmó ella con un énfasis exagerado.
—Bueno —dijo Van Aldin—, eso está muy bien.
—En realidad, no estaremos separados mucho tiempo, papá —prosiguió Ruth—. Tú vendrás el mes que viene.
—¡Ah! —manifestó el millonario—, a veces me dan ganas de ir a ver a uno de esos médicos famosos de Harley Street para que me recomiende un cambio de aires con mucho sol inmediatamente.
—¡No seas tan haragán! —exclamó Ruth—. El mes que viene, la Riviera estará mucho mejor que ahora. Además, hay un sinfín de cosas que no puedes abandonar.
—Tienes razón —accedió Van Aldin con un suspiro—. Será mejor que subas al tren. ¿Dónde está tu asiento?.
Ruth miró distraídamente hacia el tren. En la puerta de uno de los coche-cama Pullman aguardaba una mujer alta y delgada, enteramente vestida de negro. Era la doncella de Ruth. Al acercarse su señora, se apartó a un lado.
—He colocado su neceser debajo del asiento por si lo necesita usted. ¿Quito las mantas o necesita una?.
—No, no la necesito. Es mejor que se vaya usted a buscar su asiento, Masón.
—Bien, señora.
La doncella se retiró.
Van Aldin entró en el vagón con Ruth. Ella encontró su asiento y el millonario dejó sobre la mesa varios diarios y revistas. El otro asiento estaba ocupado y el americano dirigió una rápida mirada a su ocupante. Tuvo una fugaz visión de unos atractivos ojos grises y un elegante traje de viaje. El millonario charló unos minutos más con su hija repitiendo las palabras propias de las despedidas.
Finalmente se oyeron los pitidos de la máquina y Van Aldin miró su reloj.
—Tengo que irme. Adiós, cariño. No te preocupes. Ya me encargaré de todo.
—¡Oh, papá!.
El americano se volvió bruscamente. Había notado algo extraño en la voz de Ruth, algo tan extraño a su comportamiento habitual que le sorprendió. Había sonado como un grito de desesperación. Ella había hecho un movimiento im-pulsivo hacia su padre, pero enseguida volvió a ser dueña de sí misma.
—¡Hasta el mes que viene! —se despidió con mucho afecto.
Dos minutos más tarde, el tren salía de la estación.
Ruth permaneció muy quieta y se mordió los labios para contener las inesperadas lágrimas. Sintió de pronto una terrible sensación de soledad. Experimentó un ansia desesperada de saltar del tren y volverse atrás antes de que fuese demasiado tarde. Ella, tan serena, tan dueña de sí misma, se sentía por primera vez como una hoja arrastrada por el viento. ¿Qué diría su padre, si lo supiera...
¡Una locura!. ¡Sí, eso era, ¡una locura!. Por primera vez en su vida le dominaba la pasión hasta el punto de hacer una cosa a sabiendas de que era una locura y una temeridad. Como digna hija de su padre, advertía su locura y la reprobaba. Pero también era hija en otro sentido. Tenía la misma tenacidad para conseguir lo que deseaba y, cuando decidía algo, no había nada en el mundo capaz de hacerla volver atrás. Desde niña había demostrado una voluntad de hierro y las propias circunstancias de su vida la habían afianzado. Ahora la empujaba implacable. Bien, la suerte estaba echada y tenía que seguir hasta el final.
Levantó la cabeza y su mirada se cruzó con la de la mujer que iba sentada frente a ella. De pronto tuvo la impresión de que aquella mujer había adivinado sus pensamientos. Vio en aquellos ojos grises comprensión y, sí, piedad.
Fue sólo una impresión pasajera. Ambas mujeres recobraron enseguida la expresión indiferente de las personas bien educadas. Mrs. Kettering cogió una revista y Katherine se dedicó a mirar por la ventanilla el interminable paisaje de calles sucias y casas miserables de los suburbios.
A Ruth le resultaba cada vez más difícil fijar su atención en la revista. A pesar de sí misma, mil temores asaltaban su mente. ¡Qué loca había sido!. ¡Qué loca era!. Como todas las personas frías y dueñas de sí mismas, cuando perdía el control lo perdía a fondo. Ahora era demasiado tarde... ¿Era demasiado tarde?. ¡Oh!. Si pudiese hablar con alguien, pedir un consejo. Nunca hasta entonces había sentido un deseo semejante; ella hubiese despreciado la idea de confiar en el juicio de alguien que no fuese ella misma, pero ahora ¿qué le estaba pasando?. Pánico. Sí esa era la palabra más acertada: pánico Sí, ella, Ruth Van Aldin, estaba total y completamente dominada por el pánico.
Espió a la figura que tenía delante. Si sólo conociera a alguien como ella, alguien agradable, sereno, comprensivo como aparentaba ser. Aquella era la clase de persona con la que se podía hablar, pero no podía dirigirse a una desconocida. Ruth sonrió para sí misma ante esa idea. Cogió otra vez la revista. Tenía que dominarse. Después de todo, ya lo había pensado a fondo. Lo había decidido con entera libertad. ¿Qué felicidad había tenido en su vida hasta ahora?. «¿Por qué no puedo ser feliz? —se dijo intranquila—. Al fin y al cabo, nunca nadie lo sabrá.»
Llegaron a Dover sin darse cuenta. Ruth era buena marinera. Le disgustaba el frío, y se alegró de estar en el camarote que había reservado por telégrafo. Aunque nunca lo habría confesado, Ruth era algo supersticiosa. Era de la clase de personas a las que les gustaban las coincidencias. Cuando desembarcó en Calais y se hubo instalado con su doncella en un compartimiento doble del Tren Azul, se dirigió hacia el coche restaurante. Con sorpresa vio al otro lado de la mesita a la misma mujer que había sido su compañera de viaje hasta Dover. Una ligera sonrisa apareció en los labios de ambas.
—¡Qué coincidencia! —dijo Ruth.
—Lo es —contestó Katherine—. Es extraño como ocurren estas cosas.
Un camarero, con la destreza que siempre desplegaban los empleados de
Compagnie Internationale des Wagons Lits
, colocó ante ellas dos platos de sopa. Cuando trajeron el segundo plato, una tortilla, las dos mujeres charlaban amistosamente.
—Será delicioso sentir el sol —suspiró Ruth.
—Estoy segura de que será una sensación maravillosa —contestó Katherine.
—¿Conoce bien la Riviera?.
—No, es la primera vez que voy allí.
—Es un sitio ideal.
—Usted va cada año, ¿verdad?.
—Prácticamente. Enero y febrero son horribles en Londres.
—Yo siempre he vivido en el campo. Tampoco allí son unos meses agradables. Sólo hay barro.
—¿Qué es lo que de pronto le ha hecho decidirse a viajar?.
—El dinero. Durante diez años he sido una señorita de compañía pobre con el dinero justo para comprarme unos buenos zapatos. Ahora, he heredado lo que para mí representa una fortuna, aunque creo que a usted no se lo parecería.
—Me pregunto porque dice que a mí no me lo parecería.
Katherine se echó a reír.
—En realidad, no lo sé. supongo que una se forma una idea sin pensarlo. Tengo la impresión de que usted es una mujer muy rica. Claro que sólo es una impresión y quizá me equivoque.
—No, no se equivoca usted. —de repente, Ruth se había puesto muy seria—. ¿Me querría usted decir qué otras impresiones le he causado?.
—Yo...
—¡Por favor, no gaste cumplidos! —le interrumpió Ruth sin preocuparse de la incomodidad de la otra—. Quiero saberlo. Cuando salíamos de la estación Victoria, la miré y tuve la sensación de que usted comprendía lo que yo estaba pensando.
—Le aseguro que no sé leer el pensamiento —respondió Katherine con una sonrisa.
—Lo supongo, pero le ruego que me diga lo que la conmovió.
La ansiedad de Ruth era tan sincera e intensa que Katherine no pudo negarse.
—Se lo diré ya que insiste, pero le ruego que no me crea impertinente. Me pareció que, por algún motivo, estaba muy angustiada y sentí pena por usted.
—Tiene usted razón. Estoy en un momento terrible. Me gustaría... me gustaría explicarle lo que me pasa, si me lo permite.
—¡De ninguna manera!. ¡Al contrario, será un verdadero placer!.
«¡Ay, madre! —pensó Katherine—. ¡Qué parecida es la gente en todas partes!. En St. Mary Mead todo el mundo me contaba sus penas y aquí me ocurre lo mismo. Y yo en realidad no quiero enterarme de las penas de nadie.»
—Por favor, explíquemelo —respondió cortésmente.
Estaban terminando de comer. Ruth se bebió de un trago el café, se levantó y sin fijarse en que Katherine aun no había probado el suyo, dijo:
—Venga usted a mi compartimiento.
Eran dos compartimientos comunicados por una puerta de comunicación. En uno de ellos, la delgada doncella que Katherine había visto en la estación Victoria estaba sentada muy erguida, sosteniendo en sus rodillas un neceser de tafilete rojo con las iniciales R.V.K. Mrs. Kettering cerró la puerta de comunicación y se desplomó en uno de los asientos. Katherine se sentó a su lado.
—Me encuentro en un apuro y no sé qué hacer. Hay un hombre al que amo, al que amo muchísimo. Cuando éramos jóvenes ya nos amábamos, pero nos separaron de una manera brutal e injusta. Ahora hemos vuelto a estar juntos.
-¿Sí?.
—Y ahora voy a reunirme con él. Seguramente usted creerá que es un error, pero usted no conoce las circunstancias. Mi marido es inaguantable. Me ha tratado de una manera denigrarte.
—¿Sí? —repitió Katherine.
—Lo peor de todo es que he engañado a mi padre, era él el que vino a despedirme a la estación. Quiere que me divorcie de mi marido y, claro está, no tiene la menor idea de que vaya a reunirme con ese otro hombre. Diría que es una verdadera locura.
—¿Y no le parece a usted que tiene razón?.
—Sí, creo que sí.
Ruth se miró las manos, que temblaban violentamente.
—Pero ahora no puedo volverme atrás.
—¿Por qué no?.
—Todo está ya convenido y le destrozaría el corazón.
—No lo crea —opinó Katherine—. El corazón es algo muy duro.
—Creería que no tengo valor, que le he mentido.
—Lo que usted va a hacer es, a mi juicio, una verdadera tontería. Y creo que usted lo sabe.
Ruth escondió el rostro entre las manos.
—No sé, no sé... Desde que salí de la estación Victoria tengo el presentimiento de que muy pronto me ocurrirá algo terrible, algo de lo que no podré escapar.
Apretó convulsivamente la mano de Katherine.
—Me creerá usted loca, pero sé que me va a ocurrir algo horrible.
—No piense en eso. Procure dominarse. Puede telegrafiar a su padre desde París y él vendrá a reunirse con usted de inmediato.
La otra se animó.
—Sí, puedo hacerlo. ¡Querido papá!. Es raro, pero nunca me había dado cuenta hasta hoy de lo mucho que le quiero. -Se irguió en el asiento y se secó los ojos con un pañuelo—. He sido una verdadera loca. Muchas gracias por haberme es-cuchado. No se por qué me he puesto como una histérica. — Se levantó—. Ya estoy más aliviada. Necesitaba desahogarme con alguien, ahora me parece imposible que haya estado dispuesta a hacer algo tan estúpido
Katherine se levantó.
—Me alegro de que se encuentre usted mejor —dijo con el tono más indiferente de que fue capaz. Sabía que la secuela de las confidencias era la vergüenza. Añadió con tacto—: Tengo que volver a mi compartimiento.
Salió al pasillo al mismo tiempo que del compartimiento contiguo salía la doncella. Ésta miró por encima de su hombro y un vivo asombro apareció en su rostro. Katherine también se volvió pero aquel que había despertado el interés de la doncella, debía haber vuelto a su compartimiento porque el pasillo estaba desierto. Katherine se dirigió a su asiento que estaba en el otro vagón. Al pasar por delante del último compartimiento se abrió la puerta y el rostro de una mujer apareció un momento, pero luego se cerró de un portazo. Era un rostro difícil de olvidar, como Katherine sabría el día que la volviera a ver. Un hermoso rostro ovalado, moreno y muy maquillado de manera extraña. Le pareció que ya lo había visto antes en alguna parte.
Cuando llegó a su compartimiento sin más aventuras, se sentó y se puso a pensar en las confidencias que le habían hecho: Se preguntó quién podía ser la mujer del abrigo de visón y cómo terminaría su historia.
«Si he evitado que esta mujer cometa una tontería, estoy satisfecha —pensó—. Pero, ¿quién sabe?. Es una de esas mujeres empecinadas y egoístas, y quizá le haga bien comportarse de otra manera aunque no sea más que por una vez. De todas maneras, supongo que nunca más la volveré a ver. Desde luego, ella no querrá volverme a ver.»
Deseó que no volvieran a compartir mesa. Pensó, no sin humor, que podría ser violento para ambas.
Cansada y algo deprimida se recostó en con un cojín debajo de la cabeza. Estaban ya en París y el lento recorrido por el cinturón con sus interminables paradas y cambios de vía resultaba agotador. Cuando llegaron a la
Gare de Lyon
, se alegró de poder bajar y pasear por el andén. El aire fresco la reanimó después del calor sofocante del tren.. Observó con una sonrisa que su amiga del abrigo de piel había resuelto la posibilidad de encontrarse frente a frente durante la cena mandando a su doncella a comprar una cesta de provisiones.
Al reanudar la marcha, anunciaron la cena con un violento repicar de campanas, y Katherine, se dirigió al vagón restaurante mucho más tranquila. Su compañero de mesa era completamente distinto: un hombre menudo de aspecto extranjero, con el bigote tieso a fuerza de gomina y la cabeza en forma de huevo ligeramente inclinada a un lado. Katherine había llevado consigo un libro. Vio que el hombre miraba el libro con una expresión divertida.
—Veo, madame, que lee usted un
román policier
. ¿Le gustan a usted esas cosas?.
—Me distraen —admitió Katherine.
El hombrecillo asintió con aire comprensivo.
—He oído decir que se venden mucho. ¿Por qué será?. Se lo pregunto como un estudioso de la naturaleza humana. ¿Por qué será?.
Katherine se divertía cada vez más.
—Tal vez porque el lector tiene la ilusión de vivir una vida más emocionante —contestó.
Él asintió con gravedad.
—Sí, eso debe ser.
—Ya sabe que las cosas que describen esos libros no ocurren nunca en la realidad. —Katherine iba a continuar, pero fue interrumpida bruscamente.
—¡Algunas veces, mademoiselle!. ¡Algunas veces!. A este servidor le han ocurrido cosas así.
Ella le dirigió una mirada rápida e interesada.
—Quién sabe si algún día no se encontrará usted mezclada en uno de esos dramas. Todo es cuestión de suerte.