La honorable Mrs. Derek Kettering vivía en Curzon Street. El criado que abrió la puerta reconoció inmediatamente a Rufus Van Aldin, y se permitió una discreta sonrisa de bienvenida. Enseguida le condujo hasta el gran salón del primer piso.
Al verle entrar, una mujer que estaba sentada junto a la ventana se levantó dando un grito.
—¡Oh, papá!. ¡Qué alegría!. He telefoneado cada día al comandante Knighton para saber cuándo llegabas, pero él no lo sabía.
Ruth Kettering era una muchacha de unos veintiocho años. Sin ser hermosa o ni siquiera bonita, en el verdadero sentido de la palabra, atraía las miradas debido al hermoso color castaño de sus cabellos. Además, tenía unos preciosos ojos oscuros y unas pestañas muy negras, todo ello acentuado artísticamente con el maquillaje. Era alta, esbelta, y de movimientos gráciles. A primera vista, era el rostro de una madona de Rafael. Sólo fijándose detenidamente se advertía que las líneas de la barbilla y la mandíbula eran iguales a las de Van Aldin, revelando la misma dureza y determinación. Era algo que estaba muy bien en un hombre, pero que no favorecía mucho a una mujer.
Desde su más tierna infancia, Ruth Van Aldin se había acostumbrado a hacer su santa voluntad y todos cuantos intentaron oponerse a ello comprendieron enseguida que la hija de Rufus Van Aldin no cedía nunca.
—Knighton me ha dicho que le has telefoneado —dijo Van Aldin—. Apenas hace media hora que he llegado de París. ¿Qué es todo esto sobre Derek?.
Ruth Van Aldin se puso roja de cólera.
—Es vergonzoso. Ya pasa de la raya —gritó—. Él no parece querer escuchar nada de lo que le digo.
En su voz se mezclaban el asombro y el enfado.
—¡Pues ya me oirá a mí! —aseguró el millonario.
—Apenas lo he visto durante este último mes. Va a todas partes en compañía de esa mujer —añadió Ruth.
—¿Qué mujer?.
—Mirelle, esa bailarina del Parthenon.
Van Aldin asintió.
—La semana pasada estuve en Leconbury y hablé con lord Leconbury. Estuvo muy amable conmigo y se hizo cargo de la situación. Me prometió que hablaría con Derek.
—¡Ah! —exclamó Van Aldin.
—¿Qué significa esta exclamación, papá?.
—Tú ya sabes lo que significa, Ruth. El pobre Leconbury no es nadie. Claro que simpatiza contigo, claro que se muestra amable, y desde luego intenta calmarte, porque tiene a su hijo y heredero casado con la hija de uno de los hombres más ricos de Estados Unidos. Por eso es lógico que no quiera perder semejante bicoca. Pero está con un pie en la sepultura, como todo el mundo sabe, y ya puede decir misa que Derek no le escuchará.
—¿Tú podrías hacer algo, papá? —preguntó Ruth después de una pausa.
—Quizá —dijo el millonario, que pensó un segundo antes de añadir—: Podría hacer varias cosas, aunque sólo hay una eficaz. ¿Cómo estás de agallas, Ruthie?.
Ella le miró asombrada. El padre asintió.
—Sí, has oído bien. ¿Tienes el valor para admitir ante todo el mundo que cometiste un error?. Sólo hay una manera de salir de este embrollo, Ruthie. Olvida las pérdidas y empieza de nuevo.
—¿Qué quieres decir?.
—Que te divorcies.
—¡El divorcio!.
Van Aldin sonrió secamente.
—Pronuncias esa palabra como si nunca la hubieses escuchado antes. Sin embargo, tus amigas se divorcian todos los días.
—¡Oh! Ya lo sé, pero...
Se detuvo, y se mordió el labio. El padre asintió comprensivo.
—Lo comprendo, Ruth. Te pasa lo que a mí, te molesta perder. Sin embargo, yo he aprendido, y tú también lo aprenderás, que hay circunstancias en las que es el único camino. Podría recurrir a mil medios para hacer volver a Derek junto a ti, pero al final todo sería inútil. Derek no es buen marido. Es una bala perdida. Créeme, hija mía, me culpo a mí mismo por haber consentido tu boda. Pero tú estabas tan decidida, y él parecía dispuesto a enmendarse, y, bueno, como ya te contrarié una vez, cariño...
No la miró mientras pronunciaba las últimas palabras. Si lo hubiese hecho, habría notado el rubor en el rostro de su hija.
—Bien que me acuerdo —dijo ella con voz dura.
—Me supo mal oponerme por segunda vez. Sin embargo, ahora no sabes cuánto siento no haberlo hecho. Tu vida durante estos últimos años no ha sido nada agradable.
—No, no lo ha sido —asintió Mrs. Kettering.
—¡Por eso te repito que estas cosas han de terminarse de una vez! —. Dejó caer pesadamente el puño sobre la mesa—. Tal vez sientas todavía algún cariño por ese hombre. Córtalo de cuajo. Enfréntate a los hechos: Derek Kettering se casó contigo por tu dinero, ésa es la verdad. Líbrate de él, Ruth.
Ruth Kettering miró al suelo y, al cabo de unos momentos, dijo sin levantar la cabeza:
—¿Y sino consiente?.
Van Aldin la miró atónito.
—Él no tiene ni voz ni voto en este asunto.
La joven se sonrojó y se mordió el labio.
—No, no... Claro que no. Sólo quería decir...
Se detuvo. Su padre la miraba fijamente.
—¿Qué quieres decir?.
—Pues... —se detuvo otra vez para escoger cuidadosamente las palabras—... puede que no se avenga a esa solución.
El millonario torció el gesto.
—¿Quieres decir que pondrá trabas al divorcio?. ¡Que lo haga!. Pero estás muy equivocada. No luchará. Cualquier abogado le dirá que no tiene posibilidad alguna.
—¿No crees que quizá —vaciló— sólo por puro rencor, intente ponerme en una situación comprometida?.
—¿Supones entonces que se opondrá? —Van Aldin meneó la cabeza un tanto asombrado—. Verás, necesitaría tener alguna prueba en contra tuya.
Ruth no contestó. El millonario la miró con ansia.
—Vamos, Ruth, dime lo que te pasa. A ti te preocupa algo. ¿Qué es?.
—Nada, nada.
Pero su voz no tenía seguridad.
—Temes la publicidad, ¿verdad?. Bueno, pues déjalo de mi cuenta. Ya procuraré yo por todos los medios que no se hable de ello.
—Bien, papá, si tú crees que es lo mejor que se puede hacer.
—¿Es que sientes todavía algún cariño por ese hombre, Ruth?. ¿Es eso?.
—No.
Pronunció el monosílabo sin la menor vacilación, cosa que satisfizo a Van Aldin, quien palmeó cariñosamente el hombro de su hija.
—Todo irá bien, chiquilla. No te preocupes. Y ahora, a olvidarlo todo. Te he traído un regalo de París, ¿sabes?.
—¿Para mí?. ¿Es algo muy bonito?.
—Espero que te lo parecerá —contestó el padre sonriendo.
Sacó el paquete del bolsillo del abrigo y se lo tendió a la joven. Ésta lo desenvolvió rápidamente, abrió el estuche y lanzó una exclamación de alegría. Sentía una gran pasión por las joyas.
—¡Papá, son maravillosos!.
-Se apartan de lo vulgar ¿verdad? —dijo el millonario satisfecho—. ¿Te gustan?.
—¡Que si me gustan!. Papá, son únicos. ¿De dónde los has sacado?.
Van Aldin sonrió.
—¡Ah!. Es un secreto. Se los he comprado a un particular. Son muy famosos. ¿Ves la piedra grande del centro?. Tal vez hayas oído hablar de ella; es el histórico «Corazón de fuego».
—¡«Corazón de fuego»! —repitió Mrs. Kettering.
Había sacado las piedras del estuche y las sostenía sobre su pecho. El millonario la miraba pensando en las mujeres que habían lucido aquella joya. Las angustias, las envidias, los celos. El «Corazón de fuego», como todas las piedras famosas había dejado tras de sí un rastro de tragedia y violencia. Sostenido en la firme mano de Ruth Kettering parecía haber perdido su diabólico poder. Con su frío equilibrio, esta mujer de Occidente parecía la negación de la tragedia o de la pasión incendiaria. Ruth devolvió las piedras al estuche; luego, se levantó de un salto y se abrazó al cuello de su padre.
—¡Oh, gracias, papá, muchas gracias!. ¡Son maravillosos!. Me has hecho un regalo estupendo.
—Está bien —dijo Van Aldin, y le palmeó el hombro—. Ya sabes, Ruth, que tú lo eres todo para mí.
—¿Te quedarás a cenar, verdad, papá?.
—No lo creo. Tú tenías un compromiso, ¿no es así?.
—Sí, pero puedo excusarme, no es nada importante.
—No, vete tranquila. Yo también tengo bastante que hacer. Te veré mañana. Quizá te telefonee; podríamos encontrarnos en el bufete de Galbraith.
Galbraith, Galbraith, Cuthbertson & Galbraith eran los abogados de Van Aldin en Londres.
—Muy bien papá. Supongo... —dudó un momento— que esto no me impedirá ir a la Riviera ¿verdad?.
—¿Cuándo piensas irte?.
—El día catorce.
—Puedes irte tranquila. Esos trámites llevan mucho tiempo. Por cierto, Ruth, yo en tu lugar no me llevaría los rubíes de viaje. Guárdalos en el banco.
Mrs. Kettering asintió.
—No quiero que te roben y asesinen por culpa del «Corazón de fuego» —bromeó el millonario.
—Sin embargo, tú lo llevabas en el bolsillo —replicó sonriendo su hija.
—Sí... —se detuvo.
Aquella desacostumbrada vacilación atrajo la atención de su hija.
—¿Que te pasa, papá?.
—Nada —contestó él sonriente—. Recordaba una aventurilla que me ocurrió en París.
—¿Una aventura?.
—Sí, la noche que compré las piedras. —Señaló el estuche.
—¡Oh, cuéntamela!.
—No tiene importancia, Ruth. Unos apaches se quisieron pasar de listos. Les disparé y salieron huyendo. Eso es todo.
Ella le miró con orgullo.
—Eres un tipo duro, papá.
—¿Verdad que sí?.
La besó cariñosamente y se marchó. En cuanto llegó al Savoy, dio una breve orden a Knighton.
—Busque enseguida a un hombre llamado Goby; encontrará su dirección en mi agenda. Que esté aquí mañana a las nueve y media.
—Bien, señor.
—También quiero ver a Mr. Kettering. De con su paradero. Tal vez esté en su club; arrégleselas para que mañana por la mañana pueda hablar con él. Que venga aquí sobre las doce. Esos tipos no suelen ser madrugadores.
El secretario asintió. Van Aldin se puso en manos de su ayuda de cámara. El baño estaba dispuesto y, mientras se sumergía voluptuosamente en el agua caliente, sus pensamientos volvieron hacia la conversación que había sostenido con su hija. Estaba satisfecho. Hacía mucho tiempo que había visto el divorcio como solución posible. Ruth había aceptado la proposición con más tranquilidad de lo que él había supuesto. Sin embargo, a pesar de su consentimiento, experi-mentaba una vaga sensación de malestar. En el proceder de su hija había algo que no era natural. Frunció el entrecejo.
—Tal vez todo sea imaginación mía —murmuró—, pero estoy seguro de que hay algo que no ha querido decirme.
Rufus Van Aldin había terminado su frugal desayuno, compuesto de café y tostadas, que era lo que tomaba siempre, cuando Knighton entró en la habitación.
—Mr. Goby está abajo, señor. Desea verle.
El millonario miró el reloj. Eran las nueve y media.
—Bien; que suba.
Poco después entraba Mr. Goby en el salón. Era un hombre menudo, mayor, mal vestido, cuya mirada iba de un lado a otro sin detenerse nunca en su interlocutor.
—Buenos días, Goby —saludó el millonario—. Siéntese.
—Gracias, Mr. Van Aldin.
Goby se sentó con las manos sobre las rodillas y clavó su mirada en el radiador de la calefacción.
—Tengo un trabajo para usted.
—Muy bien, Mr. Van Aldin.
—Como usted sabe seguramente, mi hija está casada con el honorable Derek Kettering.
Mr. Goby transfirió su mirada del radiador al cajón izquierdo de la mesa escritorio, a la vez que se permitía una humilde sonrisa. Goby estaba enterado de infinidad de cosas, pero le disgustaba confesarlo.
—Por consejo mío, mi hija va a presentar una demanda de divorcio. Eso, desde luego, es asunto de un abogado; pero, por motivos particulares, quiero la más amplia y completa información posible...
Mr. Goby contempló el techo y murmuró:
—¿De la vida de Mr. Kettering?.
—Eso es.
—Muy bien, Mr. Van Aldin.
Goby se puso de pie.
—¿Cuándo la tendrá usted lista? —preguntó el millonario.
—¿Le corre a usted prisa, señor?. Por supuesto que sí.
Goby sonrió comprensivo a la chimenea.
—¿Le parece a usted bien esta tarde a las dos?.
—Perfectamente. Buenos días, Goby.
—Buenos días, señor.
—Ése es un hombre muy útil —le comentó Van Aldin a su secretario, que había entrado al salir Goby—. En su especialidad es un as.
—¿Y qué especialidad es la suya?.
—La información. Dele veinticuatro horas y le pondrá al corriente de la vida privada del arzobispo de Canterbury.
—Un sujeto útilísimo —corroboró Knighton con una sonrisa.
—Su ayuda me ha sido valiosísima en un par de ocasiones —explicó Van Aldin—. Ahora, Knighton, a trabajar.
En las horas que siguieron, despachó rápidamente una gran cantidad de asuntos. Eran las doce y media cuando sonó el teléfono. Knighton se puso al aparato e informó a su jefe de que Mr. Kettering estaba abajo. El secretario miró a Van Aldin, que asintió.
—Dígale a Mr. Kettering que tenga la bondad de subir.
El secretario recogió los papeles y salió. Al llegar a la puerta, se cruzó con el visitante y Derek Kettering le cedió el paso, después entró y cerró la puerta.
—Buenos días, señor. Me han dicho que tenía usted muchas ganas de verme.
La voz suave, con un leve tono irónico, despertó los recuerdos de Van Aldin. Era una voz que tenía encanto, siempre lo había tenido. Miró fijamente a su yerno. Derek Kettering tenía treinta y cuatro años y un cuerpo atlético. Su rostro moreno y afilado conservaba incluso ahora un aire juvenil.
—Siéntese —dijo Van Aldin.
Kettering se dejó caer en un sillón y miró a su suegro con una expresión de divertida tolerancia.
—Hacía mucho tiempo que no nos veíamos, señor —contestó amablemente—. Casi dos años. ¿Ha visto usted a Ruth?.
—Sí, la vi ayer noche.
—Está muy guapa, ¿verdad? —preguntó el otro tranquilamente.
—No creo que tenga usted muchas oportunidades de comprobarlo —replicó el millonario con sequedad.
Derek Kettering enarcó las cejas.
—Algunas veces nos encontramos en el mismo cabaret —dijo indolente.
—No pienso andarme por las ramas —manifestó Van Aldin—. Le he aconsejado a Ruth que presente una demanda de divorcio.