El misterio del tren azul (11 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

BOOK: El misterio del tren azul
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Desde el vestíbulo llegaba la plañidera voz de lady Tamplin.

—¡Lenox!. Derek acaba de telefonear. Quiere venir a cenar esta noche. ¿Puedo decirle que venga?. No habrá nada desagradable como codornices o algo así, ¿verdad?.

Lenox tranquilizó a su madre y volvió a la habitación de Katherine mucho más alegre y animada.

—Me alegro de que venga Derek, estoy segura de que te gustará, Katherine.

—¿Quién es?.

—El hijo de lord Leconbury. Está casado con una rica norteamericana. Las mujeres se vuelven locas por él.

—¿Por qué?.

—Por lo de siempre: es un hombre guapo y, además, bastante canalla; todas pierden la cabeza por él.

—¿Y tú?.

—A veces, sí —dijo Lenox—, aunque otras veces pienso que me gustaría casarme con un vicario, para vivir en el campo y cultivar flores. —Se detuvo un instante y luego prosiguió—: creo que lo mejor sería un vicario irlandés, así podría ir a cazar.

Guardó silencio durante un par de minutos y después volvió al tema inicial.

—Hay algo extraño en Derek. Toda su familia está un poco chalada: son jugadores empedernidos. Hace mucho tiempo se jugaban sus esposas y sus tierras, y hacían las cosas más descabelladas sólo por divertirse. Derek hubiera sido un magnífico salteador de caminos, gallardo y jovial. —Se dirigió hacia la puerta—. Bueno, baja cuando te apetezca.

Katherine se entregó de lleno a sus meditaciones. Se encontraba incómoda y molesta en aquel ambiente. El choque del descubrimiento en el tren y la manera cómo habían acogido la noticia sus nuevos amigos habían herido su suscepti-bilidad. Pensó largamente en la mujer asesinada. Había sentido pena por Ruth, aunque en realidad no podía decir que le hubiese sido simpática. Había adivinado con toda certeza su despiadado egoísmo que era la clave de su personalidad, y le repelía.

Le había divertido y también disgustado un poco la fría despedida de Ruth, una vez se hubo desahogado con ella. Estaba segura de que, después de las confidencias, había tomado alguna decisión, pero se preguntaba cuál había sido. De todos modos, fuere la que fuese, se había interpuesto la muerte, convirtiendo en inútil todas sus decisiones. Era verdaderamente extraño que sucediese así y que un crimen brutal hubiera sido el final de aquel viaje. Pero de repente, Katherine recordó un pequeño hecho que quizás hubiese tenido que contar a la policía, un hecho que de momento había escapado a su memoria. ¿Tendría importancia?. A ella le había parecido ver entrar a un hombre en aquel compartimiento, pero se daba cuenta de que podía estar en un error. Quizá ha-bía sido en el compartimiento contiguo y, ciertamente, aquel hombre no podía ser un ladrón de trenes. Lo recordaba muy bien porque lo había visto en dos ocasiones anteriores. Una en el Savoy y la otra en la agencia Cook. Sí, sin duda se había equivocado. Aquel hombre no entró en el compartimiento de la mujer asesinada y había hecho bien en no decir nada a la policía. Quizás habría cometido un daño incalculable.

Bajó a reunirse con los demás en la terraza. A través de las ramas de mimosa se distinguía la pincelada azul del Mediterráneo y, mientras escuchaba distraída a lady Tamplin, interiormente se alegraba de haber venido. Esto era mucho mejor que St. Mary Mead.

Por la noche, se puso el vestido malva que llevaba el nombre de
soupir d'automme
y, después de mirarse sonriente ante el espejo, bajó al salón, sintiendo cierta timidez por primera vez en su vida.

La mayor parte de los invitados de lady Tamplin habían llegado ya, y como el ruido era esencial en las fiestas de lady Tamplin, el estrépito era tremendo. Chubby se acercó corriendo a Katherine y le ofreció un cóctel al mismo tiempo que la tomaba bajo su protección.

—¡Ah, ya estás aquí, Derek! —gritó lady Tamplin cuando se abrió la puerta para admitir al último invitado—. Por fin podremos cenar, Estoy muerta de hambre.

Katherine miró a través del salón. Se sobresaltó. Así que aquel era Derek y se dio cuenta de que no estaba sorprendida. Siempre había sabido que algún día volvería a ver al hombre que había encontrado ya tres veces por una curiosa sucesión de coincidencias. Estaba segura de que él también la había reconocido, pues Derek se interrumpió bruscamente mientras hablaba con lady Tamplin y luego siguió hablando aunque con visible esfuerzo. Se dirigieron a la mesa y Katherine se encontró conque lo tenía a su lado. Él se volvió hacia ella en el acto con una encantadora sonrisa.

—Estaba seguro de que volvería a verla muy pronto —comentó—, pero la verdad, nunca soñé que fuese aquí. Era inevitable. Una vez en el Savoy, otra en la agencia Cook. No hay dos sin tres. No diga que no se fijó. De todos modos, insistiría en que sí lo hizo.

—Sí, que lo vi —respondió Katherine—, pero ésta no es la tercera, sino la cuarta. También le vi en el Tren Azul. —¿En el Tren Azul?.

Una expresión que ella no supo definir apareció en el rostro de Derek. Parecía como si hubiese recibido un mazazo en la frente. Por fin, él dijo con un tono desenfadado:

—¿Qué fue todo aquel barullo de esta mañana?. Un muerto ¿verdad?. —Sí —dijo Katherine lentamente—, alguien ha muerto.

—No hay derecho a morirse en el tren —comentó Derek con descaro—. Crea un sinfín de complicaciones legales e internacionales y, además, es un pretexto para que el tren llegue con más retraso del habitual.

—¡Mr. Kettering! —. Una corpulenta norteamericana, que estaba al otro lado de la mesa, se inclinó hacia él hablándole con el característico acento de los de su país—. Mr. Kettering, veo que se ha olvidado de mí, ¡y yo que le creía un hombre tan galante!.

Derek se inclinó hacia la mujer para responderle y Katherine se quedó asombrada.

¡Kettering!. ¡Ése era el nombre!. Ahora lo recordaba. ¡Qué situación más irónica y extraña!. Aquí estaba el hombre al que había visto entrar la noche anterior en el compartimiento de su esposa, que la había dejado sana y salva, y que ahora estaba sentado allí cenando ignorando completamente lo que había ocurrido. Porque, no cabía la menor duda: no lo sabía.

Un criado se acercó a Derek y le entregó una nota al tiempo que le decía algo al oído. Tras pedirle permiso a lady Tamplin, desdobló el papel y una expresión de asombro apareció en su rostro cuando lo leyó. Luego miró a su anfitriona:

—Esto es extraordinario, Rosalie. Lo siento mucho, pero tengo que marcharme. El prefecto de policía desea verme enseguida. No sé porqué.

—Querrá que pagues por tus pecados -dijo Lenox.

—Quizá sea para cumplir alguna estúpida formalidad, pero de todas maneras, será mejor que vaya enseguida a la jefatura de policía. ¿Cómo se atreve el muy tunante a sacarme de la mesa?. Debe ser un asunto bastante serio para que justifique esto.

Y riendo, apartó la silla y se levantó para salir del salón.

Capítulo XIII
-
Van Aldin recibe un telegrama

En la tarde del quince de febrero, una espesa y amarillenta niebla se había extendido sobre Londres. Rufus Van Aldin estaba en su suite del Savoy y aprovechaba al máximo el mal tiempo trabajando el doble que de ordinario. Knighton estaba encantado. Desde hacía algún tiempo, le costaba que su patrón se concentrara en los asuntos pendientes y, cuando se había aventurado a insistir, el millonario le había parado inmediatamente los pies. Pero ahora Van Aldin parecía haberse entregado al trabajo con redoblada energía y el secretario aprovechó la oportunidad a fondo. Y lo hizo con tanta discreción que Van Aldin ni siquiera se dio cuenta.

Pero, a pesar de su abstracción en el trabajo, había un pequeño hecho que le rondaba por el fondo de su mente. Un comentario casual del secretario había plantado la semilla que ahora crecía hasta asomar cada vez más a la conciencia de Van Aldin, y llegó el momento en que, a pesar de si mismo, tuvo que ceder a su insistencia.

Escuchaba con gran atención lo que Knighton le estaba diciendo, pero en realidad no oía nada. Sin embargo, asintió maquinalmente y el secretario buscó entre sus papeles. Mientras lo hacía, su jefe le dijo:

—¿Le importaría repetirlo, Knighton?.

El secretario pareció desconcertado.

—¿Se refiere a esto? —preguntó, mientras le mostraba un informe de una sociedad.

—No, no —contestó Van Aldin—, lo que me dijo acerca de que anoche vio a la doncella de Ruth en París. Me parece incomprensible. Debe usted de haberse equivocado.

—No puedo equivocarme, señor. Hablé con ella.

—Bueno, cuéntemelo otra vez.

Knighton obedeció.

—Acababa de entrevistarme con Bartheimer —explicó—, y había vuelto al Ritz para recoger mi equipaje y cenar antes de coger el tren de las nueve en la
Gare du Nord
. En la recepción del hotel vi a una mujer que me pareció la doncella de Mrs. Kettering. Me acerqué a ella y le pregunté si estaba allí su señora.

—Sí, sí —dijo Van Aldin—, ¿y ella le contestó que Ruth había seguido viaje a la Riviera y que a ella la había enviado al Ritz para que esperase órdenes?.

—Exactamente, señor.

—Es muy raro —comentó Van Aldin—, muy raro, a no ser que la doncella se hubiese mostrado impertinente.

—Pero en ese caso —objetó el secretario—, Mrs. Kettering le hubiese pagado el finiquito y la habría hecho volver a Inglaterra. No es lógico que la enviase al Ritz.

—No —murmuró el millonario—, tiene usted razón.

Estuvo a punto de decir algo, pero se contuvo. Sentía un profundo aprecio por Knighton y le inspiraba una gran confianza, pero no podía discutir los asuntos privados de su hija con su secretario. Estaba resentido por la falta de franqueza de Ruth con él y esta información casual había acentuado su malestar.

¿Por qué Ruth se había librado de su doncella en París?. ¿Qué motivos podía haber tenido para hacerlo?.

Durante unos minutos reflexionó sobre las curiosas combinaciones del azar. ¿Cómo iba a ocurrírsele a Ruth que por una de esas increíbles coincidencias la primera persona a quien encontraría la doncella en París sería el secretario de su padre?. Ah, pero así ocurrían las cosas, así era como se descubrían. Esta última idea le hizo torcer el gesto. Había surgido en su mente de forma totalmente natural ¿Había algo por descubrir?. Lamentó hacerse aquella pregunta, porque conocía la respuesta, que era, estaba seguro de ello, Armand de la Roche.

Resultaba muy amargo para Van Aldin que su hija se dejara engañar por aquel hombre, aunque debía admitir que no había sido la única. Otras mujeres inteligentes y distinguidas habían sucumbido con idéntica facilidad a la fascinación del conde. Los hombres veían perfectamente su juego; pero las mujeres, no.

Buscó una frase para disipar cualquier sospecha de su secretario.

—Ruth siempre está cambiando de idea —comentó y añadió en tono despreocupado—: ¿La doncella le dio alguna razón para el cambio de planes?.

Knighton replicó con la mayor naturalidad que pudo simular:

—Me dijo que Mrs. Kettering se había encontrado inesperadamente con una persona conocida.

—¿Por eso...?.

Knighton percibió la nota de inquietud en la voz del millonario.

—Esa persona, ¿era hombre o mujer?.

—Creo que me dijo que era hombre, señor.

Van Aldin asintió. Sus peores temores se confirmaban. Se levantó y se puso a pasear por la habitación, un hábito suyo cuando se encontraba muy agitado. Al fin, incapaz de contener sus sentimientos, exclamó:

—¡Hay una cosa que ningún hombre puede conseguir y es que una mujer atienda a razones!. Se diría que carecen de sentido común. ¡Para que después hablen del instinto femenino!. Todo el mundo sabe que las mujeres son presa fácil para un canalla. No hay ninguna que sepa distinguir cuando se encuentra ante un sinvergüenza y se emboban con cualquier charlatán que sea bien parecido. Si fuese por mí...

Le interrumpió la llegada de un botones con un telegrama en la mano. Van Aldin lo abrió y su rostro se quedó sin sangre. Se apoyó en el respaldo de una silla para no caer y despidió con un gesto al botones.

—¿Qué ocurre, señor? —preguntó Knighton, que se había levantado.

—¡Ruth! —exclamó Van Aldin con voz ronca.

—¿Mrs. Kettering?.

—¡Muerta!.

—¿Un accidente ferroviario?.

Van Aldin meneó la cabeza.

—No, parece que también le han robado. No lo dicen, Knighton, pero mi pobre hija ha sido asesinada.

—¡Dios mío!.

Van Aldin apoyó un dedo en el telegrama.

—Es de la policía de Niza. Tengo que ir para allá en el primer tren.

Knighton, eficaz como siempre, miró el reloj.

—A las cinco sale uno de la estación Victoria.

—Vendrá usted conmigo, Knighton. Telefonee a mi criado, Archer, y arregle usted sus cosas. Lo dejo a su cargo. Me voy a Curzon Street.

Sonó el teléfono y el secretario cogió el aparato.

—Dígame —Escuchó la respuesta y se volvió haca Van Aldin.

—Mr. Goby, señor.

—¿Goby?. No puedo recibirle ahora. No, espere, todavía tenemos tiempo. Dígale que suba.

Van Aldin era un hombre de gran entereza. Había recobrado su serenidad habitual. Pocas personas hubiesen notado algo extraño cuando recibió a Goby.

—Tengo mucha prisa, Goby. ¿Tiene usted algo importante que decirme?.

Mr. Goby carraspeó.

—Los movimientos de Mr. Kettering, señor. Usted me encargó que le tuviese al corriente de cuanto él hiciera.

—Sí, ¿y bien?.

—Mr. Kettering salió ayer por la mañana de Londres en dirección a la Riviera.

-¿Qué?.

Algo en su voz debió sorprender a Mr. Goby, porque este digno caballero alteró su costumbre de no mirar nunca a la persona con quien hablaba y dirigió una rápida mirada al millonario.

—¿En qué tren salió? —preguntó Van Aldin.

—En el Tren Azul, señor.

Mr. Goby volvió a carraspear y le habló al reloj de la chimenea:

—Miss Mirelle, la bailarina del Parthenon, salió en el mismo tren.

Capítulo XIV
-
El relato de Ada Masón

No tengo palabras, monsieur, para manifestarle el horror, la consternación y la profunda simpatía que experimentamos por usted.

Monsieur Carrége, juez de instrucción, se dirigió en estos términos a Mr. Van Aldin. Monsieur Caux, el comisario, emitía alguna elocuentes palabras.

Van Aldin despachó el horror, la consternación y la simpatía con un brusco ademán. La escena tenía lugar en el despacho del juez de instrucción en Niza. Además de monsieur Carrége, el comisario y Van Aldin, había otra persona en la habitación. Fue esta última la que dijo:

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