Katherine poseía unos nervios excelentes. Observó durante un buen rato y con mucha atención la figura acostada. Luego, se adelantó y cogió una mano de la muerta.
—Estoy completamente segura —afirmó al fin—. El rostro está demasiado desfigurado para reconocerlo; pero la forma, el porte y los cabellos son los mismos; además, me fijé en
esto
—indicó una pequeña verruga en la muñeca de la muerta— mientras hablaba con ella.
—
Bon
—dijo Poirot—. Es usted una excelente testigo, mademoiselle. No cabe la menor duda acerca de su identidad, pero de todas maneras es extraño.
Se inclinó, perplejo, sobre la mujer.
Monsieur Caux se encogió de hombros:
—Sin duda, el asesino lo hizo en un acceso de rabia —opinó.
—Si la hubiese matado a golpes, sería comprensible —musitó Poirot—; pero el hombre que la estranguló lo hizo por detrás y la cogió desprevenida. Un ligero grito, un gorgoteo, es todo lo más que se pudo oír y, sin embargo, después la golpeó brutalmente en el rostro. ¿Por qué?. ¿Acaso creía que así sería imposible identificarla?. ¿O bien la odiaba tanto que no pudo resistir la tentación de desfigurarle la cara después de muerta?.
Katherine se estremeció y el detective se volvió hacia ella con amabilidad.
—No debe usted afligirse, mademoiselle. Para usted todo esto es muy nuevo y terrible. Para mí es una vieja historia. Les pido a los dos que me disculpen un momento.
Ambos permanecieron junto a la puerta, y le miraron mientras él hacía una rápida inspección del compartimiento. Se fijó en los vestidos de la mujer muerta, cuidadosamente doblados a los pies de la litera, en el abrigo de piel colgado de una percha y en el sombrerito de laca roja en la red de equipajes. Luego entró en el compartimiento contiguo, donde Katherine viera sentada a la doncella. Aquí no habían hecho la cama. Había tres o cuatro mantas amontonadas sobre el asiento, una caja de sombreros y un par de maletas. De pronto, Poirot se volvió hacia Katherine.
—Usted estuvo ayer aquí. ¿Encuentra algo cambiado?. ¿Falta alguna cosa?.
Katherine miró con atención los dos compartimientos.
—Sí, falta un neceser de tafilete rojo que llevaba las iniciales R.V.K. Parecía un maletín pequeño o un joyero grande. Cuando lo vi, la doncella lo tenía sobre las rodillas.
—¡Ah! —exclamó Poirot.
—Seguramente... —añadió Katherine—... claro está que yo no sé nada de estas cosas, pero parece muy claro que, si la doncella y las joyas han desaparecido...
—¿Quiere usted decir que la ladrona es la doncella? —preguntó el comisario—. No, mademoiselle, hay una muy buena razón en contra.
—¿Cuál es?.
—La doncella se quedó en París.
El comisario se volvió hacia Poirot.
—Estoy seguro de que le gustará escuchar la declaración del conductor —murmuró en un tono confidencial—. Es un relato muy interesante.
—Seguramente, a mademoiselle también le gustará oírlo —señaló Poirot—. Si usted no tiene inconveniente,
monsieur le commisaire
...
—No —accedió el comisario, aunque se veía claramente que le contrariaba muchísimo—, si usted lo desea, monsieur Poirot. ¿Ha terminado aquí?.
—Sí, pero espere un instante.
Había estado registrando las mantas y ahora se llevó una junto a la ventanilla y la examinó. Con gran cuidado, cogió algo con los dedos.
—¿Qué es? —preguntó monsieur Caux con viveza.
—Cuatro cabellos rojizos. —Se acercó al cadáver—. Sí, son de la cabeza de madame.
—¿Y qué?. ¿Cree usted que son importantes?.
Poirot dejó la manta sobre el asiento.
—¿Qué es importante y qué no lo es?. No se puede saber a estas alturas. Pero hemos de fijarnos en los menores detalles.
Volvieron al primer compartimiento y, a los pocos instantes, llegó el conductor para ser interrogado.
—Se llama usted Pierre Michel, ¿verdad? —preguntó el comisario.
—Sí, señor comisario.
—Le ruego que repita usted a este caballero lo que me ha contado respecto a lo ocurrido en la estación de París.
—Muy bien, señor comisario. Al poco rato de salir de la
Gare de Lyon
, entré a preparar las camas pensando que la señora estaría en el vagón restaurante, pero ella tenía una cesta con viandas en el compartimiento. Me dijo que se había visto obligada a dejar a su doncella en París y que, por lo tanto, sólo tenía que hacer una cama. Cogió la cesta y entró en el otro compartimiento y esperó allí mientras yo preparaba la cama. Después me dijo que no la despertase temprano porque le gustaba dormir hasta muy tarde.
—¿Entró usted en el compartimiento contiguo?.
—No, señor.
—¿Entonces no tuvo ocasión de ver si entre el equipaje había un neceser de tafilete rojo?.
—No, señor.
—¿Hubiera sido posible que un hombre estuviera escondido en el otro compartimiento?.
El conductor reflexionó.
—La puerta estaba entreabierta. Si un hombre hubiese estado escondido detrás de ella, yo no hubiese podido verlo, pero, desde luego, lo hubiese visto la señora cuando entrara allí.
—Bien —asintió Poirot—, ¿puede usted decirnos algo más?.
—Creo que eso es todo, monsieur. No recuerdo nada más.
—¿Y esta mañana? —preguntó Poirot.
—Como había ordenado la señora, no la molesté. No fue hasta un poco antes de Cannes que me decidí a llamar a la puerta. Al no recibir respuesta, la abrí. La señora parecía estar durmiendo. La toqué en el hombro para despertarla y en-tonces...
—Sí, entonces descubrió usted lo que había ocurrido —le interrumpió Poirot—.
Tres bien
. Creo que ya sé todo lo que me interesaba.
—Espero, señor comisario —rogó el conductor—, que no considere que yo haya cometido alguna negligencia. Es horrible que haya ocurrido una cosa así en el Tren Azul.
—Tranquilícese —dijo el comisario—, se hará todo lo posible para que el suceso no trascienda, aunque sólo sea en interés de la justicia. No, no creo que haya usted cometido ninguna negligencia.
—¿Tendrá usted la bondad, señor comisario, de decírselo a la Compañía?.
—Desde luego, desde luego —accedió impacientemente monsieur Caux..
El conductor se retiró.
—Según el informe del forense —explicó el comisario—, la mujer fue asesinada antes de que el tren llegara a Lyon. ¿Quién fue el asesino?. Por el relato de mademoiselle se desprende que pensaba reunirse durante el viaje con el hombre que mencionó. El hecho de dejar a su doncella en París parece confirmarlo. ¿Subió ese hombre al tren en París y ella lo escondió en el compartimiento contiguo?. Si fue así, quizá se pelearan y él la matara en un acceso de cólera. Ésta es una posibilidad. La otra, a mi juicio la más lógica, es que el asesino fue un ladrón de trenes vulgar que, sin ser visto por el conductor, entró en el compartimiento, la mató y se fue con el neceser rojo, que seguramente contenía joyas de gran valor. Lo más probable es que abandonara el tren en Lyon. Ya hemos telegrafiado allí, por si alguien le vio apearse.
—Tal vez vino hasta Niza —sugirió Poirot.
—Es posible —dijo el comisario—, pero eso sería algo muy arriesgado.
El detective guardó silencio durante unos momentos y al fin dijo:
—Entonces, si eso es así, ¿usted cree que el hombre es un vulgar ladrón de trenes?.
El comisario se encogió de hombros.
—Depende. Primero hemos de encontrar a la doncella. Es posible que ella tenga en su poder el neceser rojo. De ser así, el hombre que la difunta le mencionó a mademoiselle estaría mezclado en el asunto y lo transformaría en un crimen pa-sional. De todas maneras, yo creo que la solución del ladrón de trenes es la más plausible. Esos bandidos son cada vez más audaces.
Poirot miró a Katherine.
—Y usted, mademoiselle, ¿vio u oyó algo durante la noche?.
—No —contestó ella.
Poirot se volvió hacia el comisario.
—Creo que no hay necesidad de entretener más a mademoiselle.
El comisario asintió.
—¿Tiene usted la bondad de dejarnos su dirección?.
Katherine le dio el nombre de la villa de lady Tamplin.
Poirot le hizo una ligera reverencia.
—¿Me permitirá usted verla de nuevo, mademoiselle? —preguntó—. ¿O tiene usted tantos amigos que no la dejarán ni un momento libre?.
—Al contrario —contestó Katherine—, dispondré de mucho tiempo y tendré mucho gusto en volver a verle.
—Excelente —exclamó Poirot que asintió complacido—. Será un
román policier á nous
. Investigaremos juntos el caso.
Entonces estuviste metida de lleno en el asunto! —comentó con envidia lady Tamplin—. ¡Oh, qué emocionante! —Abrió desmesuradamente sus ojos azul porcelana y exhaló un ligero suspiro.
—Un verdadero asesinato —dijo Mr. Evans.
—Desde luego, Chubby no tenía la menor idea de qué se trataba —explicó lady Tamplin—. No se podía imaginar porque quería entretenerte tanto la policía. ¡Querida, qué oportunidad!. Creo, sí, estoy segura, que se podría sacar algún beneficio de este suceso.
Una expresión calculadora emborronó de pronto la ingenuidad de los ojos azules.
Katherine, que se sentía un tanto violenta, estaba acabando de comer y miró por turnos a las tres personas sentadas alrededor de la mesa: lady Tamplin, sólo interesada en sacar beneficios; Chubby, con una expresión de ingenua satisfac-ción y Lenox, con una extraña sonrisa retorcida en su rostro moreno.
—¡Qué suerte! —murmuró Chubby—. Con lo que a mí me hubiese gustado acompañarla y ver todo lo que vio usted. Su tono de voz era nostálgico e infantil.
Katherine no dijo nada. La policía no le había exigido que guardase silencio y era imposible ocultar los hechos a su anfitriona, pero hubiera preferido no decir nada.
—Sí —dijo lady Tamplin, que salió de pronto de su abstracción—, creo que se podría hacer algo. Un pequeño relato, escrito con inteligencia. Una testigo ocular, el toque femenino:
«Mientras hablaba con aquella mujer estaba yo muy lejos de imaginarme...»
, ese tipo de cosas, ya sabes.
—¡Tonterías! —exclamó Lenox.
—Tú no tienes idea —señaló con voz suave lady Tamplin— de lo que pagan los periódicos por un artículo. Escrito, claro está, por alguien de una irreprochable posición social. No tendrías que hacerlo tú, Katherine. Bastará con que me cuen-tes los hechos y yo me encargaré de todo el asunto por ti. Mr. de Haviland es un gran amigo mío. Tenemos un pequeño arreglo juntos. Es un hombre encantador, nada que ver con los reporteros. ¿Qué te parece la idea, Katherine?.
—Yo preferiría no hacer nada de eso —contestó ella tajante.
Lady Tamplin quedó desconcertada ante esta rotunda negativa. Suspiró y trató de conocer nuevos detalles.
—¿Dices que era una mujer muy vistosa?. Me pregunto quién podía ser. ¿No oíste su nombre?.
—Lo dijeron —admitió Katherine—, pero no lo recuerdo. Estaba tan confusa...
—Lo creo —dijo Mr. Evans—; debe de haber sido un golpe terrible para usted.
Seguramente, aunque Katherine se hubiese acordado del nombre, no lo hubiera dicho. El implacable interrogatorio de lady Tamplin le atacaba los nervios.
Lenox, que a su manera no se perdía detalle, se dio cuenta y se ofreció para acompañarla a la habitación en la planta alta. Antes de dejarla allí le comentó en un tono amable:
—No hagas caso de mamá. Si pudiese, sacaría dinero hasta de su abuela agonizante.
Lenox bajó al salón, donde su madre y su padrastro hablaban de la recién llegada.
—Es una mujer muy presentable —dijo lady Tamplin—, viste muy bien. El vestido gris es el mismo modelo que llevaba Gladys Cooper en
Palmeras de Egipto
.
—¿Te has fijado en sus ojos? —interrumpió Evans.
—Olvídate de sus ojos, Chubby —le reprochó lady Tamplin, con un tono agrio—. Estamos hablando de cosas realmente importantes.
—¡Oh!, venga ya —contestó Chubby, y se encerró en su caparazón.
—No me parece muy... maleable —insinuó lady Tamplin dudando antes de emplear esta palabra.
—Tiene todos los rasgos de una dama, como dicen en los libros —dijo Lenox con una sonrisa.
—Algo mojigata —murmuró lady Tamplin—. Algo inevitable, dadas las circunstancias.
—Sin duda, harás todo lo posible por modernizarla —opinó Lenox sonriente—. Pero no creo que lo consigas. Ya lo has visto. Se ha enfadado como una mula.
—De todas maneras —apuntó su madre esperanzada—, no la creo muy interesada. Hay gente que cuando tienen dinero le conceden una excesiva importancia.
—Respecto a eso me parece que no te será difícil sacarle lo que quieras —aseguró Lenox—. Y después de todo, para ti es lo más importante, ¿verdad?. Para eso la has hecho venir.
—Es mi prima —contestó lady Tamplin con dignidad.
—¡Ah!. Es tu prima —intervino Chubby otra vez—. Entonces, tendré que tutearla.
—No tiene importancia como la llames, Chubby —contestó su esposa.
—Bien —dijo Mr. Evans—, entonces la tutearé. ¿Sabes si juega a tenis? —añadió interesado.
—Claro que no. Ya te he dicho que ha sido señorita de compañía. Las damas de compañía no acostumbran a jugar al tenis ni al golf. Acaso juegue al croquet, pero siempre he oído decir que se pasan el tiempo haciendo ganchillo y lavando perros.
—¡Dios mío! —exclamó Mr. Evans—¿Es posible que hiciera eso?.
Lenox volvió a subir a la habitación de Katherine.
—¿Puedo ayudarte en algo? —preguntó por decir algo.
Katherine dijo que no y le agradeció la oferta, y entonces Lenox se sentó en el borde de la cama y miró pensativamente a su invitada.
—¿Por qué has venido?. Me refiero a estar con nosotros. No somos de tu tipo.
—Deseo alternar en sociedad.
—No te hagas la tonta —replicó Lenox en el acto al ver la sonrisa de la otra—. Sabes muy bien lo que quiero decir. No eres como yo me figuraba. Tienes unos vestidos muy bonitos. —Suspiró—. Los vestidos a mí no me sientan bien. Nací torpe y desgarbada. Es un lástima, porque me encantan.
—A mí también —contestó Katherine—, aunque hasta ahora no había podido más que desearlos. ¿Crees que éste es bonito?.
Las dos mujeres discutieron varios modelos con fervor artístico.
—Me gustas —dijo de repente Lenox—. Había subido para ponerte en guardia contra mamá, pero veo que no es necesario. Eres sincera, honesta, todas esas cosas raras, lista y un sinfín de cosas más, pero no eres una tonta. ¿Qué diablos querrán ahora? —protestó la joven.