Su voz se elevó más aguda y abrió los brazos en un gesto extravagante.
—Bien, siga, usted —dijo monsieur Carrége.
—Luego, cuando me enteré de que Mrs. Kettering ya estaba muerta al salir el tren de Lyon, entonces... entonces lo comprendí todo.
—Sin embargo, no informó usted la policía —señaló el comisario con suavidad.
La bailarina le miró con soberbia. Se veía claramente que gozaba interpretando aquel papel.
—¿Podía yo traicionar a mi amante?. Ah, no, no puede pedirle a una mujer que haga eso.
—Sin embargo, ahora... —insinuó Monsieur Caux.
—Ahora es diferente: ¡Él me ha traicionado!. ¿Debo soportar eso en silencio?.
El magistrado trató de apaciguarla.
—Claro, claro —murmuró suavemente. Y añadió—: Ahora, mademoiselle, quizá quiera leer su declaración, ver si es correcta y firmarla.
Mirelle no perdió tiempo en la lectura del documento.
—Sí, sí, es correcta. —Se puso de pie—. ¿No me necesitan ustedes ya, señores?.
—De momento, no, mademoiselle.
—¿Detendrán a Derek?.
—De inmediato, mademoiselle.
Mirelle se rió cruelmente y se arrebujó en su abrigo.
—Derek debió pensar en esto antes de insultarme —exclamó.
—Queda un pequeño asunto. —Poirot carraspeó en tono de disculpa—. Un pequeño detalle.
—¿Sí? —preguntó ella.
—¿Por qué supone usted que madame Kettering ya estaba muerta cuando el tren salió de Lyon?.
La bailarina abrió los ojos desmesuradamente.
—Porque estaba muerta.
—¿Está usted segura?.
—Claro que sí, yo...
Se paró en seco.
Poirot, que la observaba con atención, advirtió la mirad alerta en sus ojos.
—A mí me lo han dicho. Todo el mundo lo sabe.
—¡Oh! —dijo Poirot—. No sabía que el hecho se haya mencionado fuera del despacho del juez.
Ella pareció turbada.
—¡Oye una tantas cosas...! —dijo vagamente—. Alguien me lo dijo, aunque ahora no recuerdo quién.
Se dirigió hacia la puerta. El comisario se apresuró a abrirla, pero mientras lo hacía, se oyó de nuevo la voz de Poirot:
—¿Y las joyas?. Perdone, mademoiselle, pero, ¿podría usted decirnos algo de las joyas?.
—¿Las joyas?. ¿Qué joyas?.
—Los rubíes de Catalina la Grande. Si ha oído usted tantas cosas, seguramente habrá oído también hablar de ellos.
—No sé nada de esos rubíes —replicó Mirelle tajante.
Salió de la habitación cerrando la puerta tras de sí. Monsieur Caux volvió a su silla. El juez suspiró:
—¡Qué furia! —dijo—, pero
diablement chic
. ¿Me pregunto si ha dicho la verdad?. Creo que sí.
—Desde luego, hay algo de verdad en su historia —afirmó Poirot—. Tenemos la confirmación de miss Grey. Ella estaba en el pasillo poco antes de llegar el tren a Lyon y vio a Mr. Kettering entrar en el compartimiento de su esposa.
—Parece que el caso contra Mr. Kettering está muy claro —dijo el comisario con un suspiro—. ¡Que lástima!.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Poirot.
—El sueño de toda mi vida ha sido encarcelar al conde de la Roche. Ahora,
ma foi
, creía que ya lo teníamos. Este otro culpable no me es tan satisfactorio.
Monsieur Carrége se rascó la nariz.
—Si cometemos un error —observó cautelosamente—, será muy embarazoso, porque Mr. Kettering pertenece a la aristocracia. Los periódicos publicarían la noticia. Si nos equivocamos... —Se encogió de hombros como si no quisiera pensar en esa posibilidad.
—En cuanto a las joyas —dijo el comisario—, ¿qué supone usted que hizo con ellas?.
—Las cogió para dejar una pista falsa —respondió el juez—. Seguramente, se las habrá visto moradas para deshacerse de ellas.
Poirot sonrió.
—Respecto a las joyas, yo tengo mi teoría. ¿Pueden decirme, señores, qué saben ustedes de un hombre conocido como El Marqués?.
El comisario se inclinó hacia delante excitado.
—¿El Marqués?. ¿Cree usted que El Marqués está metido en este asunto?.
—Pregunto nada más qué saben de él.
El comisario hizo un gesto muy expresivo.
—No tanto como quisiéramos —señaló apenado—. El Marqués siempre actúa entre bastidores. Tiene subordinados que hacen el trabajo sucio para él. Pero se trata de una persona de posición. Estamos seguros de que no procede de los bajos fondos.
—¿Francés?.
—Sí... Eso es lo que creemos, aunque no estamos seguros. Ha operado en Francia, en Inglaterra y en Estados Unidos. El otoño pasado año hubo una serie de robos en Suiza que hay que atribuirle. Por lo que se dice, es un
gran seigneur
. Habla francés e inglés estupendamente, y su origen es un misterio.
Poirot asintió mientras se levantaba dispuesto a retirarse.
—¿Puede usted decirnos algo más, monsieur Poirot? —le apremió el comisario.
—De momento, no, pero puede que en el hotel me esperen noticias interesantes.
Monsieur Carrége parecía inquieto.
—Si El Marqués está metido en este asunto... —se interrumpió.
—Eso echaría por tierra nuestras hipótesis —se lamentó monsieur Caux.
—La mía, no —dijo Poirot—. Creo, por el contrario, que encajaría perfectamente. Hasta la vista, señores. Si tengo noticias importantes, se las comunicaré enseguida.
Se dirigió hacia su hotel con una expresión grave. Durante su ausencia, había llegado un telegrama. Era un telegrama muy largo y lo leyó dos veces antes de guardarlo en el bolsillo. En su habitación le esperaba George.
—Estoy cansado, Georges, muy cansado. ¿Quieres ordenar que me suban una taza de chocolate?.
Trajeron el chocolate y George lo colocó en una mesita al alcance de su señor. Iba ya a retirarse, cuando Poirot le dijo:
—Creo, Georges, que tiene un amplio conocimiento de la aristocracia inglesa.
El criado sonrió con un aire de disculpa.
—Creo que puedo decir que así es, señor —admitió George.
—Supongo que a su juicio los criminales proceden invariablemente de la clase social más baja.
—No siempre señor. Hubo graves problemas con uno de los hijos menores del duque de Devize. Lo expulsaron de Eton a consecuencia de unos robos y después fue causa de muchas angustias en diversas ocasiones. La policía no quiso aceptar la excusa de que era cleptómano. Un joven muy inteligente, señor, pero vicioso hasta la médula. Su Señoría lo envió a Australia y he oído decir que allí lo condenaron con otro nombre. Muy extraño, señor, pero así fue. No es necesario decir que el joven caballero no tenía ningún problema financiero.
Poirot asintió lentamente.
—El ansia de aventuras, o acaso algún pequeño defecto mental. Ahora me pregunto si...
Sacó el telegrama del bolsillo y lo volvió a leer.
—También está el caso de la hija de lady Mary Fox —prosiguió el criado, abstraído en sus recuerdos—: estafaba a los comerciantes de una manera escandalosa. Es algo preocupante para las mejores familias, y hay muchos más casos extraños que podría citar.
—Tiene usted una gran experiencia, Georges —murmuró Poirot—. A veces me pregunto como habiendo vivido siempre con familias aristocráticas se rebajó a trabajar a mi servicio. Yo lo atribuyo a un deseo de emociones.
—No exactamente, señor —dijo George—. Dio la casualidad que leí en
Society Snippets
que le habían recibido a usted en el palacio de Buckingham. Fue precisamente cuando buscaba una nueva colocación. Según aquel periódico, Su Majestad se había mostrado muy amable con usted y tenía en gran estima sus habilidades.
—Ah —exclamó Poirot—, uno siempre quiere saber el porqué de las cosas.
Se quedó pensativo algunos instantes y finalmente dijo:
—¿Ha telefoneado a mademoiselle Papopolous?.
—Sí, señor. Ella y su padre estarán encantados de cenar con usted esta noche.
—Bien —dijo Poirot pensativo. Se bebió el chocolate, dejó la taza y el plato en la bandeja, y siguió hablando más para sí que para su criado.
—La ardilla, mi buen Georges, recoge nueces que almacena durante el otoño, lo cual más tarde redunda en beneficio suyo. Si queremos tener éxito en la vida, Georges, debemos aprovecharnos de las lecciones de aquellos que están debajo de nosotros en el reino animal. Yo siempre lo he hecho. He sido el gato que vigila la ratonera. He sido el perro fiel que sigue el rastro sin despegar el hocico del suelo. Y también, mi querido Georges, he sido la ardilla. He almacenado un pe-queño hecho aquí , otro pequeño hecho allí, ahora iré al almacén y sacaré una nuez muy particular, una nuez que guardé hace... a ver... hace unos diecisiete años. ¿Me entiende, Georges?.
—Nunca creí que una nuez pudiese conservarse tanto tiempo —contestó Georges—. Aunque sé que se hacen maravillas con los botes de conserva.
Poirot miró al criado y sonrió.
Poirot se dirigió a la cita con tres cuartos de hora de anticipación. Tenía una razón para esto. En lugar de ir directamente a Montecarlo, el coche le llevó a casa de lady Tamplin, en Cap Martin, donde preguntó por miss Grey. Las señoras se estaban vistiendo y le hicieron pasar a un saloncito. Después de una espera de tres o cuatro minutos, entró Lenox Tamplin.
—Katherine todavía no está arreglada —dijo—. ¿Quiere que le dé yo el recado o prefiere usted esperarla?.
El detective la miró pensativo. Tardó un poco en contestar a la pregunta, como si algo muy importante dependiera de su decisión. Aparentemente la respuesta a la sencilla pregunta tenía su importancia.
—No —contestó finalmente—. No creo que sea necesario esperar a mademoiselle Katherine. Quizá será mejor no verla. Ciertas cosas a veces son difíciles.
Lenox aguardó cortésmente con las cejas enarcadas.
—Traigo una noticia —dijo Poirot—. Quizá quiera usted decírselo a su amiga. Esta noche han arrestado a Mr. Kettering como presunto asesino de su esposa.
—¿Y quiere usted que yo le diga eso a Katherine? —pregunto Lenox. Comenzó a respirar agitadamente como si hubiera estado corriendo. Poirot vio como su rostro se ponía pálido y tenso.
—Por favor, mademoiselle.
—¿Por qué?. ¿Cree usted que Katherine se mostrará trastornada?. ¿Cree usted que a ella le importará?.
—No lo sé, mademoiselle. Lo reconozco, pero yo que casi siempre lo sé todo, no sé lo que puede pasar. Quizá esté usted más enterada que yo.
—Sí, lo estoy, pero de todos modos no se lo diré. —Calló durante un momento con el entrecejo fruncido—. ¿Cree usted que el lo hizo? —preguntó bruscamente.
Poirot se encogió de hombros.
—La policía lo cree.
—¡Ah!, esquiva usted la respuesta, ¿verdad? Entonces hay algo que no está claro.
Una vez más calló preocupada. Poirot dijo amablemente:
—Hace muchos años que conoce usted a Derek Kettering, ¿verdad?.
—Desde niña —respondió Lennox con voz ronca.
Poirot asintió varias veces sin decir nada.
Con uno de sus típicos movimientos bruscos, Lenox acercó una silla y se sentó con los codos sobre la mesa y la cara apoyada en las manos. En esta posición, miró directamente al detective.
—¿En qué se fundan para detenerlo? —preguntó con un tono enérgico—. Supongo que el motivo. Probablemente hereda su fortuna.
—Hereda dos millones.
—¿Y si ella no hubiera muerto, se habría arruinado?.
—Sí.
—Pero tiene que haber algo más que eso —insistió Lenox—. Viajaba en el mismo tren que ella, lo sé, pero tampoco es motivo suficiente para acusarlo.
—En el compartimiento de Mrs. Kettering se encontró una pitillera con la inicial «K» que no era de ella, y dos personas le vieron entrar y salir del compartimiento poco antes de llegar a Lyon.
—¿Quiénes son esas dos personas?.
—Una de ellas es su amiga, miss Grey. La otra es mademoiselle Mirelle, la bailarina.
—Y Derek, ¿qué ha dicho al respecto? —preguntó Lennox tajante.
—Niega haber entrado en el compartimiento de su esposa.
—¡Qué tonto! —afirmó Lenox que frunció el entrecejo—. ¿Antes de llegar a Lyon dice usted?. ¿Sabe alguien a qué hora se cometió el crimen?.
—El dictamen de los forenses no es, lógicamente, muy preciso, pero creen que la muerte ocurrió poco antes de llegar a Lyon. Y también sabemos que Mrs.Kettering estaba muerta al salir el tren de Lyon.
—¿Cómo lo sabe usted?.
Poirot esbozó una extraña sonrisa.
—Porque otra persona entró en el compartimiento y la encontró muerta.
—¿Y no dio la señal de alarma?.
—No.
—¿Por qué?.
—Sin duda, tuvo sus razones para hacerlo.
La muchacha le dirigió una mirada penetrante.
—¿Conoce usted esas razones?.
—Creo que sí.
Lenox continuó dándole vueltas a las cosas en su cabeza. Poirot la observaba en silencio. Finalmente, la muchacha alzó la mirada. Una nota de color había aparecido en sus mejillas y le brillaban los ojos.
—Usted cree que la mató alguna persona que viajaba en el tren y, sin embargo, quizá no haya sido así. ¿Qué le impediría a cualquiera subirse al tren cuando se detuvo en Lyon?. Ese alguien pudo perfectamente entrar en el compartimiento de Mrs. Kettering, estrangularla, apoderarse de los rubíes y apearse del tren sin que nadie se diera cuenta. Tal vez la asesinaron mientras el tren estaba en la estación de Lyon. Entonces hubiera estado viva cuando Derek entró y muerta cuando la otra persona la encontró.
Poirot se recostó en la silla. Inspiró con fuerza. Miró a la muchacha y entonces asintió tres veces. Entonces exhaló un suspiro.
—Mademoiselle, lo que acaba de decir es muy exacto, muy cierto.. Yo estaba a oscuras y usted me ha hecho ver la luz. Había una cosa que me intrigaba y usted acaba de aclarármela.
Se puso de pie.
—¿Y Derek? —preguntó Lenox.
—¡Quién sabe! —dijo Poirot, encogiéndose de hombros—. Pero le diré una cosa, mademoiselle: no estoy satisfecho. ¡No! Yo, Hercule Poirot, no estoy satisfecho. Tal vez esta misma noche me entere de algo más. Es decir, por lo menos, lo in-tentaré.
—¿Tiene usted alguna cita?.
—Sí.
—¿Con alguien que sabe algo?.
—Con alguien que quizá sepa algo. En estos casos, no se puede dejar de remover ni una sola piedra.
Au revoir
, mademoiselle.
Lenox le acompañó hasta la puerta.