Read El mapa de la vida Online
Authors: Adolfo Garcia Ortega
Colgó. Luego pensó en escribirle un email u otra carta. Pero no hizo nada de eso; no había más palabras que agregar, todo sería repetir y repetir una misma incógnita. Permaneció sentado a esperar que pasara el tiempo. Las voces y el rumor del agua fluyendo en el jardín del hotel aumentaban y creaban un ruido de fondo que enajenaba su mente de sí mismo y de Eva.
La tarde anterior a los atentados de marzo, Paul Schmiechel, de Tawalthorn, lo llamó desde Zúrich. Tenía su último proyecto sobre la mesa, una ampliación para Gardaland, en el lago de Garda. Le parecía excelente, pero faltaba que le enviase ya un plóter con los planos a cinco colores en papel fotográfico. El cliente final se había presentado por sorpresa y quería verlos el viernes.
—Es cosa de adelantar un día el envío. ¿Podrás? —dijo Schmiechel.
—Supongo que no habrá problema. Cuenta con ello —contestó Gabriel.
Había pensado mandárselo por mensajería la semana siguiente, pero ahora eran urgentes. Telefoneó al taller gráfico que estaba preparando el conjunto de planos. Era uno de los mejores talleres de Madrid, aunque estaba en Alcalá. Le dijeron que los tendrían por la noche; apenas habían comenzado el proceso de secado. Le garantizaron que si estaba allí a primera hora de la mañana, en cuanto abrieran (siempre acababa un turno a la una de la madrugada para volver a abrir a las seis de la mañana con otro turno), se los podría llevar totalmente secos.
A las seis en punto estaba en aquel taller. Había ido hasta allí en taxi. Pasaría la factura a la Tawalthorn; lo habitual. A la vuelta, como el taller estaba muy cerca de la estación de Alcalá, tenía tiempo de sobra para llegar a la oficina de la mensajería, así que tomaría el tren de las siete en punto. En poco más de media hora se encontraría de nuevo en Madrid; de este modo, antes de las diez se habría quitado el asunto de encima. Podía incluso dejar marchar ese convoy, esperar al siguiente, el de las siete y cuarto, o a otro más, el de las siete y media, tomarse un café en el bar, leer la prensa tranquilamente. Había margen en el horario de la mensajería, cerraban el flete a Suiza a las dos de la tarde. En el taller le habían preparado ya el paquete con los cincuenta planos encuadernados. No ocupaban mucho. Al día siguiente, por la mañana, sin problema alguno, el mensajero podría depositarlos en Zúrich con tiempo suficiente. Garantizado. Pero no esperó a ningún otro tren; parecía que aquel que acababa de entrar, con sus puertas abiertas, estaba hecho para él; se subió al convoy con número de máquina 21431, de las siete horas, que iba a llegar a su destino con un inexplicable retraso de seis minutos. Por eso explotó donde explotó.
Aquella noche, la previa a las explosiones, Eva había discutido con Karen y él pagó las consecuencias. De improviso Karen decidió irse a París con un viejo novio reencontrado recientemente. «¡Sólo dos días, dice, una pasión incontrolable, dice, casi sin avisar, y en plena temporada!», exclamaba Eva hablando sola, muy cabreada. «Miraré tiendas de zapatos en Passy», se había justificado Karen para hacerse perdonar. Inoportuna, insolidaria socia. Eva la mandó a la mierda. No habló mucho con Gabriel esa noche, y después de una tentativa vacilante de conversación se metió pronto en su cueva a maquinar cómo jugársela a Karen cuando regresase. «No tengo ganas de nada», dijo, y se fue enseguida a la cama. Tardó unos quince minutos en quedarse dormida.
Ésta es la razón por la que Eva en realidad no sabía dónde estaba él al día siguiente; desconocía que se encontraba de regreso de Alcalá en el preciso momento en que ella se despertaba esa mañana. No amaneció de buen humor cuando puso la radio. Oyó la palabra «muerto» o «muertos» y no se inmutó; no iba con ella; ya estaba la policía para eso. Tiempo después, en el hotel Medina de la calle Darro, también Gabriel pensó que casi nada de su vida, activo o pasivo, iba ya con ella, y eso le producía un sentimiento de gran tristeza unido a la culpa por la que se reprochaba a sí mismo tantas cosas; trató de imaginarse cuál habría sido ahora su humor al escuchar el buzón de voz, o al leer la carta puesta sobre la mesa con el «Para ti» en el sobre, pero no debió de ser muy bueno. Sin embargo, ella le escribió al móvil un mensaje entre áspero y expeditivo que quería ser, a su manera, cariñoso: «No entiendo tus juegos pero empezaré a comprender. ¿Hay tiempo?» Él lo borró.
No, no había tiempo.
ADA. Ada Camelia Zubiri hacía años que estaba camino de alguna parte, cerca de tocar un sueño todavía no derrumbado. Nunca perdió la esperanza de llegar a la gran cima entrevista, pensada, deseada. Poseía una energía extraordinaria, emocional pero serena. Nunca había sido irreflexiva, pero tampoco calculadora. Dos hijos adolescentes, casada con Santiago Bauman, buena familia, uno de los cardiólogos más renombrados del país, hijo de cardiólogo, nieto de cardiólogo, un buen hombre, un buen padre para Dani y Paula, una presencia que al cabo de veinte años de matrimonio se torna neutra. Un matrimonio que nunca fue un gran error; tan sólo el devenir inevitable de la historia, el paso a paso de la vida tal cual llega.
Hacía tiempo que Ada no amaba a su marido, si es que lo había amado alguna vez; o se confesaba a sí misma, cuando lo pensaba, que su amor por Santiago se había transformado en algo que ella definía como un estado de quietud. Pero en cierta ocasión hubo un punto y aparte; hoy es una herida que no ha dejado de sangrar: no le perdona la presión, el chantaje sentimental casi, que unos pocos años atrás ejerció para que abortara al que habría sido su tercer hijo. Ella quería tenerlo, ser madre por última vez, su experiencia más luminosa; se arrepentirá siempre de haber cedido, de no haber resistido a la vehemencia de Santiago; se arrepentirá de lo que creyó ser un acto generoso por su parte para apaciguar los miedos varoniles de su marido.
Aún no se había dicho a sí misma, con el convencimiento escalofriante de las grandes verdades, que no amaba a Santiago, o, para ser exactos, no había decidido poner en marcha el mecanismo mental de empezar a decírselo al mundo objetivo: primero a ella misma, como el saldo de una deuda, luego a sus amigas, a sus hijos, luego tal vez a él. No estaba segura de querer decírselo a él, ya que a veces piensa que su libertad como mujer pasa por incrementar su silencio. Si no hablas, no mientes, no hieres. Es una mujer vital, extremadamente sensible, de firmes creencias y frialdad ardiente. Nunca necesitó del dinero de los Bauman, su aportación al matrimonio era bastante similar a la de su marido, lo que le daba una cómoda independencia. Ha hecho programas de televisión, ha dirigido proyectos europeos de investigación artística, ha sido comisaria en exposiciones, ha ejercido de consultora en casas de subastas, en museos, por su condición profesional de experta en el arte del Renacimiento italiano. A veces pasa por fría, otras veces se siente pasional pero no cruza ninguna línea, ninguna frontera. Está agazapada, aguardando el momento del salto, ese que sólo ella sabrá identificar en cuanto llegue; en eso consiste la esperanza, en el inseguro don de saber lo que no se sabe. Se lo dijo a sí misma a los veinte años, y sigue diciéndoselo.
La noche de los atentados en realidad durmió en casa de una amiga. Al menos parte de la noche. La víspera había llevado el coche al taller, y eso la volvía vulnerable, dependiente. Pero a su marido le mintió. Las cosas vinieron dadas: días atrás había conocido a un hombre por casualidad, en una galería de pintura de la calle Claudio Coello; se llamaba Pablo, era atractivo y más joven que ella; se presentó como crítico de arte; estaba en un hotel de Madrid, de paso, por un par de semanas; él la llamó para cenar al día siguiente de haberse visto; Ada aceptó. Cenaron en un pequeño restaurante de la calle Orense, pero luego ella no quiso ir más allá. No le gustaba la perspectiva de dormir esa noche en un hotel, y menos aún salir cuando amaneciera; le parecía humillante, de un paraíso erótico un tanto barato. Sin embargo, se había hecho demasiado tarde; en casa no había prevenido a Santiago de sus planes.
No quería pasar toda la noche con aquel hombre de quien apenas sabía cómo se llamaba, eso era cierto, pero en el fondo tampoco quería retirarse tan pronto. Se sentía excitada. Al salir del restaurante, Pablo la empezó a besar. Ella dejó sus labios en los de él. El bar del hotel no estaba lejos; tomarían allí una copa. Al poco rato, Ada se apartó para telefonear. Se inventó una verdad a medias: le dijo a Santiago que se había encontrado con una amiga de hacía tiempo («Martina, tal vez la recuerdes. Estudió conmigo y vino a nuestra boda»); como se les hizo tarde charlando de los viejos tiempos, Martina le pidió que siguieran hablando en su casa, porque su hija estaba enferma; vivía fuera de Madrid, en Alcalá («He venido en su coche, el mío está
Kaputt
, acuérdate»); continuaron charlando y la niña empeoró, se hizo de noche y le dio pereza volver en tren a esas horas tardías, porque Martina no podía dejar sola a su hija («Me quedo esta noche a dormir aquí, mañana cojo el primer tren»). «Ok —dijo Santiago—. Gracias, cariño. Buenas noches.» A Ada le pareció la excusa más vulgar y repetida del mundo. Había improvisado bien, pero se creyó torpe.
Cuando colgó, miró a Pablo, sentado en la barra del bar. Podía desearlo si se lo proponía; y también podía hacer lo contrario, mandarlo a paseo. Buscó algo en ese hombre que no iba a encontrar en él, algo más parecido a una respuesta. Se acordó de otro a quien conoció hacía tres años, después del aborto. Se llamaba Carlos; se enamoró ilusamente, necesitadamente de él, o mejor dicho de
su palabra
, porque todo fue por email, a la venenosa distancia de la fantasía; cuando lo vio en persona se dio cuenta de que físicamente le repugnaba, que no podría ni besarlo. Dejó de abrir sus emails y ella no volvió a enviarle ninguno. Nada de equívocos ya, se juró en aquella ocasión. Pablo, en cambio, le gustaba; insistió en que subiera mientras la seguía besando. Ella también lo besaba; entonces, sin pretender entenderlo demasiado, a Ada le sedujo la promesa de aventura que aquel instante significaba; había algo canallesco en su propia aceptación; de serlo uno de los dos, la víctima sería él y la pirata ella; subió a la habitación y follaron. Al cabo de unas horas, se vistió y se fue sin decir nada.
Lo cierto es que Martina existía y vivía en Alcalá. Después de varios intentos, Ada dio con ella a medianoche. Cuando le dijo que estaba en un apuro, su amiga no lo dudó.
—Ven cuando quieras —le dijo la verdadera Martina, sorprendida por la llamada—. Y no tienes por qué contármelo.
—El caso es que no tengo coche. Lo están reparando.
—Vale, voy por ti. ¿Dónde estarás?
—No, tomaré un taxi.
—¿Estás loca, Ada? ¿Mil años sin vernos, me necesitas con urgencia y vas a venir a mi casa en taxi a estas horas? Ni lo sueñes. Voy yo, no hay tráfico. Sólo dime dónde estás.
—En el hotel Cuzco. Estaré en la puerta.
A Martina no la veía desde que se casó a los veinticinco (en efecto, había ido a su boda, pero cuando se lo dijo a Santiago creía que se lo estaba inventando); qué joven se sabía en aquella época, y también qué entregada y hasta inocente. Santiago era mayor, diez años mayor. Un padre, a fin de cuentas. «El coche en el taller siempre es un problema para mí, aunque a veces es una solución», le dijo a Martina con ironía cuando iban hacia su casa. No hablaron mucho; ella no le explicó su problema más que con vaguedades; Martina comprendió, era discreta; quedaron para comer otro día; durmió en un sofá, pero apenas concilió el sueño. Madrugó con mala conciencia. Caminó hasta la estación. Muy probablemente pasó muy cerca del taller de artes gráficas de donde Gabriel salía en ese momento con los planos empaquetados. Tal vez estuviera a pocos metros de él, ajenos uno al otro, con la duda ambos de si tomar un café y dejar que pasara el tren de las 7:00 o no.
Cuando se subió al convoy empezó a adormilarse con la idea, absurda pero tentadora, de decirle a Santiago la verdad: «He tenido una aventura con un desconocido a quien nunca más volveré a ver. Una relación sexual, puramente eso; recuperar ese gozo físico de ser deseada y desear hasta la extenuación. Una noche sin dormir, en otros brazos. Eso, en sí, ya es reconfortante.» El coche en el taller a veces puede costar la vida o destrozarla. En el asiento abrió los ojos. Luego llegó el dolor en el pecho. Muy agudo.
GABRIEL. ¿Quiénes eran y quiénes son? ¿En qué momento de la vida surge esa línea divisoria?, se pregunta él. Y también, luego, derivado de lo anterior: ¿cuándo responder a la pregunta de esa división? A cierta altura de la vida, ésta es la cuestión clave, la impronunciable aceptación del cambio producido o
a punto
de producirse.
Pero hay que poder verlo entre las confusas tinieblas de la realidad, hay que tener el valor de asumir haber llegado al confín del territorio por el que hasta ahora se había transitado con mapa, la vida concebida con certezas, reglas, espacios por conquistar y espacios conquistados; un extremo ante el que ahora dar un paso es como saltar hacia lo desconocido. Un travieso dios niño les había quitado por sorpresa el mapa a Ada y a él. De golpe, perdidos.
Con la explosión, en su caso, fue así. Por eso, tal vez, las respuestas a esas preguntas de uno mismo ante su recóndito espejo interior no siempre se formulan adecuadamente, o ni siquiera se formulan. «¿Quiénes eran y quiénes son?» Silencio tácito. Todo en él lo habían abierto aquellos trenes. Estaba cerrado y ahora estaba abierto. Heridas exteriores e interiores. Los que sobrevivieron saben que se ha resquebrajado la fe en la vida, en uno mismo, en cierto orden socialmente trabado, en el futuro, por así decir. El futuro revienta; es lo que más revienta. Y sin embargo en los meses siguientes Gabriel empezaría a darse una respuesta.
Porque hubo entonces eso que llaman una identificación.
Habían pasado siete meses desde los atentados. Él seguía en el hotel Medina, donde había llegado a un acuerdo conveniente después de un par de semanas de huésped. Le gustaba aquella vida de hotel, tan neutra y concreta, ubicada en el vacío. Era un día de octubre, raro y caluroso, probablemente jueves. Había llovido toda la noche, con tormentas lejanas que apenas oyó, porque la lluvia no lo había despertado; fueron las pesadillas, que volvieron a aparecer y le abrieron los ojos empapado en un sudor febril.
Los supervivientes siempre tendrán ese tipo de pesadillas febriles, según los psicólogos. También son pesadillas concretas, punzantes: una intensa angustia se apodera de él escenificándose en sueños el instante de mayor desconcierto del momento de la explosión, cuando siente la cara destrozada de aquella joven polaca sobre su pecho, a la vez que trata de entender desesperadamente si lo que oye es su nombre o no, porque le desazona creer que si no lo oye morirá. Y al llegar a la inminente posibilidad de estar muerto, abre los ojos y respira profundamente en la cama. Eso fue lo que le ocurrió aquella noche de octubre: volvió una pesadilla que había desaparecido antes del verano, y que en adelante se repetiría de nuevo por otra temporada. Además, el olvido era un ejercicio imposible todavía, porque la prensa no dejaba de informar de nuevas detenciones de islamistas por toda España, incluso fuera del país pero implicados en una red de conexiones que hacía sospechar de todo un mundo pacífico e invisible. De pronto parecía que aflorase una legión opaca de presuntos terroristas ante los que hasta ahora todos habían estado ciegos.