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Authors: Adolfo Garcia Ortega

El mapa de la vida (4 page)

BOOK: El mapa de la vida
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Se pone delante del cuadro, deja que transcurran unos minutos hasta que realmente empieza a ver lo que hay representado. Halla de nuevo la inocencia que posee esa pintura; no le cuesta nada encontrarla. Para él, aparece enseguida, está en todo. Su autor, fraile dominico, lo pintó en torno a 1425 para Santo Domingo de Fiesole; él era de origen muy humilde; se le conoce apenas por el nombre: Guido, que era hijo de Pietro, de quien a su vez sólo se sabe que provenía del Mugello, en la Toscana. Guido era un pintor que traía un mundo nuevo a su viejo mundo, como hacen los ángeles.

Siempre que lo contempla, sabe que ahí está empezando una renovación madurada, que la historia, o los sentimientos, o el ser humano por entero están avanzando. Piensa además que Guido se divertía con cada detalle que inventaba; pintaba con la libertad más absoluta, como un joven irresponsable pero también sabio; aquello nunca dejó de ser un juego para él; tenía un extraño don para la pureza o algo similar con que definir cualquier punto de partida; por eso lo llamaban Beato Angélico.

Al cabo de un rato se abstrae en el cuadro. Ve las ingenuas bóvedas con motas doradas del atrio porticado, del mismo azul añil que el manto de la Virgen; le impresionan nuevamente las imposibles y estrechas columnas que sostienen los arcos del soportal; sonríe ante las manos divinas que salen del sol, como en un cómic, cuyos rayos alargados contienen una paloma y se atenúan hasta llegar al rostro de la Virgen; admira el claroscuro suave de la cámara del fondo, con un banco de madera y un arcón; perdona la inexperta imitación del mármol en el piso del atrio; se concentra en el rosado de las mejillas, la del ángel y la de la joven, y en sus miradas que se encuentran como si ellos fuesen dos enamorados. Y le sorprende mucho descubrir esto por primera vez. Mucho. Nunca ha percibido así sus miradas. No son dos enamorados, pero tal vez sí lo sean en el fondo, se dice, porque en su mirada profunda el ángel reconoce que es ángel y que a la vez es humano. Como ella lo está reconociendo en ese instante en que alza la vista hacia él.

Sobre la barra de hierro que une cada arco una golondrina observa la escena, la realidad irrumpe. Entonces a Gabriel le tiembla de pronto la pierna y el bastón flaquea. Mala ayuda. Cae al suelo frente a
La Anunciación
de Fra Angélico, su cuadro. El bastón hace un ruido demasiado alarmante. Desde el suelo, mientras lo auxilian, ve como nunca que las alas del ángel parecen un capazo alargado, como unas alas de mentira. Ese ángel que se llama como él.

¿Por qué hizo lo que hizo? O mejor dicho, la pregunta era: ¿cuándo inició ese movimiento de huida? Desde la cama, a oscuras en el dormitorio, miró hacia donde estaba su ropa. No la veía, la intuía; sabía que en un bolsillo de la chaqueta tenía guardada la carta con el sobre cerrado. Aún no la había metido en un buzón (temía tal vez que si lo hacía, creía él, le pasaría luego como al personaje de Sabato que fue a Correos a pedir, a exigir después y a suplicar por último, siempre inútilmente, que le devolvieran la carta que por error había echado en el buzón porque reconocía ahora que se había arrepentido de enviarla, ya que sabía que al llegar al destino cambiaría toda su vida). Unos minutos antes Eva y él estaban abrazados, muy íntimamente. Llevaban un rato en silencio. Se habían separado. Ella le daba la espalda. Gabriel miraba hacia el techo, boca arriba. La hora, el momento, el abrazo, la oscuridad, el instante de unión y de cierta irrealidad ensoñada, todo invitaba a hacer, en ese minuto preciso, una revelación sorprendente y guardada durante mucho tiempo en espera de su oportunidad. Parecía haber llegado esa oportunidad, si en realidad cualquiera de los dos tuviera algo secreto que decir. Pero no lo había. Aun así, aprovechó ese clima de confidencia absoluta. No lo sabía entonces, pero con ello empezó su partida.

En voz baja, casi en susurros, dijo:

—¿Duermes?

Eva apenas oyó su voz profunda y modulada, porque estaba cerca de entrar en el sopor del sueño. Él pensó decir «No temas», pero lo desechó enseguida. Era absurda esa frase. ¿Temer a qué, entre ellos?

—No.

Hubo un largo silencio, un minuto teatral, efectista. Volvió a hablar.

—Te quiero decir algo.

Silencio de nuevo. Notó que Eva movía las piernas.

—¿Sí? ¿Qué es? —dijo ella.

Dejó que de nuevo se adensara el silencio, con una pausa aún más solemne y misteriosa.

—Es algo importante que nunca te he dicho.

Eva se dio la vuelta hacia su marido y lo abrazó otra vez, como si con ello manifestara su deseo de saber de verdad.

—Algo que te va a sorprender y seguramente no te creerás —dijo, aumentando el suspense.

—Pero ¿qué es? Me preocupas, Gabriel. No me asustes.

Guardó de nuevo silencio, un silencio que acentuó su duda sobre la conveniencia o no de hacer esa confesión que habría de improvisar, o de terminar con una inoportuna y estúpida broma que le haría sentir que, verdaderamente, había perdido una oportunidad.

Eva se incorporó un poco a su lado, cedió la presión de su abrazo, buscaba una respuesta.

—Te creeré, me digas lo que me digas —dijo muy atenta.

En ese momento, sin tener ni idea de lo que iba a salir por su boca, sintió que en su interior experimentaba la fuerza de ánimo de quien va a confesar después de mucho tiempo. Tardó todavía un poco más, preparaba el tono de voz. Cuando consideró que el silencio que había mediado ya era suficiente, movió los labios.

—Soy un ángel.

Ni un movimiento, ni siquiera una risa de rechazo por parte de ella. Lo había susurrado muy bajo, casi al oído de Eva, de manera que se acentuó el efecto de sinceridad que quiso imprimir a sus palabras, sorprendiéndose él mismo gratamente.

—Ya sé que no lo crees y por eso te lo digo, porque no lo crees —dijo al cabo de unos instantes, con otra voz (o la misma). Entonces lo volvió a repetir—: Soy un ángel.

Qué estupidez haber dicho eso, se reprocha una y otra vez. No sabe por qué lo ha hecho. Podría haber dicho con la misma parsimonia misteriosa «Soy un coche de carreras», «Me gustan los hombres» o «Tengo el sida». Pero no quiere dar marcha atrás, bromear y esas cosas. No. Prefiere asumir que todo va a echar a rodar esa noche. Lo cierto es que después de decirlo no ha ocurrido nada, al menos inmediatamente. Eva ha vuelto a darle la espalda y se ha quedado dormida. Debió de imaginar que era una reminiscencia adolescente por su parte y que se le desataría la lengua si ella le seguía la broma, y a decir verdad ella tiene ya bastante sueño y pocas ganas de hablar, el sexo la ha relajado; tal vez crea que puede ser un efecto derivado del Termotax, una especie de delirio secundario.

Gabriel continúa mirando el techo en la oscuridad. Piensa entonces que hay un momento en la vida de las personas en que el cambio es posible. Quizá sea una sola oportunidad, un solo momento real; ahí está la clave, en eso consiste la revelación. Pero le atenaza un titubeo ambiguo, una duda que bruscamente le detiene en seco; la decisión que tome para cambiar su vida —porque de eso se trata, de una decisión— producirá en su ánimo tanto deslumbramientos como incertidumbres:
uno)
, porque sabe que es una aventura, desconoce si habrá agua allá abajo mientras salta desde el trampolín, y sin embargo una fe inconsciente, casi heroica, lo fortalece;
y dos)
, a la vez también sabe que si falla será el resto de su vida un fantasma vagando por las calles, el fracaso lo atormentará y no será nada fácil encontrar el camino de vuelta. ¿Y de vuelta adónde, a quién? ¿A «casa», a Eva? ¿A un tiempo y a una persona que cree poder dejar colgados en el armario como un traje, para ponérselo sólo «en las grandes ocasiones»? Él lo intuye, allí, en la cama, esa noche de la «confesión»; es una extraña certeza, física y mental, como la de quien tiene un cáncer y sabe que algo no funciona en su interior; la maquinaria que es el propio cuerpo no responde plenamente, está
tocado
.

Es finales del verano, ya hace fresco en la calle y el aire de la noche entra por la ventana abierta; no le apetece levantarse a cerrarla. Le ha dicho aquella estupidez a su mujer pero ella no lo ha entendido, o tal vez se lo ha creído realmente. Desde hace mucho tiempo, desde antes de aquel maldito tren, se siente tocado. Ése es el escenario de la realidad. A la mañana siguiente se irá.

Aunque en realidad Eva ha sido la primera en marcharse; va muy temprano a su zapatería, el negocio del que es propietaria; ha evitado despertarlo. Luego, avanzada la mañana, él se levanta. Recuerda que alguien había dicho recientemente que los dos hacen buena pareja. Sonríe mientras se viste, pero sacude la cabeza diciéndose a sí mismo: «Ésa no es la cuestión, claro.» Se prepara ya para el interrogatorio de algún amigo.

Hace la maleta sin mucha atención. Busca la grande. Mete su ropa, toda la que puede, hasta la otoñal. Prevé el mal tiempo que se avecina. El cielo está cubierto. Mete también las medicinas. El Termotax, el antiinflamatorio para la herida, los calmantes de Nolotil y el compuesto de Caretrín para todo lo demás. Mete la cámara de fotos y el ordenador portátil. En una cartera, desordenados, pone los proyectos en los que ha empezado a trabajar para la Tawalthorn sin mucho entusiasmo, un parque nuevo en Sepang, junto a Kuala Lumpur. «Repetiré una montaña ya hecha», se ha dicho, porque no quiere pensar demasiado ni le compensa ser original para el sueldo que le pagan.

Al irse duda en dejarle una nota a Eva. Luego opta por llamarla más tarde, decirle algo por teléfono. Sin embargo sabe que no encontrará mejores palabras que las de la carta, al menos por ahora. Por eso finalmente resuelve dejarle la carta sobre una mesa, bien visible. El sobre está en blanco. Escribe tan sólo «Para ti».

En la calle, camina hasta la terraza de un café, con el bastón y la cartera en una mano, arrastra con la otra la pesada maleta. Necesita serenarse. Está embotado y con miedo. Por primera vez los atentados pasan a un segundo plano en su cabeza, dejan de bombardearlo con imágenes y sonidos. Tiene miedo por esa idea que crece cuando ya se está dispuesto a cruzar la mitad de la vida: ¿y ahora qué será de mí? Empieza a pensar adónde ir. Y a recapacitar sobre lo que ha hecho. Los por qué, los a quién, etcétera. Pide varios cafés. Recuerda entonces el hotel Medina, un hotel en el que estuvo una vez con Eva (o con Virginia, la mujer a la que amó un tiempo). Era pequeño y confortable, situado por el paseo de La Habana, no se acuerda del nombre de la calle. Va a ser su nueva casa durante varios meses. Un cambio de domicilio, la anunciación.

El hotel Medina estaba en la calle Darro, cerca de la embajada de Marruecos; era como él lo recordaba: pequeño, de pocas habitaciones, con un jardín sombrío en un patio lateral, adornado con estatuas griegas o romanas y poyetes azulejados de aspecto árabe; tenía una fuente de piedra situada entre una tupida vegetación de madreselvas y enredaderas de la que emanaba un murmullo de agua constante. Por fuera, con sus distintos tamaños de ventanas triangulares y balcones alargados a varios niveles, más una especie de torreón cuadrado culminado en una aguja, parecía un hotelito con forma de chalet gótico. El color de las paredes del edificio era de un tono albero oscuro. Había azulejos granates en los alféizares; lo bordeaba todo una tapia del mismo color.

En la recepción lo atendió una joven de pelo muy corto y gafas de pasta que le preguntó por cuánto tiempo quería la habitación.

—Varios días, tal vez semanas —contestó.

—Esperamos un congreso dentro de unos días. ¿No le importaría cambiar entonces de habitación?

—La verdad es que sí, sería un poco incómodo. Pero, disculpe, ¿no es un hotel demasiado pequeño para un congreso? ¿Cuántas habitaciones tiene?

—En realidad veinte. Se ocuparán catorce.

—Trate de que la mía no sea una de ellas. Se lo agradeceré mucho. ¿De qué es el congreso?

—No lo sé, señor. Expertos en algo complicado, creo, como todos los congresos —la joven sonrió—. Le daré entonces una habitación con vistas al jardín, si no tiene inconveniente.

—¿Es ruidosa? Quiero decir que si hay cenas o fiestas en el jardín.

—No, sólo el ruido del agua, como si estuviera junto a un río. Los desayunos ahí son a partir de las ocho, dentro son a las siete.

—Está bien, démela y así no tendré que cambiarme a otra, ¿no es así?

—En efecto.

La habitación estaba abuhardillada y formaba parte del torreón. Se asomó por la ventana y vio abajo el jardín, totalmente vacío. A la sombra estaban las mesas ya preparadas. Llegaba el rumor lejano de una fuente. Se miró en el espejo. Estaba pálido, sin afeitar. La pierna había vuelto a dolerle, así que se tumbó en la cama y descansó un rato. Sin embargo, se quedó profundamente dormido. Despertó un par de horas más tarde. Oía voces en el jardín porque había dejado la ventana abierta. Se levantó y de nuevo se miró en el espejo; se detuvo a observar su rostro, ahora ojeroso. Aún se veía joven, aunque lógicamente sus rasgos no guardaban relación con la foto mental que uno conserva de sí mismo durante mucho tiempo, una imagen perenne que suele responder a un momento de la vida en que uno se gusta, y en que se ve lo más cerca posible de su propia representación ideal. Ahora, desde los atentados, su pelo era prácticamente canoso, y el dolor de la pierna, también desde que salió del hospital, había dejado un rastro de dolor invisible en sus facciones, un inicio permanente de queja que se traducía en una expresión nueva dibujada en torno a los ojos, más hundidos, y acentuaba el arco superciliar a la vez que afilaba su nariz. Por lo demás, seguía siendo una cara delgada que se resistía a perder un aire optimista y encantado, como si quisiera empezar un juego o fuese a sonreír de un momento a otro. Se sentó en uno de los sillones, frente a la ventana. Fuera se abría el cielo de principios de septiembre, con escasas nubes.

Cuándo se lo explicaría a Eva, y cómo lo haría, eran ideas que se apoderaban de su pensamiento acuciándolo a una respuesta que no tenía aún. Pero ¿qué decirle? ¿Que no la amaba, que no quería vivir con ella? Es que no era eso, exactamente, aunque lo pareciese en realidad: los hechos no ofrecían duda y Eva lo entendería así.

A su lado, en una pequeña mesa, había un teléfono de góndola. Marcó el número de su negocio. Tenía cierta obligación moral de hacerlo. Colgó antes de que sonase el primer tono. Temió que lo cogiera Karen, su socia, una inglesa con la que siempre se había entendido bien. Volvió a marcar y de nuevo se arrepintió. La llamó por tercera vez, en esta ocasión al móvil. Tenía puesto el buzón de voz. Le hizo un resumen precipitado de la situación. Acabó su mensaje añadiendo: «Si has leído la carta, algo entenderás de mi alma y su laberinto. Cuando sepa lo que busco te lo diré. O cuando ya no pueda más. Lo mejor es que siga así un tiempo. Busco algo, sí, mil veces te lo he dicho. O he tratado de decírtelo, pero desde los atentados, en estos meses, he aprendido que la muerte te avisa de la vida, de algún modo sí lo hace, a gritos incluso, no sé expresarlo muy bien, hay que saber verlo, pero en realidad no sé qué quiere decir esto. Un beso, Eva. Y si me llamas, no sé qué haré. Tal vez no conteste. Te pido mucho, sé que te pido mucho. Adiós.»

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