Read El mapa de la vida Online
Authors: Adolfo Garcia Ortega
—¿Tienes tiempo? Estamos tan cerca —dijo ella—. ¿No tenías ahí arriba la sensación de volar muy alto, cuando eras niño? Yo ahora quiero volver a hacerlo, necesito hacerlo aunque sea de mentira.
Cuando lo dijo, él se dio cuenta de que detrás de ella se dibujaba el Faro de la Moncloa al fondo. Él también necesitaba volar. ¿O ya lo había hecho?
En la pequeña cabina cuadrada del teleférico iban solos. En las otras cabinas que había delante o detrás, incluso en aquellas con las que se cruzaban, no viajaba ningún pasajero. Sin duda que el teleférico era ya una reliquia del pasado. Pertenecía a otra época, a su adolescencia, o incluso al noviazgo de su padres. En un Madrid que se entregaba a un tiempo nuevo, allí arriba se apoderó de ellos una insospechada soledad. Qué simbólico era, pensó Gabriel en ese momento, que Zougam, uno de los terroristas sospechosos de colocar las mochilas con dinamita, le pusiera el nombre de
Nuevo Siglo
al locutorio de Lavapiés de donde salieron las tarjetas telefónicas para detonar las bombas. Le dijo a Ada: «Ésta es la soledad de los ángeles que miran desde lo alto.» Pero desde aquella altura, como sucedió desde el Faro, Madrid volvía a aparecer a sus pies igual que el tablero de un juego de mesa.
Al poco de dejar el paseo de la Florida aparecieron las copas redondas de los árboles y las lomas desérticas de la Casa de Campo. La cabina se balanceaba, como cuando eran niños; y como en aquella época, también ahora le sucedía a él que, si miraba a lo lejos, tenía la impresión de ir navegando.
Durante aquellos minutos, Ada y Gabriel se besaron apasionadamente; permanecieron todo el trayecto abrazados y en silencio, sentados en sentido contrario de la marcha, mirando la ciudad que se iba quedando atrás. En la estación de llegada decidieron subirse a la cabina siguiente para regresar de inmediato. No tenían nada que hacer allí, donde apenas había gente en día laborable, sólo querían repetir la flotante sensación de estar elevados por encima de las cosas. De pronto, ya en el aire, Gabriel vio a alguien en la cabina con la que se cruzaron. Alguien que él sabía quién era.
(M). Una joven de apenas veinte años. Talle muy bien formado, esbelta, bastante sexy. Parecía mayor, sin duda. También tenía una profunda expresión triste. No iba sola, pero Gabriel no reparó en su acompañante porque carecía de interés para él. La miró a los ojos y ella hizo lo mismo, pero apartó la mirada con naturalidad. Cómo iba a saber esa joven que él estaba en ese teleférico sólo para verla a ella y comprender su drama. Incluso él lo ignoraba, pero el ángel no; el ángel que hay en él sabía quién era aquella joven. Era la hija de M, el subteniente de aviación de cincuenta y dos años que había muerto en los atentados. Hacía
strip-tease
en un club del número 45 de María de Molina. Iba a decírselo a su padre aquel fin de semana de las elecciones. O en realidad iba a decirle que lo quería dejar ya, que en los pocos meses que llevaba en ese trabajo había ganado dinero pero se sentía hastiada. Estuvo buscando las palabras, las preparaba porque sabía que M no aceptaría tan fácilmente ese hecho consumado, que se opondría con firmeza aunque fuese algo ya pasado. Ella le quería decir que lo había hecho por decisión propia, por demostrarse algo, con toda libertad, porque nada la obligaba a ello. Se metió en eso tan sólo porque había conocido a una compañera en la Universidad que lo hacía; trabajaba de modelo; le había insinuado que sus proporciones eran las justas y además atractivas. La convenció de que desnudarse en algunos sitios podría ser una buena salida para el cine. No era nuevo para su padre que a ella le gustaba el cine más que nada en el mundo. Después de buscar durante varios días esas palabras que no dijo, de ensayarlas incluso, había decidido dejarlo, pero el amor por su padre la llevaba a contárselo. Se lo debía sobre todo a sí misma. En aquella cabina que se cruzaba con la suya, el ángel lo sabía. Sabía lo que iba a pasar. Cuando lo miró, la joven no comprendió quién era él. Ni podría imaginarlo siquiera. Y no se volverán a cruzar en la vida. Por eso nunca sabrá que su padre ya lo había descubierto por sus medios y tan sólo esperaba las razones que le diera su hija, porque respetaba su libre elección. «Papá, iba a decírtelo, iba a decírtelo» son las palabras que quedaron guardadas para siempre en algún lugar de la pena.
GIOTTO. El maestro Giotto mira hacia arriba. Ahí, en el cielo ahora vacío, algún día tal vez no muy lejano, cuando alce la mirada, habrá una torre. Él, como ángel que cree ser, sabe la importancia de las torres y sueña con ellas. Acababa de llegar a Florencia, a la que había vuelto sólo para eso, para construir una, la más significativa, la mejor de toda la República, el símbolo de la ciudad.
Por fin se lo habían pedido desde el Comune, y, aunque ya era casi un anciano, no disimuló su alegría como un niño cuando recibió la carta del Rector del Consejo municipal, esos doscientos cincuenta ciudadanos, entre nobles y plebeyos, que velan por la nueva Atenas. En la carta lo nombraban
magister e gubernator
de la fábrica de la catedral, la antigua Santa Reparata. Pero él no va a terminar los eternos trabajos del Duomo que inició Arnolfo cuarenta años antes. A otro con ese hueso. Él sólo quiere erigir una torre, aunque le lleve lo que le resta de vida.
Corrían los primeros días de 1334 y Giotto acababa de cumplir sesenta y siete años. Estaba al final de su carrera, era afamado y nunca había hecho nada parecido, porque nunca había tenido la ocasión, salvo en Padua, en la capilla Scrovegni, donde le dieron carta blanca para hacerlo absolutamente todo. ¿Sería ahora igual? Florencia, por otra parte, se recuperaba de las graves inundaciones del año anterior traídas por la Gran Tormenta de noventa y seis horas, con cortinas de rayos y trombas de lluvia incesante, por las que el Arno llegó a crecer hasta casi cincuenta pies y cubrir el Ponte Vecchio llevándose consigo, y para siempre jamás, a su dios protector, el Martocus, la estatua de Marte a caballo que nadie sabía ni quién ni cuándo la había plantado sobre la calle del puente. La fuerza de la corriente destruyó otros puentes más frágiles, río abajo, por Santo Spirito, en el Oltrarno; en la orilla derecha, las aguas llegaron hasta la Signoria, anegaron las casas y sus corrales y sótanos, dejaron inservibles los talleres y mercados, y arrastraron por su cauce sucio a varios centenares de personas de toda condición. Las campanas de todas la iglesias no cesaron de repicar durante tres días seguidos, para aplacar a las ánimas del cielo.
Algunos supersticiosos pensaban que era el justo precio a pagar por haber vendido la ciudad su alma al diablo Castruccio Castracane, el señor de Lucca, quien primero asoló la región para beneficio de Florencia y luego se volvió contra ella, su valedora, cuando los florentinos quisieron eliminarlo. Maquiavelo lo llamó «el azote de la ciudad» porque la esquilmó varias veces sin piedad. En 1328 Castruccio, cuando pensaba asestar un nuevo golpe a Florencia, había muerto de un ataque fulminante por un vulgar enfriamiento. Desde entonces, relata de nuevo Maquiavelo, «hasta el año 1340, estuvieron en paz por lo que se refiere a la vida interna de la ciudad. Dedicáronse también a embellecer su ciudad con nuevas construcciones; y fue entonces cuando edificaron la torre de Santa Reparata según los planos de Giotto, famosísimo pintor de aquel tiempo». Florencia se reconstruyó.
Giotto llega en un carruaje hasta la gran fachada de lo que fue la vieja iglesia, toda ella en obras. Observa el imponente templo, y, antes de ir a su antigua casa en la Via della Vigna Vecchia, junto a la cárcel del Bargello, pide que le den varias vueltas alrededor de la iglesia. Al cabo de un rato, ganado por el frío del invierno, considera concluida aquella primera impresión y se va a descansar del largo viaje que lo trae exhausto desde Nápoles, de donde viene tras hacer escala en Roma; allí, en el reino de los Anjou, es pintor de corte. Unos días más tarde repite con mayor detenimiento ese mismo recorrido acompañado por el Rector del Consejo, uno de los Tornabuoni. Ahora Giotto, en calidad de jefe de las obras del Duomo, ya ha elegido el lugar donde se ubicará el alto Campanile que sólo él imagina. Será en un lugar exento de la catedral, en la esquina sur de la fachada.
En las semanas siguientes trabajó día y noche, descubrió que le faltaba el oro del tiempo, y la gente se acostumbró a ver siempre luz en su ventana. Con una energía inaudita comenzó los primeros planos y dio las órdenes para efectuar todos los cálculos con que se precisaba contar en la construcción. Sabe que un ángel es un ser (humano o animal) que va contra la realidad. Crear algo donde no había nada, ésa es su misión. Y en esa acción se transforma. Giotto rejuveneció a ojos vista. Sus hijas dieron fe de ello, en aquel tiempo de desafíos nuevos para el viejo maestro.
Durante los meses que se sucedieron, se concentró en los planos con un ardor obsesivo, ayudado por los arquitectos y por los
capomastri
de las obras. Deseaba hacer una edificación que supusiera el justo punto de unión entre lo humano y lo divino, entre la solidez de la tierra y lo etéreo del espíritu. Quería llegar a los trescientos cuarenta pies, tal vez ir más allá; pero la materia campesina de sus sueños le bajaba al suelo, cuando recordaba la torre de Babel y el deseo absurdo del hombre por querer borrar el cielo de su vista con sus altos monumentos. Las torres son el signo del poder, y esa torre había de ser el signo del mayor poder, el del arte. Eso fue lo que se propuso, y lo que propuso a sus hombres, y al Comune que los pagaba. Pero cuando Giotto, a lo largo de aquella primavera de 1334, durante los preparativos, mira cada mañana el lugar donde estará la torre, sólo ve ese cielo que continúa vacío.
Lo que ha diseñado sobre el papel es una torre cuadrada, un enorme prisma puesto en pie. Es un palacio-torre, o una fortaleza-torre, o una vida-torre, o un cuadrotorre, porque Giotto mira el mundo como pintor y el cielo vacío le parece un lienzo vacío que ha de llenarse. Proyecta una sólida base y una elevación espiritual, aérea, de ventanales góticos en la parte superior. Habrá cinco grandes cuerpos, como pisos enormes de un rascacielos de la época; cinco terrazas estancas, sólo unidas por el gran hueco central que surgirá después del tercer bloque. Se prevén quinientos escalones. Habrá pequeñas garitas y celdas en cada terraza. Pero para llegar a ello tuvo que modificar muchas veces sus propios bocetos; desandar lo andado, regresar a lo sencillo, evitar el rizo de la locura. La gran base de la torre, que tendrá una sola puerta de acceso, como todos los campanarios, aunque no cree que esté haciendo un campanario sino una escala-torre, o un mundo-torre, se robustecerá por unas pilastras octogonales en los ángulos. Desde ahí ascenderá la ligereza de la llama, del humo, de la ojiva. Hay algo de angelical en ello, porque todo, arriba, cuando la torre empiece a abrirse en ventanas góticas, será puro vuelo, luz y alegría.
El 18 de julio de ese año empezaron los trabajos del Campanile del Duomo. Giotto no quiso acudir esa primera jornada porque necesitaba descansar; la noche anterior había tenido un fuerte cólico, tal vez por la mala alimentación de los últimos tiempos en los que apenas salía del taller, ultimando los incontables planos, y comía sobras de días anteriores o sencillamente se olvidaba de comer. Sus hijas, junto con el ama, lo llevaron a pasar unos días al valle del Mugello, al norte de Florencia, donde había nacido. Regresó para finales de agosto.
Ya entonces habían iniciado el desescombro del gran hueco para el basamento. Había decenas de hombres picando y cavando; removían la tierra y extraían las piedras y la arena; fortalecían las paredes después de desecar sus humedades. Un poco más allá, se había formado un tráfico de carretillas de madera con cascotes que descargaban en carros de bueyes. Al otro lado, cerca del Baptisterio, se apilaban los ladrillos y las grandes piedras labradas que habrían de servir de cimientos. En otro lugar cercano, se amontonaban, cubiertos por grandes lonas, los gruesos troncos sin desbastar que formarían los forros del engrudo y la argamasa, así como los bastidores de las pilastras. En el invierno llegarán los mármoles que ha encargado en verano, antes de su partida a Mugello: de Carrara los blancos, de Siena los rosados, de Prado los verdosos. Losas y losetas de piedra y de mármol permanecían apiladas de canto, en vertical, junto a muretes que se levantaban a tal efecto. A su lado aguardaban los troncos finos, junto a los tablones, largos y cortos, de la armadía general para los andamios. Se practicaron hoyos para empezar a cimentar. Se hizo un gran terraplén que, desde la gran fosa oscura, corría en paralelo al lateral del Duomo. Por él salía una hilera de peones cargados de capazos que luego volcaban sobre las carretillas. Mazos y azadones, picos y mazas golpeando sin parar emitían el único sonido rítmico, constante, que había en el aire de la gran explanada. De vez en cuando estallaba un grito; alguien se hería en una mano o caía al foso.
La supervisión la llevaba a cabo el maestro de obras, a quien Giotto ya conocía. Era un capataz llamado Alberto di Martino, también de Mugello, tuerto y de mal carácter, pero temido y respetado. Repasaba sobre todo las medidas y cálculos, y velaba por el buen estado de las cuerdas y sogas; unas cuerdas podridas podían echar por los suelos todo el armazón de tablas, o reabrir un retén de arena contenida en un encofrado. Y también miraba que el material estuviese contado y recontado y que las cuadrillas de peones y de los gremios fuesen las necesarias y cobrasen sus sueldos, y, por último, se cercioraba de que nadie robase las herramientas.
En noviembre, con las primeras nevadas, se prepararon escalas para ir elevando el andamiaje y poder ascender por él. Se hizo una gran escalera de caracol dentro del gran hueco central de la torre, que habría de ser luego eliminada ya que era sólo provisional mientras se construía la escalera cuadrada, perimetral, pegada a las paredes interiores; se elevaron para ello muros de piedra y ladrillo. Los primeros pies empezaban ya a dibujarse en la nada; encima de ellos, se alzaba la estructura de madera, compleja y vulnerable, de los andamios. Por allí subieron las vigas que habrían de soportar las crujías de grandes piedras superpuestas. El maestro carpintero se encargaba de esto, junto con el maestro pedrero y el maestro cantero, así como los tracistas, que se encargaban de seguir los planos marcados por Giotto y de trazar las líneas y ángulos donde ubicar las resistencias y las cargas, o fijar los cortes y ensamblajes. Era la gran obra que ocupaba la vida de Florencia. Pero todo eso, un día de diciembre, cerca de Navidad, en que el viento soplaba con fuerza y traía una ventisca gélida, se vino abajo con enorme estrépito y sorpresa, trayendo el dolor y la consternación a todos los ciudadanos.