El mapa de la vida (3 page)

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Authors: Adolfo Garcia Ortega

BOOK: El mapa de la vida
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Cuando tomó perezosamente ese tren, la mañana de aquel 11 de marzo, no podía imaginar que cambiaría su vida. Pero ¿cómo lo podía imaginar realmente? Nadie lo puede imaginar. Si fuera imaginable, ese día habrían tomado el tren sólo los terroristas y se habrían matado entre ellos. Pero lo verdaderamente cierto es que ya todo iba a ser distinto a partir del momento en que regresó a la vida en el interior de una ambulancia. No sabía qué era lo que había ocurrido. Con el tiempo lo reconstruyó todo, sus instantes y los instantes de los demás. Los últimos instantes, esa franja temporal lenta como la ascensión a la rampa de lanzamiento de una montaña rusa. Pero aún no era más que el inicio. Aún tardaría bastantes meses en reconocer los síntomas de una historia, la suya, que necesitaba dar un giro.

Habrá un cambio en él. Más aún, una mutación, una metamorfosis, como en el relato de Kafka. Su yo se convirtió paulatinamente en otro yo, irreconocible para los que le rodeaban, para su mujer, para sus amigos. Puede que ya no fuese amable para ellos, sólo distante, ajeno. Ser ajeno da miedo, pero no se puede evitar. Fue otro, por fin. Pero ¿por qué por fin? ¿A qué pregunta pertenecía la respuesta que estaba dando? Y todo a partir de que se produjo el salto hacia delante. La bomba, gran espaldarazo. ¡Qué ironía!

La muerte, a veces, es capaz de abrir la puerta cerrada de la vida. La vida de Gabriel se torció hacia otro mundo con la explosión que los mató, pero no a todos y paradójicamente sí a todos. Alguna vez hablará con Ada de ello; afirmará como él que quienes sobrevivieron aquella mañana también estuvieron un tiempo muertos. Cada uno de los muertos de ese día se rozó con él, vio su rostro mirándolo, entró en sus cerebros que le hablaban, presintió sus anhelos, le entristeció lo que dejaban atrás. Un salto también, un cambio de coordenadas, de leyes físicas, también, como diría Ada de aquella niña que se salvó en el tren, abrazada a su madre: un salto en el que lo alto y lo vertical no eran sino bajo y horizontal.

Trata de abordar sólo los hechos de esa mañana maldita, pero no le interesan los hechos sino las personas que los sufrieron, aunque no sepa sus nombres. Porque es una historia de sufrimiento, la de ese día. Sólo de víctimas. Y de ellas, cuando lo piensa, le aterra una cosa: es gente que ya no podrá cambiar de vida, porque ya no hay cambio posible. Esto a veces sucede, que no hay cambio posible. Cree que es peor que estar muerto. Cuando hablaba con Ada de ello, los dos pensaban que eso era lo más parecido a la muerte en vida.

Por su parte, conocía a todos estos muertos, de alguna manera. Todos vivían en su ciudad, amaban Madrid como él la amaba, lo saludaron alguna vez, aunque tuvieran otras caras, cruzaron sus historias, si acaso brevemente. Conoció a un rumano electricista que en cierta ocasión vino a reparar los interruptores de la escalera del inmueble de su casa. Y a una griega médica que lo atendió en un ambulatorio cuando se produjo una quemadura en la mano. Y a un ecuatoriano fontanero que le cambió los grifos del baño. Y a un argelino taxista que le enseñó las fotos de la boda de su hija. ¿Qué los diferencia de esa maestra de veintiocho años que tiene reventados el tórax y abdomen en el mismo convoy donde él ha perdido el conocimiento? ¿O de esa limpiadora de cristales, peruana, cuarenta y cinco años, morena, con sudadera azul celeste, que ha muerto con las manos juntas, como si rezase? ¿O de esa programadora de
software
, treinta y cuatro años, cuyo vestido morado está blanquecino de la ceniza química de los explosivos? ¿O de ese estudiante de educación física, diecinueve años, entrenador de un equipo femenino de baloncesto, a quien le ha entrado por la espalda, a la altura del omóplato, la misma barra a la que, en el minuto anterior, el minuto en que eran impensables los cambios y nada saltaba por los aires, otra mujer se sujetaba con el brazo para consultar en su cuadernito de tapas negras la dirección a la que tenía que ir a buscar un empleo que, al minuto siguiente, ya no necesitará jamás? ¿O de esa funcionaria, treinta y nueve años, cuyas medias se le han bajado hasta la rodilla y la pantorrilla, respectivamente, manchadas de sangre? ¿O de ese senegalés, peón de albañil, cuarenta y dos años, con múltiples fracturas en el cráneo y pérdida sustancial de masa encefálica? ¿O, en fin, de ese matrimonio búlgaro, ella hostelera, treinta y un años, mujer de complexión delgada, muy fina, cuyo sostén roto apareció muchos metros más allá, él, sin oficio aún, veintinueve años, con un pantalón de mezclilla en forma de espinapez?

Cuando todo esto ocurría, Eva, su mujer, escuchó por la radio la primera noticia. Decían que, al parecer, había un muerto. Uno tan sólo. Ella no pensó ni por un segundo que pudiera ser Gabriel. No le dio importancia.

ADA. «Imperio del terror» fueron las palabras que sacaron a Ada de la inconsciencia. Estaba intubada. Las decía como entre dientes un enfermero con mascarilla en la carpa de un hospital de campaña plantado en la glorieta de Atocha. Las oyó, vio los ojos del hombre encima de la mascarilla, y volvió a sumirse en un estado de turbulentos sueños después de pasar por una especie de umbral de intenso dolor en el pecho. No recordaba todavía la sensación de pánico que tuvo al tocar su costado izquierdo y sólo percibir una desagradable sensación de humedad. La morfina hacía su efecto. El rostro de Ada estaba contraído; el dolor descendente mediante el cual entraba en el sueño se reflejaba en sus párpados apretados.

Aún no se conocían, pero Gabriel estaba en una ambulancia a muy pocos metros de ella. Repetían su nombre; respiraba con dificultad por culpa del humo inhalado.

Mucho tiempo después, Ada le contó a Gabriel que tardó meses en librarse de un sueño repetitivo que invariablemente empezaba con el recuerdo de un dolor en el pecho, cuando no con el dolor mismo, y luego venía la historia de un polaco y su bebé, sin duda oída al enfermero, en aquella carpa amarilla de Atocha.

Es ésta: Z, polaco, albañil, treinta y cuatro años, tiene ese jueves el día libre. Su mujer está en cama, con fiebre, nada serio, una mera gripe. Z lleva a M, su bebé de siete meses, al pediatra, en el hospital del Niño Jesús. Va sujeto al pecho, colgado de un arnés que les pone cara con cara. El bebé duerme. Z mira por la ventanilla. Algo pulverizado le nubla los ojos de pronto, pero no alcanza a comprender qué ocurre porque, cuando se produce la explosión, a él le da de lleno y cae hacia atrás. En su sueño, Ada mira al bebé; está llorando sin consuelo en la desvaída luz que va afianzándose; lo recoge, lo sostiene en brazos, y se da la vuelta mientras pregunta: «¿Y ahora qué?» Pero supo más tarde que no fue así. Ella no pudo encontrarlo; tan sólo fue algo que oyó en la carpa mientras los calmantes corrían por sus venas, dicho por el enfermero o por el policía que halló con vida a ese bebé.

Ada y Gabriel se conocerán después de los atentados. Serán sus respectivos destinos, sus futuros abiertos, pero no inmediatamente. No buscarán una tabla de salvación, ni siquiera buscarán otro tipo de sexo, más salvaje, más desesperado, para sentirse vivos. Ni siquiera tampoco les unirá la experiencia pasada, tan traumática, en aquellos trenes, ni su efecto rehén que en ocasiones hace regresar a las víctimas una y otra vez a esa vivencia como único escenario vital, como callejón sin salida. No, Ada y Gabriel se enamorarán y luego sabrán que yacieron inconscientes muy cerca uno del otro, en la calle, rodeados de médicos que trataban de salvarles la vida.

De todo eso salieron por separado.

Así se le representa a Gabriel aquel momento crítico, todavía hoy, cuando piensa en ello: están los dos en ese lugar, hay mucha gente asustada, histérica, buscando jeringuillas, gomas, bolsas de plasma, cánulas, todo tipo de medicamentos; les cierran heridas, les ponen gasas, vendas, los van a llevar anestesiados en el interior de ambulancias que atraviesan Madrid a toda velocidad; les harán una resonancia magnética, a Ada y a él: ninguna hemorragia interna; sólo las heridas en la pierna y en el pecho que nunca les abandonarán. En unas horas sabrán por lo que han pasado, pero aún no han cruzado sus vidas. Suerte tenían entonces de poder decir que aún eran sus vidas. Sólo que ahora había que reajustar lo descompuesto, escudriñar en la mente, despertar. Entonces, al despertar, Gabriel pensó en Fra Angélico.

«Se ha producido un terrible atentado que puede haberse cobrado más de doscientas víctimas» (una radio, 11:20). «En el Corredor del Henares y la estación de Atocha cuatro trenes han sido objeto de los atentados terroristas más salvajes habidos en Madrid» (una televisión, 11:45). «Las primeras investigaciones no aclaran todavía la procedencia de los activistas» (agencias, 11:50). «Varios atentados, a la misma hora, convierten a Madrid, una vez más, en la capital del dolor» (un periódico, edición especial, mediodía). «Golpe sangriento al proceso electoral» (un periódico, edición especial, mediodía). «Madrid se sume en el caos» (una televisión, 14:15). «Todo apunta a una acción de Al Qaeda» (agencias, 14:50). «Terrorismo islámico detrás de los atentados de esta mañana» (un periódico, edición especial vespertina). «Se buscan restos de suicidas en los trenes de la muerte» (una televisión, 18:30). «Las elecciones del domingo 14 de marzo, bajo el signo del terror de Bin Laden» (una televisión, 20:00). «Día de lluvia y luto» (una radio, 20:10). «Hallada una nueva mochilabomba sin estallar» (agencias, 20:17).

EVA. Querida mía:

Si estás leyendo esta carta es porque me he decidido de una vez a meterla en un sobre y dejar que la encuentres. Y te parecerá extraño, ya que nos vemos todos los días, dormimos juntos aún (sí, sé que este «aún» puede ser venenoso, pero no te quedes ahí, no es letal) y todavía hablamos. Ojalá nunca dejemos de hacerlo. Han pasado unos meses desde los atentados de Atocha. Me he sentido cuidado por ti, primero en el hospital, luego en casa. Muy cuidado por ti; hasta has hecho curas en la herida, la has olido, te has manchado, has superado la repugnancia lógica de ver la herida tal como es, mientras cicatriza, mientras madura y adquiere colores distintos, y mientras sana, pero lentamente. Y me has ayudado a caminar, a bañarme, a limpiarme. Me he sentido, amor mío, muy cuidado. Pero quiero hablarte de lo que me pasa realmente, de lo que realmente se ha torcido en el interior de la máquina que somos, y que no sé expresar cara a cara, al menos todavía, al menos —y esta frase no es letal tampoco, sólo tal vez triste— contigo. Cada mañana, al amanecer, me sacude una imagen: mi cara sale del agua, como en una piscina, y quiere respirar ansiosamente, mientras escucho una y otra vez mi nombre pronunciado por el enfermero que me sacó del tren y leía el carnet que halló entre mis cosas: «Gabriel, Gabriel Zaera.» Abro los ojos al amanecer y mi cabeza hace un gesto de asentimiento mientras trato de pronunciar un «Sí» que no sale de mi garganta. Luego parpadeo repetidas veces, reconozco dónde estoy, el techo de nuestro dormitorio, los muebles familiares, el aroma del cuarto, pero sigue existiendo la sensación de un silencio que se colma progresivamente de voces, ruidos, gritos, sirenas ascendentes que llegan en sordina, igual que si estuviera en una vasta llanura y todos los sonidos se produjeran a lo lejos. ¿Sabes qué siento entonces? No te puedo decir lo que siento porque
todavía
no lo sé. La palabra «todavía» me gusta porque es un signo de unión, de existencia continua de algo. Pero es que verdaderamente no sé lo que siento; aún no se ha ido de mi alma la anestesia de las primeras horas, en aquella carpa, hace meses; sin embargo se ha impuesto una aparición en nuestra casa, en cada habitación de nuestra casa, una aparición que sólo veo yo y no puedo eludirla: el mismo enfermero que me sacó del tren, que cada mañana al despertarme pronuncia mi nombre, y a quien respondo afirmativamente con un gesto, me muestra una ventana cerrada, la abre y veo un inmenso espacio vacío al otro lado. ¿Sabes qué siento de verdad? Lo que siento de verdad es un gran deseo de entrar en ese otro lado.

Algo se ha acelerado dentro de mí en estos últimos meses. Voy más veloz, aunque no sé hacia dónde. Me cuesta hablar de la vida cuando en ella, pese a todos los esfuerzos que hacemos por ser felices, se instala el drama. Desde que salí de ese tren, vivo en el drama; o mejor dicho, vivimos tú y yo en ese drama que es sólo mío, que no es justo que también lo sea tuyo y que, pese a todo, lo será siempre por estar
todavía
unida a mí. ¿Y si yo no quisiera que siguieras unida a mí? ¿Sería injusto, sería cruel, después de que me has cuidado y me has amado? El drama llega súbitamente, sin ser esperado, ni invitado, ni sentido, ni intuido. Llega porque el azar ha cumplido su mecánica. Abro el juego de la vida y veo que empieza otra fase, llámalo como quieras: otro escalón, un capítulo nuevo, otra etapa, un giro, un viaje sin retorno. Pero la vida sigue, amor mío, y lo único en que pienso, cuando veo esa ventana que abre el enfermero, cuando despierto de los sueños, es en buscar de algún modo eso tan etéreo, absurdo, imposible, quimérico o sencillamente costoso que es la felicidad. Esta carta ha de hablarte por mí de lo que ni siquiera sé qué es. Pero lo que sí sé es que, cuando pienso en todo ello, amor mío, en los atentados, en quién era yo y quién soy después de haber estado dentro de ese convoy, cuando pienso en estas cosas que me atormentan y que no sé qué son, lo que sí sé, repito, es que me descubro no pensando en ti, no apareces, no estás por ninguna parte. A veces reconozco que me asusta, porque nos desampara a los dos. Soy injusto y soy cruel, con todo lo que me has cuidado, y me cuidas aún. Quizá por eso no termino esta carta, por eso no te la quiero enviar, por eso todavía es provisional. Todo en mí, ahora, es provisional.

G.

GABRIEL. Despierta en el hospital y le viene a la cabeza
La Anunciación
de Fra Angélico. Es un cuadro que le parece limpio, trata del origen de una promesa. Todo en él es un comienzo, invita a partir, a iniciar un viaje, a hacer los preparativos para marcharse. Siempre lo ve como el aviso de una concesión largo tiempo esperada. Tal vez por eso, en cuanto puede andar, apoyado en un bastón, va, sin ayuda de nadie, hasta el Museo del Prado. El taxi lo deja en la puerta.

Como tantas otras veces, avanza a buen paso por las salas hasta llegar al cuadro sin mirar ninguna otra obra y se planta directamente frente a él. Luego, como siempre hace, busca perspectivas distintas de la pintura. Pasa también unos segundos de espaldas a la tabla, contemplando a quienes la miran. Parece que esa obra maestra del espíritu le pertenezca.

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