El mapa de la vida (34 page)

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Authors: Adolfo Garcia Ortega

BOOK: El mapa de la vida
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A él le bastaría con salir y hacer una llamada. Una decisiva llamada a una comisaría, que, sin embargo, no iba a hacer. Tarde o temprano la policía o el ayuntamiento acabarían por descubrir y desmantelar aquel refugio de inmigrantes ilegales, todos extraviados como animales en una tormenta. Sin embargo, resolvió que la historia tenía que seguir su decurso. Las ciudades eran carnívoras porque duraban más que los hombres y devoraban a sus habitantes. Por eso siempre serán más viejas que ellos. Estaban antes de que nacieran y estarán todavía después de su muerte. Ellos tan sólo son el relleno de la historia de las ciudades por las que pasan. Su alimento.

IMPLOSIÓN. Un hombre, por primera y única vez, llora de madrugada en una cama ahora vacía; fue una cama que compartió con su mujer y que se le ha hecho demasiado grande e incómoda; llora como lloraba de niño, como ya no pensaba que podría llorar nunca de mayor; llora sin consuelo posible ni resistencia por su parte. No acertaba a saber qué sentía tras la ausencia de su mujer, sólo empezaba a experimentar claros síntomas de una inconmensurable tristeza, la arrasadora desesperación, cuando en medio del insomnio que a veces le ataca por sorpresa (le sucedía que abría los ojos fatalmente después de una hora de sueño profundo y ya no volvía a dormirse en toda la noche) se ha puesto a llorar con amargura. Su mujer hace meses que se ha ido; no aguantaba la vida a su lado; se enamoró de otro; salió de un trauma, casi fallece en una desgracia colectiva y su cuerpo se desgarró para siempre, también su alma. La secuencia de hechos es ésa, está clara.

El mapa de la vida siempre se le aparece como una operación que realizar. Eso fue lo que pasó, tras los atentados. Pero él no supo ver nada de eso, siempre con el horizonte estrecho por delante y la incapacidad para dar respuestas emocionales; no la comprendió, no hubo una palabra entre ambos que contuviera la ternura necesaria o el arrepentimiento necesario para iniciar la vida de nuevo, no estuvo a su altura.

En su interior, por esa parcela fortificada de poder macho, se resistía a admitir la realidad que había modificado tanto el espíritu de Ada, su mujer, quien ya había huido de él para siempre. Ahora «siempre» es la palabra que lo ha precipitado todo en la noche: Ada no estará nunca más a su lado. Con su mujer, él acabó haciendo bueno el tópico de que los cirujanos sólo ven cuerpos que reparar y no tienen sensibilidad para lo sutil. Y Ada es muy sutil. La mano de otro hombre la sacó del agujero donde estaba. Él, Santiago, no supo ver nada de nada, pero odia a ese otro hombre que cruzó su vida con la de su mujer. O debe acostumbrarse a decir ya su ex mujer: una nueva costumbre, como se dice de un cuadro raro, pero ya comprado e instalado en el salón, con el que hay que convivir sin perder la paciencia.

Ada se ha ido, hace muchos meses, no es nada nuevo para él esta situación de soledad nocturna en la que, hasta la fecha, enseguida unos somníferos lo sumergen casi en la inconsciencia; y sin embargo, hoy, este preciso día en este preciso instante, se produce la implosión. Había leído recientemente acerca de la implosión. Era como romper algo hacia dentro, algo se quebraba dentro sin que por fuera se viesen signos de destrucción. Toda apariencia exterior se mantenía igual, pero en el interior el hundimiento más devastador hacía su trabajo.

Así se siente él ahora, hundido en un abismo por el que sigue cayendo. El desamor es una caída en la que van desasiéndose los momentos felices como si se desprendiera primero la piel del cuerpo, y luego los músculos y luego las vísceras, hasta quedar sólo el esqueleto del ser deslavazado al final de la sima. Porque el amor encierra siempre un sufrimiento, lo presagia o lo continúa. Sólo la excitación del deseo cumplido, esa alegría de saberse cada uno parte del otro, como les sucedió durante muchos años en su matrimonio, detiene la tragedia disfrazada por el amor.

En la única noche de su vida en que lo ha alcanzado la lucidez, Santiago entra en el núcleo de su verdad. No finge (¿ante quién lo haría, allí solo?), infinitamente desesperado porque Ada nunca más estará entre sus brazos ni él tampoco en los de ella. Pero no lo va a manifestar más, ni puede permitirse que le achaquen debilidad en el hospital, donde ya ha cometido errores, es consciente, ni que piensen que un cirujano como él, tan seguro, está pasando por la mala racha de una turbulencia amorosa. En su oficio, los males del corazón pueden producir risa, son poco serios, «folla con una enfermera y te ahorras una esposa» decían en la carrera, el amor es una blandenguería para un cardiólogo. Entre ellos tienen la máxima de que un cardiólogo se enamora con todo menos con el corazón.

Si sucumbe a esa trivialidad del amor, dejará de ser creíble para sus pacientes, que siempre quieren ver en su médico la roca inamovible, el cuerpo y el alma entregados en bandeja. Por eso nadie sabe nada más de su situación personal; ha tenido bajones, pero enseguida los ha ocultado, aunque quizá demasiado tarde: ya le decían los colegas que lo veían deprimido, algo inaudito en él, tan vital y varonil, y que probablemente le conviniera pasar un tiempo de baja. Una baja muy temporal, muy corta. Lo ha hecho, se ha ido un tiempo fuera, pero a los pocos días ya estaba de nuevo incorporado en el quirófano. Rogó, suplicó que le dejaran regresar a la rutina del hospital, a su consulta pública; la privada no llegó a dejarla, tan sólo se les dijo a sus pacientes que el doctor se había tomado unas cortas vacaciones. Comprensible. Ahora llora a solas, por única vez, porque ha entendido en toda su dimensión la terrible soledad que entraña la ausencia de Ada.

Amaba a Ada, puede que la ame todavía, aunque la idea del amor se desvanece con el tiempo en un complejo apego de emociones y conveniencias. Y si ha estallado en un llanto que tarda en remitir es porque ha alcanzado la certeza de que ella no lo ama ni lo amará jamás, pero él aún llama amor a aquel sentimiento que la unía a ella, un sentimiento de juego y posesión compartida, de hábito y compañía, de continuidad y sosiego; y para él seguía siendo la mujer de la que se enamoró cuando era joven.

Está equivocado. Lo ha hecho mal. No ha sabido plegarse ni sondear por lo que su mujer estaba pasando, pero tampoco podía hacer nada más ante el huracán que llegó: cuando, tras los atentados, irrumpió el deseo de Ada de ser conscientemente la otra mujer que ya era desde hacía bastante más tiempo del que ella misma pensaba, ese mismo deseo arrasó el futuro de toda la familia.

Santiago es un hombre a quien Gabriel no conoce más que de vista, de fotos familiares, de fotos que Ada conserva y en las que lo ha visto en su juventud, pero es un hombre a quien él puede comprender. Comprender su tristeza o su orgullo herido, la asunción del vacío del desamor. Incluso comprender la pérdida de un amor absoluto del que huyó desde el principio por considerarlo demasiado ridículo en todo un cirujano de éxito. El éxito no da la felicidad, no la da en absoluto. Y él, además, tenía esa característica suya de ser un hombre muy rudo en manifestar el amor mediante el sexo. ¿Por qué se ha ido? ¿Qué ha hecho mal? ¿Qué palabra ha dicho y qué palabra ha dejado de decir? Visto con frialdad, asume cuando se recupera del bajón, también es el precio a pagar por lo que ha hecho.

En cambio,

1. Qué diferente es el amor de Adrián y Cloe a esa misma hora de la madrugada. Se duermen y se despiertan, hacen el amor a intervalos, con la dulce sensación física de agotarse en el otro y de seguir aún con fuerzas para una vez más. Se dejan llevar por la curiosidad tanto como por el cansancio. Nada es suficiente, se aprenden mutuamente noche a noche. Se buscan y se saben cerca. El balcón abierto le trae a Adrián lejanas sirenas desde la calle y eso le recuerda la vitalidad de los amores estivales. La radio, muy bajita, tiene un hilo de música clásica todo el tiempo. No la apagan. Hay una lamparilla roja encendida en el suelo del pasillo. Si Adrián abre de nuevo los ojos, ve ensombrecida la forma elevada de las caderas y las nalgas de Cloe y se siente vivo. Tiene veinte años menos que él.

2. Incluso para Eva es una noche diferente, tal vez sola, viendo en la cama películas en la tele. Pero se olvida de la pantalla y se imagina el cuerpo de Gamal sin llegar a pensar en otra cosa que en un hombre que le gusta, nada de amor, no todavía, ése es un proceso complejo. Por ahora Gamal, para quien todo es impuro, y más que nada ella, a quien ha mirado con deseo una o dos veces (Eva se ha dado cuenta enseguida de aquellas miradas en la tienda que le hacían desviar la suya), es esquivo. Ella ha visto que él se ha refrenado, más tímido que nunca, pero creyó intuir que también le asaltaba la duda de intentar algo, aunque sólo fuera sexo para desahogarse, porque Eva no está mal, es una mujer que le recuerda a Azza. Para Eva, sola en su cama, el egipcio no es más que una ilusión, una esperanza. Pero ¿de qué? Querría iniciarlo todo otra vez de nuevas, desde cero, como si se hubiera dado a sí misma una segunda oportunidad. ¿Sabrá Gamal de qué le habla?

3. Y qué diferente también es el otro extremo, el mundo en que habitan Ada y Gabriel, en la misma noche que Santiago, en la misma Babilonia. El brazo de Ada roza en la madrugada el omóplato de él y sus labios, de pronto abiertos sólo para eso, le recorren la espalda. Su cuerpo se tensa, se curva un poco y su mano busca palpar el ombligo de ella. «Tranquilo, amor mío, sigo aquí, no me he ido, no me iré nunca, duerme.» La voz de Ada traspasa su oído y llega como un rayo hasta el habitáculo de la certeza, donde se acumula el tiempo que les queda por vivir juntos.

Santiago sabe, no obstante, que fue al límite con Ada, pero Ada no lo entendió. Creía que aquel «sexo fuerte» era un juego que les excitaba a los dos y siempre pensó que aquello era normal entre adultos liberados de prejuicios. No era el único que lo hacía, incluso había parejas que se acostaban con otras para eso. Les sucede a muchos matrimonios, al menos a muchos hombres casados. Trata de encontrar el bloqueo de su fracaso en su relación sexual con Ada. Es parte de la causa, pero no toda la causa.

En la habitación a oscuras, ha habido un momento en que el tiempo parece detenerse para él. Nunca ha sido tan frágil como en ese momento. Se sienta en la cama, recostado sobre la almohada. Así permanece unos minutos, sin dar la luz. Se levanta y, casi arrastrándose, va al cuarto de baño. Al salir, deja la luz encendida; se ilumina la habitación, se deforman los objetos. Ve en el suelo las tarjetas de crédito; tal vez se le hayan caído de la cartera al desnudarse. Ve pelusas por el suelo, debajo de los muebles, cuando se agacha para recoger las tarjetas. Siempre le han dado algo de asco las pelusas, no sabe por qué pero para él son el símbolo del tiempo detenido y del abandono. Con la claridad que llega de la luz del cuarto del baño, se acerca hasta el salón y abre el mueble bar. Se toma un somnífero y un whisky. «Maldito idiota, no eres más que un pobre hombre, por muy médico famoso que seas», se compadece de sí mismo mirando hacia la calle.

Es consciente de que, en cierto modo, empieza para él un largo y merecido suicidio. «Cuando llega el olvido, cuando se desea que suceda ese vacío mental, ¿qué queda del deseo, dónde quedan las caricias y las promesas?», se pregunta, mucho más entero que antes. Con el olvido, las caras amadas pasan a ser rostros anónimos, deseos huecos, moldes de escayola de deseo. Una mentira, en suma. Entonces se acuerda de algo que le dijo Olimpia acerca del divorcio: ya no tiene sentido que haya en la casa una agenda de teléfonos familiar.

—¿Olimpia?

—Sí.

—Soy Santiago Bauman. ¿Es muy tarde?

—¡Más bien es muy pronto! Son las cuatro de la mañana. Pero no podía dormir, así que da igual.

—Yo tampoco podía. Perdona que te llame a estas horas.

—No importa, de verdad. Pero no te aficiones. A veces duermo.

—Yo tomo alguna pastilla. Ya ves, los médicos siempre tenemos soluciones.

—Pero no hoy, por lo que veo.

—No, hoy no. Olimpia, no podía dormir y he recordado algo que te oí decir una vez, no sé cuándo.

—¿Algo que dije yo?

—Sí. Dijiste que después de un divorcio ya no tienen sentido las agendas familiares.

—¡Vaya! ¿Dije yo eso? Pues no lo recuerdo pero, bueno, la verdad es que es bastante cierto: una vez que la gente se divorcia, luego cada quien tiene su propia lista de personas cercanas, incluso las cercanas comunes toman partido y se convierten o en amigos de uno o en enemigos del otro, así que se caen de la agenda común. Y, claro, también las personas lejanas son otras: otro cerrajero, otro fontanero, otro médico, otro seguro.

—¿Te has enamorado alguna vez? Quiero decir hasta el punto de querer tener una agenda familiar.

—¿A qué viene esa pregunta? El que no dormía eras tú. Yo estaba en paz con mis propios monstruos.

—Has dicho que tú tampoco dormías.

—Ya, es verdad. Cada cual tiene sus problemas. Pero en cuanto a mi vida, prefiero dejarla aparte. Eres mi cliente, señor Bauman. No quiero pasar de ahí.

—Sí, vale, de acuerdo. No pretendía ser indiscreto ni pasarme de listo, era una pregunta sincera. Es que esta noche he recordado cómo me enamoré de Ada, eso es todo.

—Disculpa. Creí que era otra cosa. ¿Fue bonito?

—¿Cuál?

—Como os enamorasteis. ¿Fue algo bonito?

—Sí, nos enamoramos muy intensamente. En un viaje. Viajamos mucho juntos cuando nos conocimos. No salíamos de los hoteles y no parábamos de reír. Esta noche he tenido la certeza de que ha desaparecido para siempre de mi vida. Pero supongo que Ada te habrá dado su versión. Y no sólo de cómo empezó nuestro amor, sino sobre todo de cómo ha acabado.

—No querría hablar ahora de Ada. No es correcto. También ella es mi cliente.

—Pero te lo ha contado, ¿no?

—Sí, me lo ha contado. Me contó lo de las violaciones. Me ha contado tu último asalto, en el rellano de mi oficina precisamente. ¿Es que estás loco? ¿Cómo pudiste hacerle eso? ¿Cómo se le puede hacer eso a nadie? Eres un salvaje o un pervertido. Si no fuera tu abogada te denunciaría.

—Cálmate, por favor. No sé qué te habrá contado. No fueron tales violaciones. Al menos no «técnicamente».

—¿«Técnicamente», dices? Eres un poco cerdo, ¿no crees?

—No me juzgues tan pronto, Olimpia. Era un poco fuerte, es cierto, hasta había algo de brutalidad, lo reconozco, y cuando estás así se te puede ir un movimiento descontrolado y entonces una caricia pasa a ser un golpe. Pero era un juego, Olimpia, así lo vivíamos.

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