Read El mapa de la vida Online
Authors: Adolfo Garcia Ortega
La mayor alegría que en esa época le habría de deparar el destino al viejo Giotto fue encontrar allí, en Milán, dentro de la fábrica creada para la construcción del arzobispado, a su hijo Francesco, también pintor, emancipado hacía tiempo de la tutela de su padre. Aquél había viajado por todo el mundo sin dar demasiadas noticias a la familia; se decía que incluso había llegado a Tierra Santa con los franciscanos para pintar una
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en la misma Nazareth, en la casa donde —según ubicaban los apócrifos— vivió la Virgen, pero era una leyenda que sirvió para que su nombre se diera a conocer; nunca hubo noticia de esa
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del hijo de Giotto. El maestro sabía por su hija Beatrice que últimamente Francesco vivía en Génova, protegido de los Colonna, y que se hacía llamar Francesco de Ambrogio. Ahora lo ayudará con el nuevo trabajo, por fin juntos padre e hijo, sin rencillas ni rencores, si alguna vez existieron.
Meses más tarde todo estaba igual. La torre derruida no desaparecía de la obsesión de Giotto, sino que continuaba azuzándola. El arzobispado no se construía. Giotto estaba en blanco. Qué verdad es que los fracasos minan el ánimo más que los éxitos lo confortan. Para sorpresa de todos, se desentiende de las obras de Milán y deja a su hijo encargado de su desarrollo; se encierra en sus cuartos del palacio de Azzone para volver a la vieja idea de crear un arnés volador con alas de lienzo y barras de hierro. Sabe que es una idea inspirada que ha de culminar su vida, y cree que la oportunidad de llevarla a cabo pasa por el Campanile rebelde. La torre acercará a los hombres a Dios, no le cabe duda; pero a él, en cambio, lo llevará a contemplar su amada campiña, la tierra toda, desde su altura, como hacen los humildes pájaros, desde la cigüeña hasta el cuervo. Soñaba con que él mismo o Gabrielle Cacace fuesen el ángel que sobrevolase por encima del Duomo hasta perderse más allá.
Al renacer de esta idea contribuyó mucho que Francesco le presentara al matemático (o habría que decir más bien ingeniero y quiromante) Bruno Baldasarre, un romano que había vivido en Constantinopla y a quien apodaban «El Griego» por conocer la filosofía bizantina como la palma de su mano. Baldasarre tampoco pudo resistir, en su madurez, la llamada de Azzone a su corte de sabios, por eso vivía ahora en Milán, en el mismo palacio que Giotto. El Griego, además, dedicaba todo su tiempo y su ciencia al empeño por conseguir hacer volar al hombre. De este Baldasarre fue de quien se diría luego que Leonardo, muchos años más tarde, copió el invento de hacer una máquina voladora y otros ingenios aerostáticos baldasarrianos, como la barca elevada por cien ocas o el globo sirgado por un tiro de caballos.
A las pocas semanas de que Giotto cobrase confianza con Baldasarre, compartió con él su aspiración por construir unas alas de lienzo con las que echar a volar. Baldasarre le dijo que siempre tuvo esa misma idea. Sin embargo, le confesó, estaba en un callejón sin salida: matemáticamente era posible, pero físicamente era inviable. Hasta lo había intentado en cierta ocasión, probándolo él mismo, pero no logró más que romperse varios huesos. Aquella experiencia le hizo ver que el problema estribaba tan sólo en el material empleado y no en la ambición de la empresa: habría que perfeccionar el artilugio, bastaría con eso. En vez de ser de lienzo o de lona trenzada, las alas debían ser de madera: un artefacto enorme hecho con muchas y articuladas piezas de maderas diferentes, como son en la naturaleza las alas y plumas de las aves de verdad.
Giotto se entusiasma con su encuentro con Baldasarre. Por fin un hombre que lo entiende y con quien llegar muy lejos, ahora que los dos tienen poco que perder, no más, a lo sumo, que la vida que les resta. Pronto los dos hombres serán casi unos ancianos. En su vejez, cuando dejan de lado los cálculos y los dibujos, mientras caminan como dos amigos por la campiña lombarda, se conmueven mutuamente pensando en el veloz devenir del tiempo. Giotto le confiesa a Baldasarre que en realidad desea las alas para hacer un viaje hacia atrás en su vida. El otro se sorprende, maravillado. La promesa del regreso, la gran quimera de los filósofos bizantinos, llamaba a su puerta.
Es una quimera de campesino, un anhelo de volver a ser el niño que pintaba ovejas sobre las piedras planas de Mugello. Reza una máxima de Tácito que el recuerdo de la infancia sólo ocurre en la vejez, le dice el maestro al matemático. Por eso le fascina la posibilidad de sobrevolar los campos de su infancia, los paisajes que vio de niño, como si ese viaje en el tiempo y en el espacio fuera posible sin quebrantar las leyes divinas. Baldasarre, exultante, lo anima a alcanzar esa utopía porque para él no lo es tanto. Dice que nada es imposible si se fuerzan con astucia las leyes físicas y se va con valor suficiente hasta el abismo de lo desconocido. Que Dios le perdone, añade, pero prefería dejar lo divino aparte para las horas del rezo. Y, a su vez, ciertamente Giotto asiente, y comparte la voluntad profana de Baldasarre, porque está convencido de que nadie sabrá nunca si puede volar hasta que no se lance a hacerlo.
Quería volver a vivir aquellos días en que su padre Bondone lo acompañaba a las laderas de la montaña y lo dejaba al cuidado de las ovejas. Aquel tiempo en que veía todas las luces del día pasar delante de él sin inmutarse, hasta que al atardecer regresaba Bondone para llevarse las ovejas hasta el redil con su ayuda. Y recordaba la sonrisa de su padre, y su caricia al dejarlo por la mañana solo, confiado, o al llegar por la tarde y comprobar que todas las ovejas continuaban allí. Admiraba a su padre, como luego el padre, siendo Giotto todavía un niño de once o doce años, lo admirará a él. Los dos amaban la tierra, las costumbres agrícolas, el trigo y la hierba, los tordos y las cornejas, la elemental sabiduría aldeana, y no había olvidado Giotto nunca las enseñanzas de Bondone ni la ternura recia de su cariño. Nunca dejó de pintar ovejas y cabras. Eran el homenaje a su padre, como Francesco lo homenajeaba ahora a él con su pintura.
Baldasarre, por otra parte, alienta el deseo de Giotto porque es la materialización de una elaborada teoría suya, según la cual, al elevarse y volar, el hombre podía luchar contra el tiempo, detenerse en un punto del espacio aéreo y entrar en una dimensión sólo explorada por los derviches jerosolimitanos. Una dimensión de la naturaleza en la que no resultaba ilusoria la repetición de los hechos, sino que se repetían de verdad, pues ya los viejos sabios orientales de Goa, y también los magos de Babilonia y no menos los euripídeos del Peloponeso habían filosofado sobre la poderosa acción de las alas en los dioses y semidioses que las desplegaban, y habían convenido que eran el único modo real de salir de la historia tal cual la conocemos para poder repetirla a voluntad. Como el tablero de un juego circular que va hacia delante y hacia atrás, según se gire. Las alas, en resumen, eran el instrumento que lo hacía posible por la sola causa de la suspensión, en el aire o en la vida.
Baldasarre, claro está, mantenía estas ideas en secreto, ya que eran abiertamente heréticas en la cristiandad, pero a Giotto le indicaban el camino que hasta entonces no había hallado: explicaban la razón de ser de su torre. Giotto vio en casa de Baldasarre un baúl con manuscritos plagados de dibujos y cálculos que mostraban y demostraban su teoría. Ahora sólo faltaba que juntos llevaran a término aquella compleja construcción de las alas. En este punto, Baldasarre había calculado con minuciosidad que se precisaban unas tres mil quinientas maderitas, talladas a modo de teselas alargadas, por cada ala, con sus correspondientes articulaciones y bisagras de hierro, regidas por un total de veinte cuerdas por ala, las cuales, a su vez, se guiaban por unos movimientos específicos de las manos y los dedos. Quien las manejara, además, tendría que memorizar cada uno de esos movimientos (porque habían de ser ésos y no otros los que se requerían) y prepararse a conciencia ensayándolos muchas veces antes de lanzarse al vacío.
Pasaron largos meses fabricando las alas y, una vez que estuvieron terminadas, Giotto se las llevó consigo a Florencia. Quería probarlas desde lo alto del Campanile. Era, en adelante, la nueva motivación que necesitaba para terminar la malaventurada torre. Antes se despidió de su hijo Francesco, que también abandonó los trabajos del arzobispado para regresar a Génova y a quien nunca más volvería a ver, y del
Signore
, que no halló modo alguno de retenerlo en Milán: todas la propuestas de Azzone Visconti caían en saco roto, nada podría apartar al maestro de su propósito en Florencia. Sería la gran noticia para Gabrielle y el acontecimiento más importante de la ciudad y del mundo entero: una torre magnífica, una taracea gigantesca de mármoles de colores, desde cuya cúspide, por primera vez, un hombre echaría a volar por la Toscana.
Llegaba a su fin la primavera del año 1336 cuando Giotto regresó a Florencia.
Está más seguro de sí mismo. Volverá a su casa de la calle del Cocomero, cuidada todo este tiempo por su hija Chiara. No obstante, como siempre ha sucedido desde que aceptó la edificación del Campanile, tiene la certeza de que las oportunidades se agotan y de que se acorta el tiempo; va a poner en práctica toda la ingeniería que ha aprendido al lado de su amigo Baldasarre, y no sólo la ciencia del vuelo. Se ha producido una revelación dentro de él. No perderá ni un minuto, y si antes dormía poco, ahora tendrá que caerse de sueño para entrar en el lecho; así, taxativamente ha ordenado a sus hijas que lo dejen en paz; comerá cuando coma y dormirá cuando duerma; y si muere, no será en la cama sino en algún lugar de la torre, o abajo o arriba, o quizá (porque ellas no conocen los planes de su padre) en el aire que media entre arriba y abajo.
En Florencia lo esperaba Gabrielle Cacace, el fiel capataz mantuano, leal como una sombra y guardián de las obras abandonadas y de los mármoles rotos. Sin embargo, algo inaudito se había producido en la ausencia de su maestro: tuvo lugar otro derrumbamiento, pero sin víctimas. Fue debido al espíritu emprendedor del propio Cacace, que no quería ver aquellas obras paradas por más tiempo. Como, por otra parte, Giotto no dejó dicho cuándo regresaría, Gabrielle se creyó ungido para intentarlo como Dios le diera a entender, repitiendo los pasos dados la segunda vez, la más terrible en muertos y en altura alcanzada. Gabrielle trató inútilmente de enmendar lo que pudieron ser los errores. Pero fracasó, cosa a la que Giotto no le dio mayor importancia porque llevaba en su carro, bien empaquetadas y desmontadas, las alas de madera. La torre ya no era un fin, sino el lugar desde donde partir de nuevo hacia su infancia y hacia la mano dulce de Bondone. Lo intentarían otra vez, ahora para siempre, le dijo a Gabrielle con los ojos iluminados. Y añadió: «Ya sé cómo hacerlo.»
(Ada dejó de escribir en este punto.)
(F). Cierra los ojos y Gabriel, como si fuera una cámara, mantiene un solo plano fijo; en él se ve lo que sabe de F, la estudiante hispano-marroquí de trece años que Ada vio morir en el sexto vagón del segundo tren. F entra y sale del campo visual de la cámara como de una pantalla de televisión, pero Gabriel no es una pantalla de televisión. Es la noche del 10 de marzo de 2004, la víspera del atentado. Sólo él sabe que todo lo que F hace en la intimidad de su cuarto va a quedar suspendido. Su vida se transforma en un relato de
Las mil y una noches
, que Gabriel, si lo desea, podrá contar una y otra vez, en un bucle repetitivo.
La escena pasa ahora a ser un primer plano de los ojos de F. La imagen que él ve delante se llena con ellos. Se da cuenta de que en realidad F se está mirando en el espejo, y él la contempla porque está al otro lado de ese espejo. Puede que incluso
él sea el espejo
(a veces las cámaras lo son o fingen serlo), pues ella no lo ve a él, sino que se ve a sí misma, se mira los ojos, ensaya a pintárselos aunque luego se quitará el rímel y la pintura (a su madre no le gusta que vaya así), una raya negra debajo del párpado, un sombreado blanquecino en la parte de arriba.
Tu / muerte / se lleva / mi mirada
, dice un rap que oye en clase, en los recreos. La frase se le reproduce sin querer en la cabeza, también como un bucle repetitivo.
F se aleja y así Gabriel ve un poco más de la habitación. La cama apenas entra en el campo visual del plano, sólo se advierten la esquina y la pata; hay ropa encima; en una butaca delante de la ventana sin visillos, con la persiana a medio bajar, se ve el bolsón amarillo y el abrigo azul que quedarán destrozados en la explosión. En la mesita baja a los pies de la butaca, donde hay una pila de libros de texto y de cuadernos usados, ha ordenado varios objetos que se dispondrá a introducir en el bolsón mañana a primera hora, justo después de desayunar y de lavarse los dientes. Están en fila, metódica y primorosamente dispuestos, pero él no los distingue apenas. Cuando se aleja y vuelve a entrar en el campo del plano ve que sólo lleva puesto el pantalón del pijama y el sujetador. Pronto se meterá en la cama. Son gestos rutinarios, los propios de una niña que quiere dejarlo todo preparado para ir al día siguiente a clase muy temprano, nada más ducharse y tomarse un bol de cereales o unas uvas que su madre, Karima, lavará una a una con el agua que corre del grifo, mientras F se apresura a seguir los pasos previstos. Ninguna de las dos se imagina que están fijando la escena de una especie de eternidad.
(Cuando murió la madre de Gabriel, casi en el mismo instante en que fallecía, le vino de golpe a la cabeza la reminiscencia de una escena que él había vivido de otra manera muy diferente a como la recordaba ahora, una escena que yacía en su memoria esperando ser activada. Se trataba de un recuerdo terco que se impone al rostro y al cuerpo de su madre muerta, muy deteriorados físicamente por la terrible agonía de los últimos meses en el hospital. Es un recuerdo en el que vuelve a ser una cámara fija que graba una escena llena de ruido, de vida y de agitación en el pasillo de la casa familiar. Su madre es mucho más joven, lleva revuelto un peinado a la moda, entra y sale del cuadro, hablando en alto, llamándolo a él y a sus hermanos, y también a una hermana de ella, su tía, que aparece y desaparece como si buscara algo frenéticamente. La madre de Gabriel pide a todo el mundo que se dé prisa. Abre la puerta de la calle, sale, vuelve a entrar a por algo que ha olvidado, lleva el abrigo en el brazo, igual que el bolso. Se pone el abrigo rápidamente. Vuelve a llamar a todos a gritos. ¡Venga, venid, corred! ¡Ay, Gabriel, Gabriel, pobre Gabriel! ¡No os entretengáis! ¡Tienes mucha fiebre, hijo mío! ¡Qué tendrá, Dios Santo! Exclamaciones y preocupación, actividad en la casa. ¡Vamos, no llegamos, daos prisa! Sale, regresa, dice en voz alta: ¡Las llaves! Luego resuenan, asimétricos, sus tacones por el piso de madera, y luego otros más. Gabriel, al recordarlo, ve pasar a su hermano por un lado del plano y desaparecer por el otro. Luego su tía pasa llevando de la mano a la hermana pequeña. Y luego finalmente un hombre portándolo a él en brazos, un hombre a quien no conoce, que no es su padre, pero que lleva una bata blanca y un gorro blanco. Llegan más ruidos, una palabra lejana en la voz de su madre dice algo parecido a «ambulancia». Y luego el ruido de la puerta de la calle al cerrarse. El silencio en la casa, en el pasillo. Y la cámara que es él sigue grabando ese silencio y ese pasillo vacío que ha estado lleno de ruido y movimiento hasta hace unos segundos, en que se han perdido escalera abajo y más tarde calle abajo. Y Gabriel se queda con el eco de los pasos de su madre joven, despeinada y asustada por lo que le pueda pasar a su hijito. Ésta es la escena de su madre que acude siempre a su memoria, o al menos la primera que acude, como prólogo de todas las demás.)