El mapa de la vida (44 page)

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Authors: Adolfo Garcia Ortega

BOOK: El mapa de la vida
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Pasará el tiempo, un año detrás de otro año, y a Karima, al pensar en F, le vendrá la imagen de la escena en que su hija, apresurada, entra y sale de la cocina, mientras ella nota el agua en sus dedos que repasan el racimo de uvas y oye a F, cada vez que va hasta su habitación, nombrar en voz alta lo que va introduciendo en su bolsón amarillo, dispuesto por ella la noche anterior: «diario de tapas rojas», «tiritas», «monedero», «Gelocatil», «llaves», «auriculares», «la crema», «tarrito de vaselina», «pendientes de Magda», «el espejito», «las tijeritas», «¡la entrada para el concierto de
El Canto del Loco
, ya la olvidaba!», «bonometro», «billete de tren». Una ráfaga de pensamiento en F: le gustaría hablar con su madre de la gente que ve en el Metro, de los inmigrantes que ve y de los que van a trabajar con caras tristes, porque eso siempre le da lástima. F es muy bondadosa.

Otra ráfaga de pensamiento, esta vez en Karima, le hace ser consciente, por un instante, de que F es una niña delicada, con las ideas claras y puras sobre las personas, llena de vida y de planes. Pero vuelve a concentrarse en las uvas y en canturrear la canción que había oído en Tánger de niña:
Dicen que por las noches / no más se le iba / en puro llorar
. Es un tipo de canción mexicana que a F le hace mucha gracia cómo la canta.

La madre, Karima, no supo nada hasta muy avanzado el día. Cuando pasó todo y por la noche la metieron en la cama a base de pastillas, quiso dormir en el cuarto de F. Por eso Gabriel la ve entrar. Karima miró hacia la cama y vio a una anciana. Era su hija F. O era igual que su hija F, pero muy vieja, con la frente arrugada y el pelo blanco. Entre brumas, antes de que se le cierren los ojos por los somníferos y caiga en una sustancia en la que se sentirá aprisionada como dentro del capó de un coche (eso es lo que soñará), se da cuenta de que lo que miraba era un espejo. Era su cara la que estaba en él y no la de su hija. Se acordó de la canción que oía en Tánger de niña. Se acordó de unas uvas y de que F hablaba desde el fondo. Y todo volvía a comenzar y a repetirse en aquella habitación.

GABRIEL. Ronie le ofrece unas fotos. En la otra mano lleva una lata de cerveza. Se trata de un puñado de antiguas fotos familiares de Ada. Él enarca las cejas de asombro. ¿Qué hacen en su poder? En algunas de esas fotos se la ve a ella en una playa con Santiago, Dani y Paula. En otras está sola, y en otras sola con sus hijos. Son fotos que llevaba Dani en la cartera.

—Seguro que todavía no las echa de menos —dice Ronie, empujando definitivamente hacia él las fotos.

—Pero ¿y esto? ¿Cómo es que las tienes tú? —se sorprende Gabriel; aquello es lo que menos se podría imaginar.

—Fue nuestro huésped —dice, dando un sorbo de la lata—. Pura casualidad. Eligió este parque para su escapada. Ya lo sabes, ¿no? Porque imagino que ya habrá aparecido por su casa.

Él asiente. Prefiere dejarlo correr.

Sin embargo, Ronie sigue hablándole de Dani y de cómo lo ha conocido. Lo encontró una mañana echado en uno de los bancos donde suelen dormir los nigerianos, a la derecha del estanque grande.

—Parecía estar confuso y cabreado, necesitaba pensar, hablar de su confusión con alguien. Yo tengo paciencia. ¡Uf!, ese día no habría querido yo ser su padre.

Dani y Ronie hablaron también de música. A Dani le gusta la música de jazz. Se está iniciando. Ronie le contó su vida en la época de los cruceros por el Rhin. Le habló de Powell y de un disco que grabó en Copenhague, un disco que perdió. Hizo como que tocaba el piano de piedra, en el lugar del monumento a Beethoven, mientras tarareaba un blues. Le dijo que se podía quedar unos días por allí, pero no mucho más. Luego la policía se ponía fastidiosa y lo removía todo. «Chaval, éste no es sitio para los que empiezan a vivir —le dijo Ronie el último día—. Aquí se viene de salida o para el arrastre.» Le agradeció el consejo.

Esos días hablaron mucho los dos. Ronie supo quién era Dani porque le robó la cartera en un descuido. El muchacho no se dio ni cuenta. Se le cayó al suelo y Ronie la recogió, pero esperó un día para devolvérsela. No le tocó ni un céntimo del dinero que llevaba. Dani se alegró tanto de que la hubiese encontrado, que no echó en falta las fotos, sólo se cercioró de que los pocos euros siguieran ahí. Ronie se guardó las fotos.

—Reconocí el rostro de la mujer nada más verlo.

—¿De qué la conoces? —pregunta Gabriel.

—Te he visto con ella alguna vez.

—Pero ¿cuándo? Por aquí no ha venido.

—Lo sé. Te he seguido. También conozco el Finnegans. Luego le sonsaqué al chico. Me confesó que era su madre y que su padre era un médico importante. Así, de paso supe algo de tu vida, como que ahora es tu mujer y lo del atentado. Le dije a Dani que te conocía —alzó la barbilla hacia mí.

Están en la zona de los álamos blancos, en un pequeño claro que hay en medio de los árboles. A él le llama la atención que Ronie no pregunte nada sobre el atentado. Sólo le ha echado un vistazo al bastón y ha dicho: «Supongo que será de entonces.» Siempre preguntan, tal vez le dé morbo a la gente, pero Ronie no lo ha hecho. Está apoyado en el tronco del magnolio, quiere aparentar frialdad y prevención. Con una mano arruga la lata de cerveza. Va a oscurecer y se levanta el aire.

—Hoy empieza el otoño —dice Ronie—. No me gusta nada. Es cuando llega mi cumpleaños y aborrezco las tartas con sus estúpidas velas de colores y sus canturreos. Las tartas son para tirarlas a las caras, como hacen los payasos con pinta de rana.

Hay una luz dorada de crepúsculo apacible y suspendido en el tiempo, como si algo fuera a suceder. La luz de presagio, al comienzo del otoño en Madrid, la luz más hermosa y la más temible.

En el parque, la actividad empieza por la noche, cuando salen los habitantes de la colonia y sus alrededores, sombras erráticas y fugitivas que se mueven sigilosamente, como espectros anónimos e invisibles que evitan ser vistos. Algunos son pequeños canallas, otros sólo supervivientes infelices, pero todos parecen diminutos héroes de gigantescos fracasos. Ronie es uno de ellos.

Detrás de él, callada, se oculta la misteriosa Daniela, ataviada con una cazadora raída y los mitones de siempre en las manos. Es muda de verdad. Ronie le cuenta a Gabriel que le cortaron la lengua.

—Se la cortaron de un tajo con unas cizallas —dice—. Como a mí el meñique —y agita los cuatro dedos que le quedan en la derecha—. Éste es un mundo violento, amigo. ¡Bah! Menos mal que ya no toco. Daniela sólo emite sonidos que la avergüenzan. Yo hago de intérprete cuando habla con esos sonidos a medias. Por eso no se dirige a nadie.

Ronie la recogió tirada en la calle, acurrucada en un arco de un puente de la M-30 cerca de allí, medio inconsciente, y se la llevó al hospital. Le cosieron la herida de la lengua. De eso hacía dos años y medio. Desde entonces se había pegado a él como una lapa. No tiene ningún familiar. Ninguno. «Yo soy toda su familia», dice Ronie en un momento dado. La llama «Perrillo» o «la Flaca», porque, según Ronie, no come casi nada; cuando lo dice, Daniela sonríe.

—Es el único momento en que sonríe. Pero un día se irá ella. O me iré yo. Así que nada de lazos, Perrillo, le digo. No soy tu futuro.

Demasiado tarde para decir eso, piensa Gabriel.

Daniela la Flaca adopta una expresión sombría, no muestra los dientes para que no se le vea el negro de la lengua; no deja de mirar hacia delante con desafío o prevención. Siempre vigila o ensaya una huida.

—¿Quién se la cortó?

—Un hijoputa que algún día tendrá su merecido, como hay Dios —responde Ronie.

Relata que fue para cobrarse una deuda que Daniela no pudo pagar. No devolvió la mercancía a tiempo a su dueño. Ronie no sabe mucho del asunto, pero cree que la chica perdió una bolsa con caballo que tenía que llevar de un tipo a otro tipo. Hacía de correo. Uno de esos dos tipos agraviados se lo cobró en sangre. Mandó a un matón a hacer el trabajo, un experto en cobros, un ex policía panameño.

—Lo hicieron para acojonar a los demás de por aquí —especifica Ronie—. Como lo de mi dedo. Una advertencia. Siempre el puto miedo como moneda de cambio. Pero si lo piensas bien, es mejor perder un dedo, o la lengua, a que te metan en la caja de triturar carne.

—¿Qué caja es ésa? —pregunta él.

—¡Cuál va a ser! La del culo de la puta muerte. Si eres mujer te trituran de muchas maneras: amaneces rajada, quemada, metida en una piscina de hormigón o troceada en un descampado, todas esas cosas que pasan por ahí a las chicas malas que no hacen las cosas bien. Ante eso, ya lo creo que es de agradecer que sólo te corten la lengua. ¿Qué es la lengua, si a cambio te dejan en paz?

—¿Y a Daniela la dejan en paz?

—No. Por eso la cuido yo. Algún buen dios de algún cielo me la ha regalado y no dejo que la toque nadie. Antes mato. ¿Sabes qué ha pasado hoy en la casa de Reina Victoria?

—No, claro que no.

—Han encontrado a uno de los nigerianos muerto. Tenía una cuchillada en la garganta. Así, de parte a parte.

—¿Y has sido tú? ¿Tú y tu
wakizashi
japonés? ¿El nigeriano molestaba a Daniela, es eso lo que me quieres decir?

Gabriel no se anda con rodeos.

—Era uno de ellos —es la respuesta de Ronie—. Lo han sacado a la calle y lo han dejado tirado entre coche y coche. La policía lo ha levantado y se lo ha llevado, como siempre.

—¿Quién lo ha hecho?

—No lo sé ni me importa. Es un aviso. Normal. Para la poli lo mismo. Te diré lo que harán con él: picadillo para fieras.

—¡Qué disparate! No te creo, Ronie. ¿Cómo que fieras? ¿Fieras del zoo?

—Ésas digo. Hay muchos ilegales y vagabundos que mueren en las calles, en el centro o en cloacas del extrarradio, con un pico en el brazo o un disparo en la garganta; o de hambre. Cuando la pasma los encuentra, los meten en bolsas y acaban en los hornos de los institutos forenses porque nadie los reclama.

—¡Quién los va a reclamar!

—Si son extranjeros, sobre todo africanos, como el de esta mañana, los remiten a las embajadas de sus países, pero éstas se desentienden de esos ciudadanos, a lo mejor no son ni suyos, son restos dudosos. Suelen ser cadáveres que pueden llevar palomas muertas dentro de bolsas de plástico. Viven de ellas.

—¿Y qué hacen con esos cadáveres?

—En algún lugar los trocean y se los echan de comer a las fieras del zoo. De veras que no debe de ser mal negocio para alguien. Vienen, indirectamente, de las embajadas de esos países; son muertos que ya no tienes que repatriar. Se ahorran mucho haciendo eso, una burocracia interminable y unos elevados gastos de transporte. Sacan los cadáveres por la puerta de atrás, otros los trocean, al fin y al cabo ya están muertos, y otros los venden a los mataderos que no hacen preguntas.

—No te creo, Ronie, me estás mintiendo.

—Te juro que eso se hace en el jodido Madrid de hoy.

SAYYID. Se levantó de la cama con la claridad de la primera hora, cuando apenas estaba amaneciendo. Fue al baño, orinó, se duchó, se vistió y, de nuevo en su habitación, se puso de cara a la pared para prepararse y meditar su intención. Luego, desplegó una pequeña alfombra que estaba enrollada en vertical en una esquina, junto a su mesa de estudio, y empezó el rito del primer
salât
del día, la oración de
fayr
. Situó la alfombrilla en la dirección de siempre, orientada hacia la Qiblah, y se colocó de pie en medio de ella; se llevó las manos en paralelo hasta la altura de las orejas, antes de recitar en árabe.
«Allah es el más grande. Glorificado seas, oh Allah, tuya es la alabanza, bendito sea tu nombre y nadie tiene el derecho de ser adorado salvo tú.»
En ese momento, al verse iniciando la oración, Sayyid recordó la historia que le leyó su madre acerca del episodio de la subida del Profeta al cielo en Jerusalén, una historia que de niño le parecía fabulosa y magnífica, con el gran
Buraq
alado surcando el firmamento de los prodigios; se imaginaba al ángel Gabriel estirando la escalera de estrellas por la que ascendía Mahoma. Pero el ángel sabe que la historia fue realmente de otro modo.

El hombre mayor está ciego. O sólo por esa noche se ha quedado ciego. Es ya un hombre bastante maduro, con riquezas, cansado de vivir y de luchar; pronto cumplirá los cincuenta, una edad superior a la que tenía su padre cuando él murió. Aún le quedarán casi catorce de vida y aún volverá a recuperar la vista. Pero esa noche no. Se ha quedado ciego mientras dormía, o tal vez mientras se torturaba con algún remordimiento cuya causa no recuerda ahora, pero no se ha sobresaltado, ni mucho menos; al contrario, le ha parecido una señal de Dios que ha de escrutar hasta el final. El hombre mayor sencillamente espera.

La Voz que lo guía desde hace años lo ha despertado en medio de la noche. Seguirá guiándolo en este trance, no duda de ello.

—Sal de la casa y me verás.

A tientas, fingiendo no ver por la oscuridad, sale del lecho y de la estancia. Improvisa mientras sale. No dirá nada a los criados de su nueva situación, caso de hallarlos levantados en el patio, donde la noche lo amparará; si no estuviera ciego, caminaría a tientas igualmente. Una vez fuera, la ceguera se vuelve real, no tiene excusas para simularla. Pero una mano se hace cargo de él. Es la del joven cuya voz conoce, el joven que se le aparece cuando está en soledad y le revela extrañas normas que él convierte en leyes, dictándoselas a otros. Ojalá hubiera sabido escribir.

Esa mano que lo lleva se aferra a su brazo y, sólo entonces, se disipa de su cabeza la sensación vertiginosa que lo empuja en una caída por dentro de sí mismo; una caída que sólo él siente y que nada ni nadie habría podido nunca detener. Cuando el joven le dice «Ven conmigo», el hombre mayor deja de caer por primera vez. Un relincho de caballo le hace girar la cabeza hacia ese sonido. Mientras aspira fuertemente en el cuello de la cabalgadura, reconoce el olor y las coces sobre la piedra.

—Es
Buraq
, el caballo de tu tío que siempre has querido poseer. ¡Sube!

Sayyid se distrajo en su oración con las tonterías de aquel recuerdo de infancia. Y se enredó con otras parecidas. Hubo un día en que oyó en la puerta de Abu Bakr la frase: «De Madrid, al cielo», pero no la entendió. No captó la ironía cuando la dijo Eddin, como si se le escapara un secreto. Era una buena frase popular, común, orgullosa, del estilo de las que se decían por ahí acerca de otras muchas ciudades para acentuar su exclusiva singularidad. Un hermano de los que estaban en la puerta de la mezquita le aclaró a Sayyid que era como las frases «Ver París y morir», o «Estambul, umbral del Paraíso». Son frases hechas y vacías. La de Madrid es una frase que dice mucha gente. Por eso la utilizaba Alí para referirse en clave a los atentados. Sayyid asoció estúpidamente esa frase con el recuerdo de su madre. Volvió a la oración desde el principio, porque cualquier distracción anulaba la validez del rezo.
«Allah es el Absoluto. No engendró ni fue engendrado. No hay nada ni nadie que se asemeje a Él

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