Read El mapa de la vida Online
Authors: Adolfo Garcia Ortega
A Sayyid le impresionó hasta las lágrimas la historia de Cloe en la terraza del bar. Sin embargo, nadie entendería aquella emoción en sus ojos y se contuvo. Todos miraban hacia Cloe sin saber qué decir. Souza dio un golpe en la mesa y dijo que la humanidad era una mierda que no mejoraba nunca.
—No acabo de entender cómo cada generación empeora a la anterior —añadió Liddell—. ¡Qué duro, mi pequeña!
—Entonces me cambié el nombre —dijo Cloe, mirando de reojo la reacción de Adrián. Aquello causó una gran sorpresa.
—¿Y cuál es tu verdadero nombre? —preguntó Adrián, asombrado y precavido.
—Miriam. Así es como me llamo. Pero decidí romper con aquella chica que fui. Cuando empecé a trabajar me puse Cloe. Ahora es mi verdadero nombre. Soy Cloe.
Adrián sintió una enorme ternura por la historia de Cloe. No la conocía, pero cómo iba a hacerlo, si Cloe nunca le había hablado de ella. Cloe, Miriam, Martes, o comoquiera que se llamase. Todos estaban conmovidos. Por eso, después de escuchar a Cloe en silencio, él se aproximó a besarla.
—Te quiero, mi vida. Ojalá pudiera borrártelo de tu corazón, Cloe —le dijo apretándole las manos.
—Ayudas bastante —dijo Cloe, con la sonrisa de haber hecho una confesión que la liberaba.
Liddell preguntó si tenía pruebas de lo que ella sospechaba.
—No, no tengo pruebas ni las he tenido nunca —contestó—. No puedo hacer nada con mi sospecha, sólo olvidar.
Souza, por su parte, le preguntó si había vuelto a ver a aquella mujer.
—No, claro que no la he vuelto a ver. Ni a Ernesto tampoco.
—¿Y no has tratado de buscarlos?
—¿Para qué? Yo ya no tengo a mi hijita. Lo demás qué más da. No hay pruebas. Y ya dejé de odiarlos.
Liddell de nuevo quiso saber si hubo alguna posibilidad de denuncia, de investigación policial.
—Estas cosas hoy no quedan tan impunes —concluyó.
—No hubo intervención policial porque insisto en que no tenía pruebas y yo parecería una niñata resentida que quería salpicar mi odio a todo el mundo.
Sayyid entonces abrió la boca:
—Seguro que esa mujer sufrirá más que tú el resto de su vida por lo que hizo.
Eso introdujo el silencio.
(Hacer el gran viaje de la vida o no hacerlo. Ada le habló a Gabriel una vez de ese tipo de miedos viscerales que tienen madres y padres. Nunca se le quitó el pánico irracional a perder a su hijo desde que Dani enfermó siendo todavía un bebé. Dejó de pronto de funcionarle el hígado y estaba de un permanente color amarillento que presagiaba lo peor. Fueron noches y noches sin dormir, a la cabecera de su cuna, sobresaltados a cada respiración aguda, a cada llanto que se apagaba como una vela, mientras aguardaban desesperados, ella y Santiago, a que las medicinas hicieran su efecto. Dani se curó a las pocas semanas. Jamás volvió a tener problemas con el hígado. Pero Ada siempre tiembla cuando cree que su hijo podría volver a enfermar, y revive, cuando menos se lo espera, aquella sensación de agonía. Habría enloquecido si su hijito hubiera muerto en el hospital. En ese caso, él nunca la habría conocido, porque nunca se habría subido a ese tren aquella mañana. Eva y él, en cambio, no querían niños. De haberlos tenido, tal vez tampoco él hubiera subido a ese tren. El amor entre Ada y Gabriel había nacido, por así decir, de cosas no sucedidas.)
—Ya ha pasado el tiempo y no me afecta como antes —dijo Cloe al cabo de un rato, queriendo cambiar de tema y eludir la intención de Sayyid de explicar el rencor que ella sentía hacia su imposible suegra, compadeciéndola—, es algo muy triste que quedó atrás. Una terrible injusticia, pero Adrián y yo queríamos hablaros de nuestras vacaciones. ¡Han sido fantásticas!
I love you, Miami
!
—Es cierto. Os diré que vimos más judíos por todas partes que cubanos, y más cubanos aún que yanquis —dijo Adrián.
Sayyid les oía pero enseguida desconectó. No le interesaba el relato de las mejores playas de Florida donde practicar
surf
. Había visto en los ojos de Cloe los ojos de Azza y no se le iban, como una música que se mete dentro. La pena que le produjo la historia de Cloe le llevó a recordar que él ya nunca tendría hijos. Ya no sería jamás padre. Pensó en cómo habría sido el dolor de su madre o de su padre si él hubiera muerto, y recordó la angustia de su madre cuando le ocurría algo, como cuando la policía lo detuvo una vez siendo todavía un muchacho y tardó varios días en regresar a casa con la cara aún hinchada por los golpes.
Pensó también en Lorenzo, el pequeño guardián de su secreto. Si le pasara algo, él sufriría como su padre; le había vampirizado ese sentimiento, era el sentimiento más cercano a la paternidad que tendría nunca. Los hijos son un avance, se progresa con ellos en la vida hacia el tiempo futuro. Eran, más o menos, palabras que oyó alguna vez a su padre. Él ya no progresaría.
Sayyid había llegado a la idea del sacrificio por la injusticia. Cambiar a Marx por el islam era su obsesión, su revelación interior, el resultado de meditar con los ojos abiertos sobre el mundo al que pertenecía de verdad, el de los pobres, sencillos y puros, el de los miserables contados por miles de millones en este planeta. El perfecto recambio estaba por venir y él ayudará a hacerlo posible. Pero ¿cómo iba a hablar de todas estas cosas con ellos, sus amigos ocasionales en esta ciudad llamada Madrid? Era impensable de todo punto. Cuando oyó la palabra «cubanos», se preguntó dónde habría quedado la idea de progreso que siempre tuvo, la que le inculcó el jefe de su célula marxista, aquel profesor universitario que había estado luchando en Uganda y en Cuba. Se llamaba Morsi. ¿Dónde ha quedado el progreso?, se dijo Sayyid. ¿Y qué significa progresar? ¿Tener hijos que mueran de hambre y que acaben de barrenderos o reponedores de supermercado en Madrid, en París o en Ámsterdam, o peor aún, de delincuentes sin casa, durmiendo en la calle, siendo la odiosa basura de Occidente? No hallaba respuestas.
Aquel profesor Morsi no llegó muy lejos, apareció colgado del cuello en un callejón de El Cairo. Nunca supo Sayyid si lo mataron o si el propio Morsi se quitó la vida porque comprendió que no había progreso en sus ideas. Él tampoco tuvo hijos. Así, paso a paso, había crecido en la cabeza de Sayyid la idea de que con su muerte contribuiría al avance de la historia, pero no se trataba ya de un avance hacia la liberación en abstracto, como le sucedía antes, cuando era miembro de la célula de Morsi, una liberación que sólo beneficiaba a los tiranos e infieles, a ese puñado de líderes corruptos, tal como la historia del comunismo había enseñado, sino un avance radical, sin medias tintas, hacia la más profunda liberación, la que llevaba su madre en el alma, la verdaderamente limpia y espiritual, la que sólo el islam enseñaba. ¿Cómo iba a decirles esto a ellos, allí, en la terraza del bar?
Le sonó el móvil. Lo descolgó con cierta expectación y se apartó unos metros de sus amigos. Pero cuando fue a hablar, enseguida colgaron sin que apenas tuviera tiempo de irse muy lejos. Inmediatamente dejaron un mensaje. Sayyid leyó: «Llámame. A.» Aunque no comprendió el significado de aquel escueto mensaje, mantuvo la calma y su rostro no delató nada. Quiso reírse con alguna broma de Adrián sobre los bikinis en Miami. A Alí ya lo llamaría luego. Los riesgos le deben de seguir preocupando. Lo interpretó como que ya se acercaba la hora. Comprendió que pronto tendría la otra llamada, la importante. No sería demasiado largo el gran viaje de la vida para él. Incomprensiblemente le sobrevino algo con lo que nunca había contado: un miedo atroz, que se tradujo en un temblor en las piernas del que sólo se percató Liddell.
—¿Te encuentras bien, Gamal? Tienes temblores —dijo Fred.
—Me pasa siempre que empiezo a estar resfriado —improvisó Sayyid—. Creo que tengo algo de fiebre. Me voy a marchar a casa. No quiero tomar nada.
—¿Te acompaño?
—No, ni se te ocurra. Quédate. Me las arreglo bien solo. Hace tiempo que no necesito una mamá detrás.
En la mezquita le había dicho Eddin: «Olvídate de otro progreso, nosotros somos el progreso verdadero.»
Por la noche, salió de nuevo a la calle después de cenar, pero cenó poco; los nervios lo atenazaban. Liddell aún no había llegado. No le daba importancia a sus horarios, eran caóticos. Desde el banco frente al portal marcó el número de Alí.
—Soy Hamed.
—Sí. No me llamaste. ¿Algún problema?
—Pensaba hacerlo cuando llegase a casa y estuviera solo. Ahora lo estoy. ¿Por qué tanta prisa?
—Para ganar tiempo —dijo Alí—. ¿Qué necesitas? Por eso te llamo, Hamed.
Sayyid no esperaba esa pregunta tan perentoria, ya que todavía no se la había planteado ni a sí mismo. Qué necesitaba, qué necesitaba. En realidad, nada. Únicamente...
—Pistas falsas —dijo Sayyid de pronto, sin pensar—. ¿Me entiendes? Crear una enorme cortina de ruido, desconcierto y pavor. Que tengan mucho miedo y teman la espada del Señor. Justamente eso.
—Entiendo. Mucho ruido.
—¿Puedes hacer que parezca que el Juicio Final ha llegado? Pues eso es lo que quiero.
—Si tienes moscones cerca —insistía Alí— puedo quitártelos de encima. Me refiero a la policía.
—No, no hace falta. No quiero que la policía se preocupe más por mí.
—De acuerdo, Hamed, piénsalo. No vas a perder nada.
A Sayyid ya no le apetecía seguir esa conversación. Hablar con él manchaba la pureza de su gesto, degradaba el martirio elegido. Además, no quería discutir. Le dijo que lo tendrá en cuenta como una posibilidad. Le dio las gracias. Era una vaga respuesta pero ya deseaba colgar; sin embargo, Alí seguía hablando.
—Hay que buscar una protección que no levante polvo —dijo.
—¿Protección? ¿Para quién?
—Para ti, Hamed.
—Yo me protejo solo. Además, no sé qué entiendes tú por protección, Alí. Pero ya te digo que te llamaré cuando la necesite.
—¡Espera, no te enfades! Tengo dónde esconderte si algo sale mal. Es preciso que lo sepas. El último cabo suelto. Sólo te lo diré hoy. Retenlo en la memoria.
Sayyid se detuvo cuando iba a colgar. Recapacitó por un instante. Empezó a despertarse en él la curiosidad por esa oferta.
—¿Un sitio por si algo sale mal? ¿Qué tipo de sitio, una especie de caverna para durmientes? —le preguntó, pero pensaba en voz alta.
—No está mal pensado, una caverna para durmientes, como dice el Corán. Casi es eso. Pero sólo si algo sale mal. Es lo conveniente. Para que haya una segunda vez. Si te pillan sin haber logrado lo que pretendes, no habrá una segunda vez, ¿no crees?
—Nada va a salir mal.
—Seguro. Pero pon los pies en el suelo, Hamed, a veces algo que no depende de ti puede salir mal. Hay un sitio donde esconderse. Es un parque, el Parque de Berlín. Acuérdate de este nombre: Ronie. Ronie te esconderá si se lo pides.
—Lo que tú decidas, Alí.
Subió al piso. En el tercer rellano miró hacia la puerta de Lorenzo, a esa hora quizá dormido, y le deseó mentalmente buenas noches, como un padre en la sombra. La perspectiva de un sitio seguro por si algo salía mal cobró sentido. Ronie, ése era el nombre. Pero no será preciso: el Señor le llevará a la victoria. «Vuestro Señor extenderá sobre vosotros parte de su misericordia y dispondrá vuestro asunto favorablemente», dice el Corán, y Sayyid lo repitió de memoria siete u ocho veces antes de acostarse, sílaba a sílaba.
CENTRO DE DETENCIÓN DE BAHÍA GUANTÁNAMO. No hay huelga de hambre hasta que no se han rechazado nueve comidas. En la Bahía pueden abrir la manga hasta doce. A partir de ahí, aparece la sonda nasogástrica. El hombre de naranja ha perdido peso de manera veloz y evidente; también puede ser preocupante. Puede morir.
«La nasogastria consiste en alimentarte por el agujero de la nariz, ¿entiendes, Fuckface?»
«Sí.»
«Pues prepárate, no es nada sabroso.»
La sonda entra sin ninguna anestesia y sin ningún cuidado. Lleva una válvula metálica en el extremo. Cada vez que se la introducen, el hombre de naranja sangra abundantemente.
«Ya estamos. Como los cerdos de mi abuelo de Arkansas», dice un cabo de la custodia sin inmutarse, pero fastidiado.
El hombre trata de escupir pero no puede. Le tapan la boca para que se trague su saliva ensangrentada.
En el Campo Cinco la música suena muy alta a todas horas. Es más ensordecedora por las noches. Así el hombre no duerme. Tal vez desista de su ayuno.
Lleva dos semanas sin comer. Sólo le nutre la sonda.
Le han puesto grilletes pesados. Da pasos muy cortos que le dejan sin resuello. Le obligan a levantarse y a caminar. Ya no puede ponerse en cuclillas. Eso era para cuando comía. Ahora que no come tiene que gastar las pocas energías que le queden. «Caminar da apetito», bromea la custodia.
A veces ha estado un mes entero con los ojos tapados con unas gafas herméticas, cegadas, que le oprimían la cabeza y le dejaban una jaqueca continua. No se las podía quitar. Las llaman «los ojos de mosca». Han vuelto a ponérselas.
Una semana más de ayuno y habrá perdido treinta y seis kilos.
Las paredes de donde lo han colocado son blandas. No puede lanzarse contra ellas. Únicamente hay un orificio en el suelo para defecar y orinar, pero no puede hacerlo solo, ha de venir otro preso (un hermano) a ayudarlo. Al otro preso lo avisan cuando está al límite. No llega a tiempo. El hombre de naranja se caga encima. Aunque ahora sólo defeca agua.
Nasogastria de nuevo: otra vez las hemorragias que le producen ahogos y arcadas. Nadie lo protege. Nadie le ahorra el sufrimiento. Piensa que así ha sido toda la vida.
EVA. Vuelve a espiar a Eva frente a la zapatería Anna Magnani. La lluvia de septiembre ha escampado y eso le permite fisgar hacia la tienda sin tener que preocuparse de dónde resguardarse. No está Karen a la vista y falta poco para cerrar. Se fija en que aún hay una clienta sentada en el interior. Será de las pesadas. Es obvio que la actitud de Eva, de pie frente a ella, manifiesta impaciencia: ha puesto su bolso, su chaquetilla y su paraguas sobre el mostrador de la caja, pero la mujer ha hecho como que no los ve. Unos minutos antes, Eva estaba a punto de salir cuando la clienta ha entrado. Mala suerte si al final no compra, se dice.
La mujer se demora mucho al probarse los zapatos y no está satisfecha con ninguno, pero sonríe con suplicante amabilidad. Eva empieza a mirar el reloj, no para quieta y, cuando lo hace, cruza los brazos llevándose una mano al mentón y tuerce la cadera, en su típica postura de fastidio. Todo apunta a que tiene una cita.