El mapa de la vida (38 page)

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Authors: Adolfo Garcia Ortega

BOOK: El mapa de la vida
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—Por cierto, siempre podrás volver por aquí, si tienes necesidad algún día —dice Ronie al despedirlo—. Pero no te meteré en la maleta.

MIRIAM. La joven madre regresó a Nazareth a lomos de mulas de arrieros y en compañía de comerciantes de ganado compasivos. Fue un camino largo por los valles y montañas de Judea, con desvíos imprevistos para vender cabras y paradas prolongadas para buscar pozos. Los círculos de las águilas en el cielo, lejos de ser amenaza para Miriam y los animales, eran un indicio de protección contra lobos y raposas. Con su presencia, la caravana se libraba del mal y del infortunio porque veían en la joven madre abandonada por todos a una intérprete de los signos divinos.

¿Quién sería la muchacha?, se preguntaban. Ahora Miriam ya no caía por dentro; aquella sensación había cesado en cuanto tuvo a su hijo en brazos revivido. La sustituyó otra sensación nueva, la de de haber pasado por la más dura prueba de su vida y haber vencido. Se sentía serena y firme: se había alzado sobre su desgracia y había dejado de ser una niña. Su amor estaba intacto y preparado para la soledad y la sorpresa. La imagen del joven a quien ya no había vuelto a ver se le representaba a veces como un espejismo inesperado entre las palmeras y le hablaba como quien le habla a una sombra.

Lentamente, después del parto, fue adquiriendo la certeza de que el joven empezaba a mirarla desde lejos, desde las alturas o desde el tiempo, algo que ella no podía modificar ni acortar, aunque quisiera, porque sólo el ángel sabía dónde estaba su morada. Por eso Miriam nunca abandonó ese rictus de infelicidad que tanto le dolía a su madre Hannah, quien la acogió en su casa tras la travesía de Bethlehem a Nazareth, cada vez que la miraba durante los tres años posteriores, hasta que se casó de nuevo y se fue a Jerusalén con su nuevo marido. Pero es que siempre sería ya infeliz allí donde estuviera y viviese con quien viviese, tal como le dijo en una ocasión el ángel, su amado.

Desde entonces, cada año venía el joven, pero ella nunca sabía cuándo lo haría. Lo esperaba constantemente, lo deseaba sin cesar, pero se habituó al desengaño y a la excepción. Su llegada acontecía de modo imprevisible, como él solía actuar. Si lo esperaba un mes, llegaba al otro. Si lo aguardaba un día, se personaba al día siguiente. Ya le había anunciado el joven que no lo esperase siempre, porque su venida podía no suceder, o retrasarse otro año. Aparecía, cuando llegaba, en medio del lugar en que Miriam se encontraba, y ése podía ser una calle con mucha gente o el patio sombrío de las casas; aparecía frente a ella, mirándole a los ojos; también irrumpía en mitad de la noche, al iniciarse el sueño.

El día que Miriam atisbaba su figura en el zaguán de la casa o lo veía descender por el sendero de los rebaños, era un día feliz para ella; se apartaba de todo y de todos, corría a los montes cercanos a la ciudad, estériles de toda vegetación y abundantes en cavernas con dos entradas; allí se tumbaba en la tierra, donde permanecía varios días unida al joven que amaba. Su visita era azarosa, ciertamente, y como tal fue la esperanza de Miriam.

Unas veces el ángel se quedaba diez o doce días y otras veces se iba al amanecer del mismo día de su llegada, para tristeza de la muchacha. Pero, al cabo de los años, el joven no faltó nunca a su encuentro anual con ella, fuera corta o larga su estancia. Se amaban cada vez con mayor desesperanza y al límite de sus sentidos: el ángel lo dejaba todo por volver a su lado, o eso quería creer Miriam, y era cierto que en aquel amor el joven sumaba a su pasión la desobediencia hacia su propio destino y la quiebra del orden natural de los afectos. Gabriel se arriesgaba en aquel amor contravenido. El ángel agotaba su suerte.

Al poco tiempo, por causa de aquellas huidas y viajes al desierto, inexplicables, muchas mujeres empezaron a tildar a Miriam de santa, porque decían que la joven se iba a los ariscos pedregales a ayunar y a expiar todo el dolor causado al viejo Yosef, su primer marido, o a superar la tentación permanente del maligno contra Simón, el nuevo esposo, a quien no amaba, pero sobre todo a escuchar en éxtasis la voz de Elohim. Nada de eso era cierto, pero nadie sabía con quién estaba la joven Miriam ni qué hacía.

Cuando regresaba de las cuevas, algunas mujeres se le acercaban para tocarla con respeto; resplandecía, decían; y la incitaban a que obrase milagros, primero con pequeñas e incomprensibles sanaciones de minúsculas heridas y sarpullidos, y más tarde, cuando se corrió la voz entre la chusma de que tenía poderes curativos, le acercaban niños que nunca habían hablado, adolescentes con el vientre hinchado y viejas moribundas; todos sanaban sin que ella hiciera otra cosa que mirarlos con la inocencia vencedora que halló dentro de sí, en su camino de regreso desde Bethlehem, y entonces los niños pronunciaban palabras, las jóvenes recuperaban su figura y las viejas vivían aún por más tiempo. Hasta su presencia trajeron a leprosos incurables, a endemoniados atados con correas, a ciegos de nacimiento, a tullidos y desmembrados, a lisiados como ella, y todos se iban con la fe ardiente en que su mal pasaría.

En esos pocos años las mujeres que la seguían fueron creciendo hasta ser un grupo numeroso que Miriam trataba siempre de evitar, porque no deseaba ser aclamada. Ella tan sólo, despierta o dormida, quería ver llegar al joven que amaba; y sollozaba en silencio, en el regazo de Hannah, cuando un día más se apagaba sin haberlo visto. En Nazareth muchos ya la tenían por un poco trastornada y se compadecían de ella, pero aquella otra gente que quería ver en la joven maravillas inauditas la veneraba como a una elegida de Dios, una verdadera profetisa capaz de pronunciar oráculos y avanzar el devenir de las cosas: el Señor hablaba por sus labios, decían, escucha su palabra.

Pero siempre que le preguntaban, Miriam se ceñía a transmitirles, deformado, lo que a ella le decía el ángel en secreto: palabras de amor que ella trastocaba en invenciones y fábulas, en mandatos y leyes, en recetas para curaciones, en aplicaciones para la piel, en cultivos de higueras y viñedos, pero también en enigmas y presagios.

Nunca habló de él a los demás en toda su vida. Nadie vio al joven por allí en todos esos años.

—Escucha —le decía él al oído, ilusionándola.

Y Miriam escuchaba y escuchaba, embebida en la confusión.

Pero lo que oía era el pasar del viento y la contracción de los gusanos por la tierra del camino.

SAYYID. Todo lo que Sayyid tenía que hacer era asumir que la historia vuelve inevitables ciertas cosas, ciertas decisiones, suyas o de otros, sin juzgarlas. También vuelve positivos ciertos cambios, desviaciones de la senda emprendida, sobre todo de la equivocada, y su vida era el ejemplo de ello. Deseaba asumir eso como una corriente que te arrastra ante la que es mejor dejarse llevar, o como un hecho normal, tan normal como haber nacido y esperar la muerte, esperar el autobús o esperar un permiso de residencia.

A causa de su íntima propensión al arrepentimiento, propia de su carácter dubitativo, todavía le torturaba la decisión de hacer lo que iba a hacer, aún temía que con su postura actual se hubiera ido al otro extremo, él, que fue admirado como modelo comunista y ateo por los chicos de su barrio de Heluan, al norte de El Cairo, él, que admiraba por igual a Gamal Abdel Nasser (de quien recibió el nombre) y a Arafat y leía panfletos calcados de las Brigadas Rojas. Le torturaba porque dudaba demasiado, como le decían siempre sus padres.

De joven buscaba una unión sólida, sin retórica, inquebrantable, de todos los hombres justos que perseguían el ideal de la libertad material. Más pan para el pueblo y menos religión; solía discutir sobre esto como un eslogan innegociable. A lo mejor fue Lenin quien escribió algo similar, no se acordaba, pero era su ideal de lucha. Leía la palabra revolución y se le incendiaba el pecho. Ahora en el islam ha encontrado a conciencia esa sencillez sin retórica que le permite evitar poner el pie en la casilla minada del pensamiento. Ni siquiera las decisiones importantes las tenía que tomar él. Figuraba en alguna lista tan sólo como parte del instrumental, y eso rebajaba mucho la tensión en su interior: era un combatiente, miembro de un ejército salvador.

Había interiorizado que siempre lo doloroso es doloroso porque permite la conquista de un bien más alto. Este razonamiento lo justificaba todo en adelante, y no le era algo nuevo. Se lo había oído decir a Eddin en la mezquita española; pero también en las palabras de ese vendedor de coches sirio resonaba el eco de las de su madre. Lo que vale oro vale sangre, decía ella entre las murmuraciones ininteligibles con que hablaba para sí en casa. Pero la responsabilidad última, ésa por la que al final te juzga la historia, Sayyid se la había sacado de encima, no era suya sino de los portadores del mal, los que habían dejado que la pureza se pudriera, después, incluso, de tantas advertencias como Dios había hecho a los hombres durante tanto tiempo. Serían las víctimas los culpables últimos. Él ahora sólo prestaba su cuerpo al martirio. El Señor juzgará y le recompensará. No había mucho más que pensar.

Oía la radio como una música de fondo; apenas encendía la televisión; escuchaba varias horas al día los casetes piadosos que le pasó Eddin, pero lo hacía forzándose a hacerlo porque en el fondo no le gustaban. Lavaban el cerebro; aunque lo hacía también ritualmente porque oírlos le unía a sus hermanos, le permitía participar de la causa común. Puso un poco más de atención porque en la radio estaban dando detalles acerca del atentado de Londres.

Toda la tarde se había notado con mucha excitación sexual, echado sobre la cama sin excesivas ganas de levantarse. Le venían imágenes lúbricas y lascivas que intentaba apartar de su mente, se le había metido la imagen de una puta de Heluan a la que siempre deseaba, mucho antes de conocer a Azza. La excitación le hizo dudar sobre si llamar o no a Alí y aceptar la oferta de enviarle a su prima al piso. Estuvo a punto de hacerlo, pero sintió vergüenza. Y eso que Alí no le daba ninguna importancia a que follara para desahogarse y fue sincero al respecto: «Ella puede ayudar sin ninguna deshonra.» Empezó a masturbarse, pero no conseguía la concentración suficiente. Por la radio hablaban nuevamente de que en Londres habían abatido a tiros a un sospechoso en el Metro, un joven que desoyó el alto. Sayyid pensó en bajar el volumen sin llegar al silencio, porque el silencio absoluto, con los ruidos secos de la escalera y de la casa de al lado, o los esporádicos que ascendían de la calle, le introducía en una congoja desesperante. Al joven que no respetó el alto lo cosieron a balazos, decía la radio. Se trataba de un brasileño que quiso huir. Fue un error de la policía, al parecer; los ánimos estaban muy crispados; pero para Sayyid no había duda de que los occidentales buenos no podían permitirse más burlas ni humillaciones: si eres policía en Londres al día siguiente de una acción como ésa, tienes que matar al que sea y luego preguntar, ponerle más tarde un pañuelo palestino a él y a toda su familia y decir que era un terrorista, así te ahorrarás muchos problemas; esta filosofía es la del manual básico del policía acorralado.

Se preguntó si haría él lo mismo, de encontrarse en esa situación, frente a un policía que le está apuntando y le grita «no te muevas hijo de puta». Su espíritu de rebeldía lo llevaría a enfrentarse; su sentido común le diría, en cambio, que no tenía sentido resistirse sin llevarse por delante a alguno de esos perros. Como los que lo acorralaron el otro día en la calle; tuvo que reprimirse mucho para no saltar sobre ellos. Pero sólo habría logrado que su cuerpo, apalizado, se hundiera en la oscuridad de un calabozo, lejos de la voluntad de los hermanos, fracasado para ellos, inservible. Hizo muy bien en contenerse. «Nosotros somos fieles del Señor,
muyahidines
.» Así hablaban a veces los hermanos en Abu Bakr, en la parte donde se ponían los más piadosos, a quienes todos dejaban solos como apestados y ridículos. Y peligrosos. Le atraía ser parte de aquellos elegidos, miembros del sacrifico, los que tienen una misión en esta vida.

Volvió a intentarlo y esa vez consiguió la erección. Cerraba los ojos y se imaginaba algunas escenas con algunas mujeres, sobre todo con la puta de Heluan. Fijaba la atención en ella; recordaba cuando la tuvo en sus brazos, recordaba el tacto de sus pechos, sus duros pezones, sus caderas abiertas. Era suficiente. Notó que una fina capa de sudor crecía en la frente, tanto como un rápido acaloramiento en los músculos. No abrió los ojos hasta el final, cuando se ayudó con la almohada entre las piernas. Se había dejado ir y había vaciado a la vez su cabeza. Respiraba profundamente, rápidamente. Recordó en ese momento que se había citado con Fred al caer la tarde para tomar algo en la terraza de un bar del Retiro. Le convenía controlar a Fred, disimular ante él. Dio un salto, limpió las sábanas y se cambió de ropa. Se lavó las manos con el jabón áspero de la colada y se enjuagó los dientes con un colutorio mentolado. No le daba tiempo a ducharse.

La terraza de la cita estaba abarrotada de gente; no había ninguna silla vacía, pero Fred, que le hacía señas desde lejos al verlo, le indicaba con el dedo una a la que se agarraba para reservársela. Junto a Liddell estaban sentados Adrián, Cloe y Souza. No esperaba Sayyid encontrarse con ellos; se arrepintió de haber aceptado tomar una caña con su compañero de piso. Era suficiente con verlo a diario, más bien a las horas de la noche, en que hacían cenas distintas en la misma cocina. Pero ya no podía dar marcha atrás: todos lo estaban saludando. Mientras aumentaba la desgana de sumarse al grupo, recordó que Adrián y Cloe acababan de llegar de unas vacaciones en los Estados Unidos. Podía escudarse en esas vacaciones de Adrián y Cloe para no tener que abrir la boca; cuanto más contaran ellos los mejores momentos de su viaje, menos tendría que hablar él. Le costaba hablar, pasaba por excesivamente introvertido, sobre todo en los últimos tiempos. Pero se debía a que su mente estaba rumiando otra cosa, como un papel teatral; argumentaba en su interior que se encontraba en un programa de televisión debatiendo, en un diálogo encendido, sobre las fuerzas que mueven este mundo ante el que recelaba, la injusticia, el descreimiento y la corrupción. Cuando estaba callado, en realidad discutía por dentro, y su fantasía ponía el escenario.

Cuando llegó hasta Liddell y los demás, Cloe contaba una historia atroz que resultó ser la suya. No quiso interrumpirla, e hizo señales mudas de saludo para que prosiguiese. Era una historia sorprendentemente triste. Había quedado embarazada siendo apenas una adolescente, pero al día siguiente de nacer su hija, una niña a la que no llegó a ponerle el nombre de Raquel que le tenía reservado, murió de forma extraña: no le ocurría nada malo a la criatura, ni nació con malformaciones ni enfermedades incurables, estaba sana, pero a la mañana siguiente ya no se la trajeron a su regazo; se la habían llevado para que pasara la noche en el nido y ya no la volvió a ver. Cuando la esperaba en el cuarto del hospital, feliz y ansiosa de ilusión, quien entró por la puerta fue el médico para darle aquella horrible noticia con cara apesadumbrada. Cloe quiso morirse de tristeza, gritó cuanto pudo y la sujetaron varias enfermeras para que no saltara de la cama hacia la ventana. Al cabo de unas semanas, empezó a sospechar de la madre de Ernesto, el muchacho que la preñó, un chico del instituto al que tampoco volvió a ver porque lo sacaron de las clases y toda la familia se mudó de ciudad; se fueron a Salamanca y él los siguió, perdió todos los vínculos, dejó a los amigos, cambió de número de móvil, no contestó a ningún email de los muchos que ella le envió. Estaba segura de que la madre del chico hizo algo para remediar aquel nacimiento que amenazaba con complicar la vida de su hijo, porque le había insistido hasta la saciedad para que abortara. Primero malmetiendo contra ella al infeliz y guapo Ernesto, luego presionándole directamente a ella, y al final a sus padres, que deseaban tener aquella nieta pese a que no era en las mejores circunstancias. Pero no para Cloe, que se sentía feliz de ser madre soltera, por muy joven que fuese, ya que en el fondo no creía que aquel Ernesto, a quien quería bien con ese amor juvenil confuso y arrebatado, fuera a ser capaz de durar a su lado. El bebé se interpuso como un gran estorbo para los planes de su abuela paterna. Lo mejor sería pasar por el trago de evitarle sufrimientos a todos. Y si era tan breve como un accidente, mejor. De eso hacía diez años y ya podía hablar del asunto sin que se le quebrase la voz y se le nublase la vista, incluso podía hablar como si fuese la historia de otra persona, un suceso de una amiga o un episodio histórico. Pero todavía pensaba en aquel bebé a quien sólo vio un día, el único día que vivió.

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