Don Mone no pudo por menos que lanzarle una mirada de conmiseración:
—También en Bolonia tenemos una sede, que se dirija a ellos, que sabrán darle los consejos más adecuados… ¿Y vos? ¿Vos qué habéis descubierto hasta ahora? ¿Qué agudas conclusiones habéis sacado de vuestra permanencia en esta ciudad?
—A decir verdad —contestó Giovanni—, un solo día es poco para hacerse una idea precisa. He percibido apenas un par de señales negativas. En primer lugar, un aumento de la desigualdad respecto a Lucca en los años en que era niño: los ricos, al parecer, son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres. Mala señal, por lo que a mí respecta. ¿Sabéis?, mi formación es de médico y filósofo natural, por lo que tiendo a observar la sociedad como un organismo, y el dinero es como la sangre, que lleva alimento a los tejidos. Si circula mal, en algunos sitios mucho y en otros muy poco, para un médico como yo, no es una buena señal, porque algún tejido se gangrenará y eso perjudicará a todo el organismo… Otro indicador negativo es que he visto a un poderoso financiero detenerse en la calle para ordenar que dieran una paliza a un juglar que estaba ejerciendo su oficio de sátiro… Que un hombre rico y poderoso, favorecido por la fortuna, se enfade con un pobre poeta cómico sin duda es señal de falta de consideración hacia la propia suerte y al Dios que la otorga, antes que hacia el poeta… En la historia, la arrogancia de las clases poderosas nunca ha dado buenos resultados. Espero, pues, decisiones peligrosas y exceso de presunción, por lo que no arriesgaría ni un solo florín en negocios con gente semejante. Le aconsejaré a mi comerciante que invierta en terrenos…
—No juzguéis demasiado deprisa —respondió don Mone—. También la sátira debe aceptar sus límites: no me parece de buen gusto burlarse de los muertos, y menos insinuar cosas sin fundamento de una mujer como mi esposa, que falleció hace ya un tiempo en olor de santidad, como podréis comprobar si preguntáis por ahí.
—De peor gusto —replicó Giovanni— es pegar a un poeta. La sátira tiene la sagrada tarea de recordarnos que solo somos hombres, y por otro lado absorbe, como creían los antiguos, la envidia de los dioses… Señala nuestros defectos y nos pone en guardia, riéndose de ellos, del peligro que corremos de perder el contacto con la tierra que nos alimenta. Creo que es mejor tolerar a veces algún pequeño exceso de la sátira antes que intimidarla y correr así el riesgo de hacerla callar para siempre…
—¡Ofendedme a mí —exclamó don Mone—, pero no a mi mujer, que descanse en paz…! Como aquel poeta expulsado de Florencia que decía ser vuestro padre…
—Dante Alighieri. —Dante Alighieri, sí…
—Se dice que no le tenéis simpatía.
—Una vieja historia sin ninguna importancia…
Don Mone se miró las uñas de la mano derecha con un destello de melancolía que de pronto le invadió. Miró enseguida afuera, hacia la ventana, y la visión de la ciudad a sus pies le devolvió la calma.
—Una vieja historia —repitió— hace ya tiempo superada. Que su alma descanse en paz, que pueda estar en el Paraíso que ha descrito… Me han contado que no pudo acabar el poema, lo cual es una lástima. Aunque, si tengo que ser sincero, a mí no me gusta en absoluto: se trasluce demasiada hostilidad, demasiado rencor… Ha enfangado el nombre de familias respetabilísimas, mucho más nobles que la suya, y no hubiera debido hacerlo. Ha metido en el Infierno a santos pontífices, sembrando el germen de la duda, profanando una institución como la Iglesia, que considero sagrada… Ha tildado de usureros a todos los que prestamos dinero y somos la sal de la tierra, un punto de vista anticuado, ampliamente superado por la historia. Lo cierto es que prestamos nuestros florines a gente que los necesita para emprender actividades que producen riqueza, y no hay nada malo en que nos paguen con parte de esa riqueza. Sin nosotros, el prodigioso desarrollo del siglo pasado sería inconcebible. En la Iglesia, sus más valientes miembros han superado la anticuada y estrecha mentalidad que prohibía el préstamo con intereses, que también prohibía vender el tiempo, mercancía divina…
Nummus nonparit nummos
(«El dinero no pare dinero»), tronaban los de la vieja escuela desde sus pulpitos. En cambio aquí en Florencia, cuando yo era joven, había un predicador extraordinario, un franciscano que entendía cómo funciona el mundo. Enseñaba teología en Santa Croce y era tan riguroso en practicar la pobreza como brillante a la hora de comprender la riqueza… Un francés de Sérignan, en Languedoc…
—¿Pierre Olieu, por un casual?
—¡Precisamente él, Pietro di Giovanni Olivi!
—Pero ¿acaso no es el mismo a quien Juan, el actual pontífice, condenó a muerte hace pocos años? ¿El mismo que ahora es un herético y horriblemente descompuesto cadáver?
—Ya se sabe que a este papa no le gustan mucho los religiosos franciscanos…
—Tampoco a mí si están en avanzado estado de putrefacción…
—Pero hay que aclarar que lo condenó por la intransigencia de algunas de sus doctrinas de fe, no por su pensamiento económico…
—¿Y qué decía Pierre Olieu a propósito del préstamo con intereses?
—Superaba el anticuado y estrecho punto de vista según el cual el único beneficio lícito es el que se obtiene por la retribución del trabajo. Él decía que hay muchos más factores: la habilidad del mercader, la capacidad de prever desarrollos futuros y el riesgo al que nos exponemos con cualquier inversión. Nada de la maldita loba, nada de avidez insaciable de los güelfos negros… Lo cierto es que el viejo poeta no ha entendido demasiado esta edad difícil…
—Me voy a tomar la libertad de disentir —replicó Giovanni—. Si de lo que se trata es de polemizar con la avidez como fin en sí mismo, coincido plenamente con Dante.
Nummus non parit nummos
(«El dinero no pare dinero»), estoy de acuerdo con vos, es un lema superado, pero, como habéis dicho, los banqueros prestáis a los mercaderes emprendedores y son ellos, no vos, quienes producen riqueza. En ese caso estoy de acuerdo en que os den una parte como compensación por vuestras capacidades de evaluación y por los riesgos que corréis. Pero eso no es dinero nacido del dinero… En cambio, desde hace algún tiempo se oye hablar de puras especulaciones sobre el cambio, de inversiones sobre la moneda, de deudas que crecen desmesuradamente, de dinero generado a partir del dinero, y al mismo tiempo el pueblo tiene más deudas que dinero y ya no puede ni comprar. Entonces, ¿para quién produce el productor si ya nadie le va a comprar?
—Las cosas no son tan sencillas —respondió don Mone—, siempre ha habido crisis, son cíclicas, y antes o después se acaban. Hay que ser optimistas, si se sigue apostando por el futuro se sigue invirtiendo, si se sigue invirtiendo la riqueza vuelve a crecer… El pesimismo, jovencito, es el peor de los males, genera desconfianza y no beneficia a nadie. La desconfianza es madre de los problemas. Hablas de crisis y la crisis llega… Esos religiosos franciscanos apocalípticos, la pobreza, el fin del mundo… ¡Cuentos! Ha habido carestía en el norte de Europa, pero ya se ha pasado. Estamos en una fase de ajustes. No veo todas las catástrofes que anuncia vuestro poeta, los bíblicos castigos divinos por los pecados de los hombres que se han entregado a la adoración del becerro de oro. Poetas y franciscanos, no hay nadie que perjudique la economía más que ellos; son unos desgraciados, y como ellos son unos fracasados querrían hundir al mundo en la inanición… ¿Lo veis? Yo trabajo todo el día, soy rico, sí, y sin embargo vivo como si mis riquezas no me pertenecieran, poseo terrenos en lugares de Europa a los que no iré nunca, pero tengo responsabilidades que vos no podéis ni siquiera imaginar. Yo tengo el dinero, yo soy para muchos el destino. Los cálculos que estaba haciendo antes de que vos entrarais, las decisiones que debo tomar cambiarán la vida de muchos hombres… El dinero, amigo mío, mueve las cosas de este mundo…
—Pero no —intervino Giovanni— el curso del Sol y los planetas.
—De aquí hasta la Luna, creedme, lo mueve casi todo.
—Excepto lo que no se puede comprar.
—De aquí hasta la Luna, casi todo se puede comprar. —Entonces abrió un cajón del que sacó un montón de florines de oro. Los puso sobre la mesa, delante de los ojos de Giovanni—. Cogedlos —dijo—, son vuestros si dejáis Florencia antes de mañana por la mañana.
Giovanni observó el Bautista representado sobre cada uno de los grandes; una cifra considerable, al menos una veintena. Sin embargo no se movió, solo se esforzó por disimular su sorpresa.
—Dante —dijo— estaba enamorado de vuestra esposa, y por ahí se dice que ella no era indiferente a su cortejo…
—Decidle a cualquier mujer que es la más bella del mundo y no encontraréis ni a una sola que no se deje embelesar…
—También se dice que vos habéis tenido una participación activa en la expulsión del poeta de esta ciudad…
—Fue un extranjero quien dictó la sentencia, uno de Gubbio que ni siquiera conocía… Pero fue la voluntad de Juan Bautista, protector de esta afortunada ciudad. Dante nunca me ha caído demasiado bien, ya os lo he dicho, pero ¿qué os hace pensar que lo consideraba tan importante como para que mereciera mi atención? Era un pobre hombre que atormentaba a mi mujer con sus insulsas poesías, eso es cierto, pero jamás me lo tomé demasiado en serio, ni lo consideré nunca un peligro para mí o para la integridad de mi familia… Era un visionario, un idealista. Soñaba con que Italia fuera una sola, con que se hablara una única lengua, con que la Iglesia renunciara a su poder temporal, con que Europa fuera unificada bajo un único
imperium…
—
Soñaba con un mundo en paz bajo un gobierno universal, donde reinara la justicia…
—Pero ese mundo no existe. Mirad a vuestro alrededor, don Giovanni, en este mundo los lobos devoran a los corderos…
—Pero no los lobos a los lobos ni los corderos a los corderos —replicó Giovanni.
—Esa es la razón por la que la economía animal nunca ha evolucionado demasiado —comentó irónicamente don Mone—. Nosotros financiamos a los soberanos de Europa que guerrean entre sí, con los belicistas siempre hemos hecho buenos negocios. Y qué decir del chollo de las cruzadas, ¡lástima que se hayan acabado tan pronto…! Que Italia esté fragmentada en una miríada de ciudades es lo que ha constituido hasta ahora su riqueza. Se puede pretender que no es así para estar en paz con la propia conciencia, pero lo cierto es que una buena parte de la prodigiosa floración del último siglo es resultado del odio más que del amor. El reino de Dios en la tierra, el reino milenario que todos los cristianos esperan, la paz universal, el triunfo de la justicia divina al final de los tiempos… no es más que una larga y aburrida fase de recesión, que Dios los mantenga lo más lejos posible…
Giovanni inclinó la cabeza desalentado.
—Solo digo que los negocios que pisotean la idea cristiana de la reciprocidad…
—Solo conozco la parábola de los talentos: si Dios me da cinco, yo tengo que producir diez; si he multiplicado mi capital, he contribuido a la riqueza y a la felicidad de quien está a mi alrededor, esa es mi ética…
—Entonces mirad un poco a vuestro alrededor, don Mone, daos un paseo por la zona de San Frediano, así os haréis una idea del estado actual de felicidad de quienes están a vuestro alrededor.
—No me siento responsable de la felicidad de gente ignorante y de baja condición que no sabe cuidar de sí misma. En cambio, sí que puedo garantizársela a todos los que trabajan para mí, y vos no os podéis imaginar cuántos son en toda Europa…
Giovanni dejó de responder. Alargó las manos sobre la mesa, cogió solo tres monedas de oro y las metió en un saquito de piel que llevaba consigo.
—Me serán útiles para el viaje —dijo.
Don Mone permaneció sentado y le estrechó la punta de los dedos.
—Adiós, buen hombre —dijo sardónico. Giovanni se giró y dio dos pasos hacia la puerta, pero de pronto se detuvo y volvió hacia atrás.
—Dante no murió de malaria, como se dice: fue envenenado. Vos, que lo sabéis todo, ¿estáis al corriente?
Vio a don Mone con un gran pañuelo limpiándose la mano con que había estrechado la suya. Recibió, de arriba abajo, una mirada de desaprobación.
—Sea lo que sea de lo que haya muerto —dijo suspirando—,
fat
voluntas Dei!
—Et sancti Iohannis…
—murmuró el de Lucca. Se marchó ese mismo día, avanzada la madrugada.
P
ara sor Beatrice el otoño en Rávena transcurría como una lenta convalecencia. La herida por la muerte inesperada de su padre estaba aún abierta. Punzadas atroces por su ausencia eran las que la atravesaban cada vez que entraba en aquella casa donde antes lo encontraba siempre sentado en la silla robusta de madera, con una tabla apoyada en los reposabrazos, con la pluma, el cortaplumas y el tintero, pues era allí donde escribía. Algunas veces, en cambio, estaba inclinado sobre el escritorio del estudio con la lente en la mano, hojeando manuscritos colocados sobre el atril. Había volúmenes por todas partes, abiertos sobre la mesa o cerrados con un marcapáginas que sobresalía. Los encontraba incluso en la cama, y a menudo era ella la que los devolvía a los estantes. Por lo general él no decía nada, salvo algún gesto de comprensión y de afecto con los ojos. Se intercambiaban miradas de complicidad, entre ellos casi nunca había necesidad de palabras. Ella había tenido este papel: al menos al comenzar los primeros cantos del
Purgatorio,
había sido la primera lectora de la
Comedia.
Se los encontraba cuando ya estaban listos, canto tras canto, a un lado de la mesa; los cogía, los leía, raramente los comentaba con su padre. Sonreía, y él entendía que le habían gustado.
Algunas veces se confundía y la llamaba Beatrice.
Ahora, cuando entraba en ese estudio, el silencio estaba tan vacío… Abrazaba a su madre, hablaba con ella y con sus hermanos, su familia, que pronto volvería a dispersarse, y sentía más punzadas de nostalgia. Los hermanos seguían escribiendo y declamando endecasílabos, pero no acababan nunca el vigesimoprimer canto del
Paraíso.
Después, afortunadamente para ella, había llegado ese niño a llenar su tiempo mientras le enseñaba aritmética y astronomía. El pequeño Dante era un encanto, un abismo de curiosidad que no hacía más que preguntar. Una vez a ella se le escapó algo sobre Giovanni y el niño, cuando se dio cuenta de que conocía a su padre, lo quiso saber todo de él: si era gigantesco e imbatible, valiente, cortés… Le preguntó por qué no hacía como los demás padres, que vuelven por la noche a casa con las madres. Ella le respondió que no era culpa suya, que no se había enterado de su nacimiento. Si él lo supiera, se precipitaría a hacer de padre, como todos los de sus amigos. Llegaron entonces a un acuerdo, establecieron un trato: si Giovanni aparecía por Rávena cuando el niño todavía estaba allí, sor Beatrice le daría a entender quién era, pero sin contarle al padre que se encontraba ante su hijo; de esta manera, el niño tendría una ventaja sobre su padre y podría estudiarlo con calma antes de revelarle quién era.