—Giovanni, tengo que hablarte en privado —le dijo sor Beatrice.
—Ya lo sé todo —respondió—, y soy yo quien debe hablar en privado con el pequeño Dante.
Todo se resolvió marchándose los dos al dormitorio, solos. No hace falta mucha imaginación para saber qué se dijeron. Cuando volvieron al estudio el pequeño Dante se había dormido en los brazos de su padre, con la cabeza apoyada en su hombro. Pesaba.
Giovanni lo aguantó en silencio. Solo sentía una gran necesidad de expiación.
Raccontava uno valente uomo ravignano, il cui nome fu Piero Giardino, lungamente discepolo stato di Dante, che… era una notte, vicino all'ora che noi chiamiamo «matutino», venuto a casa sua il predetto Iacopo, e dettogli sé quella notte, poco avanti a quell'ora, avere nel sonno veduto Dante suo padre, vestito di candidissimi vestimenti e d'una luce non usata risplendente nel viso, venire a lui… e quinci gliparea che
‘l
prendesse per mano e menasselo in quella camera dove era uso di dormire quando in questa vita vivea… Per la quale cosa, restando ancora gran pezzo di notte, mossisi insieme, vennero al mostrato luogo, e quivi trovarono una stuoia al muro confina, la quale leggiermente levatane, videro nel muro una finestretta da niuno di loro maipiü veduta, né saputo che ella vifosse, e in quella trovarono alquante scritte tutte per l'umidita del muro muffate… li tredici canti tanto da loro cercan…
In cotale maniera l'opera, in molti anni compilata, si vide finita.
G. Boccaccio,
Trattatello
in laude di Dante
[54]
A
sí eran los inviernos en Rávena, en los que las gotas de niebla heladas quedaban suspendidas en el aire como minúsculas virutas de cristal opaco: cada uno de ellos parecía el último. Las ramas entumecidas del olivo goteaban lágrimas de escarcha por la mañana, después de que la casa hubiera absorbido todo el hielo y la humedad de la noche, tanto que parecía que anunciaban, tristes, en los campos desolados, el final del calor del mundo, el invierno perpetuo en el que las vidas de todos serían selladas, se decía, en una oscuridad infinita. Había entonces que desentumecer los brazos y avivar el fuego de la chimenea, salvar incluso la más pequeña chispa de energía que hubiera sobrevivido, reavivar casi de la nada todo residuo de luz. Afortunadamente el poema hallado les había calentado a todos el corazón, después de la noche en que sor Beatrice había convocado a su familia. Solo había que buscar la manera de anunciárselo al mundo, alejando cualquier sospecha de que esos trece cantos, como se hubiera podido creer, los habían escrito Pietro y Iacopo. Fue este último, entonces, quien se inventó la extravagante historia de la visión, la cual, gracias al cielo, fue aceptada como cierta.
Una mañana, cuando aún estaba oscuro, había ido a despertar a Pietro Giardini:
—¡Rápido! ¡Rápido! —le había dicho, y lo había llevado consigo a la casa del poeta.
Mientras estaba durmiendo, aquella noche se le había aparecido, o eso había contado, al filo del alba, a la hora en que los sueños, como es sabido, depurados del peso engañoso de las impresiones diurnas, se acercan a la esencia de las cosas y se la revelan a nuestros ojos, tan ofuscados por la sombra o por el veneno de la carne. Resplandecía en la visión el padre, a causa de la luz insoportable del Paraíso, y le había enseñado el lugar, allí, detrás de la cama, donde las últimas páginas del libro que el cielo le había dictado descansaban impregnadas por el olor a moho de la vieja pared. Iacopo había llevado al amigo al dormitorio y había dejado que fuera él quien apartara la estera de la pared y hallara el manuscrito. De este modo, después Pietro Giardini habría contado que, en el sublime diseño, le había sido reservado este honor, de haber sido él quien había devuelto a la luz los trece cantos de otro modo destinados al moho y al olvido. Redactaron decenas de copias, y mandaron llamar a los emisarios del Can de Verona, a quien solemnemente le hicieron entrega del más valioso de los ejemplares, con los dibujos de un miniaturista muy conocido en Rávena, el mismo que el poeta había llamado para la copia destinada a Scaligero.
Leyeron y releyeron esos cantos varias veces: el cielo de Saturno con las almas contemplativas, san Pedro Damián en Fonte Avellana, san Benito en Cassino, la escalera de Jacob, las invectivas contra la corrupción de los monjes, después la ascensión al cielo de las estrellas, sobre cuyo fondo se mueven los planetas en la bóveda celeste; el poeta entra en la constelación de Géminis, su signo zodiacal, donde, en presencia de Beatrice, tres santos, Pietro, Iacopo y Giovanni, lo interrogan sobre las virtudes teologales: un auténtico examen de teología que Dante tiene que superar para acceder a la visión de Dios. Pietro sobre la fe, Iacopo sobre la esperanza, Giovanni sobre la caridad, el amor divino… Beatrice, Pietro, Iacopo, Giovanni: Antonia se estremeció cuando leyeron juntos los cantos del vigesimocuarto al vigesimosexto, escrutó los rostros de sus hermanos para tratar de entender si esos nombres provocaban en ellos alguna reacción, pero Pietro y Iacopo dijeron solamente que sus homónimos y Giovanni eran los tres santos que habían asistido a la transfiguración de Cristo, y pasaron a otro tema. De este modo ella tuvo la impresión de ser la única que entendía completamente esos versos, la que entendía cuál era la secreta fuente de inspiración.
O
santa suora mia che sì ne prieghe…
(«Oh, santa hermana, con tus fraternales ruegos…»), dice en el vigesimocuarto canto Pietro a Beatrice, llamándola a la vez monja y hermana, pues
suora
tiene ambos significados. Pietro es la fe, sustancia de lo que se espera y fundamento de lo invisible. En efecto, Pietro, su Pietro, era así. El hermano obediente que acepta su destino sin lamentarse jamás, que mantiene el tipo y es una torre firme que los vientos no doblegan nunca. El hermano que no vacila, que cree, que si tiene dudas, y quizá las tenga, no lo demuestra nunca. En cambio a Iacopo en el vigesimoquinto se le da el rostro de la esperanza, la espera cierta del triunfo de Cristo: la confianza en el futuro incluso en las congojas de la vida y del presente inestable. De hecho así era su Iacopo: le cuesta encontrar su camino, pero es tenaz al buscarlo, no se deja abatir por el pesimismo al que el presente lo llevaría. Un muchacho exigente, que se exige mucho, y aunque la vida sea avara con él, no se resigna. Es el primero en lanzarse a las cosas, con el entusiasmo siempre vivo de un eterno niño: la esperanza. Iacopo interroga a su padre sobre la esperanza. Giovanni, en cambio, sobre el amor, el amor divino, el amor cósmico, la
charitas-
claritas,
luz-amor.
Lo ben che fa contenta questa corte,
Alfa e O è di quanta scrittura
mi legge Amore o lievemente o forte
[55]
.
Le pareció extraordinario que tuviera que ser precisamente Giovanni quien interrogara a su padre sobre el amor. Es el bien, declara el poeta en el canto vigesimosexto, el que enciende el amor: no es amor si no lo es del bien. El bien supremo es el alma divina del mundo, pues
ciascun ben che fuor di lei si trova / altro non è ch'un lume di suo raggio
(«que todo bien que fuera de ella existe / nada es sino un destello de su rayo»). A Giovanni le había tocado experimentar el amor terrenal, que no es más que un barrunto del cósmico. A él el destino le había concedido experimentar esa chispa que sublimada dilata el corazón humano hasta el vértigo de lo divino. Con el tiempo lo entendería, se dijo sor Beatrice. «Hermano —concluyó para sus adentros—, tal vez estés solo a mitad de un camino cuesta arriba, pero cuando llegues a lo alto del monte quién sabe qué alturas del corazón te estarán aguardando, qué alegrías incomunicables llenarán tus días…».
Giovanni, Bruno y el pequeño Dante se entretuvieron en Rávena más de lo previsto; Bruno envió un mensaje a Bolonia para informar a Gigliata y a Gentucca. A menudo a última hora de la tarde se pasaban por la casa del poeta; sor Beatrice habría preferido no tener que separarse del niño, y a este a su vez le habría gustado llevársela consigo. Bruno seguía dándole vueltas a lo que les había dicho Bernard. Quería hablar con Antonia para ver si ella sabía algo de ese tema. Un día le preguntó a la monja si estaba al corriente de algún misterioso encuentro de su padre con veteranos de Jerusalén, con caballeros del Templo o con cualquier personaje de ese estilo.
—No —respondió la monja—. En principio, no creo que tuviera relaciones de esa clase… El único misterio, en realidad, es el año que pasó en Roma con el papa, el 1301. De ese año no hablaba jamás, y nunca hemos sabido por qué permaneció en Roma después de que el papa enviara de vuelta a Florencia a los demás embajadores florentinos, quedándose solo él en el Vaticano. No se sabe con quién se vio en la ciudad de la loba ni por qué razón se quedó tanto tiempo. Se dice que hizo los votos de los frailes menores, de fraile laico; llevaba la cuerda atada, símbolo de humildad que sanciona los votos de castidad y obediencia.
Mientras tanto Giovanni pasaba los días haciéndose amigo del pequeño Dante, quien al parecer tenía tanta curiosidad y deseos de tener nuevas experiencias como su abuelo. A Giovanni, por ese extraño prejuicio que tienen los niños de que su padre es un ser omnisciente, lo asaltaba continuamente con su desmedida ansia de saber. Parecía que quería aprender rápidamente los porqués fundamentales, aquellos que su madre parecía por lo general reticente a explicar y a propósito de los cuales también su tía Antonia daba respuestas cuanto menos evasivas. Por ejemplo, preguntaba por qué le había tocado nacer y en cambio no había existido siempre; si también a él, a Giovanni, le había correspondido la suerte de nacer; si hay alguien que existe desde siempre; por qué al final uno se ve obligado a morir, aunque por lo general se preferiría no hacerlo. Asuntos de este tipo preguntaba. Al comienzo Giovanni se empeñaba en buscar respuestas plausibles para no desilusionarlo, pero al final se rindió y decidió confesar que él tampoco sabía demasiado de todas esas cuestiones. Una vez le preguntó por el tiempo, por qué de hoy se debe por obligación pasar a mañana sin poder alguna vez volver a ayer, cuando ayer fue estupendo y es una lástima que ya no exista. Giovanni se rascó la cabeza en busca de una respuesta rápida.
—Si siempre fuera ayer —le dijo—, al final se volvería aburrido, y es que ayer fue estupendo precisamente porque ya no existe.
Tras comprobar que ya se había quedado dormido, lanzó un suspiro de alivio, se levantó en silencio de la cama de su hijo y, tras salir de la habitación de puntillas, llamó a la habitación de Bruno.
—¿Te molesto? —preguntó asomando la cabeza por detrás de la puerta—. ¿Estabas haciendo algo importante?
—No —contestó el otro—, solo estaba pensando…
Con su copia de la
Comedia
en la mano, Bruno estaba completando con el último canto del
Paraíso
el presunto mensaje secreto contenido en el libro, para intentar al menos averiguar dónde se podía haber metido Bernard. Había transcrito el primero, el central y el último terceto del último canto de la obra:
Verg
ine madre, figlia del tuo figlio,
umile e alta
più
che creatura,
termine fisso d'etterno cons
iglio
…
[56]
Ché,
per tornare alquanto a mia memoria
E per sonare un
po
co in questi versi,
più si conceperà di tua vitto
ria
[57]
.
A
l’alta fantasia qui mancò possa,
ma già volgeva il
mi
o disio e
‘l
velle
si come rota ch'igualmente è mos
sa
…
[58]
Después había cogido el último eneasílabo:
Verpiuglio cheporia ami(s)sa.
Le mostró entonces a Giovanni su hipótesis de interpretación de los demás versos que habían examinado juntos después de la marcha de Bernard. Había recuperado una sílaba en el eneasílabo tomado del decimoséptimo canto del
Purgatorio,
donde
talpe
(«topo») rima con
alpe
(«copo»), y la rima es consonante, es decir, la palabra
alpe,
en su sentido de montaña alta y escarpada, se repite completamente en el interior del otro término,
[t] alpe,
así pues quizá se podría descifrar en el verso restaurando la palabra entera. Así:
Chequeriper(al)pegiachetilapiana
Dedoldoma…
Che queriper alp(e) è già chet' i'lapiana
de dol doma.
Cuya interpretación era:
Ciò che cerchi sui monti è già quieto, riposa già nella piana domata dall’inganno
(«Lo que buscas en la montaña está en silencio, descansa ya en la llanura domada por el engaño»). En este punto, intentó entender la continuación:
(e)itoiomeda
Lapevetrarobadimeso
Qualcosichecbiedochepersa
Verpiuglio cheporia ami(s)sa
Según él, tenía que haberse resuelto de la siguiente manera:
E ito io meda
lape ve trarò. Badi me' s'ò
qualcos' i' che chiedo, ch'è per saver:
più gli ò cheporia amissa.
Le explicó a Giovanni:
—
Ed essendoci andato
(ito),
io vi trascinerò
(ve trarò)
il lapis medus
(meda lape).
Osserva meglio
(badi me')
se c'è qualcosa che chiedo, che è per sapere: l'ho messa via, cioè nascosta
(amissa)
più che potrei
(«Y tras marcharme, os traeré la piedra de los medas. Fíjate bien en lo que digo, que es digno de saberse: la guardé, o sea, cuanto pude la escondí»). El gran maestre que habría llevado el arca al misterioso lugar en el que se halla ahora, una llanura rodeada de escarpadas montañas, la ha sepultado detrás de una losa de piedra caliza, una piedra oscura con venas doradas procedente de los medas (esto es, de los persas) de la que habla Plinio y a la que los que trabajan con piedras preciosas atribuyen poderes milagrosos, como el de devolver la vista a los ciegos. El nominativo latino
lapis
se vulgariza en femenino, como es normal en el toscano
lapide
(«lápida»). El acertijo concluye invitando al receptor del mensaje a focalizar la atención en una pregunta que el propio acertijo plantea, para saber, no para obtener algo; pregunta que el autor de los eneasílabos ha ocultado lo más posible… «Preguntar para saber»,
quaerere
en latín, también tiene el sentido de «buscar»; y antes, más arriba, aparece el verbo
queri: che queriper alpe
(«que buscas en el monte»), pero quizá el acertijo simplemente sugiera centrar la atención en este verbo, en el hecho que él mismo pregunta para saber… ¿Para saber qué? ¿A quién, a quién se pregunta para saber? Acaso a un oráculo…