—Para que sepas que es tu padre —le dijo—, diré en su presencia:
Vuolsi così colà dove si puote ciò che si vuole
(«Así se quiere allí donde es posible lo que se quiere»). ¿De acuerdo? Esa será la señal, acuérdate bien de estos versos… Así sabrás quién es, pero a él no se lo diremos, y tú podrás ponerlo a prueba y ver si te sirve como padre. Si después no te gusta, quedará como un secreto entre nosotros dos…
Al pequeño Dante la idea le había gustado mucho, y había empezado a fantasear y prever el encuentro, a esperar con impaciencia a que llegase ese momento. Mientras tanto sor Beatrice le enseñaba las operaciones con números de Fibonacci, la astronomía de Ptolomeo, la gramática y los fundamentos del latín. Y de ese modo ella también se distraía de sus pensamientos. A decir verdad, de todos excepto de uno. En efecto, había una única inquietud que la carcomía, un misterio que ocupaba su mente y no le daba tregua. Había descubierto dónde estaba la parte que faltaba de la
Comedia,
pero no conseguía recuperarla. Un día entendió, de repente, que los trece cantos estaban detrás de la estera a espaldas de la cama del poeta. Había llegado a esa conclusión reflexionando sobre el verso de Virgilio transcrito en el cuarto folio que había encontrado en el arcón del águila:
Sacra suosque tibi commendat Troia penates.
«Troya te confía sus penates». Los penates, como los lares, son los dioses familiares en el Imperio romano. Por lo general, eran custodiados en un tabernáculo abierto en una pared de la casa, y la de Dante conservaba la estructura de una antigua vivienda romana. Había que buscar el lugar donde había estado el
lararium,
probablemente en una esquina del
peristilium.
Y como el dormitorio de su padre se había hecho cogiendo un trozo del antiguo pórtico, enseguida había pensado en mirar detrás de la estera. En efecto, había encontrado el larario, la hornacina donde eran venerados los antiguos lares. Dentro de la cavidad de la pared había un cofre de mármol historiado. Los bajorrelieves laterales contaban la historia de David llevando a Jerusalén el arca de la alianza. Los cantos finales del poema, no había duda, debían hallarse dentro.
Pero la tapa estaba cerrada y la cerradura estaba formada por un teclado de teclas de mármol que reproducía el célebre palíndromo del Sator, que puede leerse indistintamente hacia delante y hacia atrás, en horizontal y en vertical, en cuatro direcciones distintas:
Seguro que había que pulsar consecutivamente algunas letras, tenía que haber una combinación secreta. Había hecho algunos intentos, pero todos fallidos, y finalmente se había resignado. Una vez había estado incluso tentada de romper la pequeña arca con un martillo, pero temía dañar el contenido. No les había contado nada a sus hermanos, pero esperaba el regreso de Giovanni para revelarle su secreto, porque esperaba contar con su ayuda. La combinación tenía que estar escondida en los otros versos citados en las cuatro hojas; no hacía más que exprimirse las meninges sin llegar a ningún resultado que al menos fuera alentador.
Finalmente Giovanni había acabado por llegar una fría tarde de principios de noviembre. Entró en casa jadeando y se encontró al pequeño Dante, que hacía sus ejercicios de latín en la mesa del estudio, y a sor Beatrice, que leía a san Bonaventura. Gemma estaba en el jardín absorta en sus pensamientos; empezaba a tener ganas de marcharse para afrontar los espinosos asuntos relacionados con sus propiedades que la esperaban en Florencia.
—Sé dónde están los trece cantos —le dijo enseguida el de Lucca a la monja—. Están detrás de la cama. Los números clave de los versos de la estera (155-515-551) son los mismos que indican los versos que estaban en el arcón…
—Ya los he encontrado —respondió sor Beatrice, y después añadió en voz alta—:
Vuolsi così colà dove sipuote ciò che si vuole
(«Así se quiere allí donde es posible lo que se quiere»).
Giovanni se sobresaltó. Beatrice llevó a Giovanni al dormitorio para enseñarle la caja con el palíndromo del Sator. El pequeño Dante había dejado inmediatamente de hacer los deberes y los había seguido a la habitación. Lo miraba con expresión absorta, casi de éxtasis. Giovanni, al verlo así, pensó que era un niño al que le faltaba algún tornillo. En un aparte, le preguntó a sor Beatrice quién era y si no se podía evitar que estuviera pegado a ellos mientras hacían algo tan importante.
—Guapo, ¿verdad? —comentó la monja—. ¿No se parece un poco a mi padre?
—Hum…, no sé…, pero ¿por qué?, ¿quién es?
Sor Beatrice le explicó que había sido confiado al monasterio, en concreto a su cuidado, por una mujer misteriosa y bellísima. También le comentó que le había cogido mucha simpatía, porque le recordaba mucho a Dante. Por último le aclaró que no pasaba nada por que estuviera con ellos mientras intentaban resolver ese enésimo misterio. Dicho esto, apartó la estera de la pared y sacó la caja con la curiosa cerradura. Giovanni leyó el palíndromo y cayó presa de un tremendo desaliento. Ciertamente, el poeta no podía haberlo puesto más difícil…
—¿Sabes cómo se llama? —preguntó Antonia.
—¿Cómo se llama? Pues palíndromo, un texto que leído al revés es igual… ¡Ah, no, te refieres a cómo se llama el niño…! ¿Cómo iba a saberlo? Además, no me parece este el momento adecuado…
—Se llama Dante —le cortó la monja antes de que pudiera acabar su frase.
—Ah, hum… Hola, pequeño Dante, yo me llamo Giovanni…
Suspiró. Pensó que sor Beatrice había enloquecido. Tenían entre las manos los trece cantos que tanto habían buscado y parecía como si aquello no fuera con ella. El verdadero problema era que no lograba entender qué tenía que ver el palíndromo del Sator con la serie numérica que había hallado en los fragmentos de Dante en los que todo parecía indicar que se encontraba la clave para abrir tan singular cerradura. Sin embargo, la clave era numérica y la cerradura alfabética, y entre ellas no había ningún nexo evidente.
—Hum… Veamos, cinco palabras de cinco letras… No, no tiene nada que ver… Veinticinco…, treinta y tres…
—¿Sabes que el pequeño Dante está aprendiendo ahora la teoría de los epiciclos?
El niño seguía observándolo de una manera que a él le parecía extraña, pero en ese momento Giovanni necesitaba concentración. Precisamente había vuelto a Rávena para poner al corriente a Antonia de sus deducciones, ya que creía que, por lo menos, había resuelto un problema. En cambio, sor Beatrice había llegado por sus propios medios a la estera. Sin embargo, eso no bastaba, porque detrás del primer enigma se escondía otro aún más complicado.
Dijo que se iría a alquilar una habitación a la posada de costumbre.
Pero esa noche no logró cerrar los ojos.
Al día siguiente estaba sentado al borde de la cama del poeta con la caja en la mano y el palíndromo en la cabeza. De repente oyó llamar con fuerza a la puerta de la casa. Sor Beatrice y el niño fueron a abrir, y oyó cómo se alejaban confabulando en voz baja.
Se quedó en el dormitorio con la caja y empezó a pensar en la solución del nuevo enigma. «A las malas —se dijo—, simplemente se puede intentar romper la tapa del cofre». Recordó la espada colgada de la pared del estudio, podía intentarlo con ella. Cuando ya casi había llegado a la cortina que separaba el dormitorio de la habitación adyacente, se detuvo porque le pareció oír al otro lado la voz de Bruno, que se acercaba. ¿O acaso era tan solo una proyección de su deseo? Bruno era precisamente la persona que podría ayudarle a resolver ese misterio. Acercó una oreja a la cortina. Sí, era la voz de Bruno, su amigo. Quién sabe por qué había venido a Rávena. Por un instante se alegró, después oyó claramente estas palabras:
—Gentucca está con mi mujer en Bolonia, pero he venido yo solo a recoger al hijo de Giovanni…
Retrocedió rápidamente para poder fingir que no había oído nada. «Gentucca, el hijo de Giovanni…». ¡El pequeño Dante! El corazón se le puso a cien por hora y se le heló la sangre. Le asaltó un miedo sin límites, una angustia jamás experimentada. Pasaron unos cuantos segundos en los que le pareció que el tiempo se había detenido; después la cortina se abrió y entraron Antonia, Bruno y su hijo Dante.
Un Dante de nueve años, el hijo de Giovanni… Entonces Gentucca… Tenía que aparentar que no pasaba nada, tomarse su tiempo…
—¡Bruno, qué alegría verte…!
—¡Giovanni!
Se abrazaron. Cuando se separaron, tenía los ojos húmedos.
—Estoy un poco constipado, he venido de Florencia con este frío… Los Apeninos ya están llenos de nieve…
Observó la mirada curiosa del pequeño, que le sonreía. «Él también lo sabe —pensó. Esbozó también él una sonrisa—. Soy el único que no sabe nada —se dijo—, yo, que no entiendo en absoluto lo que significa ser padre…».
Lo primero que experimentó fue una irreprimible sensación de estar fuera de lugar. Pero después el niño le cogió de la mano y se puso a su lado, como un ciego que hubiera encontrado a su guía.
Volvieron con la caja de mármol al estudio y Antonia la depositó sobre la mesa.
—Entonces, Giovanni, ¿has conseguido entender algo?
—No, francamente no. Esta historia está siempre tan llena de sorpresas…
Entonces Bruno empezó a contarle a Giovanni que había estado reflexionando largo y tendido sobre aquella extraña combinación de números. Esas cifras, que diseñaban una alegoría teológica ligada a la interpretación de Agustín de la numerología de David, podían prestarse también a una interpretación geométrica.
—Un uno y dos cincos —dijo— pueden ser las cifras del pentalfa (o estrella pitagórica) inscrito en un pentágono, que circunscribe a su vez un pentágono invertido.
Entonces dibujó un círculo y en el círculo dos cuadrados donde los lados de cada uno de ellos eran paralelos a las dos diagonales del otro. Luego unió los vértices de ambos cuadrados, formando un octógono, y en el círculo dibujó también el pentalfa. Después numeró del uno al ocho los lados del octógono y asoció a cada vértice del pentalfa un número arábigo, del 1 al 5, y uno romano, del I al V; estos últimos seguían un orden creciente rotando en círculo desde arriba hacia la derecha, y los arábigos, en cambio, seguían el orden de la pluma al dibujar la estrella de cinco puntas.
Giovanni miraba al niño. «Un chico guapo —pensó—. En efecto, ¡se parece al abuelo!».
—El pentalfa —dijo Bruno— es símbolo del hombre, con sus cinco extremidades, pero sobre todo es imagen del planeta Venus…
—No entiendo por qué —intervino sor Beatrice— lo habéis inscrito en un octógono.
—El octógono representa los ocho años de un ciclo de Venus —respondió Bruno—. El pentágono en octógono, cinco veces en ocho años, los pasos de Venus sobre el Sol… Giovanni, si miras la figura, por ejemplo… ¡Giovanni!
«Dante era realmente mi padre, he tenido un padre así —estaba pensando Giovanni—. Y este Dante es mi hijo, por eso…».
—Sí, la figura… —dijo—, si miro la figura…
«Esa es la razón por la que Gentucca no se podía mover del lugar donde se encontraba… Pero entonces ¿por qué se marchó?».
—Si miras la figura —prosiguió Bruno—, tienes la descripción de los movimientos de Venus en un periodo de ocho años, lapso de tiempo en el que el planeta se alinea con el Sol cinco veces. Supón que los ocho lados del octógono representen los ocho años del 301 al 308
ab
Incarnatione Dei.
Y supón también (no es así, pero sirve de ejemplo) que tienes en el punto I una alineación Venus-Sol. La serie numerada de I a V indicará entonces los momentos en que hallarás a Venus sobre el Sol en ocho lados del octógono que representan la sucesión de los años: si el punto I corresponde al día uno del año, es decir, a la Encarnación, el 25 de marzo de 1301, los otros vértices de la estrella de cinco puntas indican aproximadamente el final de octubre de 1302, los primeros días de junio de 1304, los primeros de enero, o sea el tercer último mes de 1305
ab Incarnatione,
finalmente la mitad de agosto de 1307, para volver después de ocho años casi exactamente al punto de partida…
«¿Por qué no intentó comunicármelo?», se preguntaba el de Lucca. Recordó la cantidad de veces que había llegado a la conclusión de que se había marchado con otro. «Habría tenido que ser más valiente —se dijo—, ir a Lucca a cualquier precio, suponiendo que ella hubiera regresado allí… Ahora está en Bolonia…».
Pero él se había quedado en Bolonia durante tres años: ¿por qué Gentucca no había intentado por lo menos hacerle llegar un mensaje? «Quizá tenía apuros económicos… Quizá esperaba de mí un gesto valeroso…».