Bien, también en Florencia, pensó Giovanni, como en Ferrara, en Venecia, en Pomposa y en Bolonia, había candidatos destacados para el papel de asesino, pero en este caso al menos se habría tratado de un móvil pasional. ¿Celos del amor platónico, envidia metafísica o, peor aún, rivalidad en la necrofilia?, se preguntó. Demasiado poco para matar, pero más que suficiente para intentar hacer desaparecer el
Paraíso
de Dante… Ayudó al lisiado a levantarse y le dio la muleta.
—Podéis tranquilizar a ese señor —dijo—. He leído el
Paraíso
hasta el vigésimo canto. No hay ningún coito, y mucho menos paradisíaco… Miradas, solo miradas, y diálogos… El poeta y la amada celeste se hablan con los ojos: él se zambulle en la mirada de ella, ella se llena de amor y se vuelve más hermosa; al verla más bella los ojos de él se acostumbran gradualmente a tolerar dosis más intensas de belleza, y así de cielo en cielo… Él se emborracha de ella, y progresivamente
se vuelve infinito…».
—
Pero eso no sucede muy a menudo —rebatió el juglar riendo—, o quizá lo pienso solo porque tengo cara de caballo y jamás en mi vida me he cruzado con la mirada enamorada de una mujer…
—Bah, quizá sea solo una metáfora —prosiguió Giovanni—. El poeta ha imaginado así el reino de los beatos, una especie de enamoramiento prolongado, esa borrachera que invade todo el cuerpo cuando uno está enamorado, elevado a la enésima potencia, un estado de excitación permanente…
Se dirigieron juntos, caminando despacio, hacia el Arno. El juglar correspondió a la amabilidad de Giovanni ofreciéndose como guía para visitar la ciudad. Lo llevó al otro lado del puente viejo, hacia el castillo de Altafronte, pasaron cerca de San Piero Scheraggio y desde ahí se acercaron a la plaza del nuevo palacio de los priores. Dentro de la segunda muralla, Florencia era realmente magnífica: todas las calles estaban empedradas, había soportales por todas partes, y torres e iglesias a decenas. Pasaron por delante de la vieja casa del poeta, esa pequeña vivienda tan añorada en la parroquia de San Martino, frente a la Torre della Castagna. Llegaron después a San Giovanni y Santa Reparata, rodeada de andamios destinados a su ampliación. Se despidieron allí; el juglar iba al Orto dei Servi, Giovanni, en cambio, hacia Santa María Novella, para retirarse después a su alojamiento en la zona de Ognissanti.
Estaba en la ciudad de Dante, en la ciudad que lo había parido y expulsado. Estaba en el quinto elemento, la fábrica de moneda de Europa. Tenía que pensar, pensar mucho, buscar una solución a los enigmas que se acumulaban en su cabeza, una explicación a las cosas que le sucedían. El viaje en vano, ese encuentro con Bonturo que de golpe le había vuelto a abrir las heridas del pasado. Y el marido de Beatrice, la casa de Dante, la pequeña iglesia donde el poeta se cruzaba con un escalofrío con la mirada de una muchacha ya prometida. Otro, en su lugar, habría dicho: «No es nada», y habría intentado olvidar… Otro habría dicho que la historia de los hombres es un haz de probabilidades más o menos equivalentes, el tiempo hace su trabajo, realiza una y borra mil… Y el amor es una afección de la carne, eso habría dicho otro, que antes o después se olvida, como las mil posibilidades que el tiempo ha borrado. No el poeta, no su padre. El poeta metía en el Infierno a los que pensaban que el mundo está gobernado por el azar, decía que el amor mueve los cielos, los planetas, las estrellas… El amor escribe la historia de los hombres, no es nunca casual… Y el pensamiento le llevó hasta Gentucca. A saber si ella, en cambio, había olvidado…
Se acordó repentinamente del bosque de los Apeninos en el que se había perdido cuando iba a Rávena, y le pareció que no había salido de él.
Vieron de lejos las colinas y a Poseidón dormido a los pies de la amada. Corfú le pareció que por acogerlo se volvía aún más bella, como si se peinara las verdes copas de los árboles con la brisa ligera para mostrarse finalmente espléndida bajo un sol que parecía aún estival y vibraba en las cosas, de las cuales salían chispas de color encendido. Bernard subió a cubierta con el corazón agitado. Cuántos viejos interrogantes tendrían dentro de poco una respuesta. Estaba convencido de que Daniel sabía mucho más de lo que daba a entender acerca de los eneasílabos y del Templo. Alguien como él, tan cercano en su época a las jerarquías, tenía que saber por fuerza; sin embargo no lograba hallar la manera de vencer su discreción, y cuando, sin que se le notara, intentaba tocar ciertos temas, el otro parecía encerrarse en un silencio más rotundo de lo normal. Era la prueba más aplastante de su implicación en la aventura de los templarios ocultos, la que le convencía de que Daniel era el depositario de un secreto formidable que no podía confesarse nunca, cuya revelación se castigaba con la muerte. Estaba cada vez más seguro, y varias veces, para inducirlo a abrirse, había estado a punto de decirle lo que él también sabía, pero al final se había frenado, algo lo había detenido. Había intentado hablar de Dante para observar sus reacciones, pero Daniel cuando se mencionaba al poeta se encastillaba en un silencio igualmente significativo, o cambiaba de tema. Sin embargo, al menos en una ocasión le había parecido leer como un rayo en su mirada que revelaba una emoción indefinible. ¿Acaso el miedo a traicionar el secreto que le había sido confiado? ¿Cómo darle a entender que él también lo sabía todo, que con él podía sincerarse como con un viejo amigo?
Finalmente una vez se puso a canturrear el primer eneasílabo —
Ne l’un t'arimi e i dui che porti—
para ver cómo reaccionaba Dan. Pero del otro lado no hubo ni siquiera un sobresalto; entonces la canturreó de nuevo, pero en lengua francesa
—Denz l’un t'arimes et les dui qui tu ports—,
y le pareció que esta vez el compañero lo había mirado con una expresión a caballo entre el asombro y una gran curiosidad. «Ya estamos», se había dicho. Y era cierto que antes o después cedería, le diría todo lo que sabía, e incluso le revelaría el último eneasílabo, que él no conocía. Es más, sospechaba que Dan también se dirigía allí, al nuevo Templo, pero Bernard no le había hablado nunca de su destino, y cuando le dijo que era Corfú, se había limitado a responder: «Mira qué suerte, yo también voy a Corfú».
Ahora que habían llegado y veían Koryphai (Corfú) en la distancia desde la proa, con sus colinas, milagrosamente Dan había empezado a abrirse, a hablar sin tapujos de San Juan de Acre y de las historias que se contaban allá abajo, en el extremo del Mediterráneo.
—El secreto —empezó entonces— no es solo el arca de la alianza, sino también los sepulcros de Cristo y de Magdalena, la esposa de Jesús. Acaso se refiere a ellos el verso que has recitado,
les dui qui tu ports;
y al mensaje de los dos sepulcros está vinculado el de su descendencia, la sangre real, en la que se perpetúa la estirpe de David: en algún sitio estaría un emperador oculto heredero de Cristo, cuya identidad es secreta. Solo dos personas en el mundo la conocen, un gran maestre y un gran comendador, pero ahora nadie sabe ya quiénes son los depositarios de los versos, ni si el secreto ha sobrevivido a las torturas de los verdugos de Felipe el Hermoso. Los reyes de la tierra no tienen ningún interés en que se desvele, pues los deslegitimaría a todos. Por otro lado, el arca será hallada solo al final de los tiempos, eso dicen las Escrituras, cuando los tres monoteísmos sean unificados bajo leyes comunes. Entonces un descendiente de David, Cristo, Mahoma se revelará a la humanidad enferma y será consagrado en Jerusalén rey del mundo. Eso sucederá en cualquier caso, incluso si han muerto los custodios de la Ley. El mensaje es depositado en un libro; cuál es no lo sabe nadie, un gran libro, el último de los libros sagrados, en el que han participado cielo y tierra. En este libro, los versos sagrados y el mapa secreto que contienen están ocultos, de modo que harán falta siglos para que sean descifrados. Mientras tanto los herederos de la dinastía de David saben todo sobre su origen, se lo transmiten de generación en generación… Esto lo he oído contar en Outremer, pero lo que tiene de verdad no lo sabe nadie. A mí me parece un relato fascinante, como todos los que dan un sentido a la historia de la humanidad, y es por eso por lo que te lo he contado. Si es verdad o no, te lo repito, no lo sé ni siquiera yo…
Bernard estaba entusiasmado, estaba a punto de decir que en cambio él sabía incluso cuál era el libro sagrado. Él, Giovanni y Bruno eran pues los únicos que lo sabían. Pero guardó su secreto y no dijo nada. La nave había embocado las aguas tranquilas entre la isla y la tierra firme, y estaba a punto de atracar en el puerto de Kerkyra. A la izquierda surgían los montes salvajes y boscosos del Epiro, las bahías insidiosas, sembradas de escollos y de islitas, guarida ideal de los piratas; a la derecha, en cambio, la larga extensión de colinas de Corfú. Lentamente se acercaron al puerto esquivando farallones a ras de la superficie, con una maniobra que a él le pareció interminable. Una guarnición del capitán de la isla, que la administraba para el príncipe de Taranto, vasallo angevino, subió a bordo a controlar los salvoconductos y a cobrar los impuestos. Con los soldados subió a la nave el secretario de la empresa italiana para la que Dan trabajaba y lo señaló para que lo vieran los guardias. Daniel tenía un permiso sellado; lo abrió, se lo mostró a uno de la guarnición y después dijo que Bernard iba con él. Mientras tanto este se había puesto a charlar con un armígero que hablaba como se hace en la Apulia.
Bajaron todos a tierra y los dos extemplarios se fueron a una posada cercana al puerto. Después Bernard salió solo, casi a escondidas, regresó al puerto y en los muelles más pequeños se puso a hablar en griego con los pescadores. Preguntó cuánto costaba, y si se podía hacer, la travesía hacia el continente. Negoció un poco y pactó el precio. Había que sopesar las condiciones del mar, le decían. Además estaba el riesgo de los piratas. Convenía zarpar desde el sur de la isla.
Dijo que volvería al día siguiente a pagar un anticipo y fijar el lugar y la fecha exacta. Quería partir lo antes posible, antes de que fuera pleno otoño y se anunciara el invierno.
S
e despertó sobresaltado porque alguien llamaba con fuerza a la puerta de su habitación. No sabía aún dónde se encontraba. No recordaba si la pared a la que estaba pegada la cama se encontraba a la derecha o a la izquierda. Un filo de luz bajo la puerta, otros dos a ambos lados de la ventana.
—¡Abrid!
—Un instante, que me visto… Se levantó, se puso los calzones y la camisa, abrió las contraventanas y después la puerta.
—¿Giovanni Alighieri? —preguntó uno de los dos.
—Giovanni da Lucca —respondió él—. Alighieri no…, ya no…
—¿Queréis seguirnos? Nuestro patrón quiere hablaros…
Aunque no llevaban uniforme, a Giovanni le pareció reconocer en los dos jóvenes —que andaban sobre la treintena— a dos de los soldados que el día anterior había visto en el séquito de don Mone y el señor Bonturo. Eran altos, musculosos, con una expresión obtusamente agresiva; no se trataba precisamente de personas con las que tuviera ganas de discutir. «Será mejor hablar con el patrón que tratar con estos», pensó. Acabó de vestirse deprisa y pocos minutos después estaba en la calle con ellos, como un ladrón entre dos guardias, pues se habían puesto uno a su derecha y otro a su izquierda.
—Bonita ciudad, Florencia —dijo intentando romper el hielo.
—Ya —respondió uno de ellos.
—Yo soy luqués… ¿Habéis estado alguna vez en Lucca?
—No —contestaron al unísono.
—¿Sois florentinos?
—No.
No preguntó de dónde eran, porque resultaba evidente que no tenían ganas de hablar. Habían atravesado el puente viejo, con sus casas de madera, y habían vuelto a Oltrarno, caminando rápido y en silencio. Lo habían acompañado a una especie de palacio-fortaleza, con dos torres flanqueando la entrada y un portón monumental con una gran ventana encima con cristales de colores. Nada más entrar en el inmenso atrio supo que junto a la muralla solo se encontraban las oficinas, la sala de audiencias y el cuerpo de guardia, mientras que las habitaciones privadas de los amos de la casa estarían escondidas quién sabe dónde, más allá del jardín que se veía desde las ventanas del vestíbulo. Lo hicieron subir al piso superior por una ancha escalinata. Cuando entró en el salón, reconoció la ventana de cristal que había visto desde fuera. Entrecerrada, ofrecía la vista de la ciudad: delante estaba el Arno, después las viejas murallas sobre el río, tras las que despuntaban decenas de torres y campanarios.
La decoración del salón era sobria y suntuosos los frescos en las paredes, que representaban las parábolas de Jesucristo: el hijo pródigo, el buen samaritano y, a la espalda de don Mone, de cara a los invitados, naturalmente, la parábola de los talentos. Don Mone, sentado en una especie de trono de madera cubierto de oro y rubíes, le hizo un gesto para que se sentara frente a él. Estaba hojeando un gran libro de cuentas apoyado sobre un valioso atril, a la derecha del cual tenía una hoja llena de cálculos con números arábigos y un enorme ábaco de diez columnas detrás de ella.
—De modo que vos —dijo don Mone casi distraídamente— seríais un hijo natural del poeta Alighieri, o al menos eso dice Bonturo…
—Bueno, no es exacto… —respondió Giovanni—. Es decir…, hablando sinceramente, no sé de quién soy hijo. Mi madre se llamaba Viola…
—Ah,
quella ch'è sul numer de le trenta…
(«con la que es la trigésima»)
[52]
. Lo sabemos todo, Bonturo y yo siempre lo sabemos todo… Pero veréis, debo confesaros algo: don Dati no está muy contento de saber que circuláis a vuestro antojo por esta ciudad, de la que me consta que habéis sido expulsado…
—No exactamente —respondió—. El acta notarial que me declaraba hijo de Alighieri ha sido revocada, y después…
—¿Sí?
—Y después el poeta murió…
Don Mone levantó las cejas y lo miró sin fijarse en él, como quien está absorto en otros pensamientos. Después le preguntó:
—¿Y cómo es que estáis por aquí, señor Giovanni?
El de Lucca, que estaba mirándolo a los ojos, advirtió de repente el resurgir de su mirada como un hielo sumergido que sale a la superficie de un lago. Improvisó una mentira:
—Por cuenta de un mercader boloñés que me ha encargado venir a Florencia, a la boca del lobo…, o acaso debería decir de la loba… —don Mone reaccionó a la cita con una mirada de desprecio—, un mercader —prosiguió Giovanni— que, preocupado por el futuro de sus negocios y no sabiendo cómo invertir los beneficios de su empresa, dado que hiede a agua estancada, me ha encargado venir aquí a estudiar el clima que se respira en el mundo de las finanzas florentinas. Está convencido, y quizá tenga razón, de que lo que debe suceder sucederá primero aquí y después en el resto de Italia. ¿Tenéis vos, señor, algún consejo que darle?