Read El hombre demolido Online
Authors: Alfred Bester
Se trataba sólo de un bastidor de papel alveolado que se movía acompasadamente y en sentido contrario al de un dispositivo exterior. Cada vez que ambos coincidían, el bastidor lanzaba una luz brillante. La caja fuerte sólo podía abrirse mediante las huellas digitales irreproducibles del índice izquierdo de Reich.
Reich colocó la punta del dedo en el centro luminoso. La luz se apagó y apareció el bastidor de papel. Sin sacar el dedo, Reich extendió la mano derecha y extrajo una libreta negra y un sobre rojo. Separó el dedo índice y el dispositivo comenzó a oscilar nuevamente.
Reich hojeó las páginas de la libreta… ABDUCCIÓN… ANARQUISTAS… COHECHO (PROBADO)… COHECHO (POTENCIAL), VÉASE POTENCIAL… Encontró los nombres de cincuenta y siete individuos prominentes. Uno era el doctor ésper 1 Augustus Tate. Reich movió afirmativamente la cabeza, satisfecho.
Desgarró el sobre rojo y examinó su contenido. Eran cinco hojas cuidadosamente manuscritas de varios siglos de antigüedad. Se trataba de un mensaje del fundador de Monarch y el clan Reich. Cuatro de las hojas tenían los siguientes títulos: PLAN A, PLAN B, PLAN C, PLAN D. La quinta estaba encabezada por la palabra INTRODUCCIÓN. Reich leyó lentamente la antigua y adornada escritura cursiva:
A aquellos que me seguirán: Prueba máxima de inteligencia es rehusarse a investigar lo obvio. Si habéis abierto este sobre estaréis de acuerdo conmigo. He preparado cuatro planes criminales que pueden ayudaros. Os los entrego como parte de la herencia de Reich. Son sólo lineamientos. Vosotros pondréis los detalles requeridos por la época, el ambiente y la necesidad. Consejo: la esencia del crimen es siempre la misma. El conflicto entre el asesino y la sociedad, con la víctima como premio, perdurará a través de los tiempos. Y el ABC del conflicto con la sociedad nunca dejará de existir. Sed audaces, sed bravos, confiad en vosotros mismos y no fracasaréis. Contra estos bienes la sociedad no tiene defensa.
Geoffry Reich
Reich hojeó lentamente los planes, admirando al primero de sus antecesores que había sabido prevenir cualquier posible emergencia. Los planes eran anticuados, pero encendían la imaginación. Y las ideas comenzaron a formarse en la mente de Reich, y fueron consideradas, descartadas y reemplazadas enseguida. Una frase le llamó la atención.
Si crees ser un asesino por naturaleza, evita planear con excesivo cuidado. Deja casi todo a tu instinto. La inteligencia puede fallarte, pero el instinto es invencible.
–El instinto del crimen –murmuró Reich–. Por Dios, yo tengo eso.
El teléfono sonó una vez y la registradora automática comenzó a funcionar. Se oyó un breve chirrido y una cinta surgió de la grabadora. Reich se acercó rápidamente al escritorio y examinó la cinta. El mensaje era corto y mortal:
CÓDIGO A REICH: RESPUESTA WWHG.
–WWHG. «Oferta rechazada.» ¡Rechazada! ¡RECHAZADA! ¡Lo sabía! –gritó Reich–. Muy bien, DʼCourtney. Si no quieres la unión tendrás el crimen.
Augustus Tate, doctor E 1, recibía 1.000 créditos por hora de análisis…, no demasiado, ya que era difícil que un paciente necesitara más de una hora del devastador tiempo de Tate. Pero estos horarios elevaban sus entradas a 8.000 créditos por día y a más de 2 millones por año. Muy pocos sabían qué proporción de esa suma pasaba al gremio ésper para facilitar la educación de otros telépatas y el progreso del plan eugenésico que extendería la telepatía a todo el mundo. Entre esos pocos se contaba Tate, y el 95% que entregaba al gremio le molestaba sobremanera. Consecuentemente pertenecía a la «Liga de Patriotas Ésper», grupo político de extrema derecha dedicado a la preservación de la autocracia y los ingresos de los ésperes de más alta categoría. Esta afiliación lo había colocado en el rubro COHECHO (POTENCIAL) en la libreta de Reich.
Reich entró marcando el paso en el exquisito consultorio de Tate y echando una rápida mirada a la menuda silueta del médico…, una figura un poco desproporcionada, pero corregida cuidadosamente por los sastres. Se sentó y lanzó un gruñido:
–Míreme, rápido.
Clavó la mirada en Tate mientras el elegante doctorcito lo examinaba con ojos brillantes y decía con rápidas explosiones:
–Usted es Ben Reich de Monarch. Firma de diez billones de créditos. Piensa que yo lo conozco. Lo conozco. Está envuelto en una lucha sin cuartel con la sociedad DʼCourtney. ¿No es cierto? Odia inmensamente a DʼCourtney. Le ofreció una unión esta mañana. Mensaje en código: YYJI TTED RRCB UUFE QQBA AALK. Oferta rechazada. ¿No es cierto? Desesperado, resolvió…
Tate se detuvo de pronto.
–Adelante –dijo Reich.
–Asesinar a Craye DʼCourtney como primera medida para dominar su monopolio… Quiere usted ayuda… Señor Reich, ¡esto es ridículo! Si sigue pensando así tendré que denunciarlo. Ya conoce la ley.
–Aclaremos las cosas, doctor. Va a ayudarme a quebrantar la ley.
–No, señor Reich. No puedo hacerlo.
–¿Y lo dice usted? ¿Un ésper de primera clase? ¿Y yo tendré que creerlo? ¿Tendré que creer que es usted incapaz de desafiar a cualquier hombre, a un grupo cualquiera, a todo el mundo?
Tate sonrió.
–Azúcar para la mosca –dijo–. Un recurso característico de…
–Examíneme. Ganaremos tiempo. Lea en mi mente. Su habilidad. Mis recursos. Una combinación imbatible. ¡Mi Dios! Suerte tiene el mundo de que quiera cometer ese solo asesinato. Juntos podríamos arrasar el universo.
–No –dijo Tate con decisión–. No es posible. Tendré que denunciarlo, señor Reich.
–Espere. ¿Quiere saber cuánto le ofrezco? Míreme, bien adentro. ¿Cuánto quiero pagarle? ¿Cuál es mi oferta límite?
Tate cerró los ojos. El rostro de maniquí se le retorció dolorosamente. Luego miró a Reich, sorprendido.
–No puede ser –exclamó.
–Sí –gruñó Reich–. Y usted sabe, además, que es una oferta sincera, ¿no?
Tate movió afirmativamente y con lentitud la cabeza.
–Y no ignora que Monarch más DʼCourtney pueden hacer efectiva esta oferta.
–Casi le creo.
–Créame. He estado financiando su Liga de Patriotas durante cinco años. Si mira muy dentro de mí conocerá mis motivos. Odio a ese gremio maldito tanto como usted. La moral del gremio no es favorable a los negocios…, no sirve para hacer dinero. La Liga podría vencer al gremio ésper…
–Conozco todo eso –dijo Tate lacónicamente.
–Con Monarch y DʼCourtney en mis bolsillos, yo no tendría que ayudar a la Liga de Patriotas. Haría algo mejor. Lo pondría a usted como presidente vitalicio de un nuevo gremio. Se lo garantizo incondicionalmente. Usted solo no lo logrará nunca, pero sí conmigo.
Tate cerró los ojos y murmuró:
–En estos últimos setenta y nueve años no ha sido posible premeditar con éxito un solo asesinato. Los ésperes impiden que haya intenciones ocultas. Y si alguien logra evitar a los ésperes antes del crimen, éstos descubren enseguida al culpable.
–El testimonio de un ésper no es válido ante la Corte.
–Es cierto, pero una vez que el telépata descubre al culpable, no tarda en encontrar pruebas objetivas. Lincoln Powell, el prefecto de policía de la división psicopática, es una amenaza mortal. –Tate abrió los ojos–. ¿Quiere usted olvidar esta conversación?
–No –gruñó Reich–. Antes examíneme bien. ¿Por qué han fracasado los asesinos? Porque los adivinadores del pensamiento gobiernan el mundo. ¿Qué puede detener a un telépata? Otro. Pero a ningún criminal se le ha ocurrido hasta ahora alquilar un buen telépata para anular los poderes de otros telépatas. Y si se le ha ocurrido alguna vez, no ha podido cerrar el trato. Yo puedo hacerlo.
–¿Puede de veras?
–Voy a lanzarme a una batalla –continuó Reich–.
Voy a tener una hermosa refriega con la sociedad. Reduzcamos esto a un problema estratégico y táctico. Mi problema es igual al de cualquier ejército. Audacia, bravura y confianza no bastan. Un ejército necesita un servicio de espionaje. La guerra se gana con ayuda del servicio de espionaje. Lo necesito a usted como agente secreto.
–Muy bien.
–Yo me encargaré de la lucha. Usted proveerá la información. Tendré que saber dónde estará DʼCourtney, dónde puedo dar el golpe, cuándo puedo darlo. El crimen es cosa mía, pero usted tendrá que decirme dónde y cuándo encontraré mi oportunidad.
–Comprendido.
–Ante todo, la invasión. Romper la red de defensas que rodea a DʼCourtney. Quiero decir que usted tendrá que reconocer el terreno. Tendrá que examinar a los normales, vigilar además a los telépatas, prevenirme e impedir que me lean la mente si yo no puedo evitarlos. Después del crimen iniciaré mi retirada a través de otra red de gente normal y mirones. Usted tendrá que quedarse en escena. Tendrá que descubrir de quién sospecha la policía, y por qué. Si sé que las sospechas están dirigidas hacia mí, podré encaminarlas hacia otro lado. Si están dirigidas hacia algún otro, trataré de confirmarlas. Con usted como espía, puedo llevar adelante esta guerra, y ganarla. ¿No es cierto? Míreme.
Al cabo de una larga pausa Tate dijo:
–Es cierto. Podemos hacerlo.
–¿Lo hará usted?
Tate titubeó, y al fin movió afirmativamente la cabeza.
–Sí, lo haré.
–Muy bien. He aquí mi plan. El escenario del crimen sería un juego antiguo que llamaban «la sardina». Tendría así oportunidad de acercarme a DʼCourtney, y he pensado en un truco para matarlo. Podría dispararle una vieja pistola silenciosa.
–Espere –dijo Tate vivamente–. ¿Cómo va a ocultar todo eso a los telépatas? Sólo puedo protegerlo cuando estoy con usted. Y no podré acompañarlo a todas partes.
–Puedo utilizar una barrera mental temporaria. En la callejuela Melody hay una autora de canciones que podría ayudarme.
–Quizá resulte –dijo Tate al cabo de un momento de examen–. Pero se me ocurre una cosa. Suponga que DʼCourtney esté vigilado. ¿Piensa matar también a sus guardaespaldas?
–No. Espero que no será necesario. Un fisiólogo llamado Jordan acaba de inventar un dispositivo visual soporífero. Pensábamos usarlo para disolver manifestaciones hostiles. Lo usaré con los guardias de DʼCourtney.
–Ya veo.
–Usted trabajará conmigo… reconociendo y espiando, pero ante todo necesito un informe. Cuando DʼCourtney viene a la ciudad es huésped, comúnmente, de María Beaumont.
–¿El Cadáver Dorado?
–La misma. Quiero que averigüe si DʼCourtney piensa instalarse nuevamente en casa de María. Todo depende de eso.
–Bastante fácil. Puedo enterarme del destino de DʼCourtney y de sus planes inmediatos. Esta noche hay una reunión en casa de Lincoln Powell. Es probable que asista el médico de DʼCourtney. Está de visita en la Tierra, por una semana. Comenzaré con él mi investigación.
–¿Y no teme usted a Powell?
Tate sonrió desdeñosamente.
–Si lo temiera, señor Reich, ¿me metería yo en este asunto? No me confunda. No soy Church.
–¡Church!
–Sí, no se haga el sorprendido. Church, ésper 2. Hace un año fue echado a puntapiés del gremio por mezclarse con usted en ciertas andanzas.
–Maldito sea. Lo sacó de mí mente, ¿eh?
–De su mente y de la historia.
–Bueno, esta vez no se repetirá. Usted es más duro y más listo que Church. ¿Necesita algo especial para la fiesta de Powell? ¿Mujeres? ¿Ropa? ¿Dinero? ¿Joyas? Llame a Monarch.
–Nada, pero se lo agradezco mucho.
–Criminal, pero generoso, así soy yo.
Reich sonrió y se puso de pie para irse. No le tendió la mano a Tate.
–Señor Reich –dijo el telépata de pronto.
Reich se volvió desde la puerta.
–Los gritos seguirán. El hombre sin cara no es el símbolo del crimen.
–¿Qué? ¡Oh, Cristo! ¿Las pesadillas? ¿Todavía? Maldito mirón. ¿Cómo lo sabe? Cómo…
–No sea tonto. ¿Cree que puede jugar con un ésper 1?
–¿Quién está jugando, bastardo? ¿Qué hay de las pesadillas?
–No, señor Reich. No se lo diré. Dudo que nadie, a no ser un ésper 1, pueda decírselo, y después de esta entrevista no se atreverá usted a consultar a otro.
–¡En nombre de Dios, hombre! ¿No va usted a ayudarme?
–No, señor Reich. –Tate sonrió maliciosamente–. Ésta será mi arma. Nos pone a la par. Equilibrio de poderes, ya sabe. Una mutua dependencia asegura una mutua confianza. Criminal, pero mirón, así soy yo.
Como todos los ésperes de la categoría superior, Lincoln Power, doctor, vivía en una casa privada. No se trataba de un lujo conspicuo, sino de un problema de intimidad. La transmisión del pensamiento era demasiado débil para atravesar las paredes de ladrillo, pero los materiales plásticos de las casas de vecindad no lograban impedir el paso de las ondas. Para un telépata, vivir en un edificio colectivo era como vivir en un infierno.
Powell, prefecto de policía, podía permitirse una casita de piedra en el terraplén de Hudson, con vista al río North.
Había sólo cuatro habitaciones: en el piso superior, estudio y dormitorio; en la planta baja, sala y cocina. Como la mayor parte de sus colegas, Powell necesitaba grandes dosis de soledad. Prefería por lo tanto ocuparse él mismo de las tareas domésticas. En ese momento se encontraba en la cocina, vigilando las señales modificadoras del aparato de refrescos, silbando una quejosa y entrecortada melodía.
Era un hombre delgado, entre los treinta y cuarenta años de edad, alto, descuidado, y de movimientos lentos. Tenía una boca ancha, que parecía estar siempre a punto de abrirse en una carcajada; pero en ese instante su expresión era desalentada y triste. Powell estaba recordándose a sí mismo sus peores locuras y estupideces.
La esencia de un ésper es su sensibilidad. Su carácter toma enseguida el color del ambiente. Las reacciones de Powell, que tenía un considerable sentido del humor, eran siempre exageradas. Tenía ataques de lo que él llamaba humor del «niño deshonesto». Alguien le hacía una pregunta inocente, y el «niño deshonesto» reaccionaba al instante. Su hirviente imaginación cocinaba las más extravagantes historias y las servía con una calmosa sinceridad. Powell no podía resistirse a ese mentiroso interior.
Esa tarde, por ejemplo, el comisionado Crabbe le había hecho unas cuantas preguntas a propósito de un rutinario caso de chantaje. La mala pronunciación de un nombre había bastado para que Powell se lanzara a fabricar una dramática historia que incluía un falso crimen, una peligrosa redada nocturna y el heroísmo del imaginario teniente Kopenick. Ahora el comisionado quería premiar a Kopenick con una medalla.