Read El hombre demolido Online
Authors: Alfred Bester
–Lo pensaré –murmuró Reich y se volvió para irse. Cuando abría la puerta, Breen lo llamó:
–Antes de que se vaya… «Transportamos a usted a los transportes» es el lema del monopolio de DʼCourtney. ¿Qué relación tiene esto con la transformación de diadema en dilema? Piénselo.
–¡El hombre sin cara!
Sin detenerse, Reich dio un portazo, separando su mente de la de Breen, y corrió tambaleándose por el pasillo hacia sus habitaciones. Se sentía invadido por una ola de odio.
–Tiene razón. Es DʼCourtney quien me hace gritar. No porque le tenga miedo. Tengo miedo de mí mismo. Lo supe siempre. Estaba ahí, en lo más hondo. Sabía que cuando me enfrentara con ese hijo de perra tendría que matarlo. No tiene cara. Tiene la cara del crimen.
Totalmente vestido, y malhumorado, Reich salió de su casa como una tromba y bajó a la calle. Una saltadora Monarch lo llevó graciosamente de un solo salto hasta el gigantesco edificio que albergaba los centenares de oficinas y los miles de empleados de la central neoyorquina de Monarch. El edificio Monarch era el sistema nervioso central de una corporación de increíble tamaño; una pirámide de transportes, comunicaciones, industrias pesadas, manufacturas, distribución de ventas, investigación, exploración, importación. Bienes & Utilidades Monarch, S.A., compraba y vendía, cedía y comerciaba, fabricaba y destruía. Su red de compañías principales y subsidiarias era tan compleja que un contador ésper de segunda clase dedicaba todas sus horas a seguir el curso laberíntico de esos intereses.
Reich entró en su oficina, seguido por su secretaria privada (ésper 3) y sus ayudantes, cargados con el trabajo de la mañana.
–Échenlo ahí, y fuera –gruñó.
Los hombres depositaron sobre el escritorio los papeles y los cristales grabados y salieron deprisa, pero sin rencor. Estaban acostumbrados a estas tormentas. Reich se sentó ante su escritorio temblando de furia y ya dispuesto a asestar un último golpe a DʼCourtney. Al fin murmuró:
–Le daré al bastardo una nueva oportunidad.
Hizo girar la llave del escritorio, abrió la gaveta y extrajo el Código de la Dirección, libro que sólo podían usar los directores de las firmas clasificadas por Lloyds como A-1-*. En la mitad del libro encontró casi todo el material necesario.
QQBA --- COMPAÑÍA
RRCB --- NUESTROS
SSDC --- VUESTROS
TTED --- UNIÓN
UUFE --- INTERESES
WGE --- INFORMACIÓN
WWHG --- OFERTA ACEPTADA
XXIH --- LLAMADO
YYJ1 --- SUGIERO
ZZKJ --- CONFIDENCIAL
AALK --- ÚNICA
BBML --- CONTRATO
Sin cerrar el libro, Reich dio un capirotazo al teléfono-v y le dijo a la imagen de la operadora interna:
–Comuníqueme con Código.
La pantalla brilló unos instantes y mostró una brumosa habitación abarrotada de libros y bobinas grabadoras. Un hombre pálido, de camisa descolorida, lanzó una mirada a la pantalla y saltó de su asiento.
–¿Sí, señor Reich?
–Buenos días, Hassop. Tiene usted mala cara. Me parece que necesitaría unas vacaciones. –Elige a tus enemigos–. Pásese una semana en Espaciolandia. Los gastos a cuenta de Monarch.
–Gracias, señor Reich. Muchas gracias, de veras.
–Esto es confidencial. A Craye DʼCourtney. Envíe… –Reich consultó el Código–. Envíe YYJI TTED RRCB UUFE QQBA AALK. Consígame una respuesta tipo cohete. ¿Entendido?
–Entendido, señor Reich. A toda máquina.
Reich cortó la comunicación. Metió la mano en la pila de papeles y cristales que se amontonaban en su escritorio, sacó un cristal y lo introdujo en la máquina reproductora.
La voz de su secretaria privada dijo:
–Monarch, baja, dos puntos uno uno tres cuatro por ciento. Craye DʼCourtney, suba, dos puntos uno uno tres por ciento…
–¡Maldito sea! –rugió Reich–. ¡De mi bolsillo al suyo!
Paró la reproductora y se incorporó, agitado por una agonía de impaciencia. La respuesta tardaría en llegar, y toda su vida dependía ahora de DʼCourtney. Dejó la oficina y comenzó a pasearse por los departamentos del edificio, simulando la implacable supervisión personal de costumbre. Su secretaria ésper lo seguía silenciosamente, como un perro entrenado.
–
¡Perra de circo!
–pensó Reich. Y enseguida, en voz alta–: Lo siento. ¿Recogió eso?
–No es nada, señor Reich. Comprendo.
–¿Comprende? Yo no. ¡Condenado DʼCourtney!
En la sección Personal estaban probando, examinando y filtrando la masa usual de candidatos a empleos…, escribientes, técnicos, especialistas, administradores, expertos de primera clase. Las eliminaciones preliminares se efectuaban por medio de pruebas e interrogatorios que nunca dejaban satisfecho al jefe de personal ésper. En el momento en que Reich entraba en la oficina, el jefe corría de un lado a otro dominado por una furia glacial. Que la secretaria de Reich le hubiese anunciado telepáticamente la visita, no le importaba en absoluto.
–He reservado una entrevista final de diez minutos para cada solicitante –estaba diciéndole a uno de sus empleados–. Seis por hora y cuarenta y ocho por día. Si mi porcentaje de rechazados no baja de treinta y cinco, estoy perdiendo el tiempo, lo que significa que usted está perdiendo el tiempo de Monarch. Monarch no me ha tomado para examinar a los inútiles. Ése es su trabajo. Cumpla con él. –El jefe se volvió hacia Reich y lo saludó con un pedantesco movimiento de cabeza–. Buenos días, señor Reich.
–Buenas. ¿Alguna dificultad?
–Nada insalvable si estos empleados comprendiesen que la percepción extrasensorial no es un milagro sino una habilidad sujeta a los límites de la jornada de trabajo. ¿Y qué ha decidido usted acerca de Blonn, señor Reich?
La secretaria:
–Todavía no ha leído su memorándum.
–Tendré que advertirle, joven, que si no me usan con el máximo de eficiencia no sirvo para nada. Ese memorándum ha estado sobre el escritorio del señor Reich durante tres días.
–¿Quién demonios es Blonn? –preguntó Reich.
–Ante todo, el fondo del asunto, señor Reich: nuestro gremio agrupa cien mil ésperes de tercera clase. Un ésper 3 puede ver los pensamientos conscientes, puede descubrir qué piensa un sujeto en determinado momento. Un ésper tercero pertenece a la clase inferior de los telépatas. La mayoría de los puestos de seguridad de Monarch están ocupados por ésperes 3. Unos quinientos…
–El señor Reich ya sabe todo eso. ¡Vaya al grano, pesado!
–Permítame, si es posible, que vaya al grano a mi manera.
–Hay, luego, unos diez mil ésperes de segunda clase –continuó diciendo fríamente el jefe de personal–. Son expertos, como yo, que pueden ver, a través de la mente consciente, el preconsciente. La mayoría son profesionales…, físicos, abogados, ingenieros, educadores, economistas, arquitectos, etc.
–Y todos cuestan una fortuna –gruñó Reich.
–¿Por qué no? Vendemos servicios únicos. Monarch se da cuenta. Monarch emplea en la actualidad más de cien ésperes 2.
–¿Comenzará a hablar de una vez?
–Finalmente hay menos de mil ésperes de primera clase. Los ésperes 1 pueden ver a través de las capas conscientes y preconscientes hasta el inconsciente…, la capa más inferior. Deseos básicos y primitivos, y cosas parecidas. Estos hombres, como es natural, ocupan puestos privilegiados. Educación, servicio médico especial…, analistas como Tate, Gart, @kins, Moselle…, criminalistas como Lincoln Powell de la división psicopática…, analistas políticos, negociantes de Estado, consejeros especiales, etc. Hasta hoy Monarch no ha tenido ocasión de alquilar a un ésper 1.
–¿Y? –murmuró Reich.
–La ocasión ha llegado, señor Reich. Creo que Blonn estará disponible. Es decir…
–Al fin.
–Es decir, señor Reich, que Monarch ha estado empleando a tantos ésperes que sugiero la instalación de un departamento de personal ésper dirigido por uno de primera clase como Blonn, para que se dedique a entrevistar a telépatas.
–Se está preguntando por qué no puede hacerlo usted.
–Le he explicado todo para que vea por qué no puedo hacerlo yo, señor Reich. Soy un ésper de segunda clase. Puedo leer el pensamiento de los candidatos comunes con rapidez y eficiencia, pero no puedo hacer lo mismo con los otros ésperes. Todos los telépatas están acostumbrados a levantar barreras mentales, de distinta eficacia, de acuerdo con su categoría. Entrevistar exitosamente a un ésper 3 me llevaría una hora. En uno de segunda clase tendría que emplear tres horas. Y no podría entrar en la mente de un ésper 1. Tenemos que recurrir a alguien como Blonn para hacer este trabajo. El costo sería enorme, por supuesto, pero la necesidad es urgente.
–¿Qué es urgente?
–¡Por todos los cielos! ¡No le presente ese cuadro! No es nada divertido. Lo está alarmando de veras. Y ya estaba bastante molesto.
–
Tengo que hacerlo, señora.
Pues bien, no estamos empleando a los mejores ésperes. La compañía DʼCourtney nos está robando la crema de los telépatas. Una y otra vez DʼCourtney nos ha obligado a alquilar a gente inferior, mientras él se apropiaba tranquilamente de los mejores.
–¡Maldita sea! –gritó Reich–. Maldito sea DʼCourtney. Muy bien. Arréglelo. Y dígale a ese Blonn que comience a robarle gente a DʼCourtney. Y usted haga lo mismo.
Reich abandonó el departamento y se dirigió a la sección Ventas. Allí lo estaba esperando una noticia igualmente desagradable. Monarch estaba perdiendo su pelea con el monopolio DʼCourtney. En todos los sectores: publicidad, ingeniería, investigación, clientela. No era posible esconder la derrota. Reich comprendió que lo habían arrinconado.
Volvió a su oficina y se paseó furioso durante cinco minutos.
–Todo es inútil –murmuró–. Tendré que matarlo. No aceptará la unión. ¿Por qué tendría que hacerlo? Me ha dado una paliza y lo sabe. Tendré que matarlo y necesito ayuda. La ayuda de un mirón.
Movió la llave del teléfono y le dijo a la operadora:
–La sala de recreos.
Un salón centelleante con decoraciones de cromo y esmaltes, y equipado con mesas de juego y un bar, llenó la pantalla. Era, en realidad, el cuartel central de la poderosa división de espionaje de la casa Monarch. El director, un barbudo universitario llamado West, alzó los ojos de un problema de ajedrez.
–Buenos días, señor Reich.
Prevenido por ese formal «señor», Reich dijo:
–Buenos días, señor West. Una pregunta de rutina. Paternalismo, ya sabe. ¿Cómo van las diversiones?
–Suavemente, señor Reich. Sin embargo tengo de qué quejarme, señor. Creo que se juega demasiado estos días. –West continuó con voz meliflua hasta que dos honestos empleados de Monarch terminaron inocentemente sus bebidas y salieron de la sala. West se dejó caer en su asiento–. Campo libre, Ben. Adelante.
–¿Ha descifrado Hassop el código confidencial, Ellery?
El hombre sacudió negativamente la cabeza.
–¿Está en eso?
West sonrió e hizo un gesto afirmativo.
–¿Dónde está DʼCourtney?
–En camino hacia la Tierra a bordo del Astra.
–¿Conoces sus planes? ¿Sabes dónde va a instalarse?
–No. ¿Quieres que lo averigüemos?
–No lo sé. Depende…
–¿Depende de qué? –West lo miró con curiosidad–. Me gustaría que las ondas telepáticas pudieran transmitirse por teléfono. Quisiera saber qué piensas.
Reich sonrió forzadamente.
–Gracias a Dios, hay teléfono. Por lo menos tenemos esa protección… ¿Qué opinas del crimen, Ellery?
–Lo común.
–¿Lo común en dónde?
–En el gremio. Al gremio no le gustan los crímenes, Ben.
–¿Pero por qué te preocupas tanto por el gremio de los ésperes? Conoces el valor del dinero, del éxito. ¿Por qué permites que el gremio piense por ti?
–No entiendes. Hemos nacido en el gremio. Vivimos con él. Morimos en él. Tenemos el derecho de elegir a nuestros dirigentes, y eso basta. El gremio guía nuestras vidas profesionales. Nos entrena, nos gradúa, nos impone ciertas normas éticas, y cuida de que las cumplamos. Nos protege para que protejamos al hombre común, como en las sociedades médicas. Tenemos un equivalente del juramento hipocrático: votos ésperes. Dios proteja a quien se atreva a romperlos… como, me parece, me sugieres que haga.
–Quizá –dijo Reich con firmeza–. Quizá piense que te convendría romper esos votos. Quizá piense en el dinero…, una suma que tú o cualquier otro ésper de segunda clase no podría reunir en su vida.
–Olvídate, Ben. No me interesa.
–Imagina que rompas tus votos. ¿Qué pasa entonces?
–El ostracismo.
–¿Eso es todo? ¿Es tan terrible? ¿Con una fortuna en tus bolsillos? Algunos telépatas inteligentes se han separado alguna vez del gremio. Han sido expulsados. ¿Y qué? Despierta, Ellery.
West sonrió cansadamente.
–No entiendes, Ben.
–Házmelo entender.
–Esos individuos que mencionas…, como Jerry Church, no fueron tan listos. Es como… –West reflexionó unos instantes–. Antes de que la cirugía se desarrollase de veras los médicos formaban un grupo llamado de los sordomudos.
–¿No oían, no hablaban?
–Eso es. Se comunicaban por señas. Es decir, que sólo se podían comunicar con otros sordomudos. ¿Comprendes? Tenían que vivir en su propia comunidad, o no vivir simplemente. Un hombre se vuelve loco si no puede hablar con sus amigos.
–Algunos se confabularon y exigieron de los otros sordomudos una contribución semanal. Y la víctima pagaba. Había que elegir entre pagar o vivir en la soledad hasta enloquecerse.
–¿Quieres decir que sois como sordomudos?
–No, Ben. Los sordomudos sois vosotros, la gente normal. Si tuviésemos que vivir nada más que con vosotros, enloqueceríamos. Así que déjame. Si estás tramando algo sucio, no quiero saberlo.
West cortó la comunicación ante las narices de Reich. Con un rugido de furia, Reich tomó un pisapapeles de oro y lo lanzó contra la pantalla. Antes de que los fragmentos terminaran de caer, ya estaba en el corredor en camino hacia la calle.
Su secretaria ésper sabía a dónde iba. Su chofer ésper sabía a dónde quería ir. Reich entró en sus habitaciones y fue recibido por su mayordomo ésper, a quien anunció instantáneamente el almuerzo y movió las perillas que prepararían la comida de acuerdo con los inexpresados deseos de Reich. Sintiéndose un poco menos furioso, Reich entró silenciosamente en su estudio y se dirigió hacia su caja fuerte: una luz débil en un rincón.