Read El hombre demolido Online
Authors: Alfred Bester
–¡Eh! Esto no está bien. Me han puesto una montaña delante.
–Nieva aquí. Mucho v-v-viento.
–Pantanos y (¡ay!) mosquitos en mi sector.
–Destacamento a Linc. Sector 21.
–Envíen la imagen.
–Aquí está…
–Lo siento. No sirve.
–Destacamento a Linc. Sector 9.
–Veamos la imagen.
–Ahí va…
–No. No sirve.
–Destacamento a Linc. Sector 17.
–Envíen una imagen.
–¡Eh! ¡Es un maldito oso!
–¡No corran! ¡Entablen negociaciones!
–Destacamento a Linc. Sector 12.
–Envíen imagen.
–Ahí va…
–No sirve.
–¡AAAAAA-chis!
–¿Ése es el viento?
–No, una nube que se desata.
–Destacamento a Linc. Sector 41.
–Envíen imagen.
–Aquí está.
–No son ellos.
–¿Qué hago con esa palmera?
–Trepe.
–No. No para subir. Para bajar.
–¿Cómo subió, excelencia?
–No sé. Me ayudó un alce.
–Destacamento a Linc. Sector 37.
–Veamos la imagen.
–Ahí va.
–No sirve.
–Destacamento a Linc. Sector 60.
–Adelante.
–Ésta es la imagen.
–Siga su camino.
–¿Cuánto tiempo tenemos que viajar?
–Nos llevan ocho horas de adelanto.
–No. Corrijo, señores. Salieron hace ocho horas, pero puede ser que no nos lleven tanto.
–Deletree eso. Linc.
–Es posible que Reich no haya viajado en línea recta. Puede haberse quedado en un lugar apropiado cerca de la entrada.
–¿Apropiado para qué?
–Para el crimen.
–Perdón. ¿Cómo se puede convencer a un tigre para que no lo devore a uno?
–Use psicología política.
–Use su barrera protectora, señor secretario.
–Destacamento a Linc. Sector 1.
–Envíe imagen, señor superintendente.
–Aquí está.
–Siga su camino. Son Reich y Hassop.
–¿QUÉ?
–No armen un alboroto. Que no sospechen nada. Sigan caminando. Cuando estén bastante lejos, doblen hacia el sector 2. Vuelvan todos a la entrada y váyanse a sus casas. Gracias a todos. De aquí en adelante me ocupo yo de este asunto.
–Déjenos asistir al crimen, Linc.
–No, esto necesita tacto. No quiero que Reich sepa que voy a raptar a Hassop. Todo tiene que ser lógico, natural e intachable. Una buena estafa.
–¿Y usted es el ladrón más hábil?
–¿Quién se robó el tiempo, Powell?
Los telépatas en retirada fueron empujados por una ola de vergüenza.
Este kilómetro cuadrado de la reserva era una selva húmeda, pantanosa, cerrada. Cuando cayó la noche, Powell se arrastró lentamente hacia la hoguera que Reich había encendido en un claro, a orillas de una laguna. El agua estaba infestada de hipopótamos, cocodrilos y murciélagos acuáticos. Los árboles y el suelo hervían de vida. La selvita era un salvaje tributo a la inteligencia de los ecólogos de la reserva, que habían reunido y equilibrado tantas fuerzas naturales sobre la punta de un alfiler. Y en homenaje a esa inteligencia, la barrera defensiva de Reich no dejaba de funcionar un momento.
Powell podía oír cómo los mosquitos golpeaban la pared exterior de la barrera. Un enjambre de insectos mayores se encaramaba por la pared invisible. Powell no podía arriesgarse a poner en funcionamiento su propia barrera. Estos dispositivos zumbaban ligeramente, y Reich tenía buenos oídos. Se inclinó adelante y examinó las mentes de los dos hombres.
Hassop estaba tranquilo, descansando, hasta un poco halagado por esa intimidad con su poderoso jefe, hasta un poco mareado por el hecho de que su recipiente de películas contuviese el destino de Reich. Reich, que trabajaba sin descanso en un arco tosco y fuerte, estaba planeando el accidente que eliminaría a Hassop. Ese arco, y el haz de flechas punzantes que se veía al lado de Reich, habían devorado aquellas ocho horas. No se puede matar a un hombre en un accidente de caza a menos que uno salga de caza.
Powell se arrodilló y se arrastró por el suelo. Sus sentidos apuntaron como alfileres hacia la mente de Reich. Se quedó petrificado cuando en la cabeza de Reich sonó «ALARMA». Reich se incorporó de un salto, con el arco preparado y una flecha en la cuerda, y clavó los ojos en la oscuridad.
–¿Qué pasa, Ben? –murmuró Hassop.
–No sé. Algo.
–¿Qué puede pasar? La barrera está funcionando, ¿no?
–A veces me olvido.
Reich se sentó otra vez y alimentó el fuego. Pero no se olvidaba de la barrera. El sagaz instinto del criminal estaba previniéndole, vagamente, persistentemente… Y Powell no pudo menos que maravillarse ante los intrincados mecanismos de defensa de la mente humana. Volvió a sondear a Reich. Reich estaba recurriendo mecánicamente a la melódica pantalla que asociaba con los momentos de crisis.
Más tensión, dijo el tensor. Más tensión, dijo el tensor. Tensión, compresión y comienza la disensión.
Detrás de esa pantalla, un torbellino… La creciente resolución de matar enseguida…, de matar con furia…, de destruir ahora a Hassop y arreglar más tarde las pruebas.
Cuando Reich tomó el arco y las flechas evitando mirar a su acompañante, y con la mente fija en el corazón que era su blanco, Powell se adelantó rápidamente. Antes de haber recorrido dos metros, la ALARMA volvió a estallar en la mente de Reich y éste volvió a incorporarse. Tomó de la hoguera una rama ardiente y la arrojó hacia la oscuridad que ocultaba a Powell. La idea y el acto fueron tan rápidos que Powell no pudo anticipar ese movimiento. Reich lo había descubierto casi, pero ahí estaba la barrera. Detuvo la rama ardiente en pleno vuelo y la hizo caer.
–¡Cristo! –gritó Reich, y se volvió bruscamente hacia Hassop.
–¿Qué pasa, Ben?
Reich estiró como respuesta el arco y apuntó al cuerpo de Hassop. Hassop se arrastró por el suelo.
–¡Ben, cuidado! ¡Me está apuntando!
Hassop saltó inesperadamente a un lado en el momento en que Reich soltaba la flecha.
–¡Ben! Por el amor de…
De pronto, Hassop comprendió la intención de Reich. Se dio vuelta, conteniendo un grito, y se alejó rápidamente del fuego mientras Reich le arrojaba otra flecha. Corriendo, desesperado, Hassop golpeó la barrera y retrocedió tambaleándose. Una flecha le pasó por encima del hombro y se hizo pedazos contra el muro invisible.
–¡Ben! –gritó Hassop.
–Hijo de perra –gruñó Reich, y le lanzó otro dardo.
Powell saltó hacia delante y llegó al borde de la barrera. No podía atravesarla. En su interior, en el otro extremo, Hassop corría gritando, y Reich lo seguía con una flecha preparada. Hassop volvió a estrellarse contra la barrera, cayó, se arrastró por el suelo, y se incorporó para huir otra vez como una rata acorralada. Reich lo seguía tenazmente.
–¡Jesús! –murmuró Powell. Dio un paso atrás, volviendo a la oscuridad, pensando desesperadamente. Los gritos de Hassop habían despertado la selva, y los rugidos y los ecos zumbaban en los oídos de Powell. Buscó la banda TP, sintiendo, tocando, percibiendo. No había nada más que terror ciego, instinto ciego a su alrededor. Los hipopótamos, mojados y pegajosos…, los cocodrilos, sordos, furiosos, hambrientos…, los murciélagos acuáticos, tan feroces como los rinocerontes, y dos veces más grandes… A medio kilómetro, la débil transmisión de los elefantes, los ciervos, los tigres.
–Vale la pena –se dijo a sí mismo–. Tengo que echar abajo la barrera protectora. Es la única solución.
Instaló sus pantallas en la superficie, ocultando todo excepto las ondas emocionales y transmitió:
Miedo, miedo, terror, miedo…,
dirigiendo la emoción a sus niveles más primitivos…
Miedo. Miedo. Terror. Miedo… MIEDO, HUYAN, TERROR, MIEDO, HUYAN, TERROR. ¡HUYAN!
Todos los pájaros huyeron, gritando. Los monos respondieron a los gritos y rompieron miles de ramas. De la laguna vino un fuego cerrado de húmedas explosiones mientras la manada de hipopótamos surgía del agua, ciega de terror. Los ensordecedores trompeteos de los elefantes y el trueno demoledor de sus pisadas sacudieron la selva. Reich oyó el ruido y se detuvo de pronto, ignorando a Hassop, que seguía corriendo de una pared a la otra.
Los hipopótamos golpearon la barrera en una ciega y atronadora embestida. Los siguieron los murciélagos acuáticos y los cocodrilos. Luego vinieron los elefantes. Luego los ciervos, las cebras, los antílopes…, pesadas y espesas manadas. Nunca había ocurrido nada semejante en la historia de la reserva. Y los fabricantes de la barrera protectora no habían previsto tampoco ese ataque en masa. La barrera de Reich cayó como si fuese de vidrio.
Los hipopótamos pisotearon el fuego, desparramaron las cenizas y las apagaron. Powell corrió en la oscuridad, tomó a Hassop por el brazo y arrastró a la estupefacta criatura a través del claro hasta los equipajes. Un casco lo hizo rodar por el suelo, pero no soltó a Hassop. Encontró el recipiente de la película. En la total oscuridad, Powell trató de modificar las ondas TP de los aterrorizados animales. Arrastrando a Hassop, se alejó del camino de las bestias. Detrás del grueso tronco de un
Lignum vitae
, se detuvo para tomar aliento y poner a salvo el film en su bolsillo. Hassop sollozaba aún. Powell sintió a Reich, a una cincuentena de metros, con la espalda apoyada en un árbol, y el arco y las flechas en las manos temblorosas. Estaba confundido, furioso, aterrorizado…, pero vivo todavía. Al fin y al cabo, Powell quería entregarlo vivo a la demolición.
Desatando su propia barrera, Powell la lanzó a través del claro hacia los restos del fuego, donde Reich podría encontrarla. Luego se volvió y llevó al aturdido jefe de la sección Códigos hacia la entrada de la reserva.
El caso Reich estaba listo para ser entregado en el despacho del fiscal del distrito. Powell esperaba que estuviese listo también para aquel cínico monstruo de sangre fría, sediento de hechos y pruebas: el Viejo Moisés. Powell y su camarilla se habían reunido en la oficina de Moisés. Habían instalado una mesa redonda en el centro y habían construido sobre ella un modelo transparente de las habitaciones claves de la casa Beaumont, habitadas por modelos en miniatura de las
dramatis personae
. La división de modelos del laboratorio había realizado un espléndido trabajo. Reich, Tate, María Beaumont y otros se movían con los ademanes característicos de los originales. A lo largo de la mesa se agrupaban los documentos preparados por el personal, listos para ser presentados a la máquina.
El Viejo Moisés ocupaba toda la pared circular de la gigantesca oficina. Los ojos multitudinarios parpadeaban y miraban fríamente. Sus recuerdos multitudinarios chirriaban y zumbaban. La boca, el cono de un altavoz, estaba bien abierta en una expresión de asombro ante la estupidez humana. Las manos, las teclas de una máquina de escribir múltiple, se alzaban sobre una cinta de papel, listas para martillar pensamientos lógicos. Moisés era la computadora Mosaico Múltiple de la oficina del fiscal del distrito, y sus temibles decisiones vigilaban la preparación, la presentación y la prosecución de todos los casos policiales.
–No molestaremos a Moisés en un principio –dijo Powell al fiscal–. Miremos antes los modelos y comparemos la acción con el plan del crimen. Su personal tiene consigo las hojas de tiempos. Obsérvelas mientras los muñecos se mueven. Si advierte algo que hayamos pasado por alto, haga una nota y lo tendremos en cuenta.
Powell hizo una seña con la cabeza a De Santis, el acosado jefe del laboratorio, quien preguntó con una voz alambicada:
–¿Uno a uno?
–Un poco rápido. Mejor uno a dos. Velocidad reducida en un cincuenta por ciento.
–Los muñecos parecerán irreales a esa velocidad –gruñó De Santis–. No les hará justicia. Trabajamos como esclavos durante dos semanas y ahora usted…
–No importa. Ya los admiraremos más tarde.
De Santis pareció a punto de rebelarse, y al fin tocó un botón. Instantáneamente el modelo se iluminó y los muñecos se animaron. La sección Acústica había preparado un fondo sonoro. Se oyó un murmullo de música, risas y charlas. En la sala central de la casa Beaumont, un modelo neumático de María Beaumont subió lentamente a una plataforma con un librito en la mano.
–En este momento son las 11:09 –dijo Powell al personal de la fiscalía–. Miren el reloj sobre el modelo. Está sincronizado con la acción lenta.
En un arrebatado silencio, la división legal estudió la escena y tomó algunas notas mientras los modelos reproducían las acciones de la fiesta fatal. Una vez más María Beaumont leyó las reglas del juego de la sardina desde la plataforma de la sala. Las luces se debilitaron hasta apagarse. Ben Reich se abrió paso lentamente a través de la sala hasta el salón de música, subió las escaleras que llevaban a la galería de cuadros, pasó a través de las puertas de bronce que conducían al cuarto de la orquídea, encegueció y paralizó a los guardias, y entró en la alcoba.
Y otra vez Ben Reich se enfrentó con DʼCourtney, cerró la puerta, sacó un horrible cuchillo-revólver del bolsillo y abrió con la hoja de acero la boca de DʼCourtney. El viejo debilitado no ofreció resistencia. Y otra vez volvió a abrirse la puerta de la alcoba y apareció nuevamente Barbara DʼCourtney vestida con una túnica blanca como la escarcha, transparente. Y la muchacha y Reich lucharon evitándose, hasta que Reich le hizo saltar la nuca a DʼCourtney disparándole un tiro en el interior de la boca.
–Obtuve esta escena de la muchacha DʼCourtney –murmuró Powell–. Le leí la mente. Es auténtica.
Barbara DʼCourtney se arrastró hasta el cadáver de su padre, tomó el revólver y salió corriendo del cuarto de la orquídea seguida por Reich. El hombre la persiguió por la casa en sombras y la perdió de vista en el momento en que la muchacha salía a la calle. Luego Reich se encontró con Tate, y juntos se dirigieron al cuarto de proyecciones fingiendo jugar a la sardina. El drama llegó a su fin con la subida de los huéspedes al cuarto de la orquídea. Los muñecos se abalanzaron a rodear el menudo cadáver. Allí se quedaron, inmóviles, formando una escena grotesca.
Hubo un largo silencio mientras los empleados de la fiscalía digerían el drama.
–Muy bien –dijo Powell–. Ése es el cuadro. Ahora veamos los datos que le entregaremos a Moisés para que nos dé una opinión. Primero, oportunidad. No negarán que el juego de la sardina dio a Reich una oportunidad perfecta.