Read El hombre demolido Online
Authors: Alfred Bester
–¡Papá! –gritó la muchacha–. ¡En nombre de Dios! ¡Papá!
La joven corrió hacia DʼCourtney. Reich se interpuso rápidamente entre ellos, sin soltar al viejo. La muchacha se detuvo, dio un paso atrás, y se lanzó hacia Reich por la izquierda, gritando. Reich giró sobre sí mismo amenazándola con el estilete. La joven lo eludió, pero estaba ahora del otro lado de la cama. Reich introdujo la punta del estilete entre los dientes del viejo y trató de abrirle las mandíbulas.
–¡No! –gritó la muchacha–. ¡No! ¡Por el amor de Dios! ¡Papá!
Corrió tambaleándose alrededor de la cama y se dirigió otra vez hacia su padre. Reich metió el cañón del revólver en la boca de DʼCourtney y apretó el gatillo. Se oyó una explosión apagada y de la nuca de DʼCourtney brotó un chorro de sangre. Reich dejó caer el cuerpo y saltó hacia la muchacha. La muchacha comenzó a gritar tratando de librarse del brazo de Reich.
Reich y la joven gritaban ahora juntos. Reich se sacudió con unos espasmos galvánicos que le obligaron a soltarla. La joven cayó hacia delante, de rodillas, y se arrastró hasta el cuerpo. Gimiendo de dolor, arrancó el revólver de la boca de DʼCourtney. Luego se inclinó sobre el cadáver y se quedó mirando, inmóvil, en silencio, aquel rostro de cera.
Reich jadeó y se golpeó dolorosamente los nudillos, unos contra otros. Cuando comenzó a apagarse aquel rugido que sentía en el interior de la cabeza, se acercó a la muchacha tratando de alterar rápidamente sus planes. No había contado con un testigo. Nadie había mencionado una hija. ¡Maldito Tate! ¿Tendría que matarla? Tendría que…
La muchacha se dio vuelta y le lanzó una mirada de terror por encima del hombro. Otra vez aquel relámpago de rubios cabellos, ojos oscuros, cejas oscuras, belleza salvaje. La muchacha se incorporó de un salto y se libró rápidamente del flojo abrazo de Reich, corrió hacia la puerta enjoyada, la abrió y salió a la antecámara. Antes que la puerta volviera a cerrarse, Reich vio a los guardias, todavía hundidos en sus asientos, y a la muchacha que corría silenciosamente, escaleras abajo, con el revólver en la mano…, con la demolición en la mano.
Reich al fin pudo moverse. La sangre entorpecida comenzó a latirle otra vez en las venas. En tres saltos alcanzó la puerta y se precipitó por los escalones que llevaban a la galería. No había nadie, pero la puerta del corredor se estaba cerrando. Y seguía el silencio. Ninguna alarma. ¿Cuándo se llenaría la casa de gritos?
Corrió por la galería y entró en el corredor. La oscuridad era total. Avanzó a ciegas, llegó a las escaleras que llevaban a la sala de música, y volvió a detenerse. Ningún sonido todavía. Ninguna alarma.
Descendió por la escalera. El oscuro silencio era terrible. ¿Por qué no gritaba la muchacha? Reich se dirigió hacia uno de los arcos. Estaba ya en la sala principal; podía oír el murmullo del agua en las fuentes. ¿Dónde estaba la muchacha? ¿En qué lugar de aquel oscuro silencio? ¿Y el revólver? ¡Cristo! ¡Aquel tramposo revólver!
Una mano le tocó el brazo. Reich dio un salto. Se oyó la débil voz de Tate:
–He estado vigilándolo todo. Le llevó a usted exactamente…
–¡Hijo de perra! –estalló Reich–. Hay una hija. ¿Cómo no…?
–Un momento –interrumpió Tate–. Permítame.
Luego de quince segundos de quemante silencio Tate comenzó a temblar. Con una voz aterrorizada lloriqueó:
–Dios mío. Oh, Dios mío…
El terror de Tate fue el catalizador. Reich volvió a dominarse. Comenzó a pensar otra vez:
–Cállese –gruñó–. No es la demolición todavía.
–Tendrá que matarla también, Reich. Tendrá que…
–Cállese. Encuéntrela primero. Examine la casa. Localícela. Estaré esperándolo junto a la fuente. ¡Corra!
Apartó a Tate y se encaminó tambaleándose hacia la fuente. Se inclinó sobre el borde de jaspe y se mojó la cara. Era borgoña. Se enjugó la cara sin prestar atención a los apagados sonidos que venían del otro lado de la fuente. Alguno, o algunos, se estaban bañando en el vino.
Reich reflexionó con rapidez. Había que localizar a la muchacha y darle muerte. Podría matarla con el revólver, si todavía lo llevaba encima. ¿Y si no? ¿Qué hacer? ¿Estrangularla? No… El vino. La muchacha vestía sólo aquella túnica. Sacársela sería fácil. La encontrarían ahogada en la fuente… Otro huésped que se había dado un baño de vino demasiado largo. Pero tenía que ser pronto… pronto… pronto… Antes de que terminase esa condenada sardina. ¿Dónde estaba Tate? ¿Dónde estaba la muchacha?
Tate llegó sin aliento, trastabillando en la oscuridad.
–¿Y bien?
–Se ha ido.
–No ha tardado mucho en averiguarlo. Si esto es una traición…
–¿A quién voy a traicionar? Estoy tan comprometido como usted. Le digo que no está en la casa. Se ha ido.
–¿Alguien la vio?
–Nadie.
–¡Cristo! ¡Fuera de la casa!
–Será mejor que también nos vayamos.
–Sí, pero no podemos salir corriendo. Una vez afuera, tendremos toda la noche para encontrarla. Tenemos que irnos como si nada hubiese ocurrido. ¿Y el Cadáver Dorado? ¿Dónde está?
–En la sala de proyecciones.
–¿Viendo una función?
–No. Jugando a la sardina. Están casi todos allí, apretados como pescados en lata.
–Y nosotros perdidos en la oscuridad, ¿eh? Vamos.
Reich asió con fuerza el tembloroso codo de Tate y se dirigió con él hacia la sala de proyecciones. Mientras se iba acercando comenzó a gritar en tono quejoso:
–Eh. ¿Dónde están? ¡María! ¡Ma-rí-aaa! ¿Dónde están todos?
Tate lanzó un sollozo histérico. Reich lo sacudió bruscamente.
–¡Disimule! Saldremos de aquí dentro de cinco minutos. Luego podrá preocuparse.
–Pero si nos atrapan aquí no podremos encontrar a la muchacha. No…
–No nos atraparán. ABC, Gus. Audacia, bravura y confianza. –Reich empujó la puerta de la sala de proyección. Tampoco aquí había luces, pero se sentía la presencia de los cuerpos–. Hola –llamó Reich–. ¿Dónde están todos? Estoy solo.
Ninguna respuesta.
–María, estoy solo en la oscuridad.
Una risa contenida. Luego una carcajada.
–¡Querido, querido, querido! –exclamó María–. Te has perdido toda la diversión, mi amor.
–¿Dónde estás, María? Vengo a decirte buenas noches.
–Oh, no puedes irte ahora.
–Lo siento, querida. Es tarde. Tengo que estafar a un amigo mañana temprano. ¿Dónde estás, María?
–Sube al escenario, querido.
Reich bajó por el pasillo, buscó el pie de los escalones, y subió al escenario. Sintió a sus espaldas la fría superficie del globo proyector. Una voz dijo:
–Listo. Ya lo tenemos. ¡Luz!
Una luz blanca llenó el globo encegueciendo a Reich. Los huéspedes, sentados alrededor del escenario, comenzaron a reírse. Enseguida se oyó un murmullo de desilusión.
–Oh, Ben, has hecho trampa –chilló María–. Estás vestido. Eso no está bien. Hemos estado pescando a todos divinamente infraganti.
–Será otra vez, mi querida María. –Reich extendió la mano e inició el gracioso saludo de despedida–. Le agradezco respetuosamente, señora… –Calló sorprendido. En el brillante encaje blanco del puño acababa de aparecer una mancha roja.
En silencio, estupefacto, Reich vio que una segunda salpicadura roja, y una tercera, aparecían en el encaje. Recogió la mano, y ante él, sobre el escenario, estalló una gota roja, seguida por una lenta e inexorable corriente de rojizas gotitas.
–¡Sangre! –gritó María–. ¡Sangre! ¡Alguien está sangrando arriba! Por amor de Dios, Reich. No me dejes ahora. ¡Luz! ¡Luz! ¡Luz!
A las 12:30 a.m. la patrulla de emergencia llegó a la casa Beaumont respondiendo a la notificación: «GZ. Beaumont. YLP-R», que, traducida, significaba: «Acto u omisión prohibido por la ley. Casa Beaumont, 9, Parque Sur». A las 12:40 el capitán del distrito llegó respondiendo al informe de la patrulla: «Acto criminal. Posiblemente AAA».
A la una, Lincoln Powell llegó a la casa Beaumont llamado con urgencia por el inspector: –Le aseguro, Powell, que es un crimen triple A. Lo juro. Nada puedo hacer. No sé si sentirme agradecido o asustado, pero ninguno de nosotros es capaz de manejar esto.
–¿Qué no pueden manejar?
–Oiga, Powell. El crimen es algo anormal. Sólo una mente con ondas TP distorsionadas puede intentar un asesinato. ¿No es cierto?
–Sí.
–Por eso no ha habido en setenta años un crimen triple A. Un hombre no puede pasearse con una mente distorsionada y pasar inadvertido. Un hombre con tres cabezas no llamaría más la atención. Ustedes, los telépatas, los descubren enseguida, antes de que entren en acción.
–Tratamos de hacerlo… cuando nos ponemos en contacto con ellos.
–Y hoy, en la vida cotidiana, uno se encuentra necesariamente con muchos telépatas que es imposible evitar. Sólo un ermitaño podría ser un asesino. ¿Y cómo puede matar un ermitaño?
–¿Cómo, de veras?
–Y henos aquí con un crimen cuidadosamente planeado… y nadie advirtió la existencia del criminal. Nadie informó nada. Ni siquiera los secretarios de María Beaumont. Quiere decir que no había nada que advertir. Tiene que haber sido una onda mental aceptable, anormal sin embargo. ¿Cómo demonios resuelve usted una paradoja semejante?
–Ya veo. ¿Alguna orientación?
–Un montón de inconsistencias como punto de partida. Uno, no sabemos cómo mataron a DʼCourtney. Dos, su hija ha desaparecido. Tres, alguien asaltó a los guardias de DʼCourtney e ignoramos con qué medios. Cuatro…
–No siga contando. Enseguida estaré allí.
La sala principal de la casa Beaumont brillaba con una intensa luz blanca. Los policías uniformados iban de un lado a otro. Los técnicos del laboratorio, vestidos con túnicas blancas, correteaban como escarabajos. En el centro del salón, los huéspedes (vestidos), encerrados en un tosco corral, se agitaban como una tropa de novillos ante las puertas de un matadero.
Powell descendía por la rampa del este, alto y delgado, y negro y blanco, cuando sintió la ola de hostilidad. Buscó rápidamente a Jackson Beck, inspector de policía 2.
–¿Cómo está la situación, Jack?
–Revuelta.
Recurriendo al informal código de la policía, de rápidas imágenes, significaciones alteradas, y símbolos privados, Beck anunció:
–
Hay telépatas aquí. Tenga cuidado.
–Y en un solo segundo reveló a Powell toda la situación.
–Ya veo, algo sucio. ¿Por qué están todos apretados? ¿Está usted preparando algo?
–El drama del villano y el amigo.
–¿Inevitable?
–Es gente perversa. Mimosa. Corrupta. Nunca cooperarán. Hay que recurrir a algún truco para sacarles la verdad. En este caso es de veras inevitable. Yo seré el villano. Usted el amigo.
–Muy bien. Excelente. Comencemos.
Powell se detuvo en mitad de la rampa. Abandonó su amable sonrisa. La ternura se le borró de los ojos, profundos y oscuros. Apareció en su cara una expresión indignada y sorprendida.
–Beck –exclamó.
La voz de Powell retumbó en la sala. Se sintió un silencio de muerte. Todos los ojos se volvieron hacia él.
El inspector Beck miró a Powell. Con una voz brutal le dijo:
–Aquí, señor.
–¿Se encarga usted de esto, Beck?
–Sí, señor.
–¿Y es éste el modo correcto de llevar a cabo una investigación? ¿Encerrar a gente inocente como si fuese ganado?
–No son inocentes, han asesinado a un hombre.
–Todos aquí son inocentes, Beck. Se presume que son inocentes y serán tratados con toda cortesía hasta que se descubra la verdad.
–¿Qué? –se mofó Beck–. ¿Esta pandilla de mentirosos? ¿Tratarlos con cortesía? Esta perversa, sucia y piojosa manada de hienas…
–¡Cómo se atreve! ¡Discúlpese enseguida!
Beck respiró profundamente y apretó los puños.
–Inspector Beck, ¿me ha oído? Discúlpese enseguida ante estas damas y caballeros.
Beck lanzó una mirada a Powell y luego se volvió hacia los apretados huéspedes.
–Mil perdones –murmuró.
–Y se lo advierto, Beck –dijo Powell–. Si vuelve a ocurrir una cosa semejante, será despedido. Volverá a su cuna en el arroyo. Ahora apártese de mi vista.
Powell bajó a la sala y sonrió a los huéspedes. Estaba transformado otra vez. Sus maneras sugerían, sutilmente, que era uno de ellos. Hasta podía advertirse en su dicción un matiz del amaneramiento de moda.
–Damas y caballeros. Conozco naturalmente a todos ustedes, aunque sólo de vista. Y no soy tan famoso, así que permitan que me presente. Lincoln Powell, prefecto de la división psicopática. Prefecto y psicopático. Dos títulos un poco anticuados, ¿no es cierto? No permitiremos que esos títulos nos molesten. –Powell avanzó hacia María Beaumont con una mano extendida–. Señora, qué clima apasionante para su maravillosa fiesta. Los envidio a ustedes. Harán historia.
Un murmullo de satisfacción corrió por la multitud. La hostilidad comenzó a desvanecerse. María tomó la mano de Powell, aturdida, interpretando mecánicamente su papel de costumbre.
–Señora… –Powell la confundió y complació besándole la frente de un modo paternal y afectuoso–. Ha pasado usted momentos de angustia. No lo ignoro. Estos patanes de uniforme…
–Querido prefecto… –María era ahora una niñita, colgada del brazo de Powell–. He estado tan asustada.
–¿No hay una habitación tranquila donde podamos sentirnos cómodos y que nos ayude a soportar esta exasperante experiencia?
–Sí, el estudio, querido prefecto. –María comenzaba ya a balbucear.
Powell chasqueó los dedos. El capitán dio un paso adelante y Powell le dijo:
–Conduzcan a la señora y sus huéspedes hasta el estudio. Nada de guardias. Estas damas y caballeros pueden manejarse solos.
–Señor Powell… –El capitán carraspeó–. A propósito de los huéspedes… Uno de ellos llegó después de anunciado el crimen. Un abogado. El señor ¼maine. –Powell descubrió a Jo ¼maine, abogado 2, en medio de la multitud. Le dirigió un saludo telepático.
–¿Jo?
–Hola.
–¿Qué te ha traído aquí?
–Negocios. Me llamó mi cli(Ben Reich)ente.
–¿Ese estafador? Es algo sospechoso. Espera aquí con Reich. Nos pondremos en guardia.
–Bonita comedia has hecho con Beck.
–Demonios. ¿Has descubierto nuestro código?
–No. Pero los conozco bien. El suave Beck como tosco policía es un espectáculo que vale la pena.