Read El hombre demolido Online
Authors: Alfred Bester
Se apartó del árbol arrastrándose hacia Chervil.
–Quiero visitar a mi antiguo amigo el comisionado y hacerle algunas preguntas. Quiero que usted esté conmigo, y que me diga la verdad. ¿Vendrá conmigo a la oficina de Crabbe y le leerá el pensamiento para mí? ¿Lo hará y se olvidará luego? ¿Lo hará?
–Sí, señor Reich… Lo haré.
–¡Cómo! ¡Un telépata honesto! ¿Qué le parece? Vamos, rápido.
Reich salió dando traspiés de la explanada. Chervil lo siguió abrumado por esa furia más poderosa que las heridas, la fiebre y la agonía. Ya en los cuarteles policiales, Reich pasó ciegamente, rugiendo, junto a empleados y guardianes, hasta que su figura barrosa y ensangrentada se precipitó en la adornada oficina de plata y marfil del comisionado Crabbe.
–¡Dios mío! ¡Reich! –Crabbe estaba horrorizado–. Es usted, ¿no? ¿Ben Reich?
–Siéntese, Chervil –dijo Reich. Se volvió hacia Crabbe–. Sí, soy yo. Míreme bien. Soy casi un cadáver, Crabbe. Lo rojo es sangre. El resto es barro. He tenido un gran día…, un glorioso día…, y quisiera saber dónde diablos han estado ustedes. Dónde ha estado el dios todopoderoso prefecto Powell. Dónde…
–¿Casi un cadáver? ¿Qué está diciendo, Ben?
–Le estoy diciendo que hoy casi me asesinan, en tres oportunidades. Este muchacho… –Reich señaló a Chervil–. Este muchacho acaba de encontrarme en la explanada más muerto que vivo. ¡Míreme, en nombre de Dios! ¡Míreme!
–¡Casi lo asesinaron! –Crabbe golpeó enfáticamente el escritorio–. Claro. Ese Powell está loco. No sé cómo le hice caso. El hombre que mató a DʼCourtney está tratando de matarlo a usted.
Reich, nerviosamente, le hizo una seña a Chervil.
–Le dije a Powell que era usted inocente. No quiso escucharme –dijo Crabbe–. Ni aun cuando esa máquina endiablada de la oficina del fiscal declaró que era usted inocente.
–¿La máquina dijo que yo era inocente?
–Eso es. No hay nada contra usted. Nunca lo hubo. Y en nombre del sagrado Código de los Derechos Humanos será usted protegido de ese asesino como cualquier otro ciudadano honesto. Lo arreglaremos enseguida. –Crabbe se dirigió hacia la puerta–. Y creo que esto tranquilizará definitivamente al señor Powell. No se vaya, Ben. Quiero hablar con usted a propósito de esa senaduría solar…
La puerta se abrió y se cerró ruidosamente. Reich se tambaleó y luchó un momento consigo mismo. Miró y vio a tres Chervil.
–¿Y bien? –murmuró–. ¿Y bien?
–Está diciendo la verdad, señor Reich.
–¿Acerca de mí? ¿Acerca de Powell?
–Bueno… –Chervil reflexionó un momento, pesando la verdad.
–Vamos, bastardo –gruñó Reich–. ¿Cuánto tiempo cree que podré aguantar sin que se me quemen los fusibles?
–Está diciendo la verdad acerca de usted –dijo Chervil rápidamente–. La máquina computadora se ha negado a autorizar toda acción contra usted en relación con la muerte de DʼCourtney. El señor Powell se ha visto obligado a abandonar el caso…, bueno…, su carrera está en peligro.
–¿Es verdad eso? –Reich se movió haciendo eses y tomó al muchacho por los hombros–. ¿Es verdad eso, Chervil? ¿Nadie me acusa? ¿Puedo volver a mis negocios? ¿Nadie va a molestarme?
–Lo han dejado a un lado, señor Reich. Puede volver a sus negocios. Nadie va a molestarlo.
Reich estalló en una carcajada de triunfo. El dolor de su cuerpo, golpeado y roto, le arrancó, mientras se reía, un largo gemido, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Se incorporó, pasó junto a Chervil, y dejó la oficina del comisionado. Parecía, casi, un hombre de Neanderthal. Desfiló por los corredores cubierto de sangre y barro, riéndose y gimiendo, sosteniéndose en pie con una torpe arrogancia. Sólo le faltaba llevar un ciervo a cuestas o arrastrar triunfalmente el cuerpo de un oso para completar el cuadro.
–Completaré el cuadro con la cabeza de Powell –se dijo a sí mismo–. Disecada y colgada de mi pared. Completaré el cuadro metiéndome en el bolsillo a la compañía DʼCourtney. ¡Por Dios, denme tiempo y completaré el cuadro con la Galaxia!
Cruzó la puerta de acero del cuartel policial y se detuvo un momento en los escalones contemplando las calles mojadas por la lluvia…, el centro de diversiones: manzanas y manzanas que relucían bajo una sola cúpula transparente…, las tiendas alineadas en la acera superior: luces y bullicio mientras comenzaba el comercio nocturno…, los rascacielos de cien pisos…, el tejido de los entrecruzados caminos aéreos…, las luces parpadeantes de las máquinas saltadoras, que se alzaban y descendían como una plaga de langostas de ojos rojizos en medio del campo…
–¡Y seré dueño de todos vosotros! –gritó Reich alzando los brazos como para abarcar el universo–. ¡De todos vosotros! ¡Cuerpos, pasiones y almas!
La mirada de Reich tropezó con una figura alta, siniestra y familiar que cruzaba la calle observándolo disimuladamente por encima del hombro. Una figura de sombras oscuras donde chispeaban las joyas de la lluvia…, y que lo miraba y espiaba, silenciosa y horrible… Un hombre sin cara.
Se oyó un grito estrangulado. Saltaron los fusibles. Como un árbol herido por un rayo, Reich cayó al suelo.
A las nueve menos un minuto, diez de los quince miembros del consejo del gremio ésper se reunieron en las oficinas del presidente Tʼsung. Los había congregado un asunto de emergencia. A las nueve y un minuto se levantaba la reunión. En esos ciento veinte segundos ésperes, ocurrió lo siguiente:
Un martillo golpeó la mesa.
La esfera de un reloj.
La aguja horaria señaló el 9.
El minutero señaló el 59.
El segundero señaló el 60.
REUNIÓN DE EMERGENCIA
Para examinar un pedido de catexis en masa con Lincoln Powell como canal humano de energía capitalizada.
(consternación)
Tʼsung:
No, en serio, Powell. ¿Cómo puede hacer ese pedido? ¿Qué puede requerir una medida tan peligrosa y extraordinaria?
Powell:
El asombroso desarrollo del caso DʼCourtney, que quiero que todos ustedes examinen.
(examen)
Powell:
Todos saben que Reich es nuestro más peligroso enemigo. Está apoyando la furiosa campaña antiésper. Si no bloqueamos esa campaña sufriremos el destino común de los grupos minoritarios.
@kins:
Cierto.
Powell:
Reich apoya asimismo la Liga de Patriotas Ésper. Si no bloqueamos esa organización podemos caer en una guerra civil y perdernos para siempre en una ciénaga de caos interno.
Franion:
Cierto también.
Powell:
Pero hay un desarrollo adicional que ustedes han examinado. Reich está apunto de convertirse en foco de la galaxia. Un eslabón crucial entre el pasado objetivo y el futuro probable. En este momento puede intentar una reorganización total. El tiempo es lo más importante. Si Reich llega a reajustarse y a orientarse otra vez, antes de que yo le detenga, se volverá inmune a nuestra realidad, invulnerable a nuestro ataque, y se transformará en el enemigo mortal de la razón y realidad de la galaxia.
@kins:
Creo que estás exagerando, Powell.
Powell:
¿Sí? Miren conmigo. Observen la posición de Reich en el tiempo y en el espacio. ¿No se convertirá su credo en el credo del mundo? ¿No se convertirá su realidad en la realidad del mundo? ¿No es Reich, en esa crítica posición del poder, energía e inteligencia, un camino seguro hacia la destrucción total?
(convicción)
Tʼsung:
Es cierto. Sin embargo, me resisto a autorizar la catexis en masa. Recordará usted que esa medida ha destruido invariablemente el canal humano en todas las tentativas pasadas. Vale usted demasiado, Powell, para que lo destruyan.
Powell:
Tiene que permitirme correr el riesgo. Reich es uno de esos raros hombres capaces de conmover el universo…, un niño todavía, pero a punto de madurar. Y toda la realidad: ésperes, normales, la vida, la Tierra, el sistema solar, el universo mismo…, toda la realidad depende peligrosamente del despertar de Reich. No podemos permitirle que despierte a una realidad equivocada. Insisto.
Franion:
Nos pide que votemos su muerte.
Powell:
Es mi muerte contra la muerte eventual de todo lo que conocemos. Insisto.
@kins:
Dejemos que Reich despierte como quiera. Tenemos tiempo y estamos prevenidos como para atacarlo en la primera encrucijada.
Powell:
Insisto.
(pedido concedido)
Se levanta la sesión.
Esfera de un reloj.
La aguja horaria señala el 9.
El minutero señala el 01.
El segundero señala la demolición.
Powell llegó a su casa una hora más tarde. Había hecho su testamento. Había pagado sus cuentas, firmado sus papeles, arreglado todo. Había habido consternación en el gremio. Hubo consternación cuando llegó a su casa. Mary Noyes lo leyó todo en el momento en que Powell atravesaba el umbral.
–¡Linc!
–No alborotes. Hay que hacerlo.
–Pero…
–Hay una posibilidad de que esto no me mate. Oh… Falta algo. El laboratorio quiere que me hagan una autopsia tan pronto como me muera…, si me muero. He firmado todos los papeles, pero me gustaría que interviniera en caso de que hubiese dificultades. Quieren tener el cuerpo antes del rigor mortis. Si no es posible enviar el cadáver, les bastaría la cabeza. Trata de que así sea, ¿quieres?
–¡Linc!
–Lo siento. Bueno, ahora será mejor que hagas las maletas y lleves a la niña al hospital Kingston. Aquí no está segura.
–Ya no es una niña, Linc. Ella…
Mary se volvió y corrió escaleras arriba, dejando como una estela el sensible impacto familiar: nieve/menta/tafetán/tulipanes…, ahora mezclado con temor y lágrimas. Powell suspiró, y esbozó enseguida una sonrisa mientras una muy equilibrada adolescente aparecía en lo alto de las escaleras y bajaba con movimientos perezosos. Llevaba un vestido de mujer, y tenía una expresión de ensayada sorpresa. A mitad de camino, se detuvo, como para que Powell apreciara su ropa y sus modales.
–¡Pero cómo! Es el señor Powell, ¿no?
–Así es. Buenos días, Barbara.
–¿Y qué lo trae a nuestros pequeños dominios esta mañana? –La muchacha bajó el resto de la escalera rozando con los dedos la barandilla y trastabillando en el último peldaño.
–¡Oh, Pip! –gritó.
Powell la recibió en sus brazos.
–Pop –dijo.
–Bim –dijo Barbara.
–Bam –dijo Powell.
Barbara alzó los ojos hacia Powell.
–Tú quédate aquí. Voy a volver a bajar esa escalera y apuesto a que lo hago muy bien.
–Apuesto a que no.
La muchacha se volvió, subió deprisa, y se instaló otra vez en el último escalón.
–Querido señor Powell, qué atolondrada me cree usted. –La muchacha inició el descenso–. Tiene que cambiar de opinión. Ya no soy esa niña de ayer. Soy siglos más vieja. Desde hoy en adelante tendrá que considerarme una adulta.
Salvó el último escalón y miró a Powell intencionadamente.
–¿Me re-ehabilitado? ¿Se dice así?
–Muchos prefieren rehabilitado, querida.
–Ya me parecía que tenía un sonido de más.
De pronto la muchacha se dejó caer en sus rodillas. Powell lanzó un gemido.
–Suavemente, Barbara. Eres siglos más vieja y kilos más pesada.
–Escucha –dijo Barbara–. ¿Qué me hizo pensar que eras mi padre? ¿Eras mi padre?
–¿Qué ves en mí de padre?
–Seamos francos. Realmente francos.
–Bueno.
–¿Te sientes como un padre conmigo? Porque yo no me siento como una hija contigo.
–¿No? ¿Cómo te sientes?
–Yo te lo pregunté primero, así que respóndeme.
–Mis sentimientos hacia ti son los de un hijo.
–No. En serio.
–He decidido ser el hijo fiel de todas las mujeres hasta que Vulcano asuma el lugar que le corresponde en el Comité de los Planetas.
Barbara enrojeció, furiosa, y se puso de pie.
–Te pedí que hablaras en serio, porque quería que me aconsejaras. Pero si tú…
–Lo siento, Barbara. ¿De qué se trata?
La muchacha se arrodilló junto a Powell y le tomó la mano.
–Me confundes, Linc.
–¿Cómo?
Barbara lo miró a los ojos con esa alarmante fijeza de los jóvenes.
–Tú sabes cómo.
Hubo una pausa, y al fin Powell asintió.
–Sí, lo sé.
–Y yo también te confundo.
–Sí, Barbara. Es cierto.
–¿Es algo malo?
Powell se levantó de la silla y comenzó a pasearse con un aire triste.
–No, Barbara. No es nada malo, es inoportuno.
–Quiero que me lo expliques.
–¿Que te lo explique? Sí, creo que sería lo mejor. Bien…, digámoslo así, Barbara. Nosotros dos somos cuatro personas. Tú eres dos, y yo soy dos.
–¿Por qué?
–Has estado enferma, querida. Así que tuvimos que convertirte en una niña y esperar a que crecieses otra vez. Por eso eres dos personas. La Barbara adulta por dentro, y la niña por fuera.
–¿Y tú?
–Yo soy dos adultos. Uno de ellos soy yo: Powell. El otro es un miembro del consejo del gremio ésper.
–¿Qué es eso?
–No hay cómo explicarlo. Ésa es la parte de mi ser que lo confunde todo… Quizás es la parte infantil. No lo sé.
Barbara reflexionó un momento, y al fin dijo:
–Cuando no me siento contigo como una hija…, ¿qué parte mía se siente así?
–No lo sé, Barbara.
–Lo sabes. ¿Por qué no me lo dices? –La muchacha se acercó a Powell y le puso los brazos alrededor del cuello…, una mujer adulta con los modales de una niña–. Si no es nada malo, ¿por qué no me lo dices? Si yo te quiero…
–¿Quién habló de quererse?
–De eso estábamos hablando, ¿no es así? Yo te quiero y tú me quieres. ¿No es así?
–Muy bien
–pensó Powell desesperadamente–.
Aquí estamos. ¿Qué vas a hacer? ¿Admitirás la verdad?
–Sí.
–Desde las escaleras, Mary descendía con una maleta en la mano–.
Admite la verdad.
–¡No es una ésper!
–Olvídate. Es una mujer y está enamorada de ti. Tú estás enamorado de ella. Por favor, Linc, daos una oportunidad.
–¿Una oportunidad para qué? Una aventura, si salgo vivo de este asunto con Reich. No puede haber otra cosa. Sabes que el gremio no nos permite casarnos con normales.
–Barbara aceptará eso. Lo aceptará con alegría. Pregúntamelo a mí.
–¿Y si no salgo con vida? No tendrá nada. Nada sino un recuerdo de un amor a medias.